Annette pasó varios días durmiendo y yo no me aparté de la cabecera de su cama. Cuando despertó, habló de «pesadillas». Se me hizo obvio que no hablaba con libertad. Y aunque con delicadeza intenté sonsacarle algo más, no sirvió de nada: continuó reticente, y no logré persuadirla de que se desahogase. Al final me vi obligado a reconocer mis limitaciones y ceder la autoridad a un sanador superior: el tiempo. El padre Lestoumel me llevó a un aparte y me ofreció un poco de consuelo.
—No subestime la bondad —me dijo—. Esa pequeña es más fuerte de lo que usted piensa.
No regresé a Chambault. Cuando le comuniqué a Hélène que tenía intención de quedarme en París, ella me dijo:
—Si ése es su deseo, monsieur…
—¿Tendría usted la bondad —solicité— de disponer lo necesario para que trasladen mis pertenencias al Hotel Saint-Jacques? —Le di una tarjeta—. Una gran parte de ellas ya está embalada.
—Por supuesto —repuso Hélène.
A continuación escribí rápidamente varias prescripciones médicas.
—Esto ha de entregárselo a monsieur Jourdain. No me cabe ninguna duda de que monsieur Raboulet y Annette seguirán beneficiándose de mis preparados; no obstante, le recomiendo encarecidamente que contrate a otro médico para la casa. Como sin duda sabe, monsieur Jourdain suele estar indispuesto con mucha frecuencia.
En la mañana de su partida, le pregunté a Hélène qué iba a contar a su familia. Ella contestó que había comentado dicho asunto con el padre Lestoumel y que éste había accedido a hablar en su nombre con Du Bris, con Raboulet y con madame Odile. También debió de contarle una gran parte de lo que sucedió en la torre norte de la catedral, porque Hélène agregó:
—Monsieur, lo que ha hecho por Annette… ha sido muy valiente. Estaremos eternamente en deuda con usted. —Y me perforó con una mirada tan directa que resultó inquietante.
—No. —No esperaba, ni siquiera deseaba, ser perdonado—. Ustedes no me deben nada.
Hélène suspiró y me ofreció su mano. Yo me la acerqué a los labios, y no volví a levantar la vista hasta que ella se hubo marchado. Un rayo de sol se coló por un hueco que había entre las cortinas, y allí me quedé, a solas, respirando el leve efluvio de perfume que había dejado Hélène en el aire.
A la semana siguiente escribí una carta a Charcot para solicitar, con la debida humildad, que estudiara la posibilidad de contratarme como empleado, si es que surgía alguna vacante adecuada en La Salpêtrière. A vuelta de correo fui llamado a acudir a su despacho. Su actitud fue de una cortesía perfecta:
—Así que la vida en el campo no es para usted, ¿eh? Ya lo imaginaba. Y sí, Clément, naturalmente que puede regresar. Han tenido lugar novedades bastante interesantes.
El proyecto de la histeria seguía siendo la principal preocupación de Charcot, y durante mi ausencia se habían hecho notables progresos. Se había descubierto que era posible reproducir los síntomas de la histeria empleando la hipnosis, un fenómeno de gran trascendencia teórica y práctica.
Yo había imaginado que al volver a trabajar en La Salpêtrière me sentiría raro. Pero estaba muy equivocado. De hecho, me resultó muy natural, y no tardé en acostumbrarme a la rutina de pasar visita por las salas de los pacientes y tomar parte en las actividades de investigación.
Con la excepción de las veladas organizadas por Charcot, no veía mucho a mis colegas fuera del hospital. Pese a ello, no ansiaba tener compañía, y además siempre estaba Bazile. Con frecuencia terminaba encaminando mis pasos hacia Saint-Sulpice llevando una pierna de cordero bajo el brazo, la cual asaba más tarde madame Bazile. Y después de cenar, madame Bazile se retiraba y Bazile y yo nos dedicábamos a fumar, beber y conversar.
Era igual que en los viejos tiempos.
Volvimos a debatir los mismos problemas teológicos, las mismas argumentaciones:
—Yo no puedo creer en un Dios perfecto y omnisciente, porque un Dios perfecto no habría creado el infierno. Y, como sería presciente, tampoco habría condenado a tantas almas a un destino tan horrible. Me temo que lo más que podemos esperar es que exista una deidad bondadosa pero no carente de defectos, un creador incapaz de ejercer el control sobre su creación, un creador que batalla contra las fuerzas del mal, de forma muy parecida a lo que hacemos nosotros.
Bazile me escuchaba con paciencia, y cuando veía que había terminado mi disertación, reafirmaba tenazmente su fe:
—Nosotros somos como insectos que se arrastran por encima de una edición de los ensayos de Montaigne. Con nuestros limitados órganos sensoriales y nuestro minúsculo cerebro, ¿qué es lo que percibimos? ¿Una superficie plana? Puede que ni siquiera eso. Tenemos la sabiduría de Montaigne ahí mismo, debajo de nuestros pies. Pero no es accesible. Y por más esfuerzos que hagamos, jamás entenderemos lo que pensaba ese gran hombre de la virtud, la indolencia y la crueldad, ni obtendremos ningún provecho de lo que opinaba respecto de Cicerón, Demócrito y Heráclito. Montaigne, junto con las complejidades de la vida humana, queda muy lejos de nuestro alcance. ¡Y sin embargo, la sabiduría de Montaigne existe! ¡El mundo humano existe! Y esa superficie plana es muy engañosa.
Nunca deberíamos confundir las pruebas con la realidad, ni los hechos con la verdad.
Nuestros debates siempre eran amistosos. Bazile ya no se ofendía con mis comentarios provocativos, y yo ya no me frustraba con su intransigencia.
También había otros placeres: el aroma de la hierba recién cortada, las puestas de sol, el relucir de las estrellas en una noche fría. Deleites ingenuos. En cambio, ninguna de aquellas experiencias tan puras y tan purgantes conseguía disipar totalmente la oscuridad que llevaba yo dentro de mi alma. Mis pensamientos siempre retornaban a Thérèse Coubertin, tristeza y remordimiento.
De vez en cuando recibía una carta del padre Lestoumel. El médico que me había sustituido en Chambault, un joven doctor de Orleans, no se había quedado mucho tiempo. Tanto Raboulet como Annette habían dejado de sufrir ataques, y él tenía muy poco que hacer allí. De modo que se aburrió y dimitió.
Yo echaba de menos los jardines: las flores y las pérgolas, el césped y los setos de boj, las estatuas y el bosque. Y me preguntaba si Hélène Du Bris habría cumplido su deseo de construir un laberinto en el terreno vacío que había detrás del Jardín del Silencio. La imaginé paseando sola por sus intrincados senderos.
Pasaron los años. Yo publiqué muchos artículos en revistas internacionales y escribí un libro, que tuvo una excelente acogida, sobre el tema de la disminución de la voluntad en los histéricos. Llegado el momento, fui ascendido y me convertí en profesor asociado. A todas luces, la vida resultaba agradable: tenía un apartamento en el último piso de un edificio de la Rué de Médicis, pasaba las vacaciones en Italia, recibía invitaciones para asistir a reuniones de sociedad en el Boulevard Malesherbes. Incluso ya me sentía más cómodo en compañía de Charcot.
Y en eso, un domingo a media tarde, cuando ya la primavera daba sus últimos coletazos, estaba paseando por los Jardines de Luxemburgo cuando vi a dos mujeres que se destacaban entre el gentío. Iban tomadas del brazo, y algo había en ellas que me hizo detenerme a mirarlas.
—No puede ser —susurré en voz alta.
Hélène estaba casi igual, pero Annette se había transformado completamente. Ya no era una niña, sino una elegante jovencita de físico muy llamativo. Madre e hija hicieron un alto para observar a un niño que estaba echando al agua un barquito en el estanque octogonal. Las dos iban vestidas con el terciopelo rojo que tan de moda estaba, y no parecían en absoluto dos visitantes de provincias. Hélène hizo un comentario gracioso y Annette lanzó una carcajada. El barquito de juguete se deslizó por la reluciente superficie del agua, empujado por la brisa.
Experimenté una curiosa sensación de mareo.
Hélène y Annette se volvieron para mirarme, y yo pude captar mi propia incredulidad reflejada en el modo en que les cambió el semblante. El mundo enmudeció, y se diría que los tres nos habíamos desgajado de la algarabía que nos rodeaba. Vi que Hélène formaba mi nombre con los labios frunciendo éstos dos veces.
¡Estaban allí! Ocupando el primer plano de una composición pictórica perfectamente concebida. Detrás de ellas se veía el palacio de Luxemburgo, gran cantidad de flores en plena explosión de color y un cielo inmaculado. Bien podría estar teniendo una visión.
Annette echó a correr hacia mí y, demostrando lo poco que le importaban los convencionalismos, me rodeó al instante con sus brazos.
—¡Monsieur Clément, es usted! ¡Lo sabía!
Sentí una opresión en el pecho y me costó mucho trabajo dominar mis sentimientos.
Annette dio un paso atrás, y yo sacudí la cabeza en un gesto de indefensa admiración.
—Mi querida niña. ¡Pero cuan… extraordinario! —Después tomé la mano de Hélène y la besé—. Madame Du Bris. ¿Qué la trae por París?
—Ahora vivimos aquí.
—¿Han dejado Chambault?
—Sí. Y nuestras circunstancias se han alterado bastante.
Habló sin el menor rastro de vergüenza. Du Bris se había comportado de forma deshonrosa, y el matrimonio había quedado disuelto. Posteriormente, había traído a sus hijos a París por invitación del tío de los pequeños. Raboulet había perseguido su aspiración de convertirse en escritor, y actualmente era un periodista de gran éxito. De hecho, su éxito había sido tal que había podido permitirse un alojamiento bien espacioso cerca del observatorio.
—¿Y usted, monsieur? —preguntó Hélène—. ¿Qué puede contarnos?
Les mencioné algo de mi situación, pero no quise hablar de mí mismo.
—Aún seguimos tomando su medicina —me dijo Annette, apoyando una mano en mi brazo—. Y continúa funcionando.
—Me alegro mucho —repuse.
—Madre —dijo Annette—, ¿por qué no invitamos a monsieur Clément a cenar?
Yo miré a Hélène.
—La verdad, madame, no quisiera imponer mi…
—¡Qué buena idea! —me interrumpió ella.
La expresión de Annette se intensificó.
—Hay varias cosas de las que me gustaría hablar con usted, monsieur.
—¿Cosas? —inquirí yo.
—Sí, cosas que recuerdo… de cuando estuve tan enferma.
—Y estoy segura —prosiguió Hélène— de que Tristan estaría encantado de verlo de nuevo, monsieur Clément. Usted es el que ha hecho realidad sus sueños.
Intercambiamos las direcciones, nos despedimos, y me quedé mirando cómo subían ellas una escalera y se perdían de vista.
Sabemos por los griegos que la caja de Pandora guardaba todos los males del mundo, y que cuando ella la abrió, los males quedaron en libertad. Sin embargo, hubo una cosa que permaneció en el fondo mismo de la caja: la esperanza. Estando allí de pie, en los Jardines de Luxemburgo, rodeado de directores de bancos con sus esposas, de abogados y modistas, de niñeras y niños, comprendí que los mitos sobreviven porque expresan la más profunda de las verdades. Y, de manera milagrosa, descubrí que aún podía abrigar la esperanza de encontrar de nuevo un significado y una finalidad a la vida.