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Forasteros

La noche y una fría llovizna caían deprisa cuando la barcaza del Puerto atracó en el Muelle Nuevo, un embarcadero de piedra recién construido justo detrás de la Casa de Té y Cervecería de Sally Mullin. Acompañados por un repertorio de niños, gallinas y fardos, los agotados pasajeros se levantaron muy tiesos de sus asientos y anduvieron tambaleándose por la pasarela. Muchos de ellos caminaron con paso inseguro por el trillado camino que conducía hacia la Casa de Té y Cervecería, para entrar en calor junto a la estufa y reponerse con las especialidades de invierno de Sally: cerveza Springo caliente y pastel de cebada con especias recién horneado. Otros, deseosos de llegar pronto a casa para calentarse al lado de la chimenea, emprendían la larga caminata colina arriba, más allá de las instalaciones del vertedero del Castillo, por la puerta sur, que permanecía abierta hasta la medianoche.

A Lucy Gringe no le hacía ni pizca de gracia la idea de la caminata por la cuesta, sobre todo porque sabía que la barcaza del Puerto probablemente pasaba por delante de su destino. Miró a la mujer que se sentaba a su lado. Lucy se había pasado la primera mitad del viaje intentando evitar la mirada extrañamente turbadora de la mujer, pero después de que su vecina de asiento había aventurado una cautelosa pregunta sobre direcciones del Palacio —que era adonde el primer recado de Lucy la llevaba— pasaron la segunda mitad del viaje departiendo en animada conversación. La mujer se levantó con aire cansino para seguir a los demás pasajeros.

—¡Espera un minuto! —le dijo Lucy—. Tengo una idea…

—¡Disculpa! —gritó al chico de la barcaza.

El chico de la barcaza se dio media vuelta.

—¿Sí, nena?

Haciendo un esfuerzo, Lucy ignoró el «nena».

—¿Dónde vais a atracar esta noche? —le preguntó.

—Con este viento del norte que sopla, en el embarcadero de Jannit Maarten —respondió—. ¿Por qué?

—Bueno, me preguntaba… —Lucy le brindó al chico de la barcaza su mejor sonrisa—. Solo me preguntaba si podríais dejarnos en el amarradero cuando pases por ahí. Esta noche hace tanto frío. Y está oscuro también.

Lucy se estremeció de manera muy expresiva y miró con tristeza al chico de la barcaza con sus grandes ojos marrones. El chico se rindió.

—Claro que podemos, nena. Se lo diré al capi. ¿Dónde queréis bajar?

—En el embarcadero de Palacio, por favor.

El chico de la barcaza parpadeó sorprendido.

—¿En el Palacio? ¿Estás segura, nena?

Lucy se esforzó por reprimir un grito de: «¡No me llames nena, niñato asqueroso!».

—Sí, por favor. Si no es mucho problema.

—Nada es demasiado problema por ti, nena —dijo el niñato asqueroso—, aunque yo no pienso ayudarte a bajar al Palacio.

—Ah, ¿no? —Lucy no estaba segura de cómo tomárselo.

—No. Sabes que el embarcadero está encantado, ¿no?

Lucy se encogió de hombros.

—Eso no me preocupa, yo nunca veo fantasmas.

La barcaza del Puerto partió del Muelle Nuevo. Hizo un giro de ciento ochenta grados en la parte ancha del río, meciéndose de manera precaria mientras atravesaba la corriente y el viento levantaba las acometidas de las olas hacia arriba, pero en cuanto la barcaza se encaró corriente abajo todo se quedó tranquilo otra vez y, al cabo de diez minutos, se detenía junto al embarcadero de Palacio.

—Ya has llegado, nena —dijo el chico de la barcaza, lanzando un cabo alrededor de uno de los bolardos—. ¡Que te diviertas! —añadió guiñándole un ojo a Lucy.

—Gracias —dijo Lucy con recato. Se levantó y le tendió la mano a su vecina—. Ya hemos llegado.

La mujer le sonrió agradecida. Se puso en pie muy tiesa y siguió a Lucy fuera de la barcaza.

La barcaza del Puerto se alejó del embarcadero.

—¡Hasta la vista! —gritó el chico de la barcaza.

—No si puedo evitarlo —murmuró Lucy.

Se volvió hacia su compañera, que estaba mirando fijamente el Palacio, maravillada. En realidad era una hermosa visión; un edificio largo) y bajo de piedra antigua con elegantes ventanas que daban % unos prados bien cuidados que bajaban hasta el río. En todas las ventanas parpadeaba una acogedora vela, lo que daba al conjunto del edificio un brillo trémulo y mágico en el crepúsculo que avanzaba.

—¿Ella vive aquí? —murmuró la mujer con un acento cantarín.

Al poco, Lucy asintió con la cabeza. Ansiosa por proseguir, emprendió con decisión el ancho camino que conducía hacia el Palacio, pero su compañera no la seguía. La mujer estaba parada en el embarcadero, hablando a lo que parecía ser un espacio vacío. Lucy suspiró, ¿por qué siempre se le pegaban los raritos? Como no quería interrumpir la conversación unilateral de la mujer, que parecía muy seria, pues ahora estaba asintiendo con tristeza, siguió andando hacia las luces del Palacio.

Lucy no se encontraba bien. Estaba cansada y tenía frío y, sobre todo, empezaba a ponerse nerviosa al pensar en cómo la recibirían en Palacio. Se metió la mano en el bolsillo y encontró las cartas de Simón. Las sacó y observó los nombres escritos en la caligrafía estilizada y serpenteante del chico: Sarah Heap. Jenna Heap. Septimus Heap. Colocó la dirigida a Septimus otra vez en el bolsillo y sujetó en la mano las dirigidas a Jenna y a Sarah. Lucy suspiró. Lo único que quería era correr a casa y saber que «todo está bien, Lucy-Lu». Pero Simón le había pedido que entregara las cartas a su madre y a su hermana y, a pesar de lo que Sarah Heap pensara de ella, se las entregaría.

La compañera de Lucy ahora corría tras ella.

—Lucy, lo siento —dijo—. Un fantasma me acaba de contar una historia tan triste. Es triste, muy triste. El amor de su vida, y de su muerte, ha sido desterrado, ¡por error! ¿Cómo puede un mago cometer semejante error? ¡Oh, es algo terrible! —la mujer sacudió la cabeza— Realmente terrible.

—Supongo que debe de ser Alice Nettles —dijo Lucy—, Simón dijo que había oído que algo horrible le había pasado a Alther.

—Sí. Alice y Alther. Muy triste…

Lucy no tenía mucho tiempo para fantasmas. Ella consideraba que los fantasmas estaban muertos, lo que importa es estar con la persona con la que quieres estar mientras estás viva. Que era precisamente el motivo, pensó Lucy, por el que había regresado al Castillo, y ahora estaba tiritando en el frío viento del norte que soplaba desde el río, cansada y deseando estar cálidamente arropada en la cama.

—¿Podemos seguir? —dijo Lucy—. Yo no sé tú, pero yo estoy helada.

La mujer asintió. Alta y delgada, envuelta en la gruesa capa de lana que la protegía del viento, caminaba con cuidado, examinando la escena que tenía delante de ella con ojos brillantes, pues, a diferencia de Lucy, ella no veía un amplio camino vacío. Para ella el camino y los prados de alrededor estaban llenos de fantasmas: criados de Palacio que caminaban presurosos, jóvenes princesas que jugaban al escondite, pequeños pajes, antiguas reinas que vagaban a través de desvaídos macizos de arbustos y ancianos jardineros de Palacio que empujaban sus fantasmales carretillas. Caminaba con cuidado porque el problema de ser una vidente de espíritus era que los fantasmas no se apartaban de tu lado; te veían como si fueras otro fantasma, hasta que los atravesabas. Y entonces, claro, se ofendían horriblemente.

Sin tener conciencia de fantasma alguno, Lucy caminaba a grandes y rápidas zancadas por el camino y los fantasmas, algunos de los cuales estaban muy familiarizados con Lucy y sus botazas, se apresuraban a apartarse de su camino. Lucy llegó pronto a lo alto del camino que rodeaba el Palacio y se giró para comprobar dónde estaba su compañera, que cada vez se iba rezagando más. Sus ojos se toparon con una escena de lo más extraña: la mujer estaba subiendo el camino bailando de puntillas, zigzagueando ella sola de aquí para allá, como si estuviera participando en uno de esos bailes del Castillo pasados de moda ella sola. Lucy sacudió la cabeza. Aquello no auguraba nada bueno.

Al final, la mujer, aturullada y sin aliento, la alcanzó, y Lucy se puso otra vez en marcha sin decir palabra. Había decidido tomar el camino que rodea el Palacio y dirigirse hacia la puerta principal en lugar de arriesgarse a que nadie oyera su llamada en la multitud de puertas de la cocina y otras puertas laterales.

El Palacio era un edificio alargado, y Lucy y la mujer tardaron unos buenos diez minutos en cruzar por fin el puente levadizo de madera por encima del foso decorativo del edificio. Mientras se acercaban, un muchacho pequeño les abrió la puerta nocturna, una pequeña portezuela encastada en la puerta principal, de doble hoja.

—Bienvenidas al Palacio —chilló Barney Pot, resplandeciente en su túnica gris de Palacio y leotardos rojos—, ¿A quién deseáis ver?

A Lucy no le dio tiempo a responder.

—¡Barney! —dijo una voz cantarina desde el interior—. Aquí estás. Tienes que irte a la cama, mañana tienes colegio.

El muchacho palideció.

Barney se volvió hacia el interior.

—Pero a mí me gusta estar aquí en la puerta —protestó—. Por favor, cinco minutos más.

—No, Barney. ¡A la cama!

—¿Snorri? —preguntó la mujer con voz titubeante.

Una muchacha alta con ojos verdes y un largo cabello rubio casi blanco asomó la cabeza por la puerta nocturna y miró hacia la oscuridad.

—¡Mamá! exclamó, parpadeando y mirando más allá de Lucy.

—¡Snorri… oh, Snorri! —gritó Alfrún Snorrelssen.

Snorri Snorrelssen se arrojó a los brazos de su madre. Lucy sonrió de manera melancólica. Tal vez, pensó, aquello era un buen presagio. Quizá más tarde, esa misma noche, cuando llamara a la puerta de la garita del guardia de la Puerta Norte, su madre también se alegraría de verla. Quizá.