25

La catedral se erguía amenazadora sobre nosotros, sus comunidades de santos, ángeles y demonios ascendían en enérgicas verticales hacia la bóveda de baja altura que formaban las nubes. Bazile abrió con la llave la cerradura de la torre norte, y cuando tiró de la puerta hacia sí se derramó sobre nosotros un torrente de luz del interior, que alguien había iluminado con unos cuantos candiles.

—Quenardel —dijo el campanero— es de lo más atento.

Ascendimos por la escalera de caracol y llegamos a una cavernosa estancia atestada de escombros de mampostería y fragmentos de estatuas rotas. Yo ya había pasado por aquel lugar, tenía la sensación de que había transcurrido una vida entera, cuando subí hasta el mirador y, en compañía de las quimeras, contemplé cómo amanecía París.

—¿Es éste el lugar? —inquirió el sacerdote.

—Sí —respondió Bazile.

El padre Lestoumel miró en derredor y sonrió.

—Ha elegido bien, amigo mío.

A continuación extrajo unas velas, las encendió y las fijó en el suelo con un poco de cera derretida. Yo me puse lo más cómodo posible, me senté con las piernas cruzadas y con la cabeza de Annette en el regazo. La respiración de la pequeña era apenas perceptible.

—Por favor, padre, apresúrese.

—Monsieur Bazile —dijo el curé—, ¿tendría la bondad de sostenerme el libro?

El campanero se situó enfrente del padre Lestoumel y sostuvo El martillo de los demonios abierto para que el sacerdote pudiera leer el texto. No hubo comentarios preparatorios. El padre Lestoumel se limitó a aclararse la voz y empezó a declamar. Parte de lo que decía resultaba familiar, pues era latín o griego; en cambio había otras cosas que pertenecían a una lengua que me era desconocida. Mientras declamaba, movía las manos en el aire trazando el contorno de ciertas figuras. Al principio se trataba de formas sencillas: cuadrados, triángulos, círculos, pero luego los movimientos se tornaron más complejos y ya no fue posible identificar ninguna forma concreta.

El rostro de Annette era ya semejante al de un muerto. Se había transformado en una extraña efigie de cerámica. Los labios, ahora finos y azulados, se habían retraído dejando al descubierto dos filas de dientes uniformes y una lengua ennegrecida e hinchada que sobresalía entre ellos. Las fétidas exhalaciones que salían de su boca olían a pescado podrido. De pronto, giró la cabeza y pronunció unas palabras que sonaron a un juramento en árabe.

—¡Padre, dese prisa! —gemí, temiendo que pudiéramos perder a Annette de un momento a otro.

Pero el curé no acusó recibo de mi súplica; en lugar de eso, mantuvo constante la cadencia métrica de su cántico y siguió partiendo el aire con gestos amplios y elegantes.

Cuando volví a centrar la atención en Annette, ésta había abierto ligeramente los párpados y mostraba únicamente dos membranas blancas e inyectadas en sangre.

—Pon fin a esto —dijo la pequeña con un grave rugido—. Si me devuelves al infierno, ya sabes a quién voy a ir a buscar. —Me sentí igual que si me hubieran rociado con ácido—. Corromperé a tu ramera y la violaré, le abriré el vientre y me haré una guirnalda con sus entrañas. La despedazaré y me daré un festín con sus blandos miembros.

—¡No le hagas caso! —gritó Bazile.

Luchando por reprimir una oleada de náuseas y de terror, observé los ojos vacíos de Annette y dije:

—Se han acabado tus días en este mundo.

El demonio reaccionó con una risotada gutural y horrible:

—¿Es que has descubierto la fe?

—No —contesté—, he descubierto el odio, y, con él, la importancia de tener un único objetivo.

—Me facilitas mucho el trabajo —replicó el canalla, y a continuación emitió una serie de ladridos ásperos que lograron, aun así, expresar alegría.

—¡No hables con él! —chilló Bazile, haciendo gestos frenéticos—. ¡No le permitas que entre en tu mente! ¡No se gana nada comunicándose con el engañador!

—¿Crees que esto ha terminado? —dijo el demonio con una chispa burlona que animaba su voz grave y monótona—. Pues piénsalo mejor, necio. Esto no es más que el principio.

Bazile estaba en lo cierto. Aunque nuestra conversación había sido breve, había bastado para conferir poder al demonio. Con cada frase daba la impresión de que le resultaba más fácil comunicarse. Es más, su comentario final, pronunciado con suprema seguridad en sí mismo, hizo flaquear mi resolución. Quedé tambaleándome al borde de un precipicio interior, confuso, conmocionado, debilitado, y de repente me sobresaltó un crepitar eléctrico: a escasa distancia de donde me encontraba, más allá de los pies de Annette, la oscuridad comenzó a infiltrarse primero de un suave resplandor rojizo, luego de unos velos de luminosidad que se plegaban y se disolvían en un sinfín de puntos de luz. El portal estaba abriéndose.

El padre Lestoumel dejó caer las manos a los costados y comenzó a recitar el ritual de exorcismo. No era el Rituale romanum, sino una traducción de un manuscrito gallego del siglo VIII, que era el que prefería Flamel:

—¡Me dirijo a ti, espíritu condenado e impuro, causa de maldad, esencia del crimen, origen del pecado, que gozas con el engaño, el sacrilegio, el adulterio y el asesinato! ¡En el nombre de Cristo te ordeno que, sea cual sea la parte del cuerpo en la que te escondes, te reveles v abandones el cuerpo que estás ocupando y del que te expulsamos, con tu azote espiritual y tus invisibles tormentos! Te exijo que dejes este cuerpo, que ha sido purificado por el Señor. Sea bastante para ti el haber dominado casi el mundo entero en épocas anteriores actuando sobre el corazón de los seres humanos.

Las extremidades de Annette empezaron a sacudirse.

—¡Padre! —exclamé—. Está sufriendo otro ataque. El demonio está intentando matarla. Por favor, dese prisa.

El curé y Bazile acudieron a mi lado y se arrodillaron conmigo. Annette cerró la mandíbula con fuerza, y le apareció un brillante reguero de sangre en el labio. Yo le aferré la boca y me cercioré de que permaneciera cerrada.

—Ahora, día a día —declamaba el padre Lestoumel— tu reino está siendo destruido, tus brazos van debilitándose. Tu castigo ha sido prefigurado desde hace mucho tiempo. Por el poder de todos los santos, sé atormentado, aplastado y arrojado al fuego eterno.

Las velas empezaron a oscilar. Sentimos una ráfaga de aire frío en la cara, y un instante después el bonete del curé salió volando y rodó por el suelo en dirección al portal. El aire de nuestro mundo estaba siendo absorbido hacia un inmenso vacío.

El padre Lestoumel miró en derredor con gesto nervioso antes de poner ambas manos sobre la frente de Annette.

—¡Sal de ella! ¡Sal de ella! —exclamó—. Ve adondequiera que se encuentre tu escondite, y no entres nunca más en cuerpos dedicados a Dios. —Yo apenas oía lo que decía por encima del estruendo del viento. Todas las velas se habían apagado, pero todavía nos veíamos unos a otros, pues teníamos bañado el rostro por el resplandor que irradiaba el portal. Bazile levantó un poco más El martillo de los demonios para que el sacerdote pudiera leer el texto con más facilidad—. Que te estén prohibidos para siempre, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Esta afirmación final de la Trinidad fue como el último acorde de una grandiosa sinfonía. El padre Lestoumel se permitió esbozar una pequeña sonrisa de triunfo. No había nada más que hacer. Recuperó el libro de las manos de Bazile, lo cerró y lo apretó contra su pecho.

Casi de inmediato, Annette dejó de patalear. La piel del cráneo pareció distenderse de pronto, perdió aquellos contornos lisos y endurecidos, dejó de reflejar tanto la luz y comenzó a ablandarse a medida que se iban llenando las facciones. Yo contemplé, atónito, cómo iba deshelándose el témpano en que se había convertido la niña conforme fue recuperando el calor de la humanidad. Su semblante era ahora tan sereno, tan calmo y armonioso que de improviso sentí miedo de que pudiera estar muerta. De modo que le puse los dedos en el cuello.

—Dios mío —imploré—. Por favor. Te lo ruego…

Y de pronto allí estaba: una débil agitación, procedente de lo más hondo. El movimiento de la sangre, la vida. Dejé escapar un suspiro de alivio, besé a Annette en el pelo y di gracias al Señor por su protección.

Cuando volví a levantar la vista, vi que se había interpuesto algo entre nuestro pequeño y apiñado grupo y el portal: una masa oscura y nebulosa. Recortada contra la resplandeciente luz rojiza, acerté a ver el borde curvado de un ala enorme, unas garras, dos cuernos y una capa de escamas relucientes. Cada una de aquellas partes aparecía momentáneamente y luego desaparecía. Se notaba con claridad que el demonio estaba intentando materializarse. ¿Podía estar sucediendo algo así? Sentí que el pánico me atenazaba la garganta y a duras penas logré respirar. De forma repentina, el demonio comenzó a retroceder, frustrados sus esfuerzos por energías de una magnitud inimaginable.

Me sentí dominado por una especie de locura que embriagaba. Entonce agité el puño y grité:

—¡Vuelve al infierno! ¡Has sido derrotado! ¡Vuelve al infierno y no regreses jamás! ¡Se acabó! ¿Me oyes? ¡Se acabó! —El viento continuaba aullando por encima del crepitar de actividad eléctrica—. ¡Vuelve al infierno! —vociferé por encima del ruido—. ¡Criatura sucia y patética! ¡Esta niña es libre, y tú jamás volverás a poseerla!

No hubo más materializaciones, y la oscuridad informe se replegó a través de los velos de luz parpadeante.

Yo siempre había sido la parte más débil. Sin embargo, ahora que había cambiado el equilibrio de poder, me sentí ebrio de excitación. Me entraron ganas de fanfarronear, de mofarme y vanagloriarme, de recrearme en mi victoria. Solté a Annette, me puse en pie y chillé insultos al interior de aquel vacío:

—¡Has sido derrotado, y he vencido yo!

Bazile y el padre Lestoumel también estaban incorporándose. En eso vi el cuerpo de Annette, que, en posición supina, se alejaba de nosotros. Se desplazaba velozmente, con las piernas levemente levantadas y el cabello detrás, como si la arrastrasen. Lo que estaba diciendo se me atoró en la garganta cuando la vi atravesar el umbral luminoso. Mi adversario ya no era visible. Pero Annette tampoco.

La desesperación que me embargó resulta imposible de describir. Me aplastó igual que una losa de mármol, fue una desesperación devastadora e insoportable, con la que supe que jamás iba a poder vivir. Bazile adivinó mis intenciones y me aferró del brazo. Se incorporó y me gritó al oído:

—¡No! ¡No lo hagas, Paul!

—Suéltame —protesté.

—El portal se cerrará, y te quedarás atrapado para siempre.

—¡Suéltame, te digo!

—Por el amor de Dios, Paul. Ya no puedes hacer nada.

Haciendo fuerza, le solté los dedos de mi brazo, lo aparté de un empujón y eché a correr hacia el portal. El viento me empujaba en la espalda y estuvo a punto de despegarme los pies del suelo cuando crucé la lámina de ondulaciones luminiscentes. Corrí sin parar, corrí atravesando nebulosas resplandecientes y enjambres de filamentos de luz, y continué corriendo hasta rebasar el muro de la torre, que debería haber frenado mi avance. De pronto el viento amainó, y descubrí que estaba arremetiendo a ciegas en medio de una niebla sulfurosa. Noté que pisaba piedra pómez que se quebraba bajo mis pies, y que la superficie sobre la que me desplazaba era desigual.

—¡Annette! —llamé—. ¡Annette!

Entonces el aire se hizo más diáfano y me reveló un paisaje que me resultó demasiado familiar: un cielo negro surcado de relámpagos carmesí, un suelo de cenizas que daba paso a una gigantesca escalera de lava coagulada, peñascos y orificios humeantes que escupían charcos de roca fundida.

De pronto hubo una fuerte detonación y se vio una torre de fuego que se elevaba a una gran altura. La deflagración me empujó y caí sobre una alfombra de cenizas muy calientes. Enseguida volví a incorporarme agitando las manos chamuscadas en el aire.

A diferencia de la primera vez que descendí a los infiernos, aquella en la que llegué desnudo, en esta ocasión aún llevaba puesta la ropa, la misma con la que me había vestido dos días antes en mis habitaciones del cháteau. Aquellas prendas habían viajado conmigo de un mundo a otro; no obstante, las ampollas que ya estaban apareciéndome en las manos confirmaron que, en todos los demás aspectos, mi circunstancia era muy similar. Contaba con un cuerpo completo, provisto de sangre, órganos y nervios, que tenía la capacidad de temblar de dolor.

El olor a cuero quemado me hizo salir de un salto de aquellas cenizas y esconderme entre dos grandes rocas. Ambas estaban remachadas con gigantescos clavos de cabeza plana. Había grilletes colgando de ganchos oxidados, así como instrumentos medievales de tortura que yacían abandonados y semienterrados en las dunas de polvo volcánico.

—¡Annette! —exclamé—. ¡Annette! ¿Dónde estás?

Emergí en una depresión poco profunda de roca pulverizada y vi una figura diminuta, encogida sobre sí misma en el suelo, a escasa distancia de donde me encontraba. Eché a correr ladera abajo y al llegar frené de golpe y caí de rodillas junto a la pequeña.

—¿Annette? —susurré al tiempo que le alzaba el rostro, que ella había apoyado sobre una almohada de granito agrietado. La sangre del labio se había secado, pero había excoriaciones nuevas en las mejillas. Tenía el vestido hecho jirones y parte del cabello chamuscado. Le toqué los labios y le dije—: Annette, ¿me oyes?

La niña abrió los ojos.

—¿Monsieur Clément?

—Sí, Annette.

—¿He vuelto a ponerme enferma?

—Sí, me temo que sí.

—¿Por qué está negro el cielo? ¿Por qué está el cielo en llamas?

Le aparté un mechón de pelo suelto y se lo coloqué detrás de la oreja.

—No hables. Nos vamos a casa.

—¿A casa?

—Sí. ¿Puedes ponerte de pie?

—Me parece que sí. ¿Dónde estamos?

—Annette, agárrate de mi mano. Tenemos que irnos ya.

Pero no me moví. Se oyó un crujido de rocas sueltas y de pronto se proyectó una sombra sobre el vestido de Annette. El corazón me golpeaba con fuerza la caja torácica y el valor estaba abandonando rápidamente mi cuerpo. Estaba paralizado, era incapaz de volverme siquiera. En cambio, contemplé con peculiar fascinación cómo se dilataban las pupilas de Annette y cómo se abría su boca para gritar. Pero antes de que se oyera el alarido hubo unos instantes de silencio.

El demonio se había situado en el límite mismo de la depresión. Parecía inmenso, silueteado en contraste con un delta formado por una red de filamentos en llamas. Desplegó sus majestuosas alas y se irguió, con las piernas separadas, para otear orgullosamente sus dominios. A mí no me cupo ninguna duda de que nos hallábamos en presencia de un verdadero príncipe de los infiernos, y mi reacción instintiva me empujaba a postrarme y suplicar clemencia. Me sentí encoger bajo su mirada.

En aquel instante, el demonio echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido. El suelo se sacudió por efecto del estallido de un trueno, se abrieron orificios nuevos y el horizonte estalló en llamas.

Annette estaba clavándome las uñas en la piel.

—Monsieur Clément, monsieur Clément… —repetía una y otra vez.

—Corre, pequeña —le dije yo—. Rápido. Por aquí. —Tiré de ella para levantarla del suelo y ambos subimos de nuevo a toda velocidad, de regreso hacia el portal, pero las piedras sueltas que alfombraban la cuesta eran traicioneras y nos hacían resbalar constantemente. Miré hacia atrás y vi que el demonio venía hacia nosotros a grandes zancadas, con los cuernos proyectados hacia delante—. Rápido, Annette, tienes que correr más deprisa.

—No puedo, monsieur, no puedo. —Ya había caído varias veces, y sangraba por los rasguños que se había hecho en las rodillas.

—¡Es necesario!

La icé para que rebasara el borde superior de la ladera. Corrimos sorteando los peñascos y por fin salimos al espacio abierto que había más allá de éstos. Entonces hice un alto para orientarme. Se veían con claridad los anchos escalones de lava, y también los charcos borboteantes de roca líquida. A lo lejos distinguí la fulgurante neblina del portal.

—Ya no falta mucho —le dije a Annette—. Está ahí mismo.

De nuevo echamos a correr, esta vez dando un amplio rodeo para esquivar las cenizas ardientes. De pronto se estrelló junto a nosotros un meteoro que nos cubrió con una rociada de escombros. Annette lanzó un gemido de dolor.

—No podemos detenernos —le dije—. Tenemos que seguir adelante.

Fue entonces cuando el aire se llenó de un intenso clamor y surgió a la vista una bandada de demonios voladores. Sobrevolaron la escalera de lava y se quedaron trazando círculos por encima de nosotros. A continuación, de uno en uno, fueron posándose en el suelo y formando un anillo para impedirnos la huida. Entre las rocas apareció mi antiguo adversario y ladró una serie de órdenes. La horda empezó a golpear el suelo con los pies y a agitar los tridentes, en medio de un estruendo de aullidos y gruñidos proferidos en su lenguaje infernal.

—¿Qué van a hacernos? —preguntó Annette. Yo no pude darle ninguna respuesta. El solo hecho de imaginar las atrocidades que iban a hacer con ella aquellos diablos me causaba náuseas. Noté que Annette temblaba bajo la tela fina y sucia de su vestido—. ¿Estamos soñando, monsieur? —siguió diciendo—. ¿Es una pesadilla? Dígame que estoy soñando.

De repente el demonio clavó sus ojos venenosos en Annette; abrió la mandíbula inferior y sacó la lengua para probar el sabor del aire. Al instante su expresión se tornó ávida y lasciva. Alzó el brazo, y de éste surgió una única garra tan curvada que pareció que hacía señas sin necesidad de realizar movimiento alguno.

—No —gemí—. ¡No vas a apoderarte de ella!

Un tridente rasgó el aire y vino a clavarse en mi pie. Quedé inmovilizado contra el suelo. Pero me lo arranqué y rodeé a Annette con mis brazos. Al ver esto, la tropa agitó las alas y lanzó vítores. Más demonios iban posándose en la escalera de lava; uno de ellos llevaba consigo una cabeza cercenada, la cual lanzó hacia lo alto para seguidamente propinarle un puntapié. La cabeza voló por los aires y fue a caer en un charco de magma, donde emitió un chisporroteo y se evaporó.

Annette estaba sollozando contra mi camisa. Yo la abracé con fuerza y le dije:

—Pequeña, has de saber una cosa: pase lo que pase, te han amado. —Iba a ser torturada durante toda la eternidad, e iba a ser por mi culpa. ¡Era culpa mía! Lo lógico era que ardiera yo, que fuera yo el que terminara ensartado en un tridente y asado al fuego. Pero no podía soportar la idea de que sufriera un ser inocente y sin mácula—. Lo siento mucho —le dije, estrechándola con más fuerza—. Lo siento muchísimo.

A Annette le corrían las lágrimas por la cara, y yo, llevado por la costumbre, me hurgué en los bolsillos en busca de un pañuelo. Qué curioso que aquel reflejo, aquel vestigio de normalidad, lograse hallar expresión incluso en las profundidades del infierno. Mis dedos establecieron contacto con algo que parecía papel. Era el amuleto, el que yo había copiado en la biblioteca, el Sello de Shabako.

El demonio se lanzó hacia delante, y en aquel preciso momento yo me saqué el papel del bolsillo. En cuanto se hizo visible el talismán, el monstruo retrocedió. Juntó sus gruesas cejas y profirió un sonido prolongado y silbante. Yo giré a mi alrededor blandiendo el amuleto como si fuera una antorcha, y en nuestros atormentadores cundió el desorden. Algunos abrieron las alas y salieron huyendo, otros se taparon los ojos.

Aquello era magia antigua, un poder que para surtir efecto no requería que uno tuviera fe ni albergara creencia alguna en un Dios omnisciente, un poder moralmente tan neutro como el magnetismo.

—¡Atrás! —ordené a los monstruos que huían—. ¡Atrás! —La luminiscencia rojiza del portal comenzaba a atenuarse—. Vamos —le dije a Annette—. Se nos está acabando el tiempo.

Aquel instante fue el que escogió mi adversario para lanzarse al ataque. De un potente brinco se elevó en el aire y cayó sobre nosotros con los colmillos a la vista y las garras extendidas. Yo, sin pensar, levanté el amuleto y vociferé:

—¡Vete!

Entonces surgió un relámpago de mi puño cerrado y explotó en el pecho de la criatura. Ésta cayó rodando hacia atrás y se estrelló contra las cenizas ardientes provocando una columna de polvo gris. Yo no me entretuve a disfrutar del espectáculo, simplemente agarré a Annette de la mano y chillé:

—¡Corre!

Sostuve el amuleto en alto para ahuyentar con sus rayos a los demonios, que no dejaban de cernerse sobre nosotros. Nos llovían tridentes que impactaban contra el suelo con un sonido vibrante que marcaba un extraño contrapunto metálico. Ya teníamos justo delante las neblinas luminiscentes del portal. Corríamos sin descanso, cada vez más deprisa, hasta que fuimos engullidos y ya no pudimos ver nada más que una espesa cortina de niebla. En aquel entorno carente de rasgos distintivos no había manera de saber qué dirección tomar, y llegué a imaginar si sería posible que acabáramos perdiéndonos en los espacios que separaban un mundo del otro. ¿Nos quedaríamos allí para siempre, atrapados en un estado de eterna transición? Las luces se veían amortiguadas, y me dio por pensar que a lo mejor el portal ya se había cerrado.

De pronto cambió la acústica y el suelo se tornó uniforme.

—No te detengas —le dije a Annette—. ¡Ya casi hemos llegado a casa!

Percibí un roce de guijarros que resbalaban sobre adoquines. Entonces se disipó la niebla y se vio un solitario velo de luz. Al otro lado de aquella espectral partición distinguí dos llamas, dos candiles: las luces que nos daban la bienvenida a nuestro mundo.

—Por aquí —le dije a Annette.

Aunque corríamos con todas nuestras fuerzas, la distancia que nos separaba del velo de luz no disminuía tan deprisa como debiera. Daba la impresión de que el tejido mismo del espacio estaba estirándose y nos negaba la posibilidad de avanzar de forma proporcional al esfuerzo que realizábamos.

Yo tenía los pulmones doloridos y me sentía abrumado por una terrible sensación de cansancio.

—¡Esto no puede acabar así! —exclamé, y, de forma milagrosa, mi estallido de rabia liberó una última reserva de energía. Tiré otra vez de Annette y apreté el paso. Era como si estuviera intentando subir a la carrera por una cuesta sumamente empinada.

No tardé en tener el velo de luz flotando frente a mí… pero sus bordes estaban contrayéndose. Entonces tiré de Annette hacia delante y la empujé hacia el portal. Dio la impresión de que hallaba cierta resistencia física, y dejó escapar un gemido. Yo la empujé con más fuerza y vi cómo caía al suelo por el otro lado. De pronto surgieron de la oscuridad dos figuras que acudieron a toda prisa: Bazile y el padre Lestoumel.

El campanero miraba a través del velo luminiscente, como si intentase distinguir algo lejano o poco nítido.

—¡Édouard! —chillé yo, pero no pudo oírme. Vi que extendía la mano y que sus dedos penetraban el velo. Cada dígito se alargó y se movió muy despacio, igual que los tentáculos de una anémona de mar. De la brecha partía un sinfín de anillos de luz concéntricos, en forma de ondas. Yo también extendí el brazo derecho, haciendo un supremo esfuerzo… hasta que finalmente las dos manos se tocaron. Los dedos de uno y de otro hallaron mutuo apoyo y se entrelazaron. Bazile tiró con fuerza y consiguió acercarme un poco más al velo; pero no pude llevar a cabo la transición. En aquel momento me di cuenta, con profunda consternación, de que ya no era Bazile el que tiraba de mí para hacerme pasar a su lado, sino que era yo el que intentaba arrastrarlo al mío. Ya eran perfectamente visibles la muñeca y el antebrazo, que habían adelgazado de tamaño.

—¡Suéltame! —grité, pero mi amigo me sujetaba con firmeza—. ¡Suéltame!

Forcejeé para liberarme, pero Bazile era un hombre fuerte y decidido, y no se rindió. De pronto sentí un dolor agudo en el hombro e imaginé que se me estaban desgarrando los ligamentos y que la cabeza de la articulación estaba saliéndose de su alvéolo. Repentinamente afloró un antiguo recuerdo: yo, trepando a una montaña de escombros durante el asedio y viendo un brazo de piel clara que sobresalía entre los cascotes; tiré de la mano… y salió el brazo completo. ¿Me había sido ofrecida una cruel premonición de cuál iba a ser mi propio fin? ¿Un presagio de mi propio desmembramiento y de mi propia muerte? ¿Había sido decidido mi destino antes de que el vacío se sembrara de estrellas?

—¡No! —chillé… y salté.

Cuando mis pies se despegaron del suelo, se produjo un cambio sutil en la interacción de fuerzas. Bazile me aferró con mano más firme, y tuve la impresión de pasar a través de un medio mucho más denso que el aire. Sentí que se acumulaban enormes presiones a mi alrededor, y temí acabar aplastado. Aún hubo otro fogonazo más de luz roja… y después la nada.

Debí de perder el conocimiento, porque lo siguiente que recuerdo es la cabeza de Bazile interpuesta entre yo mismo y un techo gótico muy alto.

—Paul —me dijo—, ¿te encuentras bien?

—Sí —respondí—. ¿Dónde está Annette?

—Aquí mismo.

Me incorporé a medias y vi a Annette tendida en el suelo y al padre Lestoumel arrodillado junto a ella.

—¿Está viva?

—Sí —me contestó.

Volví a dejarme caer.

—Ya ha terminado todo… ¿no?

—Sí —dijo Bazile, haciendo la señal de la cruz—. Ya ha terminado todo.