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Poco se habló en el interior del carruaje. El curé cerró los ojos y se quedó muy quieto, y tan solo algún movimiento ocasional de sus labios, acompañado de una invocación pronunciada en susurros, indicaba que estaba rezando. Hélène apoyó la cabeza en el marco de madera y contempló por la ventanilla el paisaje que íbamos recorriendo. Yo estudiaba su rostro reflejado en el cristal y observaba cómo iban pasando las nubes por detrás de éste. La situación en la que se encontraba distaba mucho de las agradables actividades del château, su semblante mostraba una expresión vacía y su mandíbula estaba en tensión. Annette, aparte de algún que otro gemido, guardaba un relativo silencio. Yo le iba tomando el pulso a intervalos regulares, y no detecté cambios. Por consiguiente, pude pasar una gran parte de la primera mitad del viaje leyendo el Malleus Daemonum.

Se trataba de una notable obra de erudición y contenía capítulos dedicados a una amplia variedad de temas: la procedencia de los demonios, la jerarquía que había entre éstos y los nombres de los príncipes del infierno; palabras que surtían un potente efecto; cómo convocar a los demonios y cómo ordenarles que hicieran lo que se les mandase; cómo establecer pactos; cómo capturar demonios en cristales, en piedras preciosas y en anillos; los demonios de Oriente Medio o yinni; la clasificación de los demonios según Raban el Moro; íncubos y súcubos; armas mágicas; exorcismo; y por último, cómo enviar demonios de vuelta al infierno. Me quedé atónito cuando descubrí un mapa de París en el que se mostraba la ubicación de lo que Flamel denominaba «aberturas» que había entre nuestro mundo y la «región infernal». Cada una estaba representada por un círculo negro, y la más grande se hallaba en la Île de la Cité, al lado de una ilustración en miniatura de Notre-Dame. El ritual de restitución estaba decorado con figuras que representaban al exorcista en diferentes actitudes y superpuesto a diagramas matemáticos. Había una nota explicativa que sugería que la geometría de Flamel originalmente había sido desarrollada por Dédalo, el ingeniero que diseñó el laberinto en el que se encontraba cautivo el legendario Minotauro.

Avanzamos mucho trecho, y tan solo nos detuvimos en dos ocasiones para dar de beber a los caballos. No obstante, yo era consciente de que el sol iba descendiendo y de que, conforme las sombras iban alargándose, Annette estaba cada vez más inquieta. Hubo varios estallidos de lenguaje obsceno y sus dedos juguetearon con el borde del vestido. Aproximadamente una hora antes del ocaso, reparé en otro fenómeno curioso: la piel de Annette parecía haber adquirido una tersura poco natural, tanto era así que su rostro daba la impresión de ser una apretada máscara. No quise preocupar a Hélène y por tanto no dije nada, pero dicho efecto terminó siendo tan pronunciado que al final ella también lo percibió, y me dijo:

—Monsieur, ¿qué le ocurre a Annette en la cara? Parece una muñeca.

—Deshidratación —contesté.

El curé cruzó la mirada conmigo y siguió con sus plegarias. El sabía perfectamente bien que aquel fenómeno era sobrenatural, pero, al igual que yo, no deseaba alarmar a Hélène de forma innecesaria.

Y así fue transcurriendo el día, y cuando llegamos a la punta meridional de la capital ya era de noche. Me apeé del carruaje, me senté en el pescante con Louis y fui guiando a éste por las calles. Louis había estado en París en una sola ocasión, de joven, y le costaba trabajo creer que los demás conductores fueran tan impacientes.

—¡Son todos lunáticos, monsieur! —se quejó cuando un coche de punto hizo un descuidado giro justo delante de nosotros y se oyó una agresiva imprecación que quedó reverberando en el aire. El viejo criado miraba boquiabierto los letreros, los escaparates y las caras pintadas de las prostitutas, que nos enseñaban los tobillos y nos mandaban besos. En comparación con la tranquilidad y el soñoliento encanto de Chambault, París era un verdadero manicomio.

Justo en el momento en que hicimos un alto frente a Saint-Sulpice, empezaron a doblar las campanas. Recé para que fuera Bazile y no uno de sus ayudantes, o incluso peor, un campanero nuevo. La puerta de la torre norte no estaba cerrada con llave, de modo que corrí escaleras arriba. Solo se filtraba un leve resplandor de luz procedente de lo alto. Por fin llegué al apartamento de Bazile. Llamé a la puerta, e inmediatamente acudió a abrir madame Bazile.

—¡Monsieur Clément! —exclamó—. ¡Cielo santo! ¡Monsieur Clément! ¡Pero pase, pase! —Nada más entrar en la salita, la cabeza se me llenó de recuerdos de conversaciones y sidra dulce—. Permítame su abrigo —dijo madame Bazile, toda solícita—. Édouard acaba de tocar la hora. Bajará dentro de un momento.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Bien —respondió ella—. ¿Y usted, monsieur Clément? ¿Cómo está usted?

Antes de que pudiera contestar, se abrió la puerta y penetró Bazile en la estancia. Frenó en seco y me miró fijamente, como si estuviera viendo un fantasma.

—¿Paul? —dijo con un tinte de duda en la voz.

El hecho de ver a mi antiguo amigo me conmovió en lo más hondo, y al instante se me llenaron los ojos de lágrimas. Bazile vino hacia mí y extendió el brazo, pero cuando le estreché la mano, tiró de ella y me abrazó.

—Así que aún no ha acabado —dijo.

—No —contesté.

—Sabía que volverías, algún día —dijo Bazile, palmeándome la espalda—. ¿Por qué has tardado tanto?

Subimos a Annette por la escalera de la torre norte y yo la deposité en la cama. A continuación despedí a Louis y le dije que regresara con el carruaje una hora antes de que amaneciera. Hasta aquel momento él había aceptado todas las órdenes sin rechistar; en cambio ahora, antes de marcharse, titubeó y dijo:

—¿Sabe el amo que estamos en París?

—Sí —repuse—. Monsieur Raboulet prometió enviarle una nota.

Louis hizo una breve inclinación de cabeza y comenzó a bajar la escalera, pero en sus ojos persistía una chispa de desconfianza.

Al regresar a la salita encontré a Bazile examinando £/ martillo de los demonios y al padre Lestoumel sentado a su lado y refiriéndole la historia del libro. Hélène y madame Bazile estaban en el dormitorio, cuidando de Annette. Me sorprendí al descubrir que Bazile ya conocía el nombre de Gilbert de Gandelus. Incluso estaba enterado de la victoria que había obtenido éste sobre el mal en el convento de Séry-des-Fontaines. El curé estaba profundamente impresionado. Cuando le enseñé a Bazile el mapa de París y las numerosas «aberturas» circulares, se le iluminó el semblante de viva emoción.

—¡Aquí está! —exclamó, señalando la ilustración de la catedral—. ¡Esta es la prueba de que el pobre padre Ranvier tenía razón!

Intenté, lo mejor que pude, resumir lo que había sucedido en Chambault: la grieta que había aparecido en la esfera de cristal y la cadena de sucesos que habían desembocado en la posesión de Annette, aunque, una vez más, me sentí obligado a proteger el pudor de Hélène y no mencioné lo que había ocurrido en su dormitorio. Y tampoco dije nada acerca de Thérèse Coubertin.

Bazile escuchó como hacía siempre, fumando su pipa y con el ceño fruncido. Cuando terminé el relato, sacudió la cabeza en un gesto negativo y dijo:

—¡Nos enfrentamos a un temible adversario!

—Así es —ratificó el padre Lestoumel—, es un miembro de la aristocracia del infierno, un gran duque del reino del inframundo. —Luego atrajo la atención de Bazile hacia el último capítulo de El martillo de los demonios—. Lo que tenemos que hacer debe hacerse en el interior de la catedral. Eso es lo que aconseja Flamel. ¿Puede usted ayudarnos?

Bazile mordisqueó la boquilla de su pipa.

—Los campaneros de París somos, por así decirlo, una hermandad, y si surge la necesidad acudimos unos a otros para pedirnos favores. Voy a consultar este asunto con Quenardel, el campanero jefe de Notre-Dame. —Se levantó y recogió su abrigo del gancho de la pared en que estaba colgado—. En la torre norte de la catedral hay una estancia que resultará apropiada para nuestro propósito. Volveré lo antes que pueda trayendo conmigo la llave.

Y al instante siguiente, ya se había ido.

Al cabo de aproximadamente diez minutos apareció Hélène en la puerta que comunicaba la salita con el resto de la vivienda. Se apoyó contra la jamba, y proyectó tal impresión de fragilidad y debilidad que temí que fuera a desmayarse allí mismo.

—Padre Lestoumel, monsieur Clément —dijo con voz trémula—, por favor, vengan enseguida.

Nos condujo al dormitorio, donde estaba madame Bazile colocando trozos de incienso en unos platillos. Hacía frío, y en el aire flotaba un olor a podredumbre. Annette estaba muy quieta, pero daba la impresión de que la piel del rostro se le había tensado aún más alrededor del cráneo, porque había adquirido una pátina vidriada, como la de la porcelana, y parecía igual de quebradiza. Aunque tenía la boca cerrada, yo capté una larga retahila de obscenidades, articuladas con aquella voz grave, tan poco natural, la misma de la noche anterior.

El curé se arrodilló a su lado, tomó la mano de la niña en la suya y empezó a rezar:

—Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. —Madame Bazile prendió una cerilla, la acercó al incienso, y al momento se llenó la habitación de la fragancia de la madera de sándalo—. Agua del costado de Cristo, lávame. Mi buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas escóndeme. No permitas que me separen de ti. En la hora de mi muerte, llámame.

La voz demoníaca se atenuó un poco, pero siguió estando presente en forma de un gruñido que no cesaba. Yo escuchaba al padre Lestoumel, su lenta letanía, y hallaba cierto consuelo en el ritmo y la cadencia de aquella oración. En cambio, seguía sin ser capaz de aceptar dichos sentimientos. Seguía estando paralizado por la razón: si Dios es amor, no debería permitir que un demonio atormentase a una criatura inocente. Por tanto, Dios no puede ser amor. Me resultaba imposible superar mentalmente la lógica de esta premisa.

El padre Lestoumel continuó:

—A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Mientras observaba cómo se elevaba el humo de los platillos de incienso, reparé en una extraña discrepancia. En uno de ellos, el humo se disipaba de la manera habitual, mientras que en el otro parecía estar acumulándose. Las volutas grises y los filamentos se concentraban en el aire y se condensaban poco a poco, cada vez más, a medida que se consumía la madera de sándalo. Durante una fracción de segundo, el parpadeo de la luz del candil sobre aquella nube dibujó la forma de una cabeza con cuernos y luego, al momento siguiente, ya no se vio nada más que una bruma de hilos que se expandían. Miré sucesivamente a los demás, al padre Lestoumel, a Hélène y a madame Bazile, pero ninguno de ellos había observado aquella súbita transformación.

Lo que acababa de presenciar no era ningún fantasma del cerebro, sino una demostración de poder. Se estaban mofando, se burlaban de mí. Aunque la habitación entera reverberaba de plegarias, el demonio me estaba mostrando cuan fácilmente podía alargar la mano y manipular el mundo material. Entonces percibí que estaba a punto de suceder algo realmente terrible.

Annette movió la mano con tal rapidez, que lo único que logré detectar fue una mancha borrosa. El padre Lestoumel dejó escapar una exclamación y cayó de espaldas, ahogado con la cruz de madera que le habían encajado violentamente en la boca. Oí chillar a Hélène, y a continuación el cuerpo de Annette, rígido como un tablón de madera, comenzó a levitar. Se elevó por encima de la cama y empezó a girar sobre sí misma. Yo apenas fui consciente de que madame Bazile se arrodillaba junto al padre Lestoumel y se arrojaba sobre él, porque aferré a Annette por la tela del vestido y tiré de éste, pero mis esfuerzos hallaron una fuerte resistencia y mis pies estuvieron a punto de despegarse del suelo. En cuanto tocó el edredón con la espalda, se puso a bracear y a patalear, y tuve que servirme de todo mi peso para reprimir sus movimientos. De nuevo comenzó a hablar la voz, esta vez muy cerca de mi oído, y dentro de aquella corriente continua de inmundicias detecté una única frase inteligible: «Porque su alma degradaré y su carne usaré para satisfacción mía».

Sentí náuseas, y abrigué la esperanza de que Hélène no hubiera oído aquello. De pronto Annette empezó a sacudir los brazos y las piernas. Ya no intentaba zafarse de mí, estaba sufriendo los estertores de otro ataque. Los espasmos eran tan violentos que empecé a temer que se le partiera la columna vertebral. Cuando dejó de sacudirse, le limpié la espuma de la barbilla y le tomé el pulso. Éste resultó ser lento y débil.

Me volví y vi a Hélène de pie en el centro de la habitación, con los ojos muy abiertos y mordiéndose los nudillos. Parecía una mujer que se encontrase a punto de sufrir un trastorno mental. Madame Bazile estaba en cuclillas junto al curé, limpiándole la sangre de los labios. Corrí hacia él para examinar sus heridas. Había perdido dos dientes y tenía profundas laceraciones en el paladar superior.

—¿Quiere algo para el dolor? —le ofrecí.

Él negó con la cabeza, y por primera vez vi brillar la duda en sus ojos. Reconocía sus propias limitaciones y el hecho de que el bien no siempre triunfa sobre el mal. Aunque nosotros esgrimíamos como arma El martillo de los demonios de Flamel, nuestra victoria distaba mucho de ser segura.

—No se preocupe por mí —replicó el padre Lestoumel—. Cuide de la niña.

Regresé con Annette, que ahora estaba tranquila y silenciosa, y con la ayuda de Hélène le lavé un poco la suciedad y le cambié las ropas. Hélène trabajaba deprisa y con eficiencia, pero tenía las manos temblorosas y un brillo nada natural en los ojos.

—Madame —le dije—, no es necesario que usted vele con nosotros. Está agotada. Por favor, vaya a la habitación de al lado.

Ella no respondió, y en vez de eso me dirigió una mirada intensa, una mirada que me perforó el alma, porque llevaba consigo una acusación.

«Esto es culpa suya —me decían sus ojos—, todo esto es culpa suya».

Acerqué una silla de la mesa del tocador y añadí:

—Por lo menos siéntese.

Obedeció, pero no me dio las gracias.

La respiración de Annette se había tornado muy superficial, y la piel había quedado privada de todo color y se había vuelto de un blanco terrible, inanimado, el blanco de la tiza o del alabastro, como si se le hubieran secado todos los vasos sanguíneos del cuerpo. Me senté a su lado y capté un sonido abrasivo. También noté que yo mismo tenía polvo en la manga. Levanté la vista hacia el techo, con aprensión, pero no les dije nada a los demás.

Transcurrió una hora y regresó Bazile blandiendo la llave de la torre norte de la catedral. No cabía duda de que había esperado encontrarse con un recibimiento más entusiasta, felicitaciones y apretones de manos. En cambio su sonrisa se desintegró cuando vio nuestras expresiones serias y ceñudas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

El padre Lestoumel lo tomó del brazo y le dijo:

—Vamos a la salita. Allí se lo explicaré todo. —El sacerdote no quería que Hélène oyera lo que tenía que contar. Él también sentía preocupación por su estado mental.

El pulso de Annette estaba debilitándose, y cuando regresaron el padre Lestoumel y Bazile, yo ya a duras penas lograba detectarlo. El curé reanudó las plegarias:

—Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.

Bazile apareció a mi lado.

—¿Te encuentras bien? —me susurró.

—Sí —le respondí.

Pero sus ojos oscuros captaron mi aprensión.

Annette dejó escapar un leve suspiro, y al terminar dicha exhalación su pulso se hizo entrecortado y se detuvo. Estaba muerta.

No me moví. Cuando cesó la vida de Annette, cesó también el tiempo. El momento que yo habitaba se hizo infinito, y me pareció que disponía de una eternidad en la que comulgar con los rasgos impasibles de Annette. Pero de pronto sentí un temblor que me estremeció el cuerpo entero y una oleada de rabia que me invadía por completo.

—¡No, no! —grité—. ¡No será tuya!

El sentimiento que me animaba era de una pureza excepcional, las complejidades no podrían sobrevivir a tan vivida intensidad. De repente el mundo se transformó en un lugar más simple, mi mente se vació de filosofías superfluas y dejé de ser un actor en un drama concebido de antemano en el que las fuerzas del bien se veían arrojadas contra las fuerzas del mal. Dios y sus misteriosas intenciones pasaron a ser cosas totalmente intrascendentes. Lo que importaba ahora era que aquel demonio no saliera victorioso. Excepto mi enemigo y yo, el universo estaba vacío.

Abrí mi maletín de médico, extraje un escalpelo y corté el vestido de Annette por delante.

—¿Qué está haciendo, monsieur? —protestó Hélène.

Sin responderle, trasladé la batería hasta la cama. Levanté la tapa, ajusté la bobina y la máquina empezó a zumbar. A continuación coloqué los electrodos sobre el corazón de Annette y administré la descarga más potente. El cuerpo de Annette se convulsionó, pero cuando apoyé la oreja en su pecho no percibí ningún latido.

—¡Maldito seas! —grité, y apliqué de nuevo los electrodos. Dos hilos de brillante luz azulada partieron de las varillas y chamuscaron la piel de la pequeña. Una segunda convulsión, e igualmente sin resultado. Un cuerpo frío y silencio.

Entonces cerré el puño y descargué un golpe en el esternón con una fuerza tal que el cuerpo de Annette rebotó varias veces sobre el colchón. Una bolsa de aire atrapado estimuló sus cuerdas vocales y le permitió emitir un quejido patético.

—¡Vuelve! —chillé—. ¡No puedes morir, no debes morir!

Coloqué una vez más los electrodos sobre el corazón de la niña y, sin hacer caso del olor a carne quemada, no los retiré hasta que finalizó la tercera convulsión. De pronto se elevó el tono del zumbido y se produjo un sonoro estallido. Surgió una llama en el extremo de la bobina ennegrecida, duró un instante y después se apagó. Entonces aparté las varillas y puse la mano a un lado del cuello de Annette.

—¡Está viva! —exclamé—. Está viva. El corazón está latiendo otra vez. —Seguidamente, dirigiéndome al padre Lestoumel, añadí—: No podemos esperar hasta el amanecer. Hemos de ir a la catedral ahora mismo.

—Pero por la noche es cuando tiene más poder el demonio —replicó el curé—. Eso sería una insensatez.

—La batería se ha roto —continué yo—, y si a Annette se le vuelve a detener el corazón, no podré revivirla. ¡Padre Lestoumel, tenemos que ir a la catedral, o de lo contrario Annette morirá!

Hélène se desmayó, y madame Bazile acudió a socorrerla.

—Muy bien —dijo el curé—, vamos.

No me detuve a examinar a Hélène. En vez de eso, tomé a la niña en brazos y me dirigí a grandes zancadas hacia la puerta.

—¿Pero qué hacemos con madame Du Bris? —preguntó madame Bazile.

—El ritual que vamos a llevar a cabo es sumamente peligroso —contesté—. Así que es una suerte que no pueda presenciarlo.

La esposa del campanero miró a su marido.

—¿Tú vas a ir con ellos, Édouard?

—Sí —respondió Bazile, afirmando vigorosamente con la cabeza.

—No es necesario —dije yo—. El padre Lestoumel y yo podemos realizar el ritual solos.

—Me temo —replicó Bazile— que ya he tomado la decisión. Vamos, amigó mío, no es el momento de discutir por nimiedades.

No tuvimos que esperar mucho tiempo frente a Saint-Sulpice a que surgieran de la oscuridad los faroles de un coche de punto. El conductor me miró con cara de alarma cuando vio a la pequeña que yo transportaba en brazos.

—Soy médico —dije—. Esta niña ha sufrido un ataque y está a punto de morir. Ya ha recibido la extremaunción. —Y señalé al curé con un gesto de cabeza—. Por favor, llévenos al Hôtel Dieu.

—Suban —dijo el conductor—. Voy a llevarlos allí en cinco minutos.