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El Antro de Paco Puñales

Beetle echó a correr detrás de Jenna, pero a diferencia de ella, él no era un buen velocista. Pronto perdió de vista la capa roja que volaba al viento mientras se alejaba, saltando por encima de los charcos y derrapando en las esquinas, resbalando entre las vueltas y revueltas del exiguo y oscuro callejón que había recorrido cientos de veces antes. Beetle seguía con obstinación los cada vez más débiles ecos de sus pisadas, y pronto ya no oyó nada más que el sonido de sus propias botas golpeando contra el empedrado. No había ni rastro de Jenna.

De todos los callejones que partían de la vía del Zumbido, el Antro de Paco Puñales era el peor. El serpenteante y angosto pasaje se llamaba así por un famoso atracador y asesino que lo usaba como vía de escape a prueba de tontos. Aunque lo persiguieran de cerca, Paco Puñales siempre se escapaba, y desconcertaba a sus perseguidores, saltando a la alcantarilla destapada que había al fondo del callejón sin salida, luego se deslizaba por el agua y la suciedad hasta un pequeño barco que tenía amarrado en el río, junto a la boca de la alcantarilla.

Beetle no comprendía por qué Jenna había elegido, de entre todos los lugares, correr por el Antro de Paco Puñales. Al igual que él, Jenna había crecido en los Dédalos. Había ido a un colegio de los Dédalos, y ella también había pasado su examen de competencia memorizando el mapa de los Dédalos y emprendiendo sola tres excursiones cronometradas. Ese era el examen que todos los niños tenían que pasar antes de convertirse en Dedalistas y de que pudieran vagar libremente (o dedalear) solos. Pero incluso para un dedalista ciertos callejones estaban prohibidos, y el Antro de Paco Puñales era el primero de la lista de callejones prohibidos.

El Antro, como se le conocía en la vecindad, estaba habitado por los ciudadanos más sombríos del Castillo, el tipo de personas que nunca verías durante el día y mejor que no las vieras durante la noche. Con sus decrépitos edificios inclinados que destilaban un nauseabundo y dulzón olor a podrido (y a cosas peores) y la mala costumbre de sus moradores de empujar a los extraños o asomarse a mirar por la ventana al más mínimo eco de pasos —normalmente armados y dispuestos a arrojar un cubo de agua sucia si no les gustaba el aspecto de quien estuviera siendo el autor de los pasos—, el Antro de Paco Puñales no era un lugar por el que nadie elegiría pasar, sobre todo de noche.

Pero Jenna corría, ajena a todo lo que sabía sobre el Antro. Escoltada por el pájaro invisible, corría toda velocidad, saltando los baches, derrapando alrededor de apestosas montañas de basura, sin hacer ningún caso a los abucheos y maldiciones que le gritaban desde lo alto de las ventanas, e ignorando incluso un certero tomate podrido que le lanzaron y aterrizó en la parte de atrás de su capa. Hacia el final del Antro, Jenna empezó a ir más despacio, de repente no sabía dónde se encontraba. Por encima de su cabeza, un farol chirriaba de manera lastimera mientras se mecía sobre una puerta desvencijada tachonada de clavos. Detrás de ella, encima de una ventana cegada con tablas, un cartel decía:

PAGANDO, SE DICE LA BUENAVENTURA.

ENTRA SI QUIERES VIVIR UNA AVENTURA.

ENTRA SI ERES OSADO, SE PAGA AL CONTADO.

Una ráfaga de viento hizo traquetear el farol de modo alarmante. Jenna se estremeció. ¿Dónde estaba…?, ¿y qué estaba haciendo allí? La lista de callejones prohibidos, que tiempo atrás había recitado, le volvió a la memoria, y cayó en la cuenta, con un presentimiento, que no solo se había internado corriendo en el Antro de Paco Puñales, sino que ahora estaba delante de la puerta del famoso Vertedero del Destino, que algunos años atrás había sido centro de gran expectación cuan do había tenido que ser fumigado y cerrado por un grupo de magos guiados por la propia maga extraordinaria en persona.

Todos los niños de los Dédalos sabían que el Vertedero del Destino estaba cerca del final del Antro de Paco y Jenna, consciente de que el Antro era un callejón sin salida, supo que tenía que darse media vuelta y volver por donde había venido La mera idea la asustaba, y se sentía incapaz de moverse. El farol chirrió y una ráfaga de viento le empapó la capa. Jenna sacudió la cabeza para librarse de la rara sensación de sopor y aturdimiento que la invadía.

Justo cuando Jenna había reunido e] valor suficiente para desandar sus pasos por el Antro, oyó el sonido de unas imperiosas pisadas que se acercaban a ella. Se quedó paralizada. Las pisadas se acercaron y retrocedió hacia las sombras del Vertedero del Destino, apretó la espalda contra la pared con la esperanza de que quien fuera que estuviera llegando por el callejón no la viera.

Para su enorme alivio, Beetle llegó derrapando en la esquina.

—¡Jenna! —dijo Beetle resoplaba igual de aliviado de ver a Jenna esperándolo—, ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué has venido por aquí?

—Yo… no lo sé.

Era cierto; Jenna no sabía por qué se sentía como si acabara de despertarse de un extraño sueño

—Salgamos de aquí —dijo Beetle mirando intranquilo a su alrededor—. Tenemos que volver por donde hemos venido Este es un callejón sin salida que acaba justo a la vuelta de la esquina, y no querrás terminar allí —Lo sé —dijo Jenna—. Lo sé.

Beetle se puso en marcha enseguida y Jenna se dispuso a seguirle, pero no podía moverse. Se giró para comprobar si su capa se le había quedado atrapada en algo, pero colgaba libremente. Dio un tirón a su larga túnica, que, para su desánimo, estaba salpicada de barro, pero tampoco estaba enganchada en ningún lugar. Trató de controlar el pánico, levantó primero un pie y luego el otro, y pudo comprobar que no estaban pegados al suelo, pero cuando volvió a intentar seguir a Beetle, no logró moverse.

Jenna perdió la batalla contra el pánico.

—¡Beetle! —gritó—, ¡Bee… tle!

Para su horror, ningún sonido salió de su boca. Arriba, encima de su cabeza, el farol se apagó y Jenna se quedó sumida en la oscuridad.

No había ido muy lejos cuando Beetle se dio cuenta de que Jenna no lo estaba siguiendo. Se exasperó, ¿a qué estaba jugando? Enfadado, volvió a buscarla, pero mientras doblaba la esquina de nuevo vio que el farol que estaba sobre la puerta tachonada se había apagado, y Jenna ya no se encontraba allí.

Beetle se detuvo ante la puerta.

—¿Jenna? —dijo medio susurrando—. ¿Jenna?

No hubo respuesta. Caía una fría lluvia; Beetle tiritaba en su chaqueta de almirante y se abrigó el cuello con otra vuelta de su bufanda de lana. Le habría gustado encontrarse en cualquier otro lugar. Y le habría gustado comprender lo que estaba haciendo Jenna, a quien a veces no podía entender. Supuso que Jenna tenía planes que no le quería contar y que había querido librarse de él otra vez, de modo que Beetle, malhumorado, se puso en marcha hacia el famoso callejón sin salida del Antro. Fuera lo que fuese lo que Jenna hubiera planeado, no pensaba dejarla sola en el fondo del Antro de Paco Puñales.

El fondo del callejón estaba desierto. El enfado de Beetle se estaba convirtiendo en preocupación. Miró por la alcantarilla abierta, en uno de los lados alguien había colocado con cuidado un tablón podrido en el que habían escrito la palabra: «¡Cuidado!». Beetle sacó su luz azul y la desplegó para abrirla, entonces se arrodilló con sigilo y se asomó por la alcantarilla. Olía fatal.

—¿Jen… Jenna? —la llamó, nervioso, su voz sonaba hueca en la oscuridad que se extendía debajo.

Al no obtener respuesta, Beetle se sintió muy agradecido, hasta que una horrible imagen cruzó por su mente: Jenna tumbada inconsciente mucho más abajo. Se inclinó hacia adelante y alargó el brazo con la luz. Muy abajo, vio las oscuras y lentas aguas de la alcantarilla que cubrían a medias, «¡Oh, no!», un bulto oscuro.

—¡Jenna! —llamó Beetle, y su voz resonó con un eco hueco dentro de la alcantarilla.

Escuchó una tos a sus espaldas.

—Hola, ¿se te ha perdido algo? —preguntó una voz familiar.

—¡Chico Lobo! —Entonces, Beetle levantó la mirada—, ¡Ah, lo siento! Eres tú —Sí, supongo que tienes razón. Soy yo —dijo el muchacho—, ¿Y quién eres tú?

—Beetle, ¿te acuerdas?, en la Grut… ¡Ah, ya veo! Tú debes de ser Marcus.

Marcus sonrió.

—Has estado en la Gruta, ¿verdad? ¿Matt sigue allí?

—Oh… sí. Sí, sigue allí. —La voz de Beetle resonó en la alcantarilla.

—Bien —dijo Marcus—. Llego tarde a mi turno. No habría venido por este camino si no tuviera prisa; hay un atajo encima del muro. —Miró detenidamente a Beetle—. Y tú, ¿por qué has venido hasta aquí?

Beetle señaló con la luz azul dentro de la alcantarilla.

—Creí que Jenna se había caído aquí. Mira.

—Oye, ¡qué luz más chula! —dijo Marcus. Se asomó por la alcantarilla y Beetle alumbró con la linterna la forma que yacía mucho más abajo en el agua—. No, eso no es nadie. Son solo ropas viejas y basura.

Beetle no estaba tan seguro.

—Puedes bajar a comprobarlo si quieres —dijo Marcus—. Mira si es… ¿quién has dicho?

—Jenna. La princesa Jenna.

Marcus soltó un silbido de asombro.

—¿La princesa Jenna? Oye, ¿qué está haciendo ella aquí abajo? —Miró otra vez—. Bueno, si realmente crees que es la princesa Jenna, será mejor que eches un vistazo. Por este lado hay unos peldaños para bajar, ¿los ves?

Lo último que Beetle deseaba era bajar a la apestosa alcantarilla, pero sabía que no tenía otra alternativa.

—Yo te vigilaré —le dijo a Marcus mientras Beetle retiraba con cuidado las dos planchas y se colgaba del borde—. No dejaré que nadie te secuestre.

A Beetle solo se le veía la cabeza por encima de la boca de la alcantarilla.

—¿Que me haga qué? —preguntó.

—Que te secuestre. Ya sabes, cuando te empujan a la alcantarilla y no te dejan salir hasta que no les das todo lo que llevas encima.

—¿Todo lo que llevas encima? —Beetle estaba distraído, mirando dentro de la alcantarilla.

—Sí. —Marcus sonrió—. No es nada divertido correr por el Antro desnudo, te lo puedo asegurar. Ten cuidado, los peldaños están oxidados.

—¡Ah, vale!

Con mucho cuidado, Beetle empezó a bajar por la alcantarilla. Los peldaños estaban realmente oxidados. Parecían estar desprendidos del enladrillado, y cuando Beetle puso con cautela la bota en el fango del fondo de la alcantarilla, el último se le resbaló de las manos. Se precipitó en el barro con un golpe seco y alumbró la alcantarilla con la luz.

La luz azul de Beetle no le mostró gran cosa; estaba hecha para la limpia blancura del hielo, no para la marronácea mugre de las aguas residuales. Pero le mostró lo bastante para ver que el bulto que había temido que fuera Jenna en realidad era un montón de ropa vieja. Solo para asegurarse, Beetle caminó por el lodo, intentando ignorar la pegajosa humedad que empapaba sus botas, y tanteó con la punta del pie el bulto. Se movió. Beetle chilló. Una enorme rata salió corriendo y se escabulló en la oscuridad.

—¿Estás bien? —El rostro de Marcus apareció en la boca de la alcantarilla.

—Sí —Beetle se sintió un poco estúpido—. Era una rata. Una rata enorme.

—Hay muchas por aquí —comentó Marcus—, Y no son Ratas Mensaje, eso tenlo por seguro. Hay un montón de especies distintas, calculo. Te muerden en cuanto te ven. Has tenido mucha suerte.

—¡Ah…!

—Supongo que eso no es la princesa, ¿verdad? —preguntó un sonriente Marcus.

—No.

—No querrás estar ahí mucho tiempo. Lleva días lloviendo. Podría haber una riada.

—¿Una qué? —Beetle no podía oír a Marcus con claridad, pues un rugido grave como el flujo de la sangre por su cabeza le llenaba los oídos.

—Una riada. ¡Oh, mierda…! Oye, ten cuidado.

Beetle no oyó ni una palabra de lo que Marcus le decía, pero sí oyó lo que se avecinaba por la alcantarilla. Saltó para intentar agarrarse al peldaño de la escalera, pero había desaparecido. Recordó que estaba en el barro, donde lo había tirado. El rugido se hacía más fuerte, y fue consciente de que había una mano tendida desde arriba, y del apremiante grito de Marcus: «¡Agárrate, rápido!».

Pocos segundos más tarde, Beetle y Marcus estaban tumbados boca abajo en el adoquinado mojado del Antro de Paco, mirando el torrente de agua que circulaba a toda velocidad por la alcantarilla.

—Gracias —exclamó Beetle sin resuello.

—De nada —dijo, jadeante, Marcus—, Ha sido una suerte que la princesa Jenna no estuviera ahí abajo.

Beetle se sentó. Se pasó la mano sucia por los cabellos, como siempre hacía cuando estaba preocupado, y de inmediato deseó no haberlo hecho. ¿Dónde estaba Jenna?