El Vertedero del Destino
Jenna estaba en el Vertedero del Destino.
Mientras llamaba a gritos a Beetle sin que ningún sonido saliera de su boca y el farol se apagaba, Jenna sintió cómo, a su espalda, la puerta remachada se abría emitiendo un crujido. Aterrada, había intentado escapar corriendo, pero sus pies se habían quedado firmemente clavados delante de la puerta. Y cuando por esta había asomado un brazo y una mano la había cogido por detrás de la capa y había tirado de ella para meterla dentro, los pies de Jenna la habían llevado a cruzar el umbral del Vertedero del Destino y había aguardado pacientemente mientras una chica, vestida con ropas que no habrían desentonado en la gruta gótica, había cerrado la puerta.
—¡Marissa! —exclamó Jenna, pero no emitió ningún sonido.
—¡Pececillo! —sonrió con sorna Marissa, que se burlaba de ella abriendo y cerrando la boca con si fuera un pez.
Agarrando fuerte con la mano la capa de Jenna, Marissa la empujó por el pasillo de una casa típica de las cercanías del Castillo, larga y estrecha. Las rodeaba la más completa oscuridad, pero Marissa conocía el camino. Abrió la primera puerta del pasillo y empujó a Jenna por una habitación que parecía un túnel, iluminada en el extremo más alejado por un par de velas de junco y un pequeño fuego que chisporroteaba en una enorme chimenea. Las velas de junco alumbraban lo que a primera vista parecía una cómoda escena: una mesa alrededor de la cual se sentaba a comer un grupo de mujeres; pero Jenna se sentía de todo menos cómoda. Sentado a la mesa estaba el Aquelarre de Brujas del Puerto.
Todas las miradas se clavaron en Jenna mientras Marissa entregaba a la involuntaria convidada. Al llegar a la mesa —en la que había dos sillas vacías—, Marissa sujetó aún más fuerte a Jenna por temor a que escapara en el último minuto. Aquella era la primera prueba que le había impuesto el Aquelarre y sabía que la había pasado con buena nota. Tanto el hechizo silencioso como el de píes quietos habían funcionado, pero Marissa sabía, por experiencia propia, lo escurridizas que podían llegar a ser las princesas, y no estaba dispuesta a correr ningún riesgo.
Marissa propinó un empujón a la princesa hacia una de las sillas vacías, pero Jenna no reaccionó. Contemplaba la mesa que tenía delante, al principio porque estaba decidida a no cruzar la mirada con ninguna bruja, y luego, porque sentía una horrible fascinación por lo que las brujas estaban comiendo. Pensó que era peor que los menús de tía Zelda, ¡lo que ya es decir! Al menos tía Zelda hacía un esfuerzo por cocinar lo bastante los peculiares ingredientes que usaba para dejarlos razonablemente irreconocibles, pero aquellos cuencos en los que se retorcían tijeretas y aquella gran fuente de ratón desollado recubierto de una salsa grumosa y pálida demostraban que nadie había hecho el menor esfuerzo por disimularlos. A Jenna le entraron náuseas. Pero su mirada se clavó de inmediato en el mantel, que estaba lleno de símbolos oscuros y viejas manchas de salsa de carne.
Linda, la jefa de la mirada desagradable del tenderete de las joyas, retiró hacia atrás su silla, en cuyo respaldo se advertía la marca de unos dientes, y se puso en pie. Lenta y amenazadoramente rodeó la mesa en dirección a Jenna. Linda se acercaba en actitud intimidatoria, y la princesa podía oler el tufo a humedad rancia del ropaje de la bruja mezclado con un intenso perfume a rosas muertas. De golpe y porrazo, como si fuera a darle un bofetón, Linda soltó el brazo y Jenna reculó de modo involuntario, pero la palma abierta de Linda viajó hasta un punto justo por encima de la cabeza de Jenna y cazó algo en el aire.
Linda bajó el puño cerrado y lo sostuvo delante de Jenna. Murmuró unas pocas palabras para invertir el invisible y abrió los dedos. Posado en la palma de la bruja estaba el minúsculo pájaro reluciente que Jenna se había negado a coger del puesto de la feria, aunque de eso parecía haber pasado mucho tiempo.
—Bueno, pajarito —canturreó Linda—. Lo has hecho muy bien. Has traído a la princesa. Tendrás tu recompensa.
Hurgó entre sus ropas para tirar de la pequeña jaula que le colgaba del cuello, la sacó y movió la jaula y a su prisionero delante del aterrado pájaro que sostenía en la mano.
—Aquí está tu amiguito, echa un vistazo.
Ambos pájaros se miraron. Ninguno emitió ningún sonido ni se movió.
Pillando a todos por sorpresa, de repente Linda lanzó al aire al pájaro que tenía en la mano. Al mismo tiempo arrojó la minúscula jaula al suelo. Luego levantó un pie con la intención de aplastar la jaula de un pisotón, pero la Bruja Madre se lo impidió.
—¡Linda! ¡Detente ahora mismo!
Linda detuvo el pie en el aire.
—Hiciste un trato y debes cumplirlo —le conminó la Bruja Madre.
—Es solo un pájaro de mierda —repuso Linda manteniendo el pie encima de la jaula.
La Bruja Madre se puso de pie.
—Si incumples un pacto oscuro, allá tú, ¡que no te pase nada!, recuérdalo. A veces, Linda, creo que te olvidas de cuáles son las Reglas. No es bueno que una bruja se olvide de las Reglas, ¿verdad, jovencita? —Se inclinó sobre la mesa, mirando fijamente a la bruja—, ¿Verdad…? —repitió la Bruja Madre en tono amenazador.
Linda bajó el pie muy despacio, apartándolo de la minúscula jaula.
—No, Bruja Madre —dijo enfurruñada.
Daphne, la bruja regordeta, la mujer que a Jenna le daba la impresión de que le habían cosido un saco de basura podrida que alguien se había dejado olvidado, se levantó en silencio.
Se acercó a Linda de puntillas, se situó detrás de ella y recogió la jaula.
—¡Eres horrible! —le dijo Daphne a Linda en un arranque de valor—. Que pisotees sin parar mi carcoma gigante no te da derecho a pisotear todo lo que quieras.
Los rechonchos dedos de Daphne, pringados de salsa de ratón, toquetearon la jaula hasta que consiguieron abrirla. El pájaro atrapado cayó sobre la mesa junto a un montoncito de huesos de ratón mondos y lirondos, que la Bruja Madre usaba para hurgarse entre los dientes, y se quedó allí, inconsciente.
Jenna observaba, horrorizada, mientras intentaba desesperadamente urdir un plan, pero no conseguía que se le ocurriera nada. Vio cómo el pájaro suspendido en el aire bajaba volando hasta su compañero y le daba suaves empujones. El aturdido pájaro aleteó, sacudió las plumas y, al cabo de pocos segundos, ambas aves volaron vacilantes hacia un rincón de la estancia. Jenna sintió envidia de ellos.
La Bruja Madre centró su atención en la princesa.
—Bien, bien —dijo con una espantosa mueca—. Ya tenemos a nuestra princesita.
Miró a Jenna de arriba abajo como si estuviera comprando un caballo e intentara que le bajaran el precio.
—Esta servirá, supongo.
—Sigo sin comprender para qué necesitamos una princesa —dijo una voz quejumbrosa desde las sombras. Pertenecía a una joven bruja que llevaba la cabeza envuelta en una toalla.
—Dorinda, ya te he explicado para qué la utilizaremos —repuso la Bruja Madre—, Creí que con esas orejas tu memoria habría mejorado.
Dorinda lanzó un fuerte gemido.
—No es culpa mía. Yo no quería orejas de elefante. No veo qué falta nos hace una princesa. Solo servirá para estropear las cosas. Sé que lo hará.
—Cállate, Dorinda —le espetó Linda—, O…
Dorinda volvió a camuflarse en las sombras, había sido Linda quien le había concedido esas orejas de elefante.
—Como ya te he dicho, Dorinda, la posesión de una princesa da al Aquelarre de Brujas del Puerto el derecho a gobernar sobre todos los demás aquelarres —explicó la Bruja Madre. Se volvió hacia Marissa y le dio unos golpecitos en el brazo—. Has escogido bien al elegirnos a nosotras.
Marissa parecía darse aires de suficiencia.
Como si ya hubieran perdido el interés por la nueva adquisición, las brujas desviaron su atención de Jenna, se centraron en lo que les quedaba de comida y siguieron hablando y discutiendo como si no estuviera allí.
Jenna las observó chuperretear los restos de huesos de ratón hasta dejarlos limpios, y luego cómo escogían las tijeretas más grandes para metérselas en la boca. Lo único que le proporcionó cierta satisfacción fue la cara que puso Marissa cuando intentó engullir una tijereta. En el antiguo aquelarre de Marissa, las brujas de Wendron, todas se alimentaban de comida normal que recolectaban en el Bosque. Jenna había cenado allí en una ocasión, y le había gustado mucho. Fue, lo recordaba bien, la noche en que ellas habían intentado secuestrarla.
—¡Nursie! ¡Nursie! Retira los platos. ¡Nursie! —gritó la voz rasposa de la Bruja Madre, una vez concluida la cena.
Una figura voluminosa, que a Jenna le sonaba, pero que no acertaba a situar, irrumpió en la habitación con un cubo colgado del brazo como si fuera un bolso. Apiló los platos, vació las repulsivas sobras en el cubo y salió tambaleándose, con los platos en un precario equilibrio. Pocos minutos más tarde, regresó con el mismo cubo, pero esta vez contenía un mejunje fétido de brebaje de bruja que sirvió con un cucharón en las tazas de las brujas. Nursie echó una rápida ojeada a Jenna, sin demostrar ningún interés por ella, pero cuando volvió a salir de la habitación, Jenna recordó dónde la había visto antes. Nursie era la patraña de La Casa de Muñecas, una pensión situada puerta con puerta con la morada del aquelarre en el Puerto, donde Jenna había tenido la mala fortuna de pasar una noche.
Las brujas sorbieron sonoramente su brebaje de brujas y continuaron sin hacer ningún caso a Jenna. La Bruja Madre echó la cabeza hacia atrás y apuró la taza sorbiendo ruidosamente, luego se dio unas palmaditas en el estómago y miró a Jenna con satisfacción. El estofado de ratón y maggot, seguido de un trago de brebaje de brujas, siempre le mejoraba su humor, la nueva adquisición del aquelarre no estaba tan mal, al fin y al cabo.
—Bienvenida, princesa —dijo la Bruja Madre, sacándose de la boca un trocito de oreja de ratón que se le había quedado entre los dientes—. Ahora eres una de nosotras.
—No soy una de vosotras —replicó Jenna sin emitir sonido alguno, haciendo que el resto del aquelarre se muriera de risa.
—Ya ves lo que nos importa lo que digas, querida —dijo la Bruja Madre que, después de tantos años de hacer hechizos de pez, era toda una experta leyendo los labios—. Hacia la medianoche de hoy, te convertirás en una de nosotras, tanto si quieres como si no.
Jenna sacudió la cabeza con violencia.
La Bruja Madre se frotó las manos y examinó una vez más a Jenna.
—Sí. Lo harás muy bien. —Le dedicó a Jenna su mejor sonrisa, que formaba separando los labios y mostrando dos hileras de dientes ennegrecidos—. Muy bien.
Jenna no sabía cómo tomárselo. No estaba segura de que el hecho de que le dijeran que tenía madera de bruja fuera precisamente un cumplido.
Linda parecía enfadada.
—Eres una pelota, Bruja Madre. Sera una pésima bruja. Ni siquiera nos habríamos fijado en ella si no fuera una princesa.
La Bruja Madre dirigió una mirada airada a Jenna y se volvió hacia Marissa, que se estaba convirtiendo en su nueva favorita a pasos agigantados.
—Bueno, este es un trabajo especial para ti, Marissa, querida. Lleva a la princesa a la habitación que le hemos preparado y haz que se vista con la túnica de bruja. Quítale todo lo que lleva. Puedes quedarte su preciosa diadema si quieres, te sentará bien.
—¡No! —Jenna lanzó un grito silencioso y se llevó la mano a la cabeza—. No me la vais a quitar. No os atreváis.
—¡Ay, es que me encantan los hechizos de pez —farfulló la bruja que llevaba el pelo enmarañado en una alta punta en lo alto de la cabeza.
—Cállate, Verónica —dijo la Bruja Madre muy seria—. Vamos, Marissa, llévate a la princesa.
Marissa parecía muy satisfecha de sí misma. Agarró a Jenna del brazo y, con una sonrisa, tiró de ella para ponerla de pie, luego la empujó hacia una pesada y hedionda cortina que colgaba en el fondo de la habitación. Jenna intentó resistirse una vez más, pero sus pies la traicionaron y la llevaron con Marissa contra su voluntad.
—Cuando acabéis, tráeme su preciosa capa de piel roja, Marissa. Hace frío aquí, se me mete en mis viejos huesos —gritó la Bruja Madre cuando llegaban a la cortina.
Linda observó a Marissa con los ojos entornados; su ansiado cargo de Bruja Madre de honor peligraba. Se puso en pie. La Bruja Madre la miró con suspicacia.
—Linda, ¿adonde vas? —le preguntó.
Linda se pasó una mano por la frente con aire cansino.
—Ha sido un día muy largo, Bruja Madre. Creo que dormiré una siestecita. Esta noche quiero estar en mi mejor forma para… el acto.
—Muy bien. No te retrases. Empezaremos a media noche tanto si estás como si no.
Taladrándola con la mirada, la Bruja Madre observó a Linda salir de la habitación. Escuchó las pisadas de la bruja traquetear fuerte en la escalera, y oyó el crujido de las tablas del dormitorio del piso de arriba y el chirrido de los muelles de la cama de Linda.
Sin embargo, aunque las pisadas de Linda habían ido hasta su cama, Linda no había entrado en su dormitorio. La Bruja Madre nunca había llegado a dominar el arte de lanzar pisadas, y en consecuencia no creía que eso fuera posible, pero lo era. Cuando Linda salió de la habitación, sus pisadas sonaron fuertes en la escalera y en el dormitorio, luego habían saltado en la cama y habían hecho chirriar los muelles del colchón. Sin embargo, Linda había ido a otro lugar.
Sin percatarse del engaño de Linda, la Bruja Madre examinaba a las tres brujas restantes con aire de satisfacción.
—Estamos mejorando. No solo somos seis ahora en nuestro Aquelarre, pronto seremos siete, y nuestro séptimo miembro será una princesa.
Desde algún lugar al fondo de la casa llegó un grito.
—¡Santo dios!, ¿qué le estará haciendo Marissa a nuestra querida princesa? —dijo la Bruja Madre con una sonrisa indulgente.
Pero, como solía comentar Linda, la Bruja Madre se estaba volviendo olvidadiza. Y se había olvidado de que Jenna aún estaba silenciosa.
El grito era de Marissa.