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Aprendices

La mañana de su decimocuarto cumpleaños, Septimus se levantó antes del alba. Limpió y ordenó con rapidez la biblioteca de la pirámide, cosa que hacía cada día, incluso el de su cumpleaños. Encontró un regalo sin envolver de Marcia oculto bajo una pila de libros que esperaban ser ordenados. Era un pequeño pero muy hermoso cristal ampliador de oro y plata.

Llevaba una etiqueta púrpura atada a su mango de marfil que decía: «Para Septimus. Feliz decimocuarto cumpleaños mágico. Con amor, de Marcia»

Septimus se metió la lupa en el bolsillo con una amplia sonrisa. No era frecuente que Marcia firmase su nombre «con amor».

Pocos minutos más tarde, la pesada puerta púrpura que guardaba la entrada a las estancias de la maga extraordinaria se abrió, y Septimus se encaminó hacia la espiral de escalones de plata que se encontraban al fondo del descansillo; iba a realizar la visita que hacía a diario desde que había regresado de las islas de Sirena. Ponderando que no hubiera ningún mago despierto tan temprano, puso la escalera en modo de emergencia y bajó zumbando hasta el piso decimoséptimo. Algo mareado pero entusiasmado —no había nada como una bajadita de emergencia para despertarse—, Septimus se apeó de la escalera y caminó un poco tambaleante por un pasillo tenuemente iluminado hacia una puerta que ponía NFERMERÍA (la E se había evaporado recientemente durante un hechizo de un aprendiz ordinario que había salido mal).

La puerta de la enfermería se abrió en silencio, y Septimus entró en una habitación circular con una iluminación mortecina y diez camas dispuestas alrededor de la pared como los números de un reloj. Solo dos de las camas estaban ocupadas, una por un mago que se había caído de la escalera de la Torre del Mago y se había roto el dedo gordo, y la otra por un mago anciano que se había sentido «un poco alegre» el día anterior. Dos de los espacios de la esfera del reloj estaban ocupados por puertas, una de ellas era la que Septimus acababa de usar para entrar, a las siete del reloj y que se alejaba de la enfermería. En el centro había una mesa circular, en el medio de la cual se sentaba el mago que estaba de guardia por la noche y la nueva aprendiza de la enfermería, Rose. Rose, con su largo cabello castaño recogido detrás de las orejas, estaba ocupada, como siempre, escribiendo su libro de proyecto y diseñando nuevos amuletos.

Septimus se acercó. Rose y el mago le dirigieron una sonrisa amistosa. Lo conocían bien, pues los visitaba a diario, aunque normalmente no tan pronto.

—Sin novedad —suspiró Rose.

Septimus asintió. Hacía mucho tiempo que se había despedido de oír otra cosa.

Rose se levantó de la silla. Su trabajo era acompañar a las visitas hasta la cámara de desencantamiento. Septimus la siguió por la estrecha puerta abierta en la pared a las siete en punto. Su superficie tenía una cualidad cambiante, típica del efecto que producía la fuerte magia de la Torre del Mago. Rose puso la mano en su superficie y rápidamente se retiró, dejando una huella púrpura flotando en el aire. La puerta se abrió, y entonces Septimus y ella entraron en la antecámara. La puerta se cerró tras ellos y Rose repitió el proceso con otra puerta que tenía delante. También se abrió, y esta vez solo Septimus la cruzó. Entró en una pequeña sala pentagonal teñida de una profunda luz azul.

—Ahora te dejo —susurró Rose—, Llámame si necesitas algo o… bueno, si hay algún cambio.

Septimus asintió con un gesto.

En la cámara reinaba un embriagador olor a magia, pues en el interior se permitía vagar libremente a una leve fuerza desencantadora. La fuerza daba vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj, y Septimus podía notar su calidez sobre la piel, le hacía cosquillas como la sal que se te seca en la piel después de nadar en el mar. Se quedó quieto y respiró hondo unas pocas veces a fin de recuperar el equilibrio. Para cualquiera que tuviera algo de magia, cuando uno se acerca el desencantamiento es muy peculiar, y las primeras veces que había entrado en la cámara Septimus se había mareado como una sopa. Ahora que estaba acostumbrado solo le temblaban algo las piernas durante unos instantes. Sin embargo, a lo que jamás se había acostumbrado del todo era a la fantasmagórica visión de la crisálida de desencantamiento —una delicada hamaca hecha de la más suave lana de oveja sin tejer— que parecía flotar en el aire, aunque en realidad estaba suspendida por unas cintas del Bosque, inventadas hacía muchísimo tiempo por un mago extraordinario.

Sintiéndose como si estuviera caminando bajo el agua, Septimus se acercó despacio a la crisálida y se abrió paso a través de remolinos de desencantamiento. Envuelta en la lana, yacía una figura tan insustancial que a veces Septimus temía que desapareciera en cualquier instante. Pero hasta el momento, Syrah Syara, la ocupante de la crisálida, se había resistido a desaparecer, aunque se sabía que era un riesgo del desencantamiento, y cuanto más durase el proceso mayor era el riesgo que corría.

Septimus miró la cara azulada de Syrah, que reflejaba la luz de la cámara y parecía casi transparente. Habían trenzado pulcramente su cabello castaño, lo que le daba un remilgado aspecto de muñeca, muy distinto al del salvaje y despeinado por el viento de la Syrah que había conocido en la isla de Sirena.

—Hola, Syrah —dijo en voz baja—. Soy yo, Septimus.

Syrah no reaccionó, pero Septimus sabía que eso no significaba forzosamente que no le oyera. Mucha gente que ha salido con éxito del desencantamiento era capaz de contar las conversaciones que habían tenido lugar en la cámara.

—Hoy he venido muy pronto —prosiguió Septimus—, El sol aún no ha salido. Quería decirte que no podré venir a verte durante los próximos días.

Se quedó en silencio un instante para ver si sus palabras surtían algún efecto. No produjeron ninguna reacción, y Septimus se sintió un poco contrariado: tenía la esperanza de que un destello de desilusión cruzara por el rostro de Syrah.

—Se acerca mi semana oscura —dijo Septimus—. Y… hum… quería contarte lo que voy a hacer, porque tú ya lo has hecho y sabes lo asustado que uno se siente antes de partir… y no puedo contárselo a nadie más. Me refiero a que no puedo contárselo a nadie que no haya completado el aprendizaje con un mago extraordinario. Y eso significa que puedo contárselo a muy poca gente; bueno, de hecho solo a Marcia y a ti. Claro que podría habérselo contado a Alther, antes de que… bueno, ya sabes lo que ha pasado. Ya sé que era un fantasma y hay montones de magos extraordinarios y de aprendices fantasmas por aquí, pero Alther es, quiero decir, «era», diferente. Parecía real, era como si aún estuviera vivo. ¡Ay, Syrah, echo de menos a Alther! De verdad. Y… eso es lo que quería contarte: estoy decidido a traer a Alther de vuelta. Sí, voy a ir a buscarlo. Marcia no quiere que vaya, pero lo he decidido y ella no puede impedírmelo. Todos los aprendices tienen derecho a decidir lo que quieren hacer en su semana oscura, y yo ya he escogido. Voy a bajar a las antesalas de la oscuridad.

Septimus guardó silencio. Se preguntaba si no le habría contado a Syrah demasiado. Si en realidad podía oírlo y comprender cada una de las palabras que le había dicho, el resultado sería que ahora la dejaría sola, para que se preocupara por él, sin que ella pudiera hacer nada. «No seas tonto», se dijo Septimus. El hecho de que él se preocupara por lo que le había pasado a Syrah no quería decir que ella se preocupara de la misma manera por él. «En realidad —se dijo a sí mismo—, si ella fuera consciente de las visitas que le hago, lo más seguro es que se sintiese aliviada ante la perspectiva de tomarse un respiro y no verme durante una temporadita». Sonrió arrepentido. Algo que Jenna le había dicho más de una vez en los últimos tiempos regresaba con fuerza a sus pensamientos: «No todo gira a tu alrededor, Sep».

Acabó la visita con una incómoda sensación.

—Esto… bueno… adiós, entonces. Estaré bien, hum, espero que tú también lo estés. Te veré cuando vuelva.

A Septimus le habría gustado darle a Syrah un rápido beso de despedida, pero eso no era posible. Una persona en el proceso de desencantamiento no debe tener contacto con nada terrenal. Por eso las cintas del Bosque que mantenían a Syrah suspendida eran tan importantes, rompían mediante la magia la conexión con la tierra y permitían que funcionase el desencantamiento. .. Al menos la mayoría de las veces.

Septimus salió de la cámara de desencantamiento, cruzó la antecámara y entró de nuevo en la enfermería. Rose le saludó amablemente con la mano, él le devolvió un rápido saludo y, sintiéndose aún algo azorado, salió de la enfermería y caminó por el pasillo diciéndose a sí mismo: «No todo gira a tu alrededor, so bobo».

Sin embargo, ese día en la Torre del Mago le pareció que, bobo o no, todo giraba a su alrededor. El decimocuarto cumpleaños era un cumpleaños especial para un aprendiz —pues era el doble del número mágico siete— y, como era natural, toda la población de la Torre del Mago quería desearle a Septimus un feliz cumpleaños, sobre todo en aquella ocasión, ya que no había ningún banquete de cumpleaños en perspectiva hasta la noche. La decisión de Sarah Heap de llevar a Septimus al Palacio esa noche no había sentado muy bien en la Torre del Mago.

Fuera como fuese, mientras Septimus hacía sus recados matutinos, como entregar amuletos a varios magos que los habían solicitado, encontrar unas gafas que alguien había perdido y ayudar con un complicado hechizo en el cuarto piso, detectó un tono melancólico en todos los que le deseaban feliz cumpleaños. La Torre del Mago era famosa por sus cotilleos, y parecía que todos los magos sabían que Septimus estaba a punto de embarcarse en su semana oscura; la semana que separa el hecho de ser un aprendiz ordinario de ser un aprendiz extraordinario. Y eso a pesar de que el calendario de la semana oscura era secreto.

Y así, a los deseos de «feliz cumpleaños» se sumaban ardientes deseos de «y que cumplas muchos más, aprendiz». Mientras realizaba sus rutinas, a Septimus le ofrecieron un variado surtido de regalos, todos sin envolver, pues era tradición entre magos con el fin de evitar la colocación de objetos, un antiguo truco oscuro que una vez había causado a Marcia cierto problemilla. Un par de calcetines púrpura de la suerte, tejidos a mano, una bolsa de chuches de plátano autorenovables y tres cepillos mágicos para el pelo se encontraban entre aquellos que aceptó, pero la inmensa mayoría eran amuletos de mantente a salvo, los cuales rechazó educadamente y sin excepción.

Cuando Septimus tomaba ya la escalera para bajar hasta el vestíbulo de la Torre del Mago en su último recado, se sintió turbado por la tristeza que ocultaban algunos deseos de cumpleaños. Era extraño, pensó; parecía como si alguien cercano a él hubiera muerto o —se le ocurrió mientras bajaba de la escalera— como si él mismo estuviera a punto de morir. Septimus caminó despacio por el blando suelo mágico, leyendo los mensajes que le deseaban no solo un MUY FELIZ DECIMOCUARTO CUMPLEAÑOS, APRENDIZ, SINO TAMBIÉN, NO CORRAS RIESGOS, APRENDIZ. Suspiró: incluso el suelo estaba en ello.

Septimus llamó a la puerta de la sala del mago de guardia, que estaba metida al lado de las enormes puertas plateadas que salían de la Torre/del Mago. Hildegarde Pigeon, una mujer joven con una prístina túnica de submaga ordinaria, abrió la puerta. Septimus sonrió; le gustaba Hildegarde.

—¡Feliz cumpleaños! —le deseó la joven.

—Gracias.

—Es un gran día, el decimocuarto. Y también es el cumpleaños de la princesa Jenna.

—Sí. —Septimus se sintió muy culpable. Había olvidado hacerle un regalo.

—Parece ser que la veremos más tarde. A eso del mediodía, según ha dicho madame Overstrand. Pero no parecía muy satisfecha.

—Marcia no está satisfecha con nada en este momento —dijo Septimus, preguntándose por qué Jenna no le había contado nada sobre su visita a la Torre del Mago.

Hildegarde notó que algo no iba bien.

—¿Lo… estás pasando bien?

—Bueno, sí, supongo. Acabo de estar en la cámara de desencantamiento. Apuesto a que te alegras de ya no estar ahí.

Hildegarde sonrió.

—Tienes mucha razón, pero lo conseguí. Y también lo hará Syrah, no te preocupes.

—Eso espero —dijo Septimus—. He venido a por mis botas —¡Ah, sí! Espera un momento. —Hildegarde desapareció en la minúscula habitación y salió llevando una caja que tenía escrito en letras doradas: «Terry Tarsal, en horas convenidas». Terry acababa de actualizar su imagen.

Septimus levantó la tapa y miró en el interior. Parecía aliviado.

—¡Bien, ha reparado los viejos! Marcia me amenazaba con pedirle que me hiciera un par nuevo de color verde con lazos color púrpura.

—¡Santo cielo! —sonrió Hildegarde—. No molarían.

—No, está claro que no.

—También hay una carta para ti —Hildegarde le ofreció un sobre arrugado y algo mojado.

Septimus lo miró. No reconocía la letra, pero le parecía extrañamente familiar. Y de pronto, se percató del motivo; era una mezcla de su propia caligrafía y la de su padre.

—Septimus… —Hildegarde interrumpió sus pensamientos. —¿Sí?

—Sé que no debería decir esto, pues es confidencial y todo eso, pero… bueno… solo quería desearte buena suerte. Y quiero que sepas que pensaré en ti.

—¡Ah, gracias! Gracias, Hildegarde. Eres muy amable.

Hildegarde se sonrojó un poco y desapareció otra vez en el interior de la sala del mago de guardia.

Septimus se puso la caja de zapatos bajo el brazo y se dirigió hacia la escalera de caracol plateada, con la carta en la mano. Solo cuando volvió a estar en su habitación en el vigésimo primer piso de la Torre del Mago con la puerta bien cerrada, abrió el sobre y leyó:

Querido Septimus:

Espero que tengas un feliz decimocuarto cumpleaños.

Supongo que estarás sorprendido de recibir una carta mía, pero deseo disculparme por lo que te hice. No tengo ninguna excusa, salvo decirte que no creo que estuviera en mi sano juicio en aquel tiempo. Creo que mi contacto con la oscuridad me hizo enloquecer. Pero asumo la responsabilidad. La noche de tu fiesta del aprendiz, busqué la oscuridad a propósito y eso es culpa mía y solo mía.

Espero que/un día me perdones.

Soy consciente de que has entrado de pleno en tu aprendizaje y tendrás mucho conocimiento, pero aun así espero que no te importe que tu hermano mayor te dé algún consejo: cuidado con la oscuridad.

Con mis mejores deseos, Simón (Heap)

Septimus se sentó en la cama y soltó un silbido grave. Se le pusieron los pelos de punta. Hasta Simón parecía saber lo de su semana oscura.