La visita
Lucy Gringe encontró la última plaza en la barcaza nocturna del Puerto. Se apretujó entre un joven que agarraba con fuerza una gallina agresiva y una mujer delgada de aspecto cansado, envuelta en una capa de lana. La mujer —que tenía unos ojos verdes tan penetrantes que resultaban molestos— echó un rápido vistazo a Lucy y luego apartó la mirada. Lucy dejó la bolsa a sus pies para reclamar su plaza; desde luego, no pensaba pasarse todo el viaje al Castillo de pie. La mujer de los ojos verdes debía de estar acostumbrada a estar apretujada. Lucy se giró y volvió la mirada hacia el muelle. Vio la solitaria y húmeda figura de Simón Heap de pie al borde del muelle y le brindó una breve sonrisa.
Era una mañana gris y fría y el cielo amenazaba nieve. Simón se estremeció de frío e intentó devolverle la sonrisa. Levantó la voz por encima de los topetazos y los ruidos sordos que acompañaban los preparativos de la vela de la barcaza.
—¡Cuídate, Lu!
—¡Y tú también! —respondió Lucy apartando la gallina de un codazo—. Volveré el día después de la noche más larga. ¡Te lo prometo!
Simón asintió.
—¿Tienes mis cartas? —gritó.
—Claro que las tengo —le replicó Lucy—, ¿Cuánto? —añadió dirigiéndose al chico de la barcaza que cobraba el importe del pasaje.
—Seis peniques, nena.
—¡No me llames nena! —le contestó Lucy enfurecida. Buscó en su macuto y encasquetó un puñado de monedas de bronce en la mano extendida del muchacho—. Podría comprarme mi propio barco con eso.
El chico se encogió de hombros. Le dio un billete y avanzó hacia la mujer desaseada por el viaje que se sentaba a su lado, que era, pensó Lucy, una extranjera que acababa de llegar al Puerto. La mujer le dio al chico una gran moneda de plata —media corona— y esperó con paciencia mientras el chico hacía grandes aspavientos para devolverle el cambio. Cuando ella, educada, le dio las gracias, Lucy notó que tenía un acento extranjero que le recordaba a alguien, aunque no conseguía recordar a quién. Lucy tenía demasiado frío para pensar como es debido y estaba demasiado nerviosa. Hacía mucho tiempo que no volvía a su hogar, y ahora que estaba sentada en el barco rumbo al Castillo, la idea le asustaba un poco. No estaba segura de cómo la iban a recibir. Y tampoco pensaba dejar a Simón.
La barcaza del Puerto empezó a moverse. Dos marineros empujaban la larga y estrecha barca lejos del muelle, y esta se desplazaba hacia la rápida marea entrante que circulaba por el medio del río. De vez en cuando, Lucy volvía la mirada para ver la solitaria figura de Simón, aún de pie en el muelle, con el largo cabello rubio desordenado por la brisa y la blanca capa de lana ondeando a su espalda como las alas de una polilla.
Simón observó la barcaza del Puerto hasta que desapareció en la niebla baja, que pendía sobre el río hacia los maijales Marram. Cuando el último vestigio de la barcaza se desvaneció, dio unas patadas contra el suelo para calentarse los pies, y luego se dirigió hacia el laberinto de calles que lo llevarían de vuelta a su habitación del desván de la Aduana.
En lo alto de la escalera de la Aduana, Simón abrió la desvencijada puerta de su habitación y atravesó el umbral. Le invadió un frío tan intenso que casi le deja sin aliento. De inmediato supo que algo iba mal, su habitación del desván era fría, pero nunca tan fría. Era un frío oscuro. Detrás de él la puerta se cerró con estruendo y, como si procediera del final de un largo y hondo túnel, Simón oyó que el pestillo se cerraba y atrancaba la puerta, haciéndolo prisionero en su propia habitación. Con el corazón acelerado, se forzó a levantar la mirada. Estaba decidió a no usar sus viejas artes oscuras, pero algunas de ellas, aprendió una vez, se activan de forma automática, y la capacidad para ver en la oscuridad es una de ellas. De modo que, a diferencia de la mayoría de la gente que, si tiene la desgracia de mirar una Cosa, ve sombras bailarinas y atisbos de descomposición, Simón vio la Cosa con todos sus malditos detalles, sentada en su estrecho camastro, mirándolo con sus párpados caídos. Le entraron ganas de vomitar.
—Bienvenido.
La voz profunda y amenazadora de la Cosa llenó la habitación y le puso a Simón la carne de gallina.
—Bu… bu… —tartamudeó Simón.
Satisfecha, la Cosa notó la expresión aterrorizada de los ojos verdioscuros de Simón. Cruzó las flacas y largiruchas piernas y empezó a comerse uno de sus dedos mondados sin dejar de contemplar a Simón con una expresión fija y siniestra.
No mucho tiempo atrás, la mirada de la Cosa no habría significado nada para Simón; uno de sus pasatiempos durante su residencia en el Observatorio de las Malas Tierras había sido observar fijamente a las Cosas que de vez en cuando convocaba. Pero ahora apenas podía soportar dirigir la mirada en dirección al descompuesto puñado de harapos y huesos que se sentaba en su cama, y mucho menos mirarlo a los ojos.
La Cosa tomó debida nota de la reticencia de Simón y escupió una uña ennegrecida al suelo. Simón pensó durante un instante lo que Lucy habría dicho de encontrarse aquello en el suelo, y el mero hecho de acordarse de Lucy le dio valor para hablar.
—¿Qu… qué quieres? —susurró.
—A ti —dijo la voz hueca de la Cosa.
—¿A m… mí?
La Cosa miraba a Simón con desdén.
—A t… ti —se burló.
—¿Por qué?
—He venido a buscarte. Según tu contrato.
—Contrato… ¿Qué contrato?
—El que una vez firmaste con tu difunto amo. Aún estás atado.
—¿Qué? Pero… pero si él está muerto. DomDaniel está muerto.
—El poseedor del anillo de las dos caras no está muerto —entonó la Cosa.
Simón estaba horrorizado ante la mera idea de que el poseedor del anillo de las dos caras pudiera ser DomDaniel, como la Cosa pretendía.
—¿DomDaniel no está muerto?
La Cosa no respondió a la pregunta de Simón; se limitó a repetir su instrucción.
—El poseedor del anillo de las dos caras requiere tu presencia. Y tú vas a acudir de inmediato.
Simón estaba demasiado conmocionado para moverse. Todos sus intentos de dejar atrás la oscuridad y empezar una nueva vida con Lucy de repente parecían inútiles. Se cogió la cabeza con las manos, preguntándose cómo había podido ser tan tonto de creer que podría escapar de la oscuridad. Un crujido proveniente de la tablazón del suelo le hizo levantar la mirada. Entonces, Simón vio a la Cosa que avanzaba hacia él, con las huesudas manos extendidas.
Se apartó de un salto. No le importaba lo que le ocurriera, pero no iba a volver a la oscuridad. Corrió hacia la puerta y tiró del pestillo, pero este no se movió. La Cosa estaba muy cerca de él, tan cerca que podía oler la descomposición y el aliento acre de su lengua. Miró hacia la ventana. Había un buen trecho hasta la calle.
Simón pensó a la velocidad del rayo al tiempo que retrocedía hacia la ventana. Tal vez si saltara aterrizaría sobre el balcón dos pisos más abajo. Podría agarrarse a la tubería o auparse a un tejado.
La Cosa lo miró con desagrado.
—Aprendiz, vendrás conmigo o tendré que buscarte? —Su voz llenaba la habitación de techo bajo con aquella amenaza.
Simón decidió intentarlo con la tubería. Abrió la ventana, asomó medio cuerpo para saltar y se agarró al grueso desagüe negro que bajaba hacia la calle trasera de la Aduana. Un aullido de rabia lo persiguió y, mientras intentaba saltar desde el alféizar de la ventana, notó una fuerza irresistible que lo arrastraba otra vez hacia el interior de la habitación, la Cosa estaba buscando a Simón.
A pesar de que sabía que no había modo de resistirse a un Rechizo de búsqueda, se agarró desesperadamente al bajante mientras sus pies eran arrastrados con tanta fuerza que notaba como si una cuerda tirarse de él en un juego del tira y afloja. De repente, el herrumbroso metal de la gruesa tubería negra cedió en sus manos, y Simón salió disparado hacia atrás y hacia dentro de la habitación, con un trozo de tubería en las manos. Aterrizó sobre el huesudo, aunque repulsivamente blanducho, cuerpo de la Cosa y cayó al suelo. Incapaz de moverse, Simón se quedó tirado boca arriba.
La Cosa le miró con una sonrisa de satisfacción.
—Tú me seguirás —recitó.
Como una marioneta rota, Simón fue arrastrado hasta ponerse de pie. Salió de la habitación tambaleándose y bajó los altos y estrechos escalones dando bandazos como un autómata. Delante de él, se deslizaba la Cosa. Cuando salieron al muelle, la Cosa se transformó en apenas una sombra indiferencia-ble, de modo que cuando Maureen, de la pastelería del Puerto y el Muelle levantó la mirada después de abrir las contraventanas, lo único que vio fue a Simón caminando muy tieso por el muelle, encaminándose hacia las sombras de la calle de Proa. Maureen se frotó los ojos con las manos. Debía de haberle entrado alguna mota de polvo, pensó, pues todo lo que rodeaba a Simón parecía extrañamente borroso. Maureen saludó alegremente, pero Simón no respondió. Sonrió y abrió del todo la última contraventana. Era un tipo raro ese Simón. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro de magia o estaba canturreando un hechizo.
—Los pasteles saldrán del horno en diez minutos. ¡Te guardaré uno vegetariano y otro de beicon! —gritó, pero Simón se había desvanecido en los callejones secundarios y Maureen volvió a ver con claridad el muelle vacío.
Cuando una persona es buscada, no hay modo de detener la búsqueda, no hay descanso, ni respiro hasta que la persona ha llegado al lugar desde donde se la busca. Durante un día entero y media noche, Simón caminó a través de maijales, trepó setos y dio tumbos por caminos pedregosos. Le empapó la lluvia, los vientos lo zarandearon, las ráfagas de nieve le helaron, pero no pudo detenerse por ningún motivo. Prosiguió sin descanso hasta que, por fin, en la fría y gris luz del alba del día siguiente, atravesó a nado un río helado, salió a la orilla, caminó tambaleándose por el rocío de primera hora de la mañana y subió a un muro medio derruido cubierto de hiedra. En la misma cima, fue arrastrado por una ventana de un desván y llevado por la fuerza\hasta una habitación sin ventanas. Cuando la puerta se atrancó detrás de él y se quedó solo, despatarrado sobre el suelo desnudo, Simón ya no sabía, ni le importaba, dónde estaba ni quién era.