Elección
Mientras Gringe buscaba «aperos de caballos», Septimus estaba, como Marcia solía decir, en una reunión. Se hallaba en el saloncito de estar de Marcia, sentado en un pequeño taburete junto al fuego, con el Diario del Aprendiz de tapas azules de piel con letras doradas sobre las rodillas. Lo tenía abierto en la página que decía «Semana oscura».
Hacía tiempo que Marcia temía la llegada de la semana oscura. Aunque sabía que la magia más poderosa —que Septimus usaría en la próxima etapa de su aprendizaje— necesitaba una conexión personal con la oscuridad, le asustaba. Algunos magos extraordinarios se sentían perfectamente a gusto con la oscuridad. Disfrutaban jugando con el delicado equilibrio entre la oscuridad y la magia, ajustándolo como un hábil mecánico pondría a punto un engranaje y, en el proceso, consiguiendo la última pizca de poderes mágicos. Sin embargo, Marcia prefería usar la menor cantidad de magia oscura que le fuera posible, confiaba más en sus poderes mágicos personales; algunos puristas tal vez le habrían recriminado que practicase una magia desequilibrada (aunque ninguno se habría atrevido a decírselo a la cara). No obstante, era cierto que los magos más poderosos eran aquellos que estaban en perfecto equilibrio, y de eso trataba la semana oscura. Era el momento en que el aprendiz extraordinario adquiría la experiencia personal de la oscuridad que le permitiría avanzar hacia un potencial mágico que estaba en armonía con todo, incluso con la oscuridad.
Marcia tenía un motivo más para sentirse intranquila durante la semana oscura de Septimus. En las últimas semanas, había notado que la Torre del Mago requería más magia de la normal para que todo siguiese funcionando en perfecto orden. Habían aparecido una serie de pequeñas averías: la escalera se había detenido un día sin ningún motivo, y el suelo había empezado a mostrar un batiburrillo de mensajes. Durante la semana anterior, los magos tuvieron que fumigar una grave plaga de arañas oscuras, y el mismo día Marcia tuvo que cambiar la contraseña de las puertas en dos ocasiones. Cada uno de esos incidentes aislado no le habría preocupado lo más mínimo, estas cosas pasan de vez en cuando, pero el efecto acumulativo era lo que la ponía nerviosa. Y por ese motivo Marcia le estaba diciendo ahora a su aprendiz: «Sé que es tu elección, Septimus, pero preferiría que no empezaras tu semana oscura ahora mismo».
Marcia estaba sentada precariamente en una punta del sofá.
Y se sentaba en una esquinita porque el sofá ya estaba ocupado por un hombre esbelto, de barba puntiaguda, que se acurrucaba como un gato y dormía profundamente. Los dedos largos y elegantes del hombre descansaban con delicadeza sobre la tapicería de terciopelo púrpura del sofá de Marcia, un color que contrastaba vivamente con su traje amarillo y su alto sombrero, que era como si se hubiera encasquetado un cucurucho de donuts apilados de mayor a menor en la cabeza. Esta extraña figura durmiente era Jorge Nido —el genio de Septimus— que había entrado en hibernación. Llevaba ya unas cuatro semanas dormido, desde que el tiempo había empezado a volverse ventoso. Su respiración era lenta y regular, salvo por algún fuerte ronquido que se le escapaba de vez en cuando.
Marcia no recibía de buen agrado el hecho de tener que compartir su sofá, pero lo prefería a la alternativa de que Jorge Nido estuviera despierto. Haciendo caso omiso del repentino ronquido del genio, abrió el Almanaque del aprendiz —un libro grande y antiguo encuadernado en lo que en otro tiempo había sido piel verde y brillante— que sostenía en equilibrio en una de sus rodillas. Giró despacio las páginas de pergamino, hasta que encontró lo que estaba buscando. Miró con sus pequeños anteojos dorados el apretado texto.
—Felizmente te convertirás en aprendiz en un momento que te brinda las mayores oportunidades de hacerlo. En realidad, tienes más de siete semanas después de la fiesta del solsticio de invierno en la que emprenderás tu semana oscura. No es eso cierto, ¿Marcellus? —Marcia miró por encima de sus anteojos a un hombre que estaba sentado frente a Septimus en una silla recta, y que además osaba discrepar.
Era la segunda vez en su vida que Marcia invitaba a Marcellus Pye a sus estancias en la Torre del Mago, y lo había he cho porque deseaba honrar una vieja tradición. En el pasado, se consultaba al alquimista del Castillo, algo que Marcellus había sido en su día, sobre el momento en que el aprendiz extraordinario debía celebrar su semana oscura. El tiempo en que un aprendiz se quedaba solo en el reino de la oscuridad era un momento importante, y los alquimistas eran famosos por tener una conexión mucho más cercana con todas las cosas de la oscuridad, por no hablar de su obsesión por encontrar el momento propicio.
La tradición de consultar al alquimista del Castillo se había perdido, como era natural, con la desaparición de la alquimia en el Castillo, pero ahora, por primera vez en muchos centenares de años, había, con Marcellus Pye, un verdadero alquimista disponible una vez más. Después de darle muchas vueltas, Marcia había decidido incluir a Marcellus en el debate. Ahora se estaba lamentando de su decisión, algo le decía que Marcellus iba a resultar incómodo.
Marcellus Pye destellaba de modo espectacular a la luz del fuego. Estaba vestido con una larga capa negra de terciopelo ribeteada de piel, que lucía una extravagante colección de centelleantes cierres de oro. Sin embargo, el elemento más inusitado en él eran los zapatos. Unos largos y puntiagudos zapatos de suave piel de color rojo que se aguzaban en unas finas tiras de piel de un metro, rematadas en unas cintas negras que se ataban justo debajo de las rodillas para que no tropezara (demasiado a menudo) con ellas. Si el espectador conseguía dejar de mirar sus zapatos durante un momento, también advertiría que, debajo de su cabello oscuro peinado demasiado bajo sobre la frente, lo cual le daba un aspecto anticuado, llevaba unos pequeños anteojos de oro. Asimismo, sostenía un libro sobre las rodillas, aunque era más pequeño que el volumen de Marcia. Su libro, escrito por él mismo, se llamaba Yo, Marcellus. Marcellus Pye estaba consultando con detenimiento la última sección, titulada «El almanaque», antes de responder a la pregunta de Marcia.
—Ello podría ser cierto según el calendario del aprendiz —dijo—, pero…
—Pero ¿qué? —interrumpió Marcia visiblemente irritada.
—¡Zzzzzzzzz, jrrrrrr!
—¡Dios me asista, ¿qué es ese ruido?
—Es Jorge Nido, señor Pye. Ya se lo he dicho antes: ronca. Me gustaría que me escuchara cuando hablo.
—¿Jorge Nido?
—Ya se lo he contado: el genio de Septimus. Ignórelo, como hago yo.
—¡Ah, sí! Bueno, bueno. Como iba diciendo antes de que me interrumpieran, según mi propio almanaque, que aporta detalles considerablemente más precisos, y que mi aprendiz me ayudó a…
—Ex aprendiz —dijo Marcia malhumorada.
—Yo nunca he revocado su contrato de aprendizaje, Marcia —rebatió Marcellus, con el mismo malhumor—. Lo considero aún mi aprendiz.
El objeto de la discusión se sintió incómodo y abochornado.
—Ese contrato no significa nada —le espetó Marcia, negándose a cambiar de tema—. Septimus no era libre para convertirse en su aprendiz, él ya era mi aprendiz.
—Me parece que si lo piensa un poco descubrirá que Septimus era mi aprendiz antes de ser el suyo. Unos quinientos años antes, de hecho — Marcellus dejó caer la frase con una sonrisita que a Marcia le pareció fastidiosa en extremo.
—En lo que a Septimus respecta —replicó Marcia—, su aprendizaje empezó más tarde. Y Septimus es el único que importa. De hecho, él es el motivo por el cual estamos aquí ahora mismo: porque estamos preocupados por su seguridad, ¿no es así, señor Pye?
—Eso no hay ni que decirlo —dijo Marcellus Pye muy tieso.
—Así que déjeme que le repita lo que he dicho antes, solo por si también se le hubiera pasado por alto. Septimus tiene una ventana de siete semanas en las que comenzará su semana oscura. Me preocupa que si él se va esta noche, con la luna negra, como usted ha sugerido…
—Y como él desea —interrumpió Marcellus.
—Él lo desea porque usted se lo has sugerido, señor Pye… no crea que no lo sé. Si Septimus se embarca esta noche en su semana oscura, correrá más peligro que en cualquier otra noche. Sería mucho mejor que esperase hasta la luna llena, que es dentro de dos semanas, cuando será menos arriesgado para él y también para… —la voz de Marcia se fue apagando.
Marcia estaba nerviosa porque temía que Septimus entrase en la oscuridad en un momento tan potente que desequilibrara aún más la magia de la torre, pero no tenía ningunas ganas de comunicarle a Marcellus Pye sus preocupaciones, no era de su incumbencia.
—¿Menos arriesgado para él y para quién más? —preguntó Marcellus con suspicacia. Sabía que Marcia le estaba ocultando algo.
—De nadie de quien tenga que preocuparse, Marcellus —respondió Marcia.
Marcellus estaba molesto. Cerró de un golpetazo su libro y se puso de pie. Hizo una ligera y anticuada reverencia.
—Maga extraordinaria. Como desee, ya le he dado mi opinión. Lamento que no haya sido de su agrado, pero repito: la luna negra es el momento más efectivo para que Septimus se embarque en su semana oscura. Es el momento más efectivo para que él vaya y, según tengo entendido, «efectivo» es lo que Septimus desea ser. Va a cumplir catorce años ahora… hoy, creo. —Marcellus sonrió a Septimus—, Con catorce años se considera lo bastante mayor para tomar decisiones importantes, Marcia. Creo que debería respetar eso. No tengo nada más que añadir, le deseo que pase un buen día.
Marcellus volvió a hacer una reverencia, esta vez más pronunciada, y se encaminó hacia la gran puerta púrpura.
Septimus se puso en pie de un salto.
—Le acompañaré por la escalera —dijo.
Marcellus había tenido problemas con la escalera, y había llegado a las dependencias de Marcia mareado y despeinado.
Mientras Septimus escoltaba a Marcellus Pye por el descansillo, su antiguo tutor volvió la vista a su espalda para comprobar que Marcia no había enviado algún tipo de criatura fisgona tras sus pasos.
—Septimus —dijo Marcellus después de mirar a su espalda y comprobar que estaban solos—, espero que des por hecho que nunca te habría aconsejado que entrases en la oscuridad en este momento si no tuviera algo para ti que estoy del todo convencido de que te protegerá por completo. —Marcellus clavó sus ojos marrones en su aprendiz (o no, eso dependerá de en qué lado estéis)—. Me preocupo por ti, tanto como pueda hacerlo la señora Marcia Overstrand.
Septimus se sonrojó un poco y asintió.
Marcellus Pye prosiguió.
—No se lo he mencionado a Marcia porque creo que incluso ahora hay cosas que deben mantenerse en secreto en el seno de la comunidad de magos. ¡Son unos cotillas de cuidado! Pero para ti, como mi aprendiz alquímico que eres, la cosa es bien distinta. Ven a verme esta tarde; hay algo que quiero regalarte.
Septimus asintió.
—Gracias, Marcellus. Te veré más tarde.
Septimus ayudó a Marcellus a bajar la escalera e hizo que descendieran en la «modalidad delicada», que normalmente se usaba para los magos ancianos y los padres que estaban de visita. Observó cómo Marcellus Pye, que lucía un aspecto aparentemente joven, desaparecía de la vista. Sonrió: en los pequeños detalles, Marcellus delataba su verdadera edad.
Septimus regresó a su lugar junto al fuego. El y Marcia se quedaron sentados en silencio durante un rato.
—No quiero perder a mi aprendiz —dijo Marcia rompiendo el silencio—. Y no solo eso, Septimus, no quiero perderte a ti.
—No me perderás, te lo prometo —respondió Septimus.
—No hagas promesas que no estés seguro que puedes cumplir —le recomendó Marcia.
El silencio pesaba en el aire.
—Zzzzzzzzz…
—¡Oh, por el amor de Dios! —murmuró Marcia, dirigiendo una furiosa mirada al genio—. Septimus, no he querido hablar de esto delante del señor Pye, pero me preocupan los recientes problemas técnicos que hemos tenido en la Torre. Entrar en la oscuridad es un camino de dos direcciones. También puede abrir canales para que la oscuridad entre aquí.
—Lo sé —dijo Septimus—, He estado practicando barreras toda la semana pasada.
—Sí, ya sé que has estado practicando, pero aun así es arriesgado, y sobre todo con la luna negra. Te pido que reconsideres tu decisión y, en lugar de ir ahora, partas con la luna llena.
—Pero Marcellus dice que en este momento es cuando tengo más posibilidades de traer de vuelta a Alther —respondió Septimus—, Es probable que sea la única oportunidad de recuperarlo.
—¡Marcellus! ¿Y él qué sabe? —saltó Marcia. Y entonces, aun sabiendo que no estaba jugando limpio, añadió—: Alther habría estado de acuerdo conmigo.
—¿Cómo sabes lo que pensaría Alther? —replicó Septimus—. Ni siquiera sabes si todavía puede pensar.
—¡Ay, Septimus, no hagas eso! —protestó Marcia—. No sabes las veces que he deseado haber detenido el destierro a tiempo. No pasa un día en que ese horrible instante no regrese a mi memoria. Y luego, cuando tuve que contárselo a Alice… —Marcia sacudió la cabeza, incapaz de proseguir.
Se hizo un momento de silencio.
—¿Marcia?
—¿Sí?
—¿Recuerdas que siempre estás diciendo que tenemos que ser sinceros el uno con el otro?
—Claro…
—Zzzzzz…
—Quiero preguntarte algo y quiero que seas sincera conmigo.
—Puedes contar con ello, Septimus. —Marcia parecía ofendida.
—Si tú fueras yo y tuvieras esta única oportunidad de traer a Alther de vuelta, a pesar de todos los riesgos que pudieran presentarse, ¿la aprovecharías?
—Pero yo no tengo esa oportunidad. Yo ya he estado en la oscuridad, y por tanto me conocen. No hay modo de que pueda entrar en las antesalas de la oscuridad.
Septimus se puso en pie y se acercó al fuego. Notaba que necesitaba la ventaja de cierta altura extra.
—No has respondido a mi pregunta, Marcia —dijo mirando a Marcia desde arriba.
—No, supongo que no he respondido —contestó Marcia con voz afable.
—Así que si tú fueras yo y tuvieras esta única oportunidad para traer a Alther, ¿la aprovecharías?
La pregunta fue seguida de un silencio que ni siquiera los ronquidos de Jorge Nido se atrevieron a romper. Por fin, Marcia respondió.
—Sí —dijo en voz baja—. Sí, creo que la aprovecharía.
—Gracias —dijo Septimus—, entonces partiré hoy mismo, a medianoche.
—Muy bien —exclamó Marcia con un suspiro—. Empezaré a preparar las cosas.
Se puso en pie, cogió el Almanaque del aprendiz y salió de su estudio. Regresó al cabo de pocos minutos con una gran llave de hierro enlazada en un cordel negro.
—Será mejor que la cojas ahora, antes de que cambie de opinión —le dijo a Septimus—. Es la llave de la Mazmorra Número Uno.
Septimus metió la llave en su bolsillo seguro y lo abotonó. La notaba pesada y rara, era un peso que preferiría no llevar. «Cuando ya no la necesite, me alegraré de ello», pensó.
—No me pasará nada —la tranquilizó Septimus, con la esperanza de que Marcia se sintiese mejor—. Llevaré algo que me protegerá.
Marcia parecía muy molesta.
—Si ese Marcellus Pye te ha prometido algún tipo de baratija mantente a salvo alquímica, y te lo ha prometido, seguro que sí, no te atrevas a creer que va a servirte de algo, porque no te servirá de nada.T-o único que hará será inducirte a una falsa sensación de seguridad. Esas cosas de la alquimia no son más que trucos de ilusionismo, Septimus, mucha palabrería y pocas nueces. Nada de eso funciona realmente, es una auténtica basura.
—Pero Marcia, estoy seguro de que Marcellus…
—¡Marcellus! ¡Olvídate de Marcellus! Septimus, debes confiar solo en ti mismo y en tus propios poderes mágicos. —Marcia miró su reloj y suspiró—. Ya es mediodía. Como si no tuviera bastante con todo, ahora tengo que aguantar a un alquimista entrometido, en cualquier momento tendré a una princesa entrometida llamando a mi puerta declamando fragmentos de ese horrible libro rojo con su minúscula letra, que es la pesadilla de cualquier mago extraordinario. Ahora mismo estaría mejor si no se celebrasen los decimocuartos cumpleaños.
Y tras decir aquello, Marcia salió como una furia de su estudio.
Septimus se quedó sentado un rato, mirando el fuego y disfrutando del silencio, aparte de algún ronquido ocasional. Pensó en lo que Marcia acababa de decirle. En lo más hondo de su ser, sabía que estaba equivocada sobre Marcellus, no toda la alquimia era una tontería, él lo había podido comprobar en persona, pero sabía que Marcia nunca estaría de acuerdo con él. La preparación para la semana oscura era horrible, pensó Septimus. De algún modo, sembraba la discordia entre tú y todos los que te querían. Deseaba de veras la aprobación de Marcia para lo que estaba a punto de emprender, pero era él quien iba a entrar en la oscuridad, no Marcia. Debía hacerlo a su manera, no a la de ella.
—Zzzzzzzzzzzz…
Septimus se puso de pie. Era hora de marcharse a ver a Marcellus.