La Portadora del Libro
La princesa entrometida, al igual que Septimus, había tenido una mañana de cumpleaños formal muy poco común. A las nueve en punto, para ser exactos, una mujer alta, ataviada con los ropajes de Palacio, tan antiguos que en realidad tenían largos ribetes dorados colgando de las mangas, aporreó la puertas de Palacio.
El mago portero que estaba de guardia le estaba llevando el desayuno, así que fue Sarah Heap la que al final abrió.
—¿Sí? —preguntó algo irritada.
—Soy la Portadora del Libro —anunció la mujer en tono imperioso.
Sin esperar a que se lo dijeran, entró sin más, trayendo consigo un fétido olor a bolas de naftalina y cierto tufillo a pescado.
—Los regalos se dejan sobre la mesa —dijo Sarah indicando una gran mesa ya llena de paquetes de todos los colores—. No los abriremos hasta esta noche.
La Portadora del Libro no hizo el menor movimiento en dirección hacia la mesa. Descollaba por encima de Sarah, y aún acentuaban más su altura unas grandes franjas de cabello blanco apilado precariamente en lo alto de su cabeza y sujetas con una descontrolada colección de horquillas. Miró a Sarah con expresión de incredulidad.
—Pero yo soy la Portadora del Libro.
—Lo sé, ya lo ha dicho. Es muy bonito, a Jenna le gusta mucho leer. Usted déjelo sobre la mesa. Ahora, si me disculpa, tengo mucho que hacer. Ya sabe por dónde se sale —Sarah le señaló las puertas, que aún estaban abiertas de par en par.
—¿Por dónde se sale? —La mujer parecía incrédula—. No voy a irme. He venido a ver a la princesa. Ahora, buena mujer, lamento molestarla, pero tendrá que anunciar mi presencia.
Sarah balbuceó indignada, pero la oportuna llegada de Jenna evitó cualquier ulterior escalada de las hostilidades.
—¡Mamá! —dijo entrando a toda pastilla desde el largo paseo—. ¿Has visto mi…? ¡Oh!
Jenna se refrenó y contempló a la alta y altanera mujer que vestía el antiguo uniforme de Palacio. La vieja túnica roja y gris con los ribetes dorados le produjeron una sensación de lo más extraño y la transportaron a los temibles pocos días que había pasado en el Palacio en los tiempos de la fantasmagórica reina Etheldredda.
—¿Quién… quién es usted? —dijo tartamudeando.
La Portadora del Libro hizo una pronunciada reverencia, y las largas y frágiles cintas cayeron con gracia hasta el polvoriento suelo.
—Su excelencia —murmuró—. Le ofrezco mis humildes felicitaciones en el día de su reconocimiento. Soy la Portadora del Libro. He venido ante vos, igual que me presenté ante su madre, y como mi madre vino ante la madre de su madre antes que ella, y como la maeke de su madre vino ante la madre de la madre de su madre antes que ella. He venido a darle el Libro.
Sarah necesitaba que alguien le tradujera aquellas palabras.
—Te ha traído un libro, Jenna. ¡Qué amable, ¿verdad?! Le he dicho que lo deje en la mesa porque no vamos a abrir los regalos hasta esta noche.
La Portadora del Libro rodeó a Sarah.
—Señora, le pediría que contuviera su lengua. Puede volver a sus quehaceres, cualesquiera que estos sean.
—Bueno, vamos a ver… —empezó a decir Sarah, pero Jenna, que empezaba a comprender que estaba pasando algo importante, la detuvo.
—Mamá —dijo Jenna—. Está bien. Creo que son, ya sabes… cosas de princesas, —se volvió hacia la mujer y le dijo en su mejor tono princesil—: Gracias, Portadora del Libro. Le presento a mi madre, la señora Sarah Heap.
Para delicia de Sarah, la Portadora del Libro parecía algo azorada. Le hizo a Sarah una pequeña y somera reverencia.
—Le pido disculpas, señora Heap. Por su rudimentaria vestimenta, deduje que debía de ser una criada. No tenía ni idea de que la madre adoptiva de una princesa sería tan… activa en el Palacio.
—Hay un montón de trabajo que hacer por aquí, y alguien tiene que hacerlo —le espetó Sarah—, Puede hablar con Jenna en mi salita de estar si quiere estar en algún sitio caliente. Acabo de encender el fuego.
Y, dicho lo cual, se alejó con la cabeza muy alta y algunos mechones de color rubio revoloteando desordenados tras ella mientras entraba en el largo paseo en busca de Silas Heap.
La Portadora del Libro miró con desaprobación a la madre adoptiva de la princesa. No perdió esa expresión cuando se dirigió a Jenna.
—Una salita de estar no es un lugar adecuado para esta importante ocasión —dijo—. Según dicta la tradición, la ceremonia de presentación tendrá lugar en la Sala del Trono. ¿Seríais tan amable de guiarme hasta allí?
La última vez que Jenna había estado en la Sala del Trono era hacía cinco años, en la época de la reina Etheldredda. Y no guardaba buen recuerdo. Habían pasado catorce años desde aquel día, el día en que mataron de un disparo a su real madre, la reina Cerys. La idea de volver a la Sala del Trono la llenaba de consternación, sobre todo en el día de su cumpleaños.
—La Sala del Trono está cerrada —anunció Jenna con frialdad—, Yo no la uso.
Por primera vez, la Portadora del Libro miró a Jenna con algo parecido a la aprobación.
—Claro que no la usáis, princesa. Así es como debe ser. No habéis tenido necesidad de usarla hasta hoy. Pero hoy, en ocasión de vuestro décimo cuarto cumpleaños, es el día de vuestro primer compromiso oficial. Ha de tener lugar en la Sala del Trono, como manda la tradición y como bien sabéis.
La Portadora del Libro sonrió a Jenna como si estuvieran contando el mismo chiste, un chiste que nadie más era lo bastante listo para entenderlo. Jenna había conocido a chicas como esa en el colegio, y no le habían gustado. Se sentía así con la Portadora del Libro.
Jenna estaba a punto de replicar que le daba igual la ocasión que fuera, que no pensaba abrir la Sala del Trono para nadie y, además, no tenía la llave, cuando apareció Silas. Jenna sintió que necesitaba su apoyo.
—Papá —dijo olvidando los modales de princesa debido a la angustia que le causó que le pidieran que abriera la Sala del Trono—, Papá, no tenemos la llave de la Sala del Trono, ¿verdad?
Silas la sorprendió. De su bolsillo sacó una pesada llave con una joya roja y se la ofreció con una pequeña reverencia.
—No seas tonto, papá —se rió Jenna sin querer coger la llave—, No tienes por qué hacerme reverencias.
Silas parecía serio.
—Tal vez ahora debería, ya tienes catorce años.
—¿Papá? —Jenna empezaba a estar preocupada.
¿Qué estaba ocurriendo? Parecía como si algo estuviera a punto de cambiar y ella no quería que cambiara.
Silas parecía incómodo.
—Marcia me habló la semana pasada sobre… esto… ella. —Movió la mano hacia la cada vez más ofendida Portadora del Libro—, Marcia me dio la llave. Dijo que a partir de tu décimo cuarto cumpleaños es posible que en cualquier momento llegue el momento adecuado.
—¿Adecuado para qué? —exigió saber Jenna, enfadada.
Odiaba que la gente dispusiera cosas sin decírselo y luego esperara que ella estuviera de acuerdo con ellos. Le recordó su décimo cumpleaños, cuando de repente fue arrebatada de su familia. Y, como siempre, Marcia estaba involucrada.
Silas fue conciliador.
—Ya sabes para qué, preciosa —dijo—. Para que seas reina. Ahora ya tienes la edad suficiente. Eso no significa que lo vayas a ser, solo que es posible. Y por ese motivo, esta dama…
La Portadora del Libro miró airadamente a Silas.
Silas tosió.
—Ejem, quiero decir que esta dama tan… hummm… importante, tan oficial, ha venido hoy. Es la Portadora Hereditaria del Libro, y como es tradición, tú lo recibirás en la Sala del Trono. —Silas miró a Jenna a los ojos, parecía disgustada—. Es… eh… simbólico, ¿sabes?, de lo que serás un día.
—Entonces, ¿por qué no me lo has contado? —preguntó Jenna—, ¿o por quién no me lo ha contado mamá?
Silas parecía afectado.
—No quería estropear tu cumpleaños, ni mamá tampoco. Sé cómo te sientes con respecto a la Sala del Trono. Lo siento, supongo que debería habértelo dicho.
Jenna suspiró.
—¡Bueno, está bien, papá! Lo haré, siempre que vengas tú y me ayudes con la llave, ¿de acuerdo?
Le dirigió a Silas una expresiva sonrisa.
—¡Ah, sí! De acuerdo, ¿por qué no? Iré contigo.
La Portadora del Libro puso objeciones.
—Esto es una ceremonia privada. No es adecuado que asista ningún miembro público.
—No es un miembro público —saltó Jenna—. Es mi padre.
—Él no es tu padre.
Jenna explotó.
—No, no lo es, claro que no lo es. Es mi cumpleaños y no creeríais que mi padre estuviera aquí, ¿verdad? —Jenna se agarró al brazo de Silas—. Este es mi padre. Está aquí y viene conmigo.
Y, dicho lo cual, Jenna y Silas subieron despacio y con mucha calma la escalera de caracol hasta el primer piso. La Portadora del Libro no tendría más remedio que seguirlos.
Llegaron al exterior de las enormes puertas dobles que conducían a la Sala del Trono, las cuales ocupaban el centro del Palacio. Las puertas estaban recubiertas de una antigua lámina de oro, tan gastada y delgada que los cuadrados dorados mostraban el rojo que había debajo. Jenna pensó que eran preciosas, pero no tenía ninguna intención de abrirlas.
—¿De acuerdo, papá? —preguntó.
Silas asintió. Introdujo la llave en la cerradura y Jenna creyó ver un pequeño destello de magia; o… cuando menos eso esperaba que fuera. Silas giró la llave, pudo dar solo medio giro y se encalló.
—Está atascada —dijo—. Inténtalo tú, Jenna.
Para alivio de Jenna, la llave estaba muy encallada.
—Lo está —coincidió—, está atascada.
La Portadora del Libro esbozó una inequívoca expresión de sospecha.
—¿Quiere intentarlo usted? —preguntó Jenna ofreciéndole la llave.
La Portadora del Libro le cogió la llave, la metió en la cerradura y dio un temible giro. Jenna podía ver que no se andaba con chiquitas, pero esperaba que el hechizo de Silas resistiera. Lo hizo. Con reticencia, después de un montón de vigorosos giros y arremetidas en la cerradura, la Portadora del Libro devolvió la llave.
—Muy bien —suspiró—. El vestidor servirá también.
Jenna se contuvo para no preguntarle por qué no lo había dicho de entrada. Creyó saber la respuesta; la Portadora del Libro se regodeaba en la gloria que reflejaba la Sala del Trono. Jenna había conocido a mucha gente como ella en el Palacio de la reina Etheldredda, que era donde había empezado a aprender a tratarlos.
El vestidor era un pequeño espacio personal donde la reina se ponía las prendas ceremoniales, y el lugar adonde se retiraba desde la Sala del Trono si tenía necesidad de hacerlo. Estaba oscura y polvorienta, pero a Jenna le gustaba y solía usarla por ser un lugar tranquilo donde podía trabajar. Con la Portadora del Libro pisándole los talones, Jenna encabezó la marcha hacia el vestidor. Silas se excusó y se fue; en esta ocasión, Jenna no puso ninguna objeción.
El vestidor era largo y estrecho, con una ventana alta en un extremo que daba a la Vía del Mago. Una desgalichada cortina en el lado derecho de la habitación cubría una puerta que conducía a la Sala del Trono, pero no se podía pasar por allí debido a una gran plancha de madera atravesada que Jenna había clavado en su superficie. La habitación estaba muy helada, pero había leños preparados para hacer fuego en la pequeña chimenea. Jenna cogió la caja de la yesca de la repisa de la chimenea y acercó una llama amarilla al musgo seco de la base de la chimenea. Usó la llama para encender también las velas, y enseguida la habitación se llenó de un fulgor amarillo y dio la impresión de ser mucho más cálida y acogedora de lo que era en realidad.
La Portadora del Libro se instaló sin preámbulos en un pequeño escritorio situado junto a la ventana. Entre una serie de sillones dispares pero cómodos, Jenna escogió aquel en el que le gustaba acurrucarse a leer —un desvencijado sillón rojo y dorado con un montón de almohadones y una pata coja, y lo acercó al fuego.
Fueron tres largas y tediosas horas, pero al final, mientras aguardaba de pie en la puerta de Palacio esperando a que la Portadora del Libro desapareciera por el camino de entrada, con las cintas flotando en el frío viento que soplaba del río, Jenna sostuvo en su mano un pequeño librito rojo titulado Las reglas de la reina.
Jenna subió directamente hasta el vestidor. Cerró la puerta con una sensación de alivio por tener otra vez el lugar para ella sola, y acercó aún más la silla al fuego. Observó el librito de piel roja. Era tan delicado… La piel de color rojo pálido era tan suave al tacto, desgastada y rozada —y al percatarse se le puso la piel de gallina— por los dedos de su madre, su abuela y todas sus bisabuelas antes que ella. Las páginas, orladas de gastada lámina de oro, estaban hechas de un papel delicado tan transparente que solo estaban impresas por una cara. La ortografía era peculiar y la letra muy pequeña y llena de volutas y florituras, motivo por el cual la Portadora del Libro había tardado tanto en leer y explicar todo el contenido a Jenna, pero ahora que por fin estaba sola con su libro, Jenna volvió a la página que más deseaba volver a leer:
Protocolo: Torre del Mago (N. B. Sustituta P-E-E de la reina si es preciso)
Después de su tutoría de tres horas, Jenna sabía que P-E-E significaba Princesa En Espera. Había dos secciones que despertaron particular interés en Jenna.
Sección I: El derecho a saber.
La P-E-E tiene derecho a saber todos los hechos relativos a la seguridad y el bienestar del Castillo y el Palacio. El mago extraordinario (o, en su ausencia, el Aprendiz Extraordinario) tiene la obligación de responder todas las preguntas de la P-E-E con la verdad, en detalle y sin demora.
Jenna sonrió. Le gustaba cómo sonaba eso, pero apostaría cualquier cosa a que a Marcia no le haría ni pizca de gracia. Leyó la segunda sección aún con más detenimiento.
Sección II: Seguridad del Palacio
Atañe a la P-E-E considerar si un asunto está relacionado con la seguridad del Palacio. Si considera que así es, puede convocar al mago extraordinario o al Aprendiz Extraordinario para que le ayude en cualquier momento.
Esta convocatoria tiene prioridad sobre cualquier otro asunto de la Torre del Mago. Que así sea.
«¡Ja! —pensó Jenna—. Es evidente que Sep no ha leído esto.» Volvió a leer el segundo pasaje, sonriendo ante el grueso subrayado rojo trazado a mano debajo de las palabras «P-E-E», «en cualquier momento» y «todo». Parecía que no era la única Princesa En Espera que había tenido ese tipo de problemas. Le gustaban en particular las palabras que estaban escritas a pie de página por una mano igual de resuelta: «Los magos son sustituibles. La reina no».
Jenna se desperezó en la silla como un gato. Se puso en pie, apagó el fuego y cerró la puerta del vestidor, dejando que volviera a sumirse en el silencio una vez más. Iría directa a la Torre del Mago y «lo subrayaría» un poco, ahora mismo.
Al salir, Jenna se topó con Sarah que, con la ayuda de Billy Pot y el cocinero, había empezado a colgar banderines en el vestíbulo.
—¿Se ha ido Dolly? —preguntó Sarah.
—¿Quién?
—Dolly Bingle. Trabaja en la pescadería, abajo, en el Muelle Nuevo. Sabía que la había visto antes. Es curioso lo distinta que está con unas pocas cintas doradas en el pelo en lugar de una red de pescado.
—¿La Portadora del Libro era Dolly Bingle? —Jenna estaba atónita.
—Sí, era ella. Y Dolly sabe perfectamente bien quién soy. Espero que me haga descuento en el bacalao la próxima vez que vaya a la pescadería —dijo Sarah con una sonrisa picara.