Amuletos
Beetle y Jenna abandonaron la calidez del café Bocadillos Mágicos para pasear por la helada y gris Vía del Mago. Caían algunos copos de nieve dispersos y Jenna se ciñó la capa roja forrada de piel. Beetle se abrochó hasta arriba la chaqueta de almirante y se anudó la larga bufanda de lana alrededor del cuello.
—¡Hola, Beetle! —se oyó en un grito.
Un joven alto e imposiblemente delgado caminaba hacia ellos desde el tramo más alto de la Vía del Mago. Los saludó con la mano y aceleró el paso hacia ellos.
—Bue… buenos días… princesa Jenna —dijo el joven, sin aliento. Hizo una reverencia con la cabeza y a Jenna le dio vergüenza.
—¿Qué tal, Foxy? —dijo Beetle.
—¿Qué tal, Beet? —respondió Foxy dando patadas contra el suelo y frotándose las manos.
Su larga y puntiaguda nariz brillaba como un triángulo rojo en su cara delgada y pálida, y le castañeteaban los dientes. Parecía estar helado en su túnica gris de escriba.
—¿Boc… bocadillo de salchichas? —preguntó.
Beetle sacudió la cabeza.
—Hoy no, Foxy. Tengo que ir a buscar un mantente a salvo a la Torre del Mago.
Foxy sonrió; sus dientes algo puntiagudos destellaban en la cálida luz que se filtraba a través de las ventanas de Bocadillos Mágicos.
—Oye, no vayas a la competencia. Estás hablando con el escriba jefe de amuletos en persona.
—¿Desde cuándo?
—Desde esta mañana a las ocho cincuenta y dos minutos para ser exactos —respondió Foxy con una sonrisa, imitando a la perfección a su jefa, la señorita Jillie Djinn, jefa de los Escribas Herméticos.
—¡Uau! Vaya, felicidades —dijo Beetle.
—Y sería un honor, señor Beetle, si consintiera en convertirse en mi primera asignación.
—Vale —Beetle sonrió.
—Nos saltaremos las formalidades, ¿verdad?
Beetle parecía incómodo.
—En realidad, Foxy, no quiero ir al Manuscriptorium.
Noo —No hay necesidad de que vayas. Desde este momento, he creado, en calidad de jefe escriba de amuletos, el pionero servicio móvil de amuletos del Manuscriptorium.
Foxy sacó del bolsillo lo que Beetle vio que era una libreta corriente de escriba, y cogió el lápiz de donde quedaba sujeto.
—Vale —dijo Foxy con el lápiz en el aire—. Unas preguntitas nada más, señor Beetle, y le garantizo que tendrá el perfecto mantente a salvo para usted. A diferencia de la política de amuletos multiuso de la oficina de la Torre del Mago, nosotros hacemos su amuleto a la medida de sus necesidades particulares. ¿Interior o exterior?
—Hummm… interior, respondió Beetle, algo sorprendido por la labia de vendedor de Foxy.
—¿Arriba o abajo?
—¿A qué te refieres?
—No sé. Pero suena bien, ¿no crees?
—Foxy. —Beetle se echó a reír—. Por un momento pensé que realmente sabías lo que estabas haciendo.
—Sé lo que estoy haciendo —protestó Foxy—, Solo intentaba darle más emoción, eso es todo. Interior es lo único que necesito saber.
—¿Y qué hay de la fuerza? —preguntó Beetle.
—Hummm… —dijo Foxy—, Olvídate de eso. Pequeña, mediana o grande… No, no quiero decir eso.
—Menor, mayor o máxima —le ayudó Beetle.
—Sí, eso es. ¿Cómo lo quieres?
Beetle miró ajenna.
—Máxima —dijo Jenna—. Por si acaso.
—De acuerdo. Veré lo que tenemos. Te lo entrego en tu trabajo dentro de una hora, ¿vale?
—Gracias. Tú pregunta por mí. Di que se trata de negocios.
—Lo haré, Beet. Entonces, ¿dejamos el bocadillo de salchichas para mañana?
—Sí, hasta luego, Foxy.
Y, dicho lo cual, Foxy —que parecía una gran garza andando con cuidado por los bajíos— se encaminó hacia la puerta multicolor de Bocadillos Mágicos.
Al cabo de diez minutos, Jenna caminaba distraídamente por la feria de los mercaderes del norte. Buscaba un regalo de cumpleaños divertido para Septimus, pero también estaba haciendo tiempo para no regresar a casa antes de su cita con Beetle. Jenna sabía que si volvía al Palacio, Sarah la encontraría y se enzarzarían en otra discusión sobre las cartas de Simón. A diferencia de Sarah Heap, Jenna había leído la carta de Simón solo una vez y la había tirado arrugada al suelo de su dormitorio. Cuando Sarah le preguntó que le decía en la carta, Jenna había sido cortante. «Lo siento», había respondido.
Cada año los habitantes del Castillo acudían en masa a la Feria de los mercaderes para hacer acopio de provisiones para el invierno, como prendas de lana, velas, faroles, salazones de pescado, carnes y frutos secos, pieles de borrego y de otros animales, antes de que llegara la Gran Helada y dejara el Castillo aislado durante seis semanas más o menos. La gente también iba a comer bollitos calientes, nueces tostadas y pasteles que se desmigajaban y a beber galones de las infinitas variedades de bebidas especiadas y calientes que se ponían a la venta.
Y cuando se cansaban de comprar, se sentaban a mirar a los juglares, los que danzaban sobre el fuego y los acróbatas que daban volteretas en el espacio acordonado que se habilitaba delante de la oficina de los mercaderes.
A pesar del aparente caos, la feria estaba meticulosamente organizada. Se aplicaban rigurosas normas a todos los comerciantes, los puestos se situaban bajo un estricto sistema de licencias, y el terreno de la feria se dividía en sectores según la clase de mercancías que vendían. En general, la feria de los mercaderes del norte era un asunto ordenado, pero el último día era un momento frenético y la feria estaba abarrotada.
Aglomeraciones de personas se movían de un tenderete a otro, aprovechando gangas, comprando solo «por si acaso» cosas que en realidad no necesitaban, aprovechando la última oportunidad para adquirir los regalos de la fiesta del solsticio de invierno. Los mercaderes del norte, altos y de ojos claros, anunciaban sus productos a voz en grito, con la intención de vender todos los retazos y cachivaches que nadie había querido hasta entonces. La urgencia de sus cantarinas y cadenciosas voces sobresalía entre el alboroto y recordaba a la gente que faltaban pocos días para la fiesta del solsticio de invierno y luego llegaría la Gran Helada.
Cada año de su vida —salvo uno, el año que cumplió diez— Jenna había visitado la sección de artesanía conocida como la Milla de los fabricantes. La Milla de los fabricantes era una sección relativamente nueva de la feria; se extendía más allá del recinto oficial del mercadillo, se desparramaba infinita a lo largo de la carretera y recorría el exterior del gran círculo pavimentado con ladrillos que culminaba en la vía Ceremonial. A medida que Jenna iba cumpliendo años, deambulaba por la Milla, planeando en silencio la perfecta lista de regalos que le gustaría recibir para su cumpleaños. Rara vez había recibido algo de la lista, pero eso no le privaba de la diversión de soñar con ellos. Este año Jenna no había encontrado nada ni remotamente divertido para regalárselo a Septimus en la zona del mercado, así que decidió seguir por la Milla de los fabricantes para echar un último vistazo. Se abrió paso hacia la Milla a través de la zona de pieles y cueros tratados, y le asaltó el fuerte olor de lo que en su opinión era una piel de Foryx. Jenna observó con ironía que el respeto habitual que en el Castillo se le tenía a la princesa no se aplicaba en la feria.
Por fin salió a la Milla de los fabricantes, que olía infinitamente mejor. Con la antigua sensación de expectación ante su cumpleaños, Jenna empezó a merodear por el mercadillo, echando un vistazo a los tenderetes. Ya había pasado por el círculo dos veces, y seguía sin encontrar nada divertido que regalarle a Septimus, pero sospechaba que ello se debía más a cómo se sentía con respecto al aprendiz de mago que a cualquiera de las mercancías que pudieran ofrecerle. Decidió ir a su puesto favorito —joyas de plata y amuletos de la suerte— que había visto cerca de la cabaña de contabilidad de la milla de los fabricantes.
El tenderete pertenecía a Sophie Barley, una talentosa joven joyera del Puerto. (A diferencia del resto de la feria, en la Milla de los fabricantes había puestos disponibles para quienes no eran mercaderes del norte, que sobre todo estaban ocupados por quienes vivían en el Puerto, pues la gente del Castillo prefería comprar en lugar de vender en la feria.) A Jenna le sorprendió descubrir que, en lugar de la simpática Sophie, el puesto estaba atendido por tres mujeres de raro aspecto vestidas en distintos tonos de negro. Detrás del tenderete, arrellanada en un viejo sillón, había una anciana con el rostro cubierto de un grueso maquillaje blanco y los ojos cerrados. Una figura ligera ataviada con una enlodada capa negra y una voluminosa capucha vigilaba a la anciana.
—¡Oooh, es la princesa! —Jenna oyó un emocionado susurro escapando de la capucha.
—Ya me encargo yo, ¡mema! —respondió desde el tenderete la mujer de aspecto feroz que parecía la jefa y que, como Jenna pudo comprobar cuando levantó por un momento la vista, tenía una mirada desagradable.
La jefa miró fijamente a Jenna.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.
Las otras dos, una mujer largirucha con el cabello recogido en un moño en lo alto de la coronilla como si fuera un clavo, y otra bajita regordeta y llena de manchas de comida de arriba abajo, se dieron un codazo y se rieron a espaldas de su jefa.
Lo último que quería Jenna era ayuda. Sophie siempre le dejaba mirar y probarse todo lo que le daba la gana. Y Sophie, ciertamente, no le arrebataba lo primero que cogía y decía:
—Esto será media corona. No tenemos cambio. Envuélvelo, Daphne. —Tal como hizo la jefa de mirada turbia con el delicado colgante en forma de corazón adornado con unas pequeñas alitas que Jenna acababa de levantar de su acolchado de terciopelo.
—Pero no quiero comprarlo —protestó Jenna.
—Entonces, ¿por qué lo ha cogido?
—Solo quería mirarlo.
—Puede mirarlo encima de la mesa. Cobramos un extra por cogerlo.
Jenna miró fijamente a la mujer. Estaba segura de que la había visto antes en alguna otra parte, y a sus colegas también.
—¿Dónde está Sophie? —preguntó.
—¿Quién?
—Sophie. Sophie Barley. Este es su puesto. ¿Dónde está?
La jefa de la mirada le enseñó una hilera de dientes ennegrecidos.
—No ha podido venir. Está un poco… atada en este momento.
Sus dos colegas soltaron unas risitas malvadas.
Jenna empezó a alejarse. Las joyas no le parecían tan bonitas sin Sophie.
—¡Espera un minuto! —gritó con apremio una voz aguda. Jenna se detuvo y se giró—. Tenemos preciosos amuletos. Y no cobramos por coger los amuletos, ¿verdad?
—¡Cállate, Dorinda!
La jefa de la mirada desagradable dio media vuelta y se quedó mirando fijamente a la figura encapuchada que estaba de pie junto a la anciana.
—Ya me encargo yo. —La jefa se volvió hacia Jenna y su boca esbozó una especie de forma de U que Jenna identificó como una sonrisa—. Tenemos una línea nueva de amuletos preciosos, princesa. Muy monos. Muy encantadores, de hecho.
Siguió un extraño resoplido que en opinión de Jenna bien podrían ser carcajadas, aunque era posible que la mujer se estuviera ahogando con algo. Era difícil decirlo.
La jefa señaló dos cajitas de madera en la parte delantera del tenderete. Jenna las miró intrigada, eran muy diferentes del resto de joyas de Sophie. Dentro de cada caja, sobre un lecho blanco, había una pequeña joya en forma de pájaro. Los pájaros tenían un hermoso tono verdeazulado y centelleaban como los martines pescadores que a Jenna le encantaba mirar des de su ventana de los Dédalos. A su pesar, Jenna estaba fascinada. Miró los pájaros asombrada de sus diminutas plumas, hechas con tanto detalle que casi podría creerse que eran de verdad. Con cautela, alargó un dedo, acarició el plumaje de uno de los pájaros y apartó la mano como si fueran a picarla. El pájaro era real. Era suave y cálido y se estaba muy quieto, respiraba, aterrado, muy rápido.
La anciana del sillón abrió los ojos de repente, como una muñeca que acabaran de sentar.
—Coge el pajarito, querida —dijo con una voz que sonó como un quejido adulador.
Jenna se apartó del tenderete y sacudió la cabeza.
La jefa se volvió hacia la anciana.
—¡He dicho que ya me encargo yo! —le espetó—. ¡Idiota!
—¡Oooh! —Una expresión de entusiasmado horror salió de la figura encapuchada.
La vieja no estaba tan decrépita como Jenna había imaginado. Se levantó con ademán amenazador y señaló a la jefa de la mirada utilizando una uña larga y sucia.
—Nunca en tu vida vuelvas a hablarme de ese modo —dijo apretando los dientes.
La jefa de la mirada se quedó tan blanca como la cara embadurnada de blanco de la anciana.
—Lo siento bru… —Se calló de repente—. Lo siento —añadió en un murmullo.
De pronto, Jenna se dio cuenta de quienes eran las dependientas del tenderete.
—¡Oye! —exclamó—. Vosotras sois…
La jefa de la mirada se inclinó hacia adelante y se quedó contemplando fijamente a Jenna.
—Sí… ¿y qué? —la desafió.
Jenna decidió no decir que creía que las mujeres eran brujas del Aquelarre de Brujas del Puerto.
—Poco amables —dijo, con poca convicción. Entonces salió corriendo, dejando a las cinco brujas, pues estaba en lo cierto, riéndose a carcajadas.
Las brujas del Aquelarre de Brujas del Puerto observaron cómo Jenna desaparecía entre la multitud.
—Sabía que no funcionaría —dijo malhumorada Daphne, la regordeta de las manchas de comida—. Las princesas son difíciles de cazar. Las de Wendron lo intentaron y no pudieron pillarla.
—¡Bah! —bufó la jefa de la mirada desagradable, que se llamaba Linda—, Las de Wendron son tontas. Les faltan unas cuantas lecciones por aprender. Y yo estoy deseando enseñárselas.
Se rió de manera muy desagradable.
Un gemido lastimero provino del interior de la figura encapuchada que se sentaba junto a la anciana, que era, por supuesto, la Bruja Madre del Aquelarre de Brujas del Puerto.
—¡Pero ella no cogió el pájaro, no cogió el pájaro!
—Y tú también cierra el pico, Dorinda —soltó Linda—. Además, no importa; ha tocado el pájaro, ¿no?
Linda se inclinó sobre los dos pajaritos. Tomó aire y luego liberó las aves, haciendo que quedaran envueltas en un humo gris. La cortina de aliento se asentó sobre las pequeñas cajas y las brujas se congregaron alrededor. Al cabo de pocos segundos, se pudo ver un aleteo y, dos minutos más tarde, los pájaros iridiscentes levantaron el vuelo de sus cajas. Rápida como un gato, Linda atrapó los pájaros en el aire y los levantó triunfal, uno en cada mano.
Las otras brujas la miraban impresionadas.
Desde el interior de sus astrosos ropajes negros, Linda sacó una pequeña cadena de plata atada a una cadena, tan delicada y hermosa como cualquiera de las joyas del puesto. Destapó el suelo de la jaula, abrió la mano derecha y bajó rápidamente la jaula con el pájaro sobre la mesa del tenderete. A continuación tocó al aterrado pájaro con su dedo huesudo, tenía poco espacio, aunque el pájaro era muy pequeño. Linda volvió rápidamente la jaula del revés y encajó el suelo de nuevo, luego colgó la jaula de su cuello como si fuera una cadena con un exótico colgante. Dentro de la jaula, el pájaro parpadeaba conmocionado.
—Rehén. —Linda informó a las otras brujas, que asintieron impresionadas y, como siempre les ocurría con Linda, un poco asustadas.
Linda levantó el puño izquierdo hasta la jaula y separó los dedos. Dentro de su mano estaba el otro pájaro, tembloroso. Pió desesperado cuando vio al otro pájaro enjaulado, y al instante se quedó en silencio. Linda levantó el pájaro hasta la altura de sus ojos y empezó a murmurar una especie de salmodia monótona, grave y amenazadora. El pájaro se quedó paralizado en la palma de su mano. Linda acabó la espantosa cantinela que estaba recitando y el pájaro alzó el vuelo y se quedó en el aire, mirando la jaula de plata que colgaba del mugriento cuello de Linda. Linda señaló con el dedo de la uña larga a la aleteante criatura azul y el pájaro desapareció. Invisible, voló trazando un curso errático que seguía el sendero de Jenna mientras se dirigía al Palacio.
—¡Periquitos! ¡Les llaman pájaros del amor! —comentó Linda en tono cáustico—. Amor. ¡Vaya tontería! —se echó a reír—, pero una tontería útil. Aún tengo el pájaro en la palma de la mano. —Sacó la mano vacía y apretó los dedos de improviso—, Y a la princesa.