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La gruta gótica

A medio camino de la Vía del Mago, Beetle vio a Jenna corriendo desde el otro lado. Su largo cabello ondeaba tras ella, la luz de las antorchas centelleaba en su diadema de oro y la capa roja volaba al viento, los peatones que avanzaban en dirección contraria se veían obligados a apartarse de su camino de un salto y se quedaban mirándola. Por encima de ella, un pequeño periquito invisible intentaba desesperadamente seguir el centelleo de la diadema a través de la muchedumbre, mientras zigzagueaba hacia la Torre del Mago.

Beetle caminaba rápidamente por la Vía del Mago. Aún le resultaba difícil incumplir una de las reglas del Manuscriptorium que todos los escribas prometían cumplir: no correr, gritar, maldecir, cantar ni bailar en la Vía del Mago. Era una regla que, durante su época del Manuscriptorium, se tomaba muy en serio, y hasta entonces Beetle no la había roto. Pero mientras Jenna desaparecía a toda prisa en dirección a la Gran Arcada que conducía al patio de la Torre del Mago, rompió dos de sus principios a la vez. Echó a correr y gritó: «¡Jenna! ¡Jenna!». Y entonces la gente se paraba y lo miraba; le pareció que tal vez estuviera siendo irrespetuoso, así que gritó: «¡Oiga, princesa Jenna. Deténgase!».

Jenna no se detuvo, ni tampoco Beetle, sino que siguió avanzando entre la multitud que seguía agolpándose alrededor de Maizie Small, que había cruzado la vía para encender la última antorcha. Mientras Jenna intentaba esquivar a Beetle, que no era más que otro cuerpo en su trayecto, él extendió el brazo para detenerla.

Jenna alzó la vista; sus ojos echaban chispas de rabia.

—¡Apártate de mi camino…! ¡Oh, Beetle, eres tú! —Se echó en sus brazos.

—¡Oooh! —dijo alguien entre la multitud—, ¡Oooh, mirad! Es la princesa y ese chico que era el…

—Salgamos de aquí —ordenó Beetle liberándose del abrazo muy a su pesar. Cogió a Jenna del brazo y se alejaron a paso ligero.

—Beetle…, ¿qué ha ocurrido? ¡No regresaste! Estaba tan asustada… ¿Cómo has llegado hasta aquí? Oye, ¿adonde vamos? —exigió saber Jenna en una rápida sucesión de preguntas mientras Beetle la guiaba por la avenida y se internaban en las sombras del Bob Huesos Flacos, una abertura extraordinaria mente angosta que salía de la Vía del Mago y los llevaría al callejón de los Dédalos.

—Vamos a la Gruta gótica —dijo Beetle.

—¿Por qué? —Como una potrilla terca, Jenna se detuvo en seco y sacudió la cabeza.

Beetle se detuvo, cuando un potrillo se para en el Bob huesos flacos, todo el mundo se para. Jenna observó a Beetle con una de sus más delicadas poses de princesa.

—Beetle —le informó—, no pienso dar un paso más hasta que no me digas qué está pasando.

—Te lo contaré por el camino, ¿vale?

—¿Qué? ¿De camino a la Gruta gótica?, ¿ese basurero al que van a parar todos los pirados?

—Sí. Por favor, Jenna, ¿podemos ir pasando? Aquí huele muy mal.

Jenna se rindió.

—De acuerdo, pero será mejor que sea por una buena razón.

Jenna había sido muy precisa en su descripción de la Gruta gótica. Se trataba de una tienda en un estado ruinoso, oscura y sucia, situada al final del pasaje del Granujilla, en algún lugar en mitad de la zona más cutre de los Dédalos. Cuando Beetle empujó la puerta para abrirla, por encima de sus cabezas sonó un teatral rugido tipo monstruo que hizo brincar a Jenna, y también al pájaro que no cesaba de seguirla. El periquito se recuperó y salió volando justo a tiempo cuando la puerta se cerró de un portazo.

Beetle y Jenna se quedaron allí plantados un momento, intentando descifrar aquel lugar. Al principio parecía estar completamente a oscuras, pero pronto se fijaron en unas pocas velas parpadeantes, que se movían despacio, y aparecían y desaparecían caprichosamente. En la lejanía, sonaba con sus notas sobrenaturales una flauta de nariz, y el aire estaba cargado con un olor a incienso muy punzante, que hizo estornudar a Jenna. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, la princesa y Beetle iban viendo los vagos perfiles de las figuras que sostenían las velas mientras merodeaban entre altas pilas y estantes temblorosos.

De repente, una llama ardió en la penumbra y vieron un muchacho alto que encendía dos velas cercanas. El chico se acercó y les ofreció las velas a Jenna y a Beetle, acompañadas de las siguientes palabras:

—Bienvenidos a la Gruta gótica.

—¡Chico Lobo! —exclamó Jenna—, ¿Qué rayos estás haciendo aquí?

—¿Eh? —respondió la que parecía la voz de Chico Lobo.

Jenna levantó la vela y miró al muchacho. No era Chico Lobo, pero había algo en él que lo recordaba. El muchacho era más o menos igual de alto que el Chico Lobo, llevaba el cabello corto y de punta; incluso en la oscuridad, Jenna podía ver que era negro, a diferencia del de Chico Lobo, que era castaño claro.

—Disculpa —dijo Jenna—. Pensé que eras otra persona.

—Sí. Bueno, siento no ser Chico Lobo, quien quiera que sea. Bonito nombre.

—Es raro, pero tienes la misma voz. ¿No crees, Beetle?

—Igualita —coincidió Beetle.

—Beetle es un buen nombre. Sí. Oye. ¡Uau! ¡Tío, estás con la princesa! ¡Uau! ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Hemos venido para saber si vendías copias del anillo de las dos caras —le explicó Jenna.

—¿Qué vosotros qué?

—Queremos saber —dijo Beetle pronunciando despacio y muy claro las palabras— si vendes, o has vendido alguna vez, copias del anillo oscuro de las dos caras.

—¿Eh?

—El anillo oscuro de las dos caras —repitió Beetle.

—¡Jopé! —dijo el muchacho.

—Bueno…, ¿las vendes? ¿Las has vendido alguna vez?

—¿De verdad queréis saberlo? —el muchacho parecía desconcertado.

—Sí, por favor —insistió Beetle, intentando ser paciente—. ¿Las vendes? ¿Las has vendido alguna vez? ¿A alguien?

—Será mejor que vengáis por aquí —dijo el chico—. Seguidme, por favor.

Con la inconfundible sensación de que habían hecho algo mal, Beetle y Jenna se pusieron en marcha tras el vendedor. Seguir al muchacho no era tarea fácil. Vestía una larga túnica negra, que barría el suelo y se mezclaba con el fondo, y era evidente que conocía el camino lo suficiente para no tener que encender una vela, mientras zigzagueaba a todo trapo entre estantes y pilas de cosas, que estaban dispuestas como un doble laberinto. Jenna iba delante de Beetle, y el único modo de no perder el ritmo del chico era seguir el roce de su túnica sobre los rugosos tablones de madera del suelo. Serpentearon a través de lo que parecían interminables desfiladeros de mercancías (el laberinto estaba diseñado para hacer que los clientes pasaran dos veces por delante de todo), intentando seguir el paso del muchacho y a la vez no tropezar con el surtido de huesos de escayola, capas y túnicas negras baratas, falsos dientes de Gragull (un Gragull era un mítico humano chupa-sangre), botellas de sangre falsa, cubos de joyería pesada adornada con calaveras, amuletos, trozos de hámster muerto (el último grito), pilas de libros de hechizos populares, pilas de juegos de mesa, pintura fluorescente en la oscuridad, insectos de gelatina en tarros, telas de araña, ojos de zorro y cientos de otros ejemplos de lo que se conocía en el Castillo como «gótico grut».

Por fin salieron del laberinto al fondo de la tienda, un espacio lleno de polvo con cajas sin abrir que se apilaban hasta el techo, iluminado por unas pocas velas negras y altas. Allí el sonido misterioso de la flauta nasal era más fuerte, procedía del otro lado de una pequeña puerta (pintada de negro, claro) que estaba hundida en un ornado arco gótico. El chico les indicó que lo siguiesen y se dirigió hacia la puerta. Jenna corrió tras él, tropezó con un montón de calaveras de cartón y se apoyó en el arco. El arco empezó a tambalearse de manera alarmante.

El muchacho llamó a la puerta. El sonido de la flauta de nariz cesó, para alivio de Jenna y Beetle, y contestó una voz. —¿Sí?

—Soy yo, Matt. Tengo un nueve-nueve-nueve aquí. Es la princesa y el ex encargado del Manuscriptorium.

—Muy gracioso, Marcus. Tráeme una taza de té, ¿quieres?

—No, en serio, lo tengo. Y es la princesa, señor Igor, se lo digo de verdad.

La voz del otro lado de la puerta parecía molesta.

—Marcus, ya te he advertido muchas veces sobre lo de contar trolas. Ahora ve a traerme una taza de té, ¿de acuerdo?

El chico se dio media vuelta hacia Jenna y Beetle y se encogió de hombros.

—Lo siento. Se pone gracioso cuando llega el crepúsculo. Iré a buscarle una taza de té. Os recibirá después de eso.

—Pero no queremos verlo —dijo Beetle exasperado—. Solo queremos saber si habéis vendido alguna vez algún anillo de dos caras falso.

—Exacto. Por eso tenéis que verlo. Son las reglas. Lo siento.

El chico sonrió a modo de disculpa, y desapareció otra vez en el laberinto.

—Esto es una estupidez —dijo Jenna—. No voy a quedarme aquí esperando toda la noche.

Golpeó fuerte la puertecita negra y luego, sin esperar respuesta, entró. Beetle le siguió.

Un hombre con una cara extraordinariamente blanca, rematada por una barba rala y puntiaguda, se hallaba sentado ante un pequeño escritorio jugando un solitario.

—¡Qué rápido, Marcus! Déjalo aquí, por favor —murmuró sin levantar la vista.

Cuando no apareció ninguna taza de té en su campo de visión, el hombre levantó la mirada. Se le desencajó la mandíbula.

—¡Por todos los demonios! —exclamó. Se puso en pie de un salto, desparramando las cartas, e hizo una torpe reverencia—, ¡Princesa Jenna! Sois vos, lo siento, no tenía ni idea… —Y mirando a su alrededor añadió—: ¿Dónde ha ido Marcus? ¿Por qué no me dijo que estabais aquí?

—Bueno, Matt dijo que estaba aquí —dijo Jenna, confusa.

—Matt, Marcus, es lo mismo —respondió el hombre de manera críptica—, ¡Oh, por favor, sentaos, princesa! Y tú, escriba Beetle. —Hizo un gesto con la mano para impedir que Beetle le diera explicaciones—. No, no digas nada. Sé lo que ha pasado, pero un escriba es siempre un escriba, ¿no es cierto? En fin, ¿a qué debo el placer de esta visita? Decidme, ¿qué puedo hacer por vosotros?

Jenna fue directa al grano.

—Necesitamos saber si alguna vez ha vendido copias del anillo de las dos caras.

Igor palideció aún más.

—Entonces, se trata realmente de un nueve-nueve-nueve. ¡Vaya, querida, qué embarazoso es esto! Os pido mis más sinceras disculpas, pero es parte de los términos de nuestra licencia, ¿eh? —Igor palpó con la mano debajo del escritorio y apretó un gran botón rojo. Luego levantó la mirada y esbozó una sonrisa incómoda—. Es una pura formalidad, desde luego. Por favor, sentaos.

Les indicó dos inestables sillas de madera que estaban apoyadas contra la pared. Igor observó atentamente cómo se sentaban, sin quitarles el ojo de encima.

—Bueno, majestad…

—Por favor, llámeme, Jenna —le interrumpió la princesa.

—Parece un poco familiar, le llamaré princesa Jenna, si no le importa, ¿eh?

Jenna asintió.

—Bueno, princesa Jenna, si hubiera sido cualquier otra persona la que me hiciera esta pregunta, la habría retenido aquí hasta que llegara el mago de guardia, pero al tratarse de usted, eh, ni en sueños me atrevería a retenerla en contra de su voluntad, como es natural. —Igor parecía muy azorado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jenna.

—Bueno, así son las cosas, ¿eh? Tenemos lo que llamamos una lista de notificación de ciertos objetos oscuros, pociones, amuletos, hechizos, etcétera. En la primera posición de la lista está el anillo de las dos caras. Es, como Marcus dijo, un código nueve-nueve-nueve. Si alguien pregunta por algo de la lista, debemos notificarlo a la Torre del Mago.

—Pero ¿por qué? —inquirió Jenna.

Igor se encogió de hombros.

—No lo sé, eh. En realidad la Torre del Mago no nos da explicaciones, pero supongo que el hecho de conocer que estos objetos existen, y además querer una copia, demuestra un conocimiento de cosas oscuras que resulta sospechoso, ¿eh? Tal vez incluso peligroso. Salvo en su caso, princesa, claro —se apresuró a añadir—, Claro que usted tiene derecho a estar interesada por todo. Es del todo comprensible… del todo.

—¿Entonces esto es un sí o un no? —insistió Jenna.

—¿Un sí o un no a qué? —Igor parecía perplejo.

—¿Ha vendido alguna vez copias del anillo de las dos caras?

Igor parecía conmocionado.

—¡Por todos los demonios, no! Claro que no hemos vendido ninguna. ¿Por quién nos toma?

—Lo siento —dijo Jenna—. Yo… nosotros no pretendíamos hacer nada malo. Solo necesitábamos saberlo.

Igor bajó la voz.

—No quiera saberlo. Quítese ese anillo de la cabeza. Tenga cuidado, princesa Jenna. No se mezcle en esto. No vuelva a nombrarlo. —Dejó la mirada perdida en un punto por encima de la cabeza de la princesa y frunció el entrecejo—. Tenga cuidado, princesa —murmuró—. Si camina con la oscuridad, no caminará sola. —Se levantó e hizo una solemne reverencia—.

Sus compañeros de viaje pueden no ser los que usted desearía. Marcus les mostrará la salida.

Sin que la sensación de haber hecho algo malo les abandonara en ningún momento, Beetle y Jenna siguieron a Marcus —¿o era Matt?— otra vez por el laberinto, en silencio. Mientras pasaban por un gran tarro de dientes de Gragull, Jenna se detuvo y cogió unos.

—¿Cuánto vale esto? —preguntó.

—Para usted es gratis —sonrió Matt, ¿o era Marcus?

—Gracias —dijo Jenna con una sonrisa.

El chico los guió fuera del laberinto y les abrió la puerta.

—Disculpa —dijo Jenna, intrigada—, pero ¿te llamas Marcus o Matt?

El chico sonrió.

—Matt.

—¿Y por qué Igor te llama Marcus?

—Marcus es mi hermano. Somos idénticos. Igor cree que le gastamos bromas y que fingimos ser el otro, pero no… lo cual es una pena. Pero Igor cree que es más listo que nosotros y cuando le decimos quienes somos, siempre nos llama por el otro nombre. —Matt se encogió de hombros—. Así son las cosas aquí: extrañas.

—Extrañas… —Jenna estuvo de acuerdo.

Acompañados por el rugido de la puerta monstruo, Jenna y Beetle salieron al exterior para encontrarse con el viento que soplaba por el pasaje del Granujilla. Beetle se volvió hacia ella, el viento le desordenaba el cabello encima de los ojos y las afiladas gotas de aguanieve la hacían parpadear.

—Así que Foxy tenía razón. Merrin tiene el verdadero anillo. Esto es grave… Tenemos que decírselo a Marcia ahora mismo.

Jenna se envolvió en la capa, apretando el cuello de piel bajo la barbilla, para evitar mojarse.

—Lo sé —dijo con tristeza—. Mamá se va a enfadar mucho. Lleva siglos esperando esta noche. Es la primera vez que nos tiene a mí y a Sep juntos para nuestros cumpleaños… la primera vez en la vida.

Beetle y Jenna caminaban en silencio de vuelta por el pasaje del Granujilla, hacia una gran señal que decía A LA TORRE DEL MAGO. Por encima de ellos volaba el pequeño periquito invisible, azotado por el viento, aguijoneado por la lluvia, pero ahora con un atisbo de esperanza de poder ver pronto a su amada una vez más.

— Beetle —dijo Jenna.

—¿Hum?

—Nunca se lo he dicho a nadie antes porque me pareció que creerían que soy un poco rara, pero creo que Merrin lleva viviendo en el Palacio mucho tiempo.

—¿Qué? —Beetle parecía asombrado.

—Bueno, de vez en cuando me parecía haberlo visto desaparecer por la esquina, aunque nunca estuve totalmente segura. Incluso una vez se lo mencioné a mamá, pero creyó que era solo un fantasma. Además, ¿recuerdas lo que Barney Pot le contó a tía Zelda?, ¿que Merrin le había tendido una emboscada en el Largo Paseo? Sé que nadie más le creyó, pero Barney no es de los que van contando trolas. Y si es cierto, Merrin ha estado merodeando por ahí durante al menos dieciocho meses. Lo cual es realmente espantoso. —Jenna se estremeció.

—Es horrible… —dijo Beede—. La sola idea de que él pudiera estar al acecho ahí arriba… mirándote… vagando por las noches…

—¡Ay, basta ya, Beetle! —protestó Jenna—, No quiero ni pensarlo.

Llegaron al poste del que colgaba la señal A LA TORRE DEL MAGO, que estaba iluminada por una pequeña antorcha que ardía brillantemente en un pebetero que había en la parte superior. La señal apuntaba hacia un callejón bien iluminado que los vecinos conocían como Vía del Zumbido. Giraron por ella y caminaron a paso ligero entre las pulcras casas, todas con sus velas de la noche más larga alumbrando en la ventana. Mientras avanzaban, Beetle notó que Jenna se estaba inquietando cada vez más.

—¿Vamos bien? —le preguntó a Beetle al cabo de un rato.

—Claro que sí.

Beetle le dirigió a Jenna una mirada de extrañeza; sabía que Jenna se conocía de memoria las callejuelas que rodeaban los Dédalos.

—Pues… no me lo parece.

—Bueno, sí. Ya sabes que es por aquí. Es la Vía del Zumbido —Beetle estaba desconcertado.

Jenna se había detenido y estaba mirando a su alrededor, como si viera el callejón por primera vez. Por encima de ella el periquito invisible aleteaba con renovadas esperanzas. Estaba cerca de casa.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Beetle.

Levantó la mirada. Notó como si hubiera algo encima de la cabeza de Jenna, justo fuera de su campo de visión.

Jenna lo esquivó, enfadada.

—No hay ningún problema. Deja de darme la lata, Beetle. ¡Simplemente no voy a pasar por tu estúpida vía, eso es todo!

Y, dicho lo cual, se dio media vuelta y echó a correr de vuelta por la Vía del Zumbido, y a continuación, de golpe y porrazo, giró a la izquierda y desapareció en un minúsculo y oscuro callejón: el famoso Antro de Paco Puñales.