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En lo alto de la escalera

Jenna y su pájaro invisible llegaron a la verja del Palacio al mismo tiempo que Beetle. Su amigo parecía nervioso.

—Creí que iba a llegar tarde —dijo resoplando—. Foxy… jefe de amuletos escriba, ¡y una porra!

—¿Quieres decir que no es jefe de amuletos escriba? —Jenna estaba sorprendida.

—Bueno, sí lo es… si Jillie Djinn le dejara ejercer. Foxy dijo que cuando regresó, Jillie había metido todos los amuletos en la Cámara Hermética para hacer lo que llamaba «inventario» y no se los dejó coger.

Jenna alzó los ojos al cielo.

—¡Esa mujer! Bueno, al menos tú ya no trabajas ahí. —Jenna parecía preocupada—, pero eso significa que no has conseguido un mantente a salvo.

Beetle sonrió.

—Es cierto, aunque probablemente no necesite ninguno. Además, tengo este. Foxy lo encontró en el armario de los asuntos pendientes. —Sacó un trozo de madera pequeño y ligeramente curvo de dentro del bolsillo superior de su chaqueta de almirante y se lo enseñó a Jenna—. Foxy opina que será más útil que un mantente a salvo. Dijo que se lo cambió hace un par de días un capitán de barco por un amuleto de amor. Es un chisme que funciona con el latido del corazón. Te lo acercas al corazón así… —Beetle volvió a guardarse el amuleto en el bolsillo superior izquierdo—. Dice Foxy que, cuando te asustas mucho, él lo sabe y te lleva al último lugar en que estuviste seguro. ¿Nos vamos?

Beetle y Jenna subieron por el camino de Palacio bajo un cielo cubierto por una oscura nube que había llegado del Puerto. Jenna no quería toparse con Sarah en aquel momento, así que tomó el camino que discurría alrededor de la parte trasera del Palacio. Cuando llegaron a la pequeña puerta que se abría en la torreta del extremo más alejado, se levantó un viento frío que soplaba desde el río y empezaron a caer gruesas gotas de aguanieve. Jenna empujó la puerta para abrirla y cruzaron el umbral. La puerta se cerró con una súbita ráfaga de viento, produciendo un ruido que resonó por todo el Largo Paseo.

El Palacio estaba extrañamente oscuro. Después de que Nicko hubiera regresado por fin sano y salvo a casa, Jenna había celebrado la vuelta de Nicko y Septimus al Castillo pidiéndole a Maizie Smalls, que era quien encendía las antorchas de la Vía del Mago, que fuera a vivir al Palacio. A cambio de dos habitaciones con vistas al río y una cena todas las noches, Maizie había aceptado encender una vela en cada habitación del Palacio e iluminar el Largo Paseo con velas de junco. Pero Maizie no empezaba la «operación encendido de luces», como ella la llamaba, hasta media hora antes de la puesta de sol. Y, a pesar de la penumbra, faltaba aún más de una hora hasta entonces.

A Jenna el Largo Paseo siempre le producía escalofríos —con toda aquella rara colección de objetos recubriendo las paredes—, y esa noche en que la luz era tan débil, aún más. Así que, cuando Beetle sacó su viejo candil de los Túneles del Hielo (uno de los recuerdos de su época en el Manuscriptorium) y este parpadeó con su fantasmagórica luz azulada justo al pasar por delante de un trío de sonrientes cabezas reducidas, a Jenna se le escapó un fuerte chillido, tras lo cual se llevó la mano a la boca.

—Lo siento —se disculpó, algo avergonzada—. Me he asustado un poquito.

—¡Uuuuuu! —exclamó Beetle con una burlona voz de fantasma, sosteniendo la luz debajo de su barbilla y sonriendo de oreja a oreja.

—¡Ay, no hagas eso Beetle… eso es aún más horrible!

Beetle apartó la luz de su rostro y alumbró con ella el amplio y asombrosamente largo pasillo. Por potente que era su haz, no llegaba hasta el final.

—En realidad, yo también tengo un poco de miedo —reconoció Beetle medio susurrando. Echó un vistazo hacia atrás—. Todo el rato me da la impresión de oír una especie de aleteo detrás de nosotros… pero no veo nada.

Jenna se volvió a mirar. Ella también lo había notado, pero no había querido decir nada. La palabra «aleteo» le recordó los dos pajaritos que temblaban en sus cajas.

—No, ahí no hay nada —dijo en voz alta, más para convencerse a sí misma que otra cosa.

El pajarillo se posó unos minutos en una de las cabezas reducidas, con sus alitas cansadas de tener que mantenerse en el aire durante tanto tiempo, y luego levantó el vuelo.

Jenna y Beetle pasaron deprisa por delante de la puerta de la salita de estar de Sarah Heap, y de otra en la que habían escrito con tiza PANFLETOS DE PALACIO, S.A., que era la oficina de Silas. Jenna se alegró al ver que las dos habitaciones estaban vacías. Pronto llegaron al fondo, donde encontraron unas estrechas escaleras por las que subieron hasta el primer piso del Palacio. Allí estaban las grandes habitaciones privadas de la parte trasera del edificio que daban al río, y otras estancias públicas, entre las que se encontraba la clausurada sala del Trono. El amplio pasillo superior tenía un característico aire silencioso y contenido. Gruesas y polvorientas cortinas colgaban delante de las puertas y ventanas que dejaban escapar corrientes de aire, y en el suelo se extendía la que pasaba por ser la alfombra más larga del mundo y que, en realidad, había sido fabricada allí, en el pasillo, por un grupo itinerante de tejedores de alfombras.

Caminaron en silencio a través de la amortiguada penumbra. Jenna no esperaba ver a nadie, pero mientras pasaban por delante de la pequeña habitación de Maizie Small, la puerta se abrió y Maizie salió de sopetón.

—¡Ah! —dijo Maizie, sorprendida—. Hola, princesa Jenna… y Beetle. No esperaba toparme con vosotros. —Maizie dirigió una mirada de desaprobación a Beetle—, No aquí arriba.

Beetle se ruborizó, pero tenía la esperanza de que no lo suficiente como para que ninguna de las dos lo notara.

—Sales temprano, Maizie —dijo Jenna en un tono bastante enojado.

—Hoy es la noche más larga, princesa Jenna. Tengo que encender todas las antorchas hacia la puesta de sol, y siempre ayudo a encender algunas de las luminarias de la vía. Es un ajetreo de locos. —Maizie sacó un pequeño reloj del bolsillo y lo consultó con premura—. Bueno, pues he encendido todas las velas nuevas del piso de arriba, y el señor Pot vendrá a encender las de abajo. Estáis todos repartidos.

Un fuerte repiqueteo de aguanieve sobre una de las claraboyas del tejado hizo que todos levantasen la cabeza.

—Un día extraño para salir —añadió Maizie—, Debo irme.

Beetle y Jenna caminaron manteniendo un tenso silencio por el corredor que conducía hasta las grandes puertas dobles y hasta el fantasma de Sir Hereward, que custodiaba el dormitorio de Jenna. La desvaída figura de Sir Hereward levantó su único brazo fantasmal para saludarlos mientras pasaban a toda prisa, y poco después llegaron al pie de la escalera del desván.

—¡Oh! —exclamó Jenna.

La entrada de la escalera estaba tapada por una vieja cortina de terciopelo rojo, clavada a la pared por una colección de grandes clavos herrumbrosos. Jenna reconoció al instante el trabajo de Silas Heap.

—Debe de haberlo hecho papá hace poco —susurró—. Así que en realidad escuchó lo que le dije…

Beetle contempló la vieja cortina.

—Es un poco improvisado.

—Así es mi padre.

—Supongo que ha colocado una especie de puerta de seguridad —dijo Beetle—. Y ha clavado eso para ocultarla. Las puertas de seguridad tienen un aspecto un poco raro a veces. ¿Puedo echar una ojeada?

Jenna asintió con la cabeza.

—Sí, por favor, Beetle.

Beetle sacó su navaja de bolsillo. Abrió la herramienta para quitar largos y herrumbrosos clavos del yeso y se puso a hacer precisamente eso. De inmediato, un gran pedazo de yeso se desprendió de la pared y la cortina se le cayó en la cabeza ¡zas!

—¡Uf! —se quejó Beetle mientras la cortina lo envolvía en una nube de polvo y arañas muertas—, ¡Uf! ¡Puaj! ¡Fuera! ¡Fuera de mí!

La cortina no hizo lo que le pedía y Beetle, convencido de que le había atacado algo malo procedente del desván, empezó a clavarle la herramienta para quitar largos y herrumbrosos clavos del yeso.

—¡Aaay… socorro!

—¡Beetle, Beetle! —vociferó Jenna, intentando quitarle la cortina de encima—. Beetle, estáte quieto. ¡Deja de luchar!

Por fin las palabras de Jenna surtieron efecto.

—¿Eh? —dijo la cortina.

—Beetle por favor, quédate quieto un momento. Y deja de intentar matar a la cortina.

La cortina se serenó y Jenna la liberó de su presa envuelta en una nube de polvo.

—¡Aaachís! —Beetle estornudó.

La princesa observó la cortina hecha jirones amontonada en el suelo.

—¡Beetle, uno; cortina, cero! —exclamó, echándose a reír.

—Sí —dijo Beetle, aunque a él no le hacía tanta gracia.

Se sacudió el polvo de su chaqueta de almirante y luego movió con cautela el brazo a través del hueco que la cortina había cubierto.

—Aquí no hay ninguna puerta de seguridad —exclamó—, O si la había, ha desaparecido con la cortina incluida. Supongo que podía haber estado unida a esta. Ahora que lo pienso, sentí un leve hormigueo cuando se me cayó encima… Eso me hizo creer que me estaban… bueno, que me estaban atacando. No me entró el pánico, ¿sabes? Era una sensación realmente extraña.

—Entonces…, si mi padre puso una especie de barrera aquí arriba y ahora ya no está, tal vez debamos ir a decírselo —opinó Jenna.

—Primero podría echar un vistazo —propuso Beetle, que sentía la urgente necesidad de hacer algo constructivo después de su ridículo combate contra la cortina.

—Bueno…

Como no quería dejar pasar la oportunidad de impresionar a Jenna, Beetle empezó a subir la escalera muy deprisa, antes de que a Jenna le diera tiempo a decir que no.

La voz de Jenna sonó a su espalda.

—Beetle, tal vez no deberías…

Beetle frenó y se dio la vuelta.

—Está bien.

—No parece estar bien —dijo Jenna, podía ver la cambiante oscuridad que ya le resultaba familiar acechando en lo alto de la escalera.

—Solo le echaré un vistazo para después poder contarle a Marcia con exactitud lo que está pasando —respondió Beetle.

Jenna siguió a Beetle por la escalera, pero él se paró y le cerró el paso.

—No, Jenna —dijo en un tono muy formal—. Déjame hacerlo a mí. Al fin y al cabo, fuiste tú quien me lo pediste.

Jenna miró más allá de Beetle, hacia lo alto de la escalera.

—Pero Beetle, esa rara niebla aún está aquí. Había olvidado el miedo que daba. Creo que debería traer a papá, o incluso a Marcia. En serio.

Beetle no quería ceder.

—No pasa nada. Te dije que le echaría un vistazo y le echaré un vistazo, ¿de acuerdo?

Había algo en la pose de Beetle que le hacía parecer tan sólido, tan imponente, que Jenna dio un paso atrás.

—De acuerdo —dijo a regañadientes—, pero, por favor…, ten cuidado.

—Claro que lo tendré. —Beetle sacó una larga cadena del bolsillo de su chaqueta de almirante, abrió su reloj y se lo puso en la mano a Jenna—. Solo tardaré unos segundos; solo quiero echar un rápido vistazo y ver qué pasa. Si no vuelvo en… digamos. .. tres minutos… puedes ir a buscar a Silas, ¿de acuerdo?

Jenna asintió sin demasiado convencimiento.

Beetle subió el tramo de escalera largo y recto, consciente de que Jenna estaba observando su más mínimo movimiento. Mientras se acercaba al final de la escalera, le asaltó una sensación de miedo y se detuvo. Delante de él, a no más de tres pasos, había un muro de una negrura cambiante y bailarina que se arremolinaba y que, evidentemente, no era tan solo la típica oscuridad propia de las últimas horas de una tarde de invernó mezclada con algunos viejos vapores de hechizo, tal como, en el fondo, Beetle esperaba que fuera.

—¿Ves algo? —La voz de Jenna llegó hasta él, pero parecía lejana.

—No…, en realidad no.

—Tal vez deberías bajar.

Beetle era de la misma opinión, pero cuando miró a hacia atrás y vio a Jenna mucho más abajo, mirándolo expectante, supo que tenía que seguir. Y así, decidido a no volver a comportarse como si tuviera miedo delante de Jenna, Beetle se obligó a subir los últimos escalones hasta lo alto de la escalera.

Al pie de la misma, Jenna vio unos cuantos tentáculos moviéndose y enredándose alrededor de los pies de Beetle. Una vez arriba, Beetle sintió un deseo irrefrenable de adentrarse en la oscuridad. Estaba convencido de que su padre le estaba aguardando allí. Sabía que lo encontraría si daba un paso en dirección a aquella arremolinada niebla gris. Y así lo hizo. Dio un paso adelante y… desapareció.

Jenna observó como Beetle desaparecía en la oscuridad. Miró el reloj que tenía en la mano y empezó a contar los minutos. Por encima de ella, un pequeño pájaro invisible aleteaba sin ruido, contando los largos minutos de pájaro, esperando y esperando el momento en que pudiera llevar a la princesa a casa, hasta su enjaulada pareja.