Fugitivos
Mientras Septimus estaba sentado leyendo su carta, a la mensajera que se la había entregado se le estaban quedando los pies helados. Ni siquiera los dos pares de gruesas medias de lana a rayas que Lucy Gringe solía llevar en invierno la protegían del frío matinal mientras se refugiaba en las sombras de la garita del guarda de la puerta norte, intentando hacer acopio del suficiente valor para presentarse ante su madre.
Lucy había llegado muy temprano a la caseta del guarda. Quería hablar primero con su padre, antes de que su madre se aventurase a salir afuera con su cacao de primera hora de la mañana. A pesar del aspecto hosco de su padre, Lucy sabía que Gringe estaría encantado de verla. «En realidad, papá es un viejo sentimental —le había dicho a Simón antes de partir—. Es mamá la que es difícil.»
Pero el plan de Lucy se había torcido. Lo había frustrado la inesperada aparición de un precario cobertizo adosado a la casa, en uno de los lados de la garita del guarda, junto a la carretera que conducía al puente. Un cartel en el refugio anunciaba: CAFÉ LA GRINGE, y era de allí de donde salía el (por desgracia) inolvidable olor del guiso de su madre. Iba acompañado por el inequívoco sonido que su madre hacía al cocinar: un chacoloteo de tapas de ollas, maldiciones a media voz, y trompazos y topetazos malhumorados.
Lucy se quedó de pie al amparo de las sombras sin saber qué hacer. Por fin, el fétido olor del guiso la empujó a tomar una decisión. Esperó a que su madre se enfrascara en la supervisión de una de las hondas cazuelas del estofado y entonces, con la cabeza muy alta, Lucy desfiló por el CAFÉ LA GRINGE. Funcionó. La señora Gringe, que se preguntaba si alguien notaría el sabor del ratón que se había caído por la noche en la olla y se había ahogado, no levantó la mirada.
Gringe, un hombre corpulento de cabello muy corto, vestido con un grasiento jubón de cuero, se sentaba en la portería de la caseta del guarda. Se protegía del viento helado que se levantaba del Foso y, lo que era más importante, se mantenía alejado del tufillo del estofado. Era un día tranquilo. En el Castillo todo el mundo estaba en el último día de la feria de los mercaderes —que ese año se había prolongado más de lo habitual— o bien ocupado en los preparativos de las fiestas de la No che más Larga, en la que relumbraba la luz de una vela en todas las ventanas del Castillo. Y así, aparte de cobrar el dinero por el peaje de unos pocos adormilados mercaderes del norte a primera hora de la mañana, Gringe no tenía nada mejor que hacer que sacar brillo a las pocas monedas que había recogido, un trabajo del que había relevado a la señora Gringe, ahora que ella estaba obsesionada con sus guisos, lo que daba lugar a frecuentes quejas por parte de él.
Cuando Gringe levantó la mirada hacia la recién llegada, pensando que estaba a punto de aumentar su parca colección de monedas, al principio no reconoció a su hija. La joven de ojos marrones y sonrisa nerviosa parecía demasiado crecidita para ser su pequeña Lucy, que, durante su ausencia, el cariñoso recuerdo de Gringe había rejuvenecido aún más. Cuando la joven dijo «¡Papá!» de manera un poco lacrimógena, Gringe miró fijamente a Lucy sin comprender nada, hasta que su helado y aletargado cerebro por fin la reconoció. Y entonces se puso en pie de un salto, la envolvió en un enorme abrazo, la levantó del suelo y gritó: «¡Lucy, Lucy, Lucy!».
Una oleada de alivio asaltó a Lucy: todo saldría bien.
Una hora más tarde, sentada con sus padres en la habitación de arriba de la caseta del guarda (mientras el chico del puente cuidaba el puente, y el guiso se cuidaba solo), Lucy se había visto obligada a rectificar su primera impresión: tal vez todo saliera bien, si se andaba con mucho tiento y no hacía enfadar demasiado a su madre.
La señora Gringe estaba en plena perorata, repasando por enésima vez la larga lista de transgresiones de Lucy.
—Escaparse con ese horrible muchacho Heap, sin preocuparte por mí ni por tu padre, dos años enteros sin ni siquiera dar señales de vida…
—Os escribí —protestó Lucy—, pero no me respondisteis.
—¿Crees que tengo tiempo para andar escribiendo cartas? —preguntó la señora Gringe, sintiéndose insultada.
—Pero, mamá…
—Tengo una garita del guarda que llevar y un estofado que cocinar, yo sola.
La señora Gringe miró de forma harto elocuente a Lucy y a Gringe, que, para su incomodidad, ahora parecía formar parte de las malas acciones de Lucy. Gringe se apresuró a intervenir.
—Vamos, vamos, querida. Lucy es ahora una mujer. Tiene cosas mejores que hacer que vivir con sus viejos padres…
—¿Viejos? —saltó su esposa, indignada.
—Bueno, no quería decir…
—No me extraña que parezca vieja, con toda esa preocupación. Desde que tenía catorce años anda detrás de ese dichoso Heap. Viéndolo a hurtadillas, incluso tratando de casarse, por el amor de dios, y metiéndonos en unos líos horribles con los Custodios. Y después de todo eso, la volvemos a aceptar por la bondad de nuestros corazones y, ¿qué hace ella? ¡Vuelve a escaparse! Sin dar señales de vida, ni una palabra… —la señora Gringe sacó un pañuelo lleno de manchas de estofado y empezó a sonarse ruidosamente la nariz.
Lucy no esperaba que las cosas se pusieran tan feas. Miró a su padre.
«Di que lo sientes», dijo con los labios.
—Hummm..mamá —se aventuró Lucy. i —¿Qué? —respondió una voz amortiguada.
—Esto…, lo siento.
La señora Gringe levantó la mirada.
—¿De verdad? —parecía sorprendida.
—Sí, lo siento.
—¡Oh! —la señora Gringe se sonó ruidosamente la nariz.
—Veréis…, mamá, papá, la cuestión es que Simón y yo queremos casarnos.
—Creía que ya os habíais casado —su madre se sorbía la nariz de manera acusadora.
Lucy sacudió la cabeza.
—No. Después de que me escapara para ir en busca de Simón… y lo encontrara —Lucy se contuvo de añadir «¡hala, te fastidias!», como habría hecho no hacía tanto tiempo—, bueno, después de que lo encontrara me di cuenta de que quería que nos casáramos como es debido. Quiero casarme vestida de blanco…
—¿Vestida de blanco? ¡Ja! —dijo la señora Gringe.
—Sí, mamá, eso es lo que quiero, y quiero que tu y papá estéis allí. Y la madre y el padre de Simón también. Y quiero que os alegréis de ello.
—¡Alegrarnos! —exclamó la señora Gringe con amargura.
—Mamá… por favor, escucha. He vuelto para preguntaros si papá y tú vendréis a nuestra boda.
Su madre se sentó durante unos instantes para asimilarlo, mientras Lucy y Gringe la miraban ansiosos.
—¿En serio que nos estás invitando a tu boda? —preguntó.
—Sí, mamá.
Lucy sacó del bolsillo una tarjeta arrugada con una cinta blanca en los contornos y se la dio a la señora Gringe, que la miró de reojo de manera suspicaz. De pronto se puso en pie de un salto y se echó en los brazos de Lucy.
—¡Mi niña! —gritó—, ¡Te vas a casar! —Miró a Gringe—, Necesitaré un sombrero nuevo.
Justo en ese momento, se oyeron unas pisadas de botas en los escalones que daban a la habitación y entró el chico del puente.
—¿Cuánto cobras por un caballo? —quería saber.
Gringe parecía molesto.
—Ya sabes lo que cobro. Te he dejado la lista. Caballo y jinete un^ penique de plata. Ahora vete a cobrar el dinero antes de que dejen de esperar a un idiota como tú que hace preguntas estúpidas.
—Pero ¿y si es solo un caballo? —insistió el chico del puente.
—¿Qué?, ¿un caballo fugitivo?
El chico del puente asintió con la cabeza.
—Cóbrale al caballo lo que lleve en la cartera —dijo Gringe levantando los ojos al cielo—, o puedes quedarte con el caballo y cobrar al propietario cuando lo encuentre. ¿Qué te parece?
—Yo no sé —titubeó el chico del puente—. Por eso he venido a preguntar.
Gringe soltó un pesado suspiro.
—Será mejor que vaya a arreglar esto —dijo poniéndose de pie.
—Te echaré una mano, papá —dijo Lucy, que no quería quedarse sola con su madre.
Gringe sonrió.
—Esa es mi niña.
Gringe y Lucy encontraron un gran caballo negro atado a una argolla de la pared de la caseta del guarda. El caballo miró a Lucy y Lucy miró al caballo.
—¡Trueno! —exclamó Lucy.
—¡Qué va! —dijo Gringe, levantando la vista hacia las nubes—, A mí no me parece que vaya a llover.
—No, papá —dijo Lucy acariciando la crin del caballo —este caballo es Trueno, el caballo de Simón.
—¡Ah! Entones has venido en él hasta aquí.
—No, papá, yo no he venido a caballo. He venido en la barcaza del Puerto.
—Bueno, eso está bien. Estaba un poco preocupado. No lleva silla ni nada. No es seguro montar así.
Lucy parecía asombrada. Acarició el morro de Trueno y el caballo empujó la nariz contra su hombro.
—¡Hola, Trueno! ¿Qué estás haciendo aquí.
Trueno la miró. Había una honda expresión en los ojos del caballo que a Lucy le habría encantado comprender. Simón lo entendería, pensó. Él y Trueno siempre sabían lo que el otro estaba pensando. Simón y trueno… de repente Lucy lo comprendió.
—¡Simón! A Simón le ha pasado algo. ¡Trueno ha venido a decírmelo!
Gringe parecía preocupado. No quería más problemas, con la señora Gringe tenía bastante. Desde que Lucy había conocido al chico de los Heap siempre se torcía algo. Miró a su hija con expresión angustiada y, por enésima vez, deseó que hubiera conocido a un chico bueno y sencillo del Castillo todos esos años atrás.
—Lucy, cariño —dijo con ternura—. Tal vez ni siquiera sea Trueno. Hay un montón de caballos negros por aquí. E incluso aunque fuera él, bueno, eso no quiere decir que signifique algo malo. En realidad, es un golpe de suerte. El caballo se ha soltado, ha recorrido todo el trayecto a través de los Labrantíos y nadie lo ha birlado, lo cual es un milagro, y ha encontrado el camino hasta el Castillo y ahora te ha encontrado a ti. —Gringe deseaba con todas sus fuerzas que a Lucy le fuera todo bien. Sonrió para darle ánimos—. Mira, cariño. Le buscaremos una silla y todos esos aperos de caballo para que puedas montarlo y volver en él al Puerto. Siempre será mejor que esa apestosa y vieja barcaza.
Lucy sonrió de manera indecisa. Ella también quería que no hubiera ningún problema.
Lucy dejó a un reticente Trueno en el establo de la garita del guarda. Cuando se fue, después de darle heno tierno y agua y taparlo con una cálida manta de caballo, Trueno intentó seguirla. Lucy cerró rápidamente la mitad inferior de la puerta del establo. Trueno sacó la gran cabeza por la apertura superior de la puerta y le dirigió una mirada cargada de reproche.
—¡Oh, Trueno, dime que Simón está bien! Por favor —le susurró.
Pero Trueno no dijo nada.
Al cabo de pocos minutos, la señora Gringe bajó a comprobar cómo iba el estofado. Llegó justo a tiempo para ver a Lucy, con las cintas al vuelo, entrando a buen paso en el laberinto de casas que se extendía hasta los muros del Castillo. Convencida de que Lucy se volvía a escapar, la señora Gringe se acercó con pasos furioso a la olla de estofado más cercana para olería con enojo. Sin embargo, se alegró de ver que el ratón se había acoplado bien al poso marronáceo.
Lucy no se estaba escapando. Se dirigía hacia los escalones que subían hasta el sendero que iba hasta las murallas del Castillo y la llevarían a la torre de vigilancia de la puerta este; el cuartel general del servicio de ratimensajes, dirigido por Stanley, sus cuatro ratoncitos (ahora ya eran unos mocetones) y su hatajo de amigos y colgados.
Mientras Lucy caminaba a grandes zancadas a lo largo de las murallas, fue redactando un montón de mensajes para Simón. Cuando abrió, sin aliento, la puertecita de la torre de vigilancia de la puerta este y entró en la oficina de las ratas mensajeras, se decidió por algo corto y sencillo (y también barato): «Trueno aquí. ¿Estás bien? Envíame un mensaje de respuesta. Besos. Lu».
Media hora más tarde, Stanley tomó por los pelos la barcaza del Puerto de media mañana. No estaba seguro de si debía sentido halagado o molesto porque Lucy hubiera insistido en que no confiaba en ninguna rata más que en él para llevar el mensaje. Después de pasar media hora escondido en una cesta de pescado, intentando evitar al gato de la barcaza, Stanley decidió que, definitivamente, estaba de lo más molesto. Iba a realizar todo el trayecto hasta el Puerto solo para entregar un boletín del tiempo. Además, acababa de darse cuenta de que el destinatario del mensaje era Simón Heap, uno de los integrantes de esa familia de magos, los Heap. Y Stanley pensaba igual que la señora Gringe en lo que respectaba a ese tema: los magos Heap siempre significan malas noticias.