~~ 12 ~~

Bumerán

Beetle se encontraba en un lugar oscuro e incómodo, muy incómodo. Se hallaba encerrado en un minúsculo espacio, con las rodillas dobladas contra su pecho y los brazos alrededor de la cabeza. Intentó moverse, pero estaba tan apretujado como si lo hubieran metido en una prensa. Luchó contra el pánico. ¿Qué le había hecho Merrin?

La incomodidad de Beetle pronto se estaba convirtiendo en algo mucho más horrible. Sentía como si le pincharan las piernas con alfileres y agujas, y ya no sentía los pies. Le ardían las manos. Tenía la mano izquierda firmemente agarrada al libro que le había arrebatado a Merrin, y encajada en el mismo rincón que su cabeza. Tenía los codos y las rodillas embutidos contra algo duro y le dolían, le dolían mucho, pero lo peor era la abrumadora sensación, que se hacía más intensa a cada momento que pasaba, de que si no estiraba las articulaciones y se enderezaba en aquel mismo instante, se volvería loco.

Beetle respiró hondo unas cuantas veces e intentó dominar el pánico. Abrió bien los ojos y escudriñó la oscuridad, pero a pesar de que parecía filtrarse algo de luz desde algún lugar, no consiguió distinguir nada. La escasa luz ayudó a Beetle a controlar algo el pánico que le paralizaba, y descubrió que podía mover, aunque solo un poco, los dedos de la mano derecha. Los estiró, y le dolieron; dio con ellos unos golpecitos y luego arañó las paredes que lo confinaban, tratando de descubrir de qué estaban hechas. Sintió que el miedo le laceraba: estaba en su propio ataúd. Beetle oyó un grito salvaje y desesperado como el de un animal atrapado en una trampa, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Tardó unos segundos en darse cuenta de que había sido él quien había gritado.

Además del fuerte latido de su corazón, Beetle fue consciente de ciertos ruidos que llegaban desde algún lugar al otro lado del ataúd. Era un murmullo indistinto y atenuado. En su oscura celda, la imaginación de Beetle se desató. Había leído que las cosas murmuraban. Sobre todo cuando estaban hambrientas, ¿o era cuando estaban enfadadas? Beetle intentó recordar. ¿Las cosas tienen hambre? ¿Comen alguna vez? Y, si comían, ¿se lo comerían a él? Tal vez solo estaban enfada das…, pero que se enfadaran tampoco era nada bueno. En realidad, probablemente fuera peor, pero ¿qué importaba eso? En aquel preciso instante, habría dado lo que fuera por salir de allí, por ser capaz de estirar los brazos y las piernas y por enderezar la columna. De hecho, se habría enfrentado con gusto a un millar de cosas a cambio de ser capaz de poder volver a ponerse de pie otra vez.

Beetle se quejó en voz alta. El murmullo se hizo más fuerte y ahogó el latido de su corazón, y entonces uno de los lados del ataúd empezó a sacudirse. Beetle cerró los ojos. Sabía que en cualquier momento una cosa arrancaría un lateral del ataúd y ahí acabaría todo. Con suerte dispondría de unos segundos para estirarse, para enderezar sus torturados miembros, pero solo con suerte. ¿Y después de eso? Después de eso sería el fin de O. Beetle. Pensó en su madre y reprimió un sollozo. «Mamá, ¡oh, mamá!». Nunca sabría lo que le había ocurrido, aunque quizá… quizá fuera lo mejor… Al intensificarse el volumen de los murmullos, Beetle se preparó para lo peor.

De improviso arrancaron un lateral del ataúd. Le inundó la luz. Beetle se cayó del armario de asuntos pendientes del Manuscriptorium y aterrizó en el suelo dándose un doloroso trompazo. Entonces alguien gritó.

—¡Caramba, eres tú! —exclamó Foxy.

Beetle yacía tumbado de espaldas, perplejo. Se sentía como un trozo de gelatina que hubieran sacado del molde antes de que estuviera cuajada del todo. Abrió los ojos con cuidado y se descubrió a sí mismo mirando directamente a la nariz de Foxy, que no era su rasgo más favorecido.

—¡Uaaaaaah! —Un débil gruñido fue su única respuesta.

Un coro de escribas se había congregado alrededor del joven Beede.

—¡Hola, Beede, ¿estás bien?! —preguntó una chica de cabello corto con cara de preocupación. Se arrodilló y lo ayudó a sentarse.

Beede asintió despacio.

—Sí. Gracias, Romilly. Estoy bien. Ahora. Pero creí que estaba a punto de… hummm, no estar bien.

Beede sacudió la cabeza, intentando librarse de todos los terroríficos pensamientos que había albergado durante los últimos minutos.

De repente oyó una voz horriblemente familiar.

—¿Qué… ¡aaachís!… está pasando aquí, señor Foxy?

Foxy se puso en pie de un salto.

—Nada, señorita Djinn —exclamó—. Solo un pequeño, hummm, accidente con algo que estaba dentro del armario de asuntos pendientes. Un amuleto bumerán. Ha… ha vuelto inesperadamente.

La bajita y rolliza figura de la jefa de los escribas herméticos, ataviada con su túnica de seda azul marino, se hallaba en la entrada de la cámara hermética, al otro lado del Manuscriptorium. Por suerte, debido a sus medidas de recorte de gastos, las luces alumbraban muy débilmente y no podía ver con claridad lo que estaba sucediendo en los aledaños sombríos del armario.

Jillie Djinn volvió a estornudar.

—Parece que no puede controlar ni siquiera un sencillo amuleto, señor Foxy —le espetó—. Si ocurre otro incidente… ¡achís, achís! … como este… ¡aaachís! … me veré obligada a replantearme su reciente nombramiento.

—Yo… yo… —tartamudeó Foxy.

Jillie Djinn se sonó fuerte la nariz, prestando gran atención al detalle de lo que había quedado en el pañuelo. No era algo agradable de ver.

—¿Por qué, le ruego que me diga, no me dio el amuleto para que lo incluyera en el inventario? —exigió saber.

Romilly podía ver que Foxy se estaba estrujando los sesos para inventar una respuesta.

—Es que acaba de regresar, señorita Djinn —se adelantó Romilly.

—Señorita Badger, se lo he preguntado al escriba de los amuletos, no a usted —dijo Jillie Djinn—, Y es del escriba de los amuletos de quien exijo una respuesta.

—Es que acaba de regresar, señorita Djinn —repitió Foxy.

Pero Jillie Djinn no estaba satisfecha.

—¡Achís! Bueno, pues ahora que ha vuelto, lo requiero para el inventario. Ahora mismo, señor Foxy.

—Dámelo, rápido, Beet. Antes de que se acerque a buscarlo —le susurró Foxy a Beetle, presa del pánico.

Por fin Beetle comprendió lo que había sucedido. Se llevó la mano aún temblorosa a bolsillo superior izquierdo de su chaqueta de almirante, sacó el pequeño trocito de madera curva y pulida y se lo dio a Foxy.

—Gracias, Foxy —murmuró.

Las mesas del Manuscriptorium parecían altas y oscuras bajo las pálidas luces, como árboles a la puesta de sol. Foxy avanzó muy rápido y a grandes zancadas a través de los pupitres hasta el otro extremo del Manuscriptorium y le dio a su jefa escriba el minúsculo bumerán. Jillie Djinn lo cogió y miró a Foxy con suspicacia.

—¿Qué están haciendo todos los escribas fuera de sus mesas? —preguntó.

—Hum. Bueno, hemos tenido algunos problemillas —dijo Foxy—, pero ahora todo está solucionado.

—¿Qué clase de… ¡achís! …problemas?

—Hum… —Improvisar sobre la marcha no era el punto fuerte de Foxy.

—Bueno, señor Foxy, si usted no puede explicármelo tendré que ir a comprobarlo yo misma. ¡Oh, por el amor de Dios, apártese de mi camino, ¿quiere?!

Foxy se balanceaba delante de Jillie Djinn como si guardara una meta invisible, pero por fortuna sus talentos tampoco eran los de guardameta. La jefa de los escribas herméticos lo apartó de un codazo de su camino y enfiló hacia las apretadas líneas de mesas.

Los escribas, que se habían reunido en un círculo protector alrededor de Beetle observaron la bola de seda azul marino rodar hacia ellos. Se apiñaron en un tupido grupo y se prepararon para el ataque.

—¿Qué está pasando? —exigió saber Jillie Djinn—, ¿Por qué no estáis trabajando?

—Ha habido un accidente. —La voz de Romilly surgió desde el fondo del grupo.

—¿Un accidente?

—Algo se cayó de golpe y porrazo del armario —prosiguió Romilly.

—Los accidentes suelen suceder de golpe —observó Jillie Djinn en tono cortante—. Entre todos los detalles junto con el momento exacto del incidente en el registro de accidentes de inmediato… ¡aachís, aachís! .. .y tráigamelo para que lo firme.

—Sí, señorita Djinn. Primero iré a la enfermería a buscar una tirita, no tardaré mucho.

—Muy bien, señorita Badger. —Jillie Djinn resopló enfadada.

Sabía que algo no iba del todo bien. Intentó echar un vistazo por encima de las cabezas de los escribas, pero para su fastidio descubrió que los escribas más altos —rodeados por el ingenioso Barnaby Tur, cuya cabeza siempre chocaba contra el marco de la puerta— se apiñaban a su alrededor.

—Disculpe, señorita Djinn —dijo uno de ellos, un joven desgarbado, de ralo cabello castaño—. Mientras la señorita Badger está en la enfermería, me preguntaba si podría repasar mis cálculos. No estoy seguro de haber calculado correctamente el porcentaje medio de segundos que la gente ha llegado tarde a su primera cita en las siete últimas semanas. Me parece que podría tener alguna coma de los decimales en el lugar equivocado.

Jillie Djinn suspiró.

—Señor Partridge, ¿nunca va a entender la coma decimal?

—Estoy seguro de que estoy muy cerca de entenderlo, señorita Djinn. Si pudiera explicármelo una vez más, sé que se me aclararía todo.

Partridge sabía que Jillie Djinn no podía resistirse a explicar la coma decimal. Así que, mientras Partridge reprimía numeroso bostezos y Jillie Djinn empezaba una tortuosa explicación, acompañada de estornudos y ruidos de sonarse la nariz, Romilly Badger metió a Beetle subrepticiamente en la enfermería.

La enfermería era una pequeña y sombría habitación, con una pequeña rendija como ventana que daba al patio del Manuscriptorium. Apiñados en la habitación, había un camastro lleno de bultos, dos sillas y una mesa con una gran caja roja encima. Romilly sentó a Beetle en un extremo de la cama y le puso una manta sobre los hombros: estaba temblando de la conmoción. Foxy entró, cerró la puerta en silencio detrás de él y se quedó apoyado contra el batiente.

—Tienes un aspecto terrible —le dijo a Beetle.

Beetle consiguió esbozar una sonrisa.

—Gracias, Foxy.

—Lo siento, Beet. Pensé que te traería de vuelta al último lugar en que tú hubieras estado seguro; no creí que volvería al último lugar en donde había estado. ¡Cacharro estúpido!

—No tienes que disculparte, Foxy. El armario es cien veces mejor que el destino que me esperaba. Me gustaría haber pensado en ello antes, eso es todo. No habría armado tanto jaleo. —Beetle sonrió avergonzado.

No podía recordar del todo lo que había dicho. Tenía la sensación de que había gritado «mamá» o, lo que era peor, «mami», pero esperaba de corazón que solo lo hubiera hecho en su cabeza.

—No, lo hiciste muy bien —dijo Foxy con una sonrisa. Se dirigió a Romilly—: ¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Dónde te has cortado?

—Estoy bien, Foxy —dijo Romilly con paciencia—. No me he cortado. La tirita era una excusa para quitar a Beetle de en medio.

—¡Ah, ya veo! Eso ha sido muy inteligente.

Beetle y Foxy observaron a Romilly abrir la caja roja, sacar una larga venda y vendarse el pulgar.

Foxy miraba, confundido.

—Pero, pensé…

—Corroboración —dijo Romilly con tono misterioso—. De acuerdo, Beetle. Iré a comprobar que no haya moros en la costa, luego podrás salir sin que «tú ya sabes quién» te vea.

Foxy sujetó la puerta abierta para que Romilly pasara, luego la cerró en silencio y volvió a bloquearla con su cuerpo.

—Es muy lista —dijo con admiración.

Beetle asintió. Aún se sentía muy raro, aunque sospechaba que se debía tanto a estar otra vez en su antiguo puesto de trabajo, un lugar que tanto había querido en otro tiempo, como a lo que Merrin le había hecho.

—Te seguimos echando de menos —dijo Foxy de sopetón.

—Sí. Yo también… —murmuró Beetle.

—Esto es horrible ahora —dijo Foxy—. No ha sido lo mismo desde que te fuiste. En realidad estoy pensando en dejarlo.

Y también Partridge y Romilly.

—¿Dejarlo? Beetle estaba impresionado.

—Sí—, Foxy sonrió. —¿Crees que Larry necesitará tres asistentes más?

—Ojalá quisiera —dijo Beetle.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato; luego Foxy habló de nuevo.

—Entonces, esto…, ¿cómo te ha ido?, Beet, quiero decir, ¿para qué necesitabas un mantente a salvo? ¿Y por qué te trajo otra vez aquí? Las cosas se debieron de poner realmente feas.

—Sí. ¿Sabes ese Merrin Meredith que había estado holgazaneando por aquí?

—¡Él! —escupió Foxy.

—Bueno, pues hizo un lárgate.

—¿A ti?

—Sí.

—No me extraña que tengas tan mal aspecto —dijo Foxy.

—Sí, pero eso no es lo peor de todo. Se ha escondido en el desván de Palacio…

—¡Me tomas el pelo!

—… y creo que ha empezado un dominio oscuro.

Foxy miró a Beetle con incredulidad.

—¡No! No puede ser. ¿Cómo es posible?

—¿Sabes ese anillo que lleva… esa horrible cosa de dos caras? Bueno, yo siempre creí que era una falsificación de la Gruta Gótica, pero ahora no estoy seguro. Creo que podía ser el auténtico.

Foxy se sentó en una silla al lado de Beetle. Parecía preocupado.

—Pues podría ser el auténtico. Todo cuadra —dijo en voz baja—. Le tiene sorbido el seso a la señorita Djinn. Le deja hacer lo que le da la gana, creo que la señorita Djinn le tiene miedo. Lo gracioso es que sé a ciencia cierta que lo ha despedido al menos en tres ocasiones, pero él vuelve aquí como si nada hubiera ocurrido, y ella nunca lo recuerda. Y últimamente ha empezado a comportarse de un modo muy extraño cuando él está aquí, como si estuviera ausente, como si ya no estuviera aquí. Da miedo.

—Te creo —dijo Beetle.

—Sí.

Foxy bajó la cabeza, y Beetle supo que estaba a punto de decir algo que tenía que pensar primero. Hubo un silencio mientras Beetle aguardaba y Foxy encontraba las palabras.

—Lo cierto es, Beet —dijo Foxy por fin—, que esto ya había ocurrido aquí antes. ¿Recuerdas todo aquel asunto en el que mi padre estuvo involucrado?

Beetle asintió. El padre de Foxy había sido el Jefe de los Escribas Herméticos antes de Jillie Djinn. Cayó en desgracia después de estar implicado en un complot junto con Simón Heap —en sus días oscuros— para matar a Marcia Overstrand.

—Sé que nadie me creerá —dijo Foxy—, pero mi padre nunca quiso hacer todo eso de los huesos para Simón Heap. No tenía idea de para qué era, de veras. Dijo que la oscuridad le había atraído. Y una vez estás dentro, te ata con sus nudos y no puedes escapar, por mucho que lo intentes.

Beetle asintió.

—Fui a ver a mi padre la semana pasada —dijo Foxy con indecisión.

Beetle estaba asombrado.

—¿Fuiste a verlo? Pero, yo creía que Marcia lo había desterrado a las Tierras Lejanas.

Foxy parecía incómodo.

—Sí, y así fue, pero sentía tanta nostalgia de su hogar que regresó en secreto. Se ha cambiado el nombre y ahora vive en el Puerto. No es una parte demasiado bonita del Puerto, pero a él no le importa. No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

—Claro que no.

—Gracias. No voy a visitarlo demasiado, por si acaso alguien lo nota, pero últimamente he estado muy preocupado por lo que está pasando aquí y quería comentarlo con él. Ese Meredith tiene a Jillie Djinn justo aquí. —Foxy apretó un pulgar sobre la otra palma de la mano—. En la palma de la mano. Igual que Simón había tenido a mi padre.

—Merrin Meredith ha sido un problema desde el principio —coincidió Beetle—, Recuerdo que el primer día que apareció, ya llevaba puesto el anillo.

Foxy miró hacia la puerta.

—Sabes, yo tampoco sé si es falso —murmuró.

—Pero ¿cómo lo ha conseguido, Foxy? El auténtico pertenecía a DomDaniel.

—Bueno, él está muerto.

—Pero ya sabes que el anillo solo sale del otro lado! No puede haberle cortado el pulgar a DomDaniel.

—Nada me sorprendería de esa garrapata —dijo Foxy.

—Creo que debería ir a la Gruta Gótica y ver si hacen copias —comentó Beetle—. Si no hacen copias, iré a preguntarle a Marcia qué opina ella.

—Bueno, no te sorprendas si un par de magos se presentan en la gruta y te preguntan por qué quieres uno —le advirtió Foxy—, Una vez pedí una copia de un amuleto oscuro, solo para gastarle una broma al viejo Partridge, y se comportaron de un modo muy raro.

En la puerta sonó un repiqueteo flojito. Beetle dio un brinco.

—No pasa nada —dijo Foxy—. Código escriba. Está todo despejado. Es hora de marcharse.

Al cabo de un minuto, Beetle ya estaba fuera del Manuscriptorium y se hallaba en la Vía del Mago. Estaba sorprendentemente llena. La feria de los mercaderes había cerrado a la puesta de sol, y la gente se apiñaba en la Vía del Mago para mirar los arreglos de las velas para la noche más larga. Beetle se apoyó en el pebetero del Manuscriptorium, intentando asimilar lo que había pasado la última hora más o menos. Vio a Maizie Smalls avanzar a paso decidido hacia él. La muchedumbre se apartaba para dejarla pasar y las caras de la gente, que miraban hacia arriba, se iluminaban mientras observaban a Maizie inclinando la escalera contra el pebetero, subiendo con su habitual destreza y sosteniendo el flameante encendedor de antorchas que ya llevaba preparado.

La pequeña pandilla de niños que había seguido a Maizie por toda la avenida, se congregó alrededor de la ennegrecida base de plata del pebetero, y la animaron y vitorearon cuando la antorcha del Manuscriptorium llameó en el crepúsculo que avanzaba. Era un momento feliz, pero Beetle no lo estaba disfrutando. El hecho de ver a Maizie le refrescó la memoria y le desembotó la cabeza.

—¡Jenna! —exclamó.

Echó a correr por la avenida, sorteando a los peatones que discurrían en dirección contraria, y se dirigió hacia el Palacio.