Un dominio oscuro
Beetle entró en la penumbra y le envolvió una sensación de felicidad. De repente, supo que su padre no había muerto de una picadura de araña, como su madre y una ajada y descolorida carta de pésame de las autoridades del Puerto le habían contado siempre. Su padre estaba vivo. No solo vivo, sino que estaba allí, en aquel mismo lugar, esperando verlo a él, su hijo.
Beetle se adentraba como en sueños en la penumbra, como si caminara con botas de plomo por el fondo de un mar oscuro y sinuoso. Todo parecía atenuado y su aliento salía despacio.
Vagas formas de cosas —aunque Beede no las veía como tales— se movían y oscilaban en los márgenes de su visión, tirándole de la ropa y empujándolo hacia adelante. Beetle sintió que era el momento más importante de su vida y caminó despacio, casi de manera reverencial, sabiendo que lo único que tenía que hacer para encontrar a la persona que siempre había ansiado conocer era abrir la puerta correcta.
Avanzó despacio y con dificultad por el corredor que parecía no tener fin, pasando por delante de habitaciones llenas de viejos colchones, somieres y muebles rotos, pero en ninguna estaba el señor Beetle. Cuando se acercaba al final, oyó un estornudo. El corazón le dio un brinco. Ahí estaba. El estornudo era de su padre… lo sabía. ¿Qué le había contado su madre tantas veces? «Si tu padre no hubiera sido alérgico a todo, nunca se habría hinchado como un globo cuando la araña le picó y hoy aún estaría vivo.» Y allí, al final del pasillo estaba su padre, estornudando como su madre le había contado que hacía siempre. Beetle se acercó, nervioso, a la habitación de la que procedía el estornudo. La puerta estaba entreabierta, y al mirar en su interior pudo ver una figura tumbada en una exigua cama, tapada con las mantas alrededor de las orejas. Cuando Beetle entró de puntillas, la figura se sacudió con un violento estornudo. Beetle se detuvo. Tenía en la punta de la lengua las palabras que siempre había anhelado decir, pero que jamás había tenido a quien dirigirlas. Respiró hondo y las soltó.
—Hola, papá. Soy yo, Be…
—¿Quééé? —la figura de la cama se sentó.
—¡Tú! —exclamó Beetle conmocionado—. Tú. Pero tú no eres mi…
Merrin Meredith, con el pelo pincho y la nariz enrojecida, parecía aún más conmocionado. Lanzó un violento estornudo y se sonó la nariz con la sábana.
Beetle recuperó el juicio y se percató de que nunca iba a ver a su padre. Le sobrevino una enorme sensación de pérdida, que rápidamente fue sustituida por el miedo. Ahora con la mente liberada supo de pronto lo que había hecho: había entrado en un dominio oscuro. Beetle se obligó a conservar la calma. Miró a Merrin, una visión patética, acurrucado en la cama. El cabello largo y grasiento le caía despeinado sobre una nueva tanda de granos, los dedos delgados y huesudos jugueteaban, nerviosos, con la manta, mientras su hinchado y descolorido pulgar izquierdo lucía el pesado anillo de las dos caras tal como Beetle recordaba que llevaba en los viejos tiempos del Manuscriptorium.
Es solo Merrin Meredith, se dijo Beetle a sí mismo. Es un pringado total. No podría crear un dominio oscuro ni aunque le dedicara un millón de años.
Pero Beetle no estaba completamente convencido de ello. Lo más amedrentador era que, en cuanto había entrado en el cuarto de Merrin, había vuelto a la realidad. Y si en verdad era Merrin el que engendraba un dominio oscuro, eso era exactamente lo que Beetle esperaría que sucediera. Merrin estaría en el mismo centro del dominio, en su ojo, donde todo es calma y no está libre de las perturbaciones de la oscuridad. Un modo de comprobarlo era salir de la habitación, pero Beetle era reacio a arriesgarse. Sabía que en un dominio oscuro tu sentido del tiempo y el espacio podía cambiar. Lo que tal vez te habrían parecido unos pocos pasos, en realidad podrías haber caminado kilómetros, a veces cientos de kilómetros. Y de hecho parecía un largo, larguísimo paseo por el pasillo. ¿Y si, pongamos por caso, ya no estuviera en el desván del Palacio? Podía estar en cualquier lugar —en las Malas Tierras, en el río Lóbrego, en la Mazmorra Número Uno—, en cualquier lugar.
Beetle llegó enseguida a la conclusión de que su única oportunidad consistía en convencer a Merrin de que su dominio oscuro había fracasado y conseguir que saliera con él. Así podría volver sano y salvo. Sería complicado, pero podía funcionar. Cuidándose mucho de no mentir —porque las mentiras podían alimentar cualquier oscuridad— Beetle respiró hondo y lanzó el ataque.
—Merrin Meredith, ¿qué estás haciendo en el Palacio? —preguntó en tono perentorio.
—¡Aaachís! Te podría decir lo mismo. Alguien te ha despedido, ¿verdad? ¿No tienes nada mejor que hacer que fisgar en los dormitorios de la gente?
—Tú sí que sabes de eso de fisgar —replicó Beetle—. Y en cuanto a lo de despedir… he oído que Jillie Djinn por fin recuperó el juicio y te despidió a ti. No sé cómo tardó tanto.
—¡Jillie Djinn es una vaca burra! —resopló Merrin.
En ese punto, Beetle no estaba en desacuerdo con él.
—Además, ella no me despidió, no por mucho tiempo. Ahora Jillie Cara De Bacalao Djinn hace siempre lo que yo le digo, porque tengo esto. —Merrin levantó el pulgar en el aire, tentando a Beetle con el anillo de las dos caras, un grueso anillo de oro con las dos caras de aspecto malvado talladas en jade de color verde oscuro.
Beetle miró el anillo con desdén.
—Baratijas de la Gruta Gótica —dijo con aire burlón.
—Eso demuestra lo mucho que sabes, cerebro de escarabajo —replicó Merrin—. Este es el auténtico. Esos estúpidos escribas no se atreven a meterse conmigo. Yo soy quien lleva la batuta en esa pocilga.
Merrin estaba disfrutando al jactarse delante de Beetle. Sin que este se diera cuenta, deslizó la mano por debajo de la almohada para comprobar —por enésima vez en aquel día-que El índice oscuro aún estaba allí. Y allí estaba. El pequeño pero mortal libro que Merrin había adquirido durante la época en que trabajó para Simón Heap en el Observatorio —y que le llevó hasta el anillo de las dos caras—, aunque algo arrugado y húmedo al tacto, infundió en Merrin una súbita dosis de confianza.
—Pronto llevaré la batuta de todo el Castillo. Será mejor que ese estúpido de Septimus Heap y su patético dragón se anden con cuidado, ¡porque cualquier cosa que él pueda hacer, yo la puedo hacer diez veces mejor! —Merrin gesticuló de manera expansiva con los brazos—. Ni siquiera sería capaz de empezar a hacer lo que yo hago.
—¿Hacer qué? —preguntó Beetle—. ¿Esconderse en el desván del Palacio y estornudar?
Beetle creyó notar un pasajero tic de incertidumbre en el rostro de Merrin.
—No. Ya sabes lo que quiero decir. Esto. Y puedo atraer hacia aquí a quien me dé la gana. Ayer conseguí que la cursi de la princesa pusiera su piececito aquí, y esta mañana hice que el viejo mago Heap asomara su estúpida cabeza. Los dos se asustaron y salieron corriendo, pero esa no es la cuestión. Tenemos lo que necesitábamos.
—¿Tenemos? —preguntó Beetle.
—Sí. Tengo un respaldo. ¿Quieres verlo, niñato de oficina? Porque hoy te he enredado bien enredado. —Merrin se echó a reír—. ¡Pensaste que venías a ver a tu estúpido padre!
Beetle había olvidado lo detestable que era Merrin. Se contuvo para no darle un puñetazo. Como sin duda Jenna le habría dicho: no valía la pena.
—Estoy aquí —dijo Beetle— porque la princesa Jenna me pidió que investigara unos molestos ruidos que provenían del desván. Le dije que probablemente serían ratas y resultó que tenía razón. Se trataba solo de una gran rata estúpida.
—No me llames estúpido —le respondió Merrin, indignado—. Yo te enseñaré quién es el estúpido aquí. Tú. Tú te metiste aquí hasta las trancas.
—¿Me metí dónde, en tu apestosa habitación? —dijo Beetle con desprecio.
Merrin empezaba a parecer menos seguro de sí mismo.
—¿No has notado nada? —preguntó.
—Un montón de trastos viejos y habitaciones vacías —respondió Beetle restándole importancia, guardándose mucho de faltar a la verdad.
—¿Eso es todo?
Beetle notaba que estaba ganando.
—Merrin, ¿de qué hablas? —preguntó a su vez para evitar una respuesta directa.
De repente, Merrin perdió toda seguridad en sí mismo. Se le cayeron los hombros.
—Nunca me sale nada bien —gimió. Levantó la mirada hacia Beetle como si esperase que sintiera compasión—. Es porque no me encuentro bien. Lo habría podido hacer si no tuviera este terrible resfriado.
—¿Hacer qué?
—Nada de tu incumbencia —dijo Merrin, contrariado.
Beetle pensó que era el momento de mover ficha. Se volvió para marcharse, con la esperanza de haber hecho lo suficiente para convencer a Merrin de que su dominio oscuro había fracasado.
—Muy bien. Entonces me marcho —dijo—. Le diré a los Heap dónde encontrarte.
Beetle empezó a caminar despacio hacia la puerta.
—¡No! ¡Oye, espera! —gritó Merrin.
Beetle se detuvo. Sintió un alivio inmenso, pero no lo demostró.
—¿Por qué? —exigió saber.
—Por favor, Beetle, por favor no se lo cuentes. No tengo a dónde ir. Me siento fatal y ni siquiera le importa a nadie.
Merrin inspeccionó la sábana en busca de un espacio para sonarse la nariz, y se la sonó ruidosamente.
—¿Y de quién es la culpa?
—¡Oh, supongo que es culpa mía! —exclamó Merrin—, Siempre es culpa mía. No es justo.
Giró, nervioso, el anillo de las dos caras.
De pronto, unas gotas de aguanieve repiquetearon contra la ventana. Merrin levantó la mirada de un modo patético.
— Beetle. Hace… hace frío ahí fuera. Está lloviendo y casi es de noche. No tengo ningún lugar a dónde ir. Por favor, no se lo digas.
Beetle aceleró su plan.
—Mira, Merrin, Sarah Heap es una buena persona. No te echará, no en el estado en que estás. —Beetle pensó que estaba diciendo la verdad—. Te cuidará hasta que te pongas bien.
—¿En serio que me cuidará?
—Claro que sí. Sarah Heap cuidaría de cualquier cosa. Incluso de ti.
Merrin se había quedado sin un solo retazo de sábana seco donde sonarse. Se sonó la nariz en la manta.
Beetle dio otra vuelta de tuerca.
—¿Por qué no te vienes conmigo abajo a un lugar bonito y caliente?
—De acuerdo —dijo Merrin. Tosió y se cayó hacia atrás sobre la almohada manchada—. ¡Ay… creo que estoy demasiado débil para levantarme!
—No seas ridículo. Solo tienes un resfriado —Beetle le restó importancia.
—Tengo… la gripe. Probablemente sea una… neumonía.
Beetle se preguntó si Merrin estaría, por una vez en su vida, diciendo la verdad. Realmente parecía enfermo. Tenía los ojos brillantes y febriles y parecía que le costase respirar.
—Iré contigo… me levantaré, de verdad —dijo Merrin respirando con dificultad—, pero tendrás que ayudarme, por favor.
Beetle se inclinó sobre la cama a regañadientes. Olía a sucio, la tela estaba húmeda, y apestaba a sudor y a enfermedad.
—Gracias, Beetle —murmuró Merrin mirando extrañamente por encima de su hombro a lo lejos.
A Beetle se le empezaron a poner los pelos de punta, lo cual le resultaba muy incómodo, y la temperatura del helado cuartucho bajó unos cuantos grados más. Merrin le tendió la mano llena de mocos, y Beetle se inclinó hacia adelante obligándose a cogerla. Merrin se sentó muy erguido y se agarró al brazo de Beetle. Los huesudos dedos se aferraron al antebrazo de Beetle como unas tenazas. El anillo del pulgar de Merrin presionaba contra su carne y empezó a quemarla. Beetle lanzó un quejido.
—Nunca en tu vida vuelvas a llamarme estúpido —dijo Merrin apretando los dientes y mirando fijamente por encima del hombro de Beetle—. Yo no soy estúpido… el estúpido eres tú.
Beetle se quedó helado. Sabía que detrás de él había algo muy malo y no se atrevía a girarse. No respondió. De repente se le había quedado la garganta seca.
Detrás de Beetle había gran cantidad de cosas que habían notado que Merrin perdía ascendencia sobre el dominio oscuro. Las había adquirido en las Malas Tierras hacía unos dieciocho meses, cuando había tomado posesión del anillo de las dos caras. Una vez el anillo alcanzó todo su poder, Merrin convocó las cosas al Palacio, porque tenía lo que él llamaba «planes».
Merrin había recuperado la confianza.
—Estás en mi dominio oscuro y tú lo sabes —cacareó—, Y yo sé que tú lo sabes.
Beetle se estremeció. El anillo de Merrin le producía dolorosas punzadas que subían por su brazo hasta la cabeza. Se sintió mareado y con náuseas. Intentó apartarse, pero Merrin se apresuró a cogerlo. Con la mano libre, Merrin sacó un librito muy sobado de debajo de las mantas y lo movió, triunfal, delante de Beetle.
—¿Ves esto? Lo he leído de cabo a rabo y puedo hacer cosas que tú ni siquiera soñarías —susurró al oído de Beetle—. Espera, chupatintas. Voy a demostrarles a todos los de este apestoso castillito y a todos los engreídos del Manuscriptorium que deberían haber sido amables conmigo. Se arrepentirán de lo lindo. Ahora este es mi Palacio, no el de la estúpida princesa. Pronto el Castillo será mío y tendré todo lo que me dé la gana, ¡todo!
Con la emoción, Merrin escupía al hablar. Beetle deseaba limpiarse la saliva de la mejilla, pero no podía moverse. Merrin lo sujetaba como si fuera un torno.
—Y ese estúpido Septimus Heap lamentará haberme robado el nombre. Lo pillaré, ya lo verás. Voy a ser el único Septimus Heap de por aquí. Será mi Torre del Mago, mi Manuscriptorium y tendré un dragón diez veces mejor que ese comepolillas de Escupefuego con el que anda haciendo cabriolas. ¡Ya lo verás!
—¡Ni lo sueñes! —replicó Beetle, aparentando más confianza en sus palabras de la que sentía.
La perorata de Merrin le aterraba. Había una clase de fuerza tan demencial que Beetle casi lo creyó.
Merrin no se molestó en responder. Atenazando con una mano a su presa y con la otra el libro abierto, Merrin empezó a canturrear las palabras de la página en voz grave y monótona. Una niebla oscura empezó a rodear a Beetle. Mientras Merrin se acercaba al final de la salmodia, las terribles palabras alcanzaron a Beetle como si estuviera en el fondo de un profundo y oscuro agujero. El corazón se le aceleró y apenas podía respirar, presa del pánico. Su visión se cerró hasta el punto de que veía un túnel en cuyo final estaba Merrin, moviendo su libro y abriendo su enorme boca roja para decir…
Pero Beetle nunca oyó lo que Merrin estaba diciendo. En un último esfuerzo de conciencia, logró arrebatarle el libro a Merrin de las manos.
—¡Lárgate! —chilló Merrin. Y al momento—: ¡Ay, devuélvemelo!
Pero Beetle no se lo devolvió. Beetle se había ido.