Víspera de cumpleaños
Pero Lucy no fue a la garita del guardia de la Puerta Norte esa noche; Sarah Heap no se lo permitió.
—Lucy, estás empapada y exhausta —dijo Sarah—, No voy a dejarte vagar por las calles de noche en este estado; pillarás un resfriado de muerte. Necesitas dormir bien en una buena cama, y además, quiero oírlo todo sobre Simón. Ahora vamos a buscarte algo de cena…
Lucy cedió agradecida. Se sintió tan aliviada por la bienvenida que Sarah le deparó, que de repente tenía ganas de llorar. Confortada, permitió que la llevaran por el Largo Paseo con Snorri y Alfrún, y se sentó junto a la chimenea en el pequeño cuarto de estar de Sarah Heap, en la parte de atrás de Palacio.
Esa noche, mientras ráfagas de nieve soplaban desde el Puerto, el cuarto de estar de Sarah Heap era el lugar más caliente de Palacio. Apilados en la mesa estaban los restos de la cena que había consistido en el famoso estofado de salchichas con judías de Sarah y ahora todos se congregaban alrededor del fuego chisporroteante y bebían una infusión. Apiñados con Lucy y Sarah estaban Jenna, Septimus y Nicko Heap, junto con Snorri y Alfrún Snorrelssen. Snorri y Alfrún se sentaban muy juntas y hablaban bajito, mientras Alfrún cogía fuerte la mano de su hija. Nicko se sentaba un poco separado de Snorri y charlaba con Jenna. Sarah notó que Septimus no hablaba con nadie, y que estaba mirando fijamente el fuego.
También había una mezcolanza de animales: una gran pantera negra llamada Ullr, que se sentaba a los pies de Alfrún; Maxie, un viejo y apestoso perro lobo del que emanaban vapores, pues estaba tumbado muy cerca del fuego; y Ethel, una pata sin plumas que llevaba un chaleco de punto nuevo. Ethel se sentaba resplandeciente en el regazo de Sarah picoteando con delicadeza un trozo de salchicha. Jenna notó con desaprobación que la pata estaba engordando por momentos. Sospechaba que Sarah le había tejido un chaleco nuevo porque el viejo se le había quedado pequeño. Pero Sarah quería tanto a Ethel que Jenna se limitó a admirar las rayas rojas con los botones verdes en la espalda y no dijo nada sobre el creciente perímetro de la pata Ethel.
Sarah Heap estaba feliz. En su mano tenía una preciosa carta de Simón, una carta que había leído y releído y ahora se sabía de memoria. Sarah volvía a tener al antiguo Simón, el Simón bueno, el Simón que ella sabía que siempre había sido.
Y ahora ahí estaba, planeando la fiesta para el decimocuarto cumpleaños de Jenna y Septimus. Catorce era un gran hito, en particular para Jenna como princesa del Castillo, y este año Sarah vería cumplido su deseo: las celebraciones tanto del cumpleaños de Jenna como del de Septimus se celebrarían en Palacio en lugar de en la Torre del Mago.
Sarah levantó la mirada hacia el viejo reloj de la repisa de la chimenea y reprimió un sentimiento de enojo por el hecho de que Silas no hubiera regresado aún. Últimamente, Silas había estado «ocupado», según sus propias palabras, pero Sarah no lo creía, conocía a Silas lo bastante para saber que estaba tramando algo. Sarah suspiró con resignación. Le habría gustado que estuviera allí para compartir ese momento en que estaban todos juntos.
Dejando de lado sus pensamientos sobre Silas, sonrió a Lucy, su futura nuera. Tener a Lucy allí la hizo sentir como si Simón también estuviera presente, pues había momentos en que a Lucy se le notaba que se le había pegado la manera de hablar de Simón, entusiasmada e intensa. Un día, pensó Sarah, tal vez tendría a todos sus hijos y a Silas con ella; aunque no estaba segura de cómo los metería a todos en el cuarto de estar, si alguna vez tenía la oportunidad, lo haría lo mejor que pudiera.
Septimus también estaba mirando el reloj, y a las 8.15 de la tarde para ser exactos se excusó de la reunión. Sarah observó cómo su hijo menor, que había dado un estirón y tenía un aire desgarbado en los últimos meses, se levantaba del brazo del destartalado sofá y se encaminaba hacia la puerta entre la gente y las montañas de libros. Vio con orgullo sus cintas púrpura de Aprendiz superior centellear en el ribete de las mangas de su túnica verde, pero lo que más le agradaba era ese aire sereno y natural de confianza en sí mismo que desprendía. Le habría gustado que se peinara más a menudo, pero aun así Septimus se estaba convirtiendo en un joven apuesto. Le dio un beso a su hijo. Septimus sonrió, «un poco tenso», pensó Sarah, y salió del coqueto cuarto de estar al frío del Largo Paseo, el amplio pasaje que cruzaba todo el Palacio de punta a punta.
Jenna Heap salió tras él.
—Sep, espera un mo… —le gritó a Septimus, que se alejaba a toda prisa.
Septimus aminoró la marcha sin ganas.
—Tengo que estar de vuelta a las nueve en punto.
—Tienes toneladas de tiempo —dijo Jenna dándole alcance y caminando a su ritmo junto a él, poniéndose a la par de sus largas zancadas con pasitos más pequeños y rápidos.
—Sep —dijo—, ¿ya te he contado que la semana pasada fue espeluznante lo de los escalones del desván? Bueno, aún lo es. En realidad, es aún peor. Ni siquiera el Ullr se atreve a subir allí. Mira, tengo arañazos que lo demuestran. —Jenna se subió la manga ribeteada de oro para enseñarle a Septimus un montón de arañazos de gato en la muñeca—. Lo llevé hasta el pie de la escalera y se apoderó de él un pánico total.
Septimus no parecía impresionado.
—Ullr es un felino vidente de espíritus. Es normal que se asuste de vez en cuando con todos los fantasmas que andan por aquí.
Jenna no pensaba dejarlo correr.
—Pero no parecen fantasmas, Sep. Además, la mayoría de fantasmas del Palacio se me aparecen a mí. Yo veo mogollón de fantasmas.
Como si quisiera demostrar que tenía razón, Jenna asintió con gracia; «Un movimiento de cabeza de princesa real», pensó Septimus, ante lo que parecía no ser más que aire.
—¡Mira! Acabo de ver tres cocineros que fueron envenenados por el ama de llaves celosa.
—Eso estuvo bien para ti —dijo Septimus, acelerando tanto el paso que Jenna tenía que trotar para seguirle el ritmo.
Atravesaron a toda prisa el Largo Paseo, trasladándose desde las llamas danzarinas de cada vela de junco hasta las sombras y de nuevo a la luz de la siguiente.
—Yo también los vería si fueran fantasmas —insistió Jenna—. Pero no lo son. En realidad, todos los fantasmas se mantienen alejados de esa parte del pasillo. Lo que precisamente demuestra…
—¿Qué demuestra? —dijo Septimus algo irritado.
—Que hay algo malo allí arriba. Y no puedo pedirle a Marcia que lo compruebe porque mamá tendría un berrinche, pero tú ahora eres casi tan bueno como Marcia, ¿verdad? Así que, por favor, Sep. Por favor, ve a verlo, solo te pido que vayas a comprobar qué ocurre, nada más.
—¿No lo puede hacer papá?
—Papá sigue diciendo que irá a echar un vistazo, pero nunca encuentra el momento para hacerlo. Siempre está fuera, en alguna parte. Ya sabes cómo es.
Llegaron al amplio vestíbulo, la luz de las velas del Bosque iluminaban su elegante trecho de escalones y las macizas y viejas puertas. Barney Pot se había ido por fin a la cama, y el vestíbulo estaba vacío. Septimus se detuvo y se volvió hacia Jenna.
—Mira Jen. Tengo que irme. Tengo montones de cosas que hacer.
—No me crees, ¿verdad? —Jenna parecía exasperada.
—Claro que te creo…
—Ja! Pero no lo bastante para dignarte ir a ver qué está pasando allí arriba.
Septimus tenía esa expresión impenetrable que Jenna había visto en tantas ocasiones durante los últimos meses. La odiaba. Al mirar los intensos ojos verdes de Septimus, tenía la sensación de que le estaba ocultando algo.
—Adiós, Jen —dijo—. Tengo que irme. Mañana será un gran día.
Jenna hizo un esfuerzo enorme por olvidar su desilusión. No quería que Septimus se marchara y hubiera mal rollo entre ellos.
—Lo sé —coincidió—. Feliz cumpleaños, Sep.
A Jenna le pareció que Septimus estaba algo sorprendido.
—Ah… sí. Gracias.
—Mañana será muy divertido —dijo engarzando del brazo a un Septimus reticente y caminando hacia las verjas del Palacio—. Es fantástico que celebremos el cumpleaños el mismo día, ¿no te parece? Es como si fuéramos gemelos. Y la noche más larga… que es tan singular… con el Castillo entero lleno de luz. Es como si lo iluminaran especialmente para nosotros.
—Sí. —Septimus parecía distraído y Jenna se daba cuenta de que lo único que quería era salir por la puerta lo antes posible—. De verdad que tengo que irme, Jen. Te veré mañana por la noche.
—Te acompañaré hasta las verjas.
—Bueno —Septimus no parecía muy entusiasmado.
Recorrieron todo el camino de entrada, Septimus a grandes y rápidas zancadas, y Jenna trotando a su lado.
—Sep… —dijo Jenna sin aliento.
—¿Sí? —preguntó Septimus en tono cauteloso.
—Dice papá que tú estás en el mismo nivel de aprendizaje que cuando él lo dejó.
—Hummm^Supongo que sí.
—Y uno de los motivos por los que lo dejó, dice, fue porque iba a tener que hacer un puñado de cosas oscuras y no quería llevarse el trabajo a casa.
Septimus aminoró el paso.
—Papá tuvo muchos motivos para dejarlo, Jen. Por ejemplo, oyó hablar de la Queste demasiado pronto, mamá lo pasaba mal todo el día sola, y él iba a tener que trabajar por la noche. Tuvo un montón de motivos.
—Fue la oscuridad, Sep. Eso es lo que él me ha contado.
—¡Ya! Eso es lo que dice ahora.
—Está preocupado por ti. Y yo también.
—Bueno, pues no deberías estarlo —dijo Septimus de mal humor.
—Pero, Sep…
Septimus ya tenía bastante. Se sacudió de encima el brazo de Jenna con impaciencia.
—Jen, por favor… déjame en paz. Tengo cosas que hacer, me voy ahora mismo. Te veré mañana.
Y, dicho lo cual, Septimus se alejó, y esta vez Jenna lo dejó marchar.
Jenna caminaba despacio otra vez por la hierba, aplastando con los pies un polvillo de escarcha, luchando por reprimir las lágrimas: Septimus no le había deseado «feliz cumpleaños». Mientras entraba en el Palacio sintiéndose desgraciada, Jenna no podía quitárselo de la cabeza. Últimamente había empezado a sentirse como una extraña en su vida, una extraña molesta ante la cual había que guardar secretos. Para comprender mejor lo que Septimus estaba haciendo, Jenna había empezado a preguntarle a Silas cosas sobre su aprendizaje con Alther hacía ya mucho tiempo, y no siempre le gustaba lo que le explicaba.
Jenna no tenía ganas de volver con el feliz grupo que se apiñaba alrededor del fuego en el cuarto de estar de Sarah. Cogió una vela encendida de una de las mesas del vestíbulo, y subió los amplios escalones tallados en roble que llevaban desde el vestíbulo de Palacio al primer piso. Caminó despacio por el pasillo; la gastada alfombra amortiguaba el ruido de sus pasos, y fue saludando con la cabeza a los diversos fantasmas que siempre se le aparecían cuando veían a la princesa. Sin prestar atención al corto y ancho pasillo que conducía a su dormitorio, Jenna decidió echar otro vistazo a las escaleras del desván; Septimus le había hecho preguntarse si en realidad se estaba preocupando por una tontería.
Una vela de junco ardía constante al pie de la escalera, por lo que Jenna se sintió agradecida: mirar el tramo de desnudos y gastados escalones de madera que desaparecían en la oscuridad le daba escalofríos. Se dijo a sí misma que probablemente Septimus tenía razón, que no había nada de qué preocuparse, y empezó a subir la escalera. Se dijo a sí misma que si llegaba a lo alto de la escalera y no pasaba nada, lo olvidaría todo, pero cuando Jenna llegó al penúltimo escalón, se detuvo. Delante de ella había una profunda oscuridad que parecía moverse y cambiar cada vez que la miraba. Era como si tuviera vida propia. Jenna se sintió confundida; una parte de ella estaba aterrorizada, y la otra, eufórica. Tenía la extraña sensación de que, si pisaba aquel tramo de oscuridad, vería todo aquello que siempre había querido ver, incluso a su verdadera madre, la reina Cerys. Y mientras pensaba en reunirse con su madre, la sensación de terror empezó a desvanecerse y a Jenna le entraron ganas de adentrarse en la oscuridad, como si fuera el mejor lugar del mundo para estar, el lugar que siempre había estado buscando.
De repente, notó que le daban una palmadita en el hombro. Se dio la vuelta en redondo y vio que la miraba fijamente el fantasma de la institutriz que había encantado el Palacio buscando a dos princesas perdidas.
—Aléjate, Esmeralda, aléjate —gimió la fantasma—. Hay oscuridad aquí dentro. Aléjate… —Exhausta por haber causado una palmadita en el hombro de Jenna, el fantasma de la institutriz se esfumó y, desde entonces, no se vio durante muchos años.
El deseo de Jenna de adentrarse en la oscuridad se desvaneció. Se dio la vuelta y echó a correr, bajando con estrépito los escalones de dos en dos. No paró de correr hasta que llegó al amplio e iluminado pasillo que llevaba a su dormitorio y vio la amable figura de Sir Hereward, el anciano fantasma que guardaba las puertas dobles de su dormitorio.
Sir Hereward se puso firme.
—Buenas noches, princesa. Veo que os vais pronto a la cama. Mañana será un gran día. —El fantasma sonrió—. No todos los días una princesa cumple catorce años.
—No —dijo Jenna con rostro abatido.
—¡Ah, la presión de cumplir años, ya veo —Sir Hereward se rió a carcajada limpia—, pero dejad que os diga que no debéis preocuparos por los catorce, princesa. Miradme a mí, he celebrado cientos de cumpleaños, tantos que en realidad he perdido la cuenta, y estoy estupendo.
Jenna no pudo evitar una sonrisa. El fantasma estaba todo menos estupendo. Cubierto de polvo y desvaído, la armadura mellada, había perdido un brazo, algunos dientes y, últimamente Jenna había notado, cuando se quitaba el casco, que le faltaba la oreja izquierda y un buen pedazo de cabeza. Sin olvidar, por supuesto, que estaba muerto, pero aquello no parecía preocupar a Sir Hereward. Jenna se dijo a sí misma que tenía que dejar de sentirse desgraciada y disfrutar de la vida. Septimus superaría lo que quiera que fuera que le estuviera afectando y todo volvería a ir bien. De hecho, mañana, que era el último día, iría a la feria de los mercaderes y le compraría algo para su cumpleaños que le hiciera reír, algo más divertido que la Historia Completa de ¡a Magia que ya le había comprado en la librería de brujería de Wywald.
—Así, eso está mejor —Sir Hereward compuso una sonrisa radiante—. El día que se cumplen catorce es un día emocionante para una princesa, ya veréis. Escuchad, este es bueno, veréis como os alegrará. ¿Cómo meteríais una jirafa en un armario ropero?
—No lo sé, Sir Hereward. ¿Cómo meteríais una jirafa en un armario ropero?
—Abres la puerta del armario, metes la jirafa dentro y cierras la puerta. ¿Y cómo meterías un elefante en un armario ropero?
—No lo sé. ¿Cómo meterías un elefante en un armario?
—Abres la puerta, sacas la jirafa y metes el elefante. Jo, jo.
Jenna se echó a reír.
—Es muy malo, Sir Hereward.
Sir Hereward se río.
—¿Verdad que sí? Estoy seguro de que cabrían los dos si lo intentas con ganas.
—Sí… bueno,Quenas noches, Sir Hereward. Hasta mañana.
El anciano fantasma hizo una reverencia y Jenna abrió las magníficas puertas dobles para entrar en su dormitorio. Mientras las puertas se cerraban, Sir Hereward volvió a ocupar su puesto de guardia, extra vigilante. Todo fantasma de Palacio sabe que los cumpleaños pueden ser un tiempo peligroso para una princesa. Sir Hereward estaba decidido a que nada le sucediera a Jenna durante su guardia.
Una vez dentro de su habitación, Jenna volvió a sentirse intranquila, notaba una extraña mezcla de emoción y melancolía. Se acercó con desasosiego a una de las altas ventanas y corrió las pesadas cortinas rojas para mirar el río. Mirar el río de noche era algo que le encantaba desde que Silas le hizo la pequeña camita con una caja dentro del armario de los Dédalos, donde había una minúscula ventana que daba directamente sobre el agua. En opinión de Jenna, la vista desde las fastuosas ventanas de Palacio era muy inferior a la que disfrutaba desde su armario, desde su vieja posición elevada de los Dédalos era capaz de ver la subida y bajada de la marea, algo que siempre le había fascinado. A menudo había barcos de pesca amarrados a una de las inmensas argollas encastadas en la pared mucho más abajo, y observaba a los pescadores que limpiaban sus capturas y remendaban sus redes. Desde allí, lo único que podía ver eran barcos lejanos que iban y venían y la luz de la luna reflejada en el agua.
Sin embargo, aquella noche no había luna. Era, Jenna lo sabía, la última noche de cuarto menguante, y la luna no saldría hasta casi la salida del sol. Mañana por la noche, la noche de su cumpleaños, sería luna nueva, cuando no saldría. Pero incluso sin la luna, el cielo nocturno seguía siendo hermoso. El viento se había llevado las nubes y las estrellas brillaban centelleantes y nítidas.
Jenna corrió las pesadas cortinas detrás de ella, de modo que se quedó en el oscuro y frío espacio que quedaba entre las colgaduras y la ventana. Se quedó allí quieta, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Su cálido aliento empezó a empañar el cristal; limpió la superficie pulida con la mano y contempló el río.
A primera vista parecía desierto, lo cual no resultaba ninguna sorpresa para Jenna. No hay muchos barcos que surquen el río de noche. Y entonces vislumbró un movimiento abajo, en el embarcadero. Con un chirrido frotó la ventana otra vez y observó. Había alguien en el embarcadero: era Septimus. Parecía como si estuviera conversando con alguien, aunque no se veía a nadie. Jenna supo de inmediato que estaba hablando con el fantasma de Alice Nettles; la pobre Alice Nettles había perdido a Alther por segunda vez. Desde su terrible pérdida, Alice había desaparecido y había empezado a vagar por el Castillo en busca de Alther. Era la fuente de la voz incorpórea que a veces susurraba al oído de la gente: «¿A dónde ha ido él?» «¿Lo has visto, lo habéis visto?».
Jenna ahuecó las manos encima de su nariz para evitar que su aliento empañase el cristal y miró hacia la noche. Vio a Septimus concluir su conversación y alejarse a paso ligero, siguiendo a toda prisa la ribera del río, en dirección hacia la verja lateral que lo llevaría fuera, cerca de la Vía del Mago.
A Jenna le entraron ganas de abrir la ventana de par en par y bajar por la hiedra, como había hecho tantas veces antes, luego correr por los prados, abordar a Septimus y contarle lo que acaba de ocurrir e?n lo alto de la escalera del desván. El Septimus de siempre habría regresado con ella en aquel preciso instante, pero ahora no, pensó Jenna con tristeza. Ahora Septimus tenía cosas más importantes que hacer, cosas secretas.
Tras tomar repentina conciencia del frío que tenía, Jenna salió de detrás de las cortinas y se acercó al fuego, donde tres grandes leños quemaban en la antigua chimenea de piedra.
Y mientras estaba allí de pie, calentándose las manos frente al fuego crepitante, se preguntó de qué habrían hablado Septimus y Alice. Ella sabía que si se lo preguntaba no se lo contaría.
Alice no era la única que había perdido a alguien, pensó Jenna con tristeza.