23

Louis regresó con el curé poco después de que saliera el sol. Los perros habían interrumpido los aullidos, pero empezaron a ladrar en cuanto oyeron aproximarse la tartana. Hélène recibió al sacerdote en el patio y lo condujo directamente a mi estudio. Se hizo obvio que le había puesto al corriente de la situación en que se encontraba Annette, porque, nada más entrar por la puerta, apenas acusó mi presencia y se dirigió en línea recta hacia el diván.

Annette había permanecido relativamente tranquila desde que se había hecho de día. Aun así, estaba pálida, demacrada y exhausta. Tenía las mejillas hundidas, el cabello lacio y la piel teñida de un enfermizo tono gris verdoso. En el aire que la rodeaba se percibía un ligero olor a inmundicia. El padre Lestoumel la contempló por espacio de varios minutos. Finalmente, se volvió y me dijo:

—Monsieur Clément, he sido informado por madame Du Bris de que usted tiene el convencimiento de que esta niña está poseída. ¿Le importaría explicarse?

Tomamos asiento a mi escritorio y describí cómo se habían desarrollado las escenas de la pasada noche, aunque, por el bien de Hélène, omití toda mención de lo que había sucedido en su alcoba. A continuación informé al curé del modo en que llegó el cristal a mi poder y repetí las mismas medias verdades. El padre Lestoumel me escuchaba mostrando cada vez más signos de inquietud, y cuando hube terminado formuló una serie de preguntas a Hélène, a todas luces con el fin de poner a prueba la exactitud de mi relato. Yo, mientras escuchaba aquel suave interrogatorio, reparé en dos moscas que revoloteaban la una alrededor de la otra a escasa distancia del techo. Se les sumó una tercera que introdujo un elemento anómalo en sus órbitas. Me quedé hipnotizado por sus movimientos, por la complejidad de la influencia que ejercían entre sí, y me sobresalté cuando el padre Lestoumel me puso una mano en el hombro.

—Perdone que me excuse unos instantes —dijo, apretándome con más fuerza—. Voy un momento a la capilla y enseguida vuelvo.

Hélène y yo lo esperamos en silencio, y cuando reapareció traía consigo una cajita de plata. Levantó la tapa y extrajo una hostia consagrada. A continuación miró a Hélène y le dijo:

—Madame, puede que lo que voy a hacer ahora le cause una cierta angustia.

Le retiró a Annette el pelo de la cara y le puso la hostia encima de la frente. De inmediato la niña lanzó un alarido, como si sufriera un intenso dolor, y agitó brazos y piernas de forma descontrolada. El padre Lestoumel intentó sujetarla, pero sin éxito, y entonces exclamó:

—¡Rápido! ¡Clément! ¡Ayúdeme! —Y yo salté inmediatamente a socorrerle.

Entre los dos conseguimos sujetar a la pequeña, pero solo con grandes dificultades. Ambos estábamos sorprendidos por la enorme fuerza que tenía, y si hubiera continuado mucho más tiempo lanzando patadas y puñetazos, nuestros esfuerzos por reprimir sus movimientos habrían fracasado. Por suerte, el ataque fue cediendo y el padre Lestoumel dirigió mi atención hacia la hostia consagrada, que había caído al suelo. En la frente de Annette había aparecido una mancha de color rojo que, por su forma circular y por su tamaño, se correspondía exactamente con la oblea.

Hélène permanecía de pie en el otro extremo de la habitación, con las manos cruzadas sobre el pecho. Por su expresión, parecía estar al borde de las lágrimas. En el rostro de la pequeña cayó una mosca, y yo la aparté con la mano.

—Madame —dijo el curé—, debe de estar usted muy cansada. Vayase a dormir. En su momento, nuestras necesidades quedarán mejor satisfechas si se encuentra usted descansada.

—¿Qué es lo que va a hacer, padre? —quiso saber Hélène.

—Nada, de momento; no obstante, le estaría sumamente agradecido si me permitiera hablar en privado con monsieur Clément. Hay ciertas cuestiones relativas a la procedencia de ese cristal que quisiera aclarar. Y después decidiré la mejor manera de proceder.

Hélène no quería marcharse, así que yo, con grandes aspavientos, me puse a explorar a Annette, a tomarle el pulso y la temperatura.

—Su estado es estable —dije con ánimo de tranquilizarla—. Tal vez debería usted hacer lo que le sugiere el padre Lestoumel. Aproveche la oportunidad de descansar mientras pueda.

Hélène afirmó con la cabeza y fue hacia la puerta. Antes de dejarnos solos, se volvió para mirar a su hija al tiempo que le rodaban las lágrimas por las mejillas. Ver a Hélène tan angustiada hizo que me sintiera el más despreciable de los mortales.

—Gracias, monsieur —dijo el sacerdote, y ambos nos sentamos nuevamente a mi escritorio.

El padre Lestoumel juntó las manos formando una pirámide e hizo rebotar ésta contra sus labios fruncidos. Tras un prolongado silencio de honda reflexión, dijo:

—Me gustaría empezar haciéndole una o dos preguntas acerca de esos ocultistas que conoció usted en París. ¿Eran miembros de…?

—Padre Lestoumel —lo interrumpí—. Lamento decir que la historia que he contado para explicar cómo llegó ese cristal a mis manos es falsa en su mayor parte. —El sacerdote ladeó la cabeza y me perforó con una mirada interrogante—. No deseaba asustar a madame Du Bris con la historia verdadera.

—¿No entró usted en contacto con ninguna secta de magia?

—No.

—¿Y tampoco hubo ningún sacerdote erudito?

—Bueno, en ese caso he contado una verdad a medias. Se llamaba padre Ranvier. Pero no me entregó el cristal para que lo guardase durante su ausencia. Y tampoco es cierto que no volviera jamás de sus viajes.

—¿Qué le sucedió?

—El demonio… —Sentí un escalofrío al rememorar el espantoso fin que había tenido el padre Ranvier.

—Monsieur Clément —dijo el curé al tiempo que se persignaba—, es posible que haya llegado el momento de que se libere usted de su carga.

Pasé largo rato mirando fijamente la superficie del escritorio, intentando poner orden en mis pensamientos. Me resultaba difícil determinar por dónde debía empezar, pero al fin logré decir:

—Después del gran asedio, viajé a las Antillas para trabajar en el hospital de la misión de las Pobres Hermanas de la Preciosa Sangre, situado en la isla de Saint-Sébastien.

Y una vez que empecé, continué. Las palabras fueron saliendo con más facilidad, el ritmo de la narración iba exigiendo una locución cada vez más rápida. Le conté todo al curé: le hablé de Duchenne, del experimento y de mi posterior descenso a la depravación. Le hablé de Coubertin, del exorcismo llevado a cabo en la cripta de Saint-Sulpice y de la horrible muerte del padre Ranvier. Únicamente cuando intenté describir la excursión a Chinon se me formó un nudo en la garganta que me impidió continuar hablando. Extendí el brazo, como si pudiera apartar los recuerdos con un manotazo, y corrí al armario para servirme más ron. Cuando volví a sentarme, el padre Lestoumel apoyó su mano en la mía y me dijo:

—Hijo mío, cuánto ha sufrido usted.

Yo no esperaba aquella reacción, y me sentí profundamente conmovido por su comprensión.

Me acerqué el vaso a los labios, bebí un sorbo de ron y dije:

—Si es la voluntad de Dios que yo sufra, pues que así sea; pero no logro entender por qué ha de sufrir también Annette. Es incomprensible. ¿Por qué permite Dios que sucedan estas cosas?

—Hombres más sabios que yo han intentado contestar a esa pregunta y han obtenido resultados menos que satisfactorios. Pero nuestra incapacidad para penetrar los misterios de Dios no implica que Él sea indiferente a nuestro sufrimiento.

—Ojalá pudiera yo creer eso.

—Nuestro Señor se vio asaltado por las dudas, monsieur. Cuando estaba siendo crucificado, ¿acaso no exclamó: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? Nadie está libre de experimentar dudas.

Yo me volví para mirar a Annette, que seguía al otro lado de la habitación.

—Annette es una niña muy dulce. No soporto imaginar a qué tormentos está siendo sometida, incluso en este mismo momento, mientras decimos esto. No soporto imaginar lo que le está haciendo ese demonio.

El padre Lestoumel retiró la mano.

—Piense una cosa, amigo mío: si un hombre malvado estuviera poseído, ¿cómo lo sabríamos? Tanto él como la entidad que ha asumido el control de su mente compartirían los mismos objetivos. Por consiguiente, el comportamiento de ese hombre no cambiaría. ¡Y sin embargo, fíjese en Annette! Su alma no está cediendo. El demonio es incapaz de manipularla. En su espíritu no es una niña desamparada, sino una potencia con la que hay que vérselas.

—Es posible. Pero no se la puede despertar, y tampoco puede comer ni beber. Hemos de actuar con prontitud, padre, o de lo contrario morirá.

—Por supuesto. —El sacerdote se quitó el bonete y lo utilizó para matar una de las moscas—. Es necesario expulsar a ese demonio, y ha de ser pronto.

—¿Alguna vez ha llevado a cabo un exorcismo, padre?

—No.

—¿Y está seguro de que…?

—¿De que estoy a la altura de semejante tarea? Todos los sacerdotes somos soldados de Cristo. Todos los sacerdotes somos exorcistas.

A aquellas alturas ya casi no tenía sentido observar las pequeñas cortesías, de modo que insistí en mi preocupación:

—El padre Ranvier era un distinguido erudito. Había dedicado la vida entera a estudiar la catedral de París y todo lo que había que saber de ella. Y pese a ello, no fue rival para el demonio.

—No se preocupe, monsieur —replicó mi compañero—, yo no subestimo a nuestro adversario.

Me saqué del bolsillo uno de los sellos de pergamino y se lo pasé al sacerdote. Éste examinó los jeroglíficos con los ojos entornados.

—Es un amuleto. Lo he hecho para Annette, pero por desgracia no he podido dárselo a tiempo. Llevo más de un año estudiando los libros que hay en la biblioteca.

—Una colección muy interesante.

—Y tengo buenos motivos para creer que este sello le otorgará a usted un poco de protección. —El curé dio vuelta al pergamino y lo acercó a la luz. A mí me pareció detectar cierta cautela en sus movimientos—. Padre Lestoumel —seguí diciendo—, hay quien cree que José, el hijo de Jacob, que era capaz de interpretar los sueños, practicaba la magia egipcia. Y Moisés también. Recordará usted que el legislador portaba un cayado. También podría describirse como una varita. No toda la magia es mala, padre. Y hay hechizos que vienen usándose contra las fuerzas del mal desde las épocas más antiguas. Por favor, quédese el amuleto.

El curé inclinó la cabeza y se guardó el amuleto en el bolsillo.

—Gracias —dijo—, pero ya estoy protegido.

—¿Por su fe?

—Así es. —Su convicción no reforzó mi confianza; al contrario: si acaso, la debilitó—. ¿Opina usted que la niña está en condiciones de viajar? —me preguntó.

—Sí, supongo que sí. ¿Por qué? ¿Quiere llevarla a Saint-Catherine?

—No. Estaba pensando en un lugar más alejado.

—¿Cuál?

—París.

Me quedé tan estupefacto que tan solo pude reaccionar emitiendo sonidos desarticulados.

—Puede que le sorprenda saber —prosiguió el sacerdote— que no desconozco del todo las ciencias ocultas. Incluso me atrevería a decir que, para ser un cura de pueblo, soy un hombre bastante leído. Antes de que usted empezara a trabajar para esta familia, yo venía a oficiar la misa en la capilla para madame Odile en algunas festividades de santos especiales, y después, muy de vez en cuando, pasaba unas horas en la biblioteca. Puede que no sea un erudito, pero poseo razonables conocimientos de lo que se podría denominar los principios elementales. Y, en mi opinión, el exorcismo debería tener lugar en la catedral. Allí fue donde se inició esto, y allí es donde debe terminar. —Quise expresar una objeción, pero el sacerdote desechó todo lo que iba a decir haciendo un gesto con su bonete—. Ahora bien, me gustaría saber si su amigo monsieur Bazile estaría dispuesto a ayudarnos. Necesitaremos estar en la catedral al amanecer, y hemos de poder acceder a una zona retirada en la que no nos moleste nadie.

—No he vuelto a tener correspondencia con monsieur Bazile desde que me marché de París.

—En ese caso, hemos de esperar que todavía ocupe el mismo cargo.

El curé se puso de pie y empezó a pasear alrededor del escritorio frotándose la barbilla y hablando muy deprisa. No se dirigía a mí, más bien iba pensando en voz alta:

—Debemos partir lo antes posible para aprovechar la luz diurna. Nos llevará Louis. Si salimos pronto, es posible que lleguemos a la capital poco antes de que anochezca. —Yo quería saber por qué, exactamente, había llegado a la conclusión de que el exorcismo debía tener lugar en la catedral, pero él no se mostraba muy comunicativo. Me respondió con algunas generalizaciones más bien vagas, y cuando le presioné habló solo de simetrías, afinidades y correspondencias. Al final terminó despachando mis peticiones de aclaración con un ademán de impaciencia y reanudó su monólogo—: Cuando me haya ido, debe usted informar de nuestro plan a madame Du Bris. Ella, como es natural, querrá venir con nosotros. Yo sugeriría que nos reuniésemos delante de Saint-Catherine a la una en punto.

Mientras el padre Lestoumel expresaba en voz alta lo que iba pensando, yo me sentía cada vez menos seguro de haber acertado al decidir involucrarlo a él. No estaba convencido de que comprendiera del todo los terribles peligros a los que íbamos a enfrentarnos. Sin embargo, no tenía más remedio que dejarme guiar por él. Era sacerdote, y un sacerdote era lo que se necesitaba para llevar a cabo el exorcismo. En una de las vueltas que dio al escritorio nuestras miradas se cruzaron, y él debió de percibir mi incertidumbre, porque hizo un alto y me sonrió de manera extraña.

—Fe —me dijo, para seguidamente reanudar sus paseos—. Tenga fe.

Pero a mí aquella exhortación suya no me resultó en absoluto tranquilizadora.

Cuando el curé dejó de hablar por fin, se plantó junto al diván y se quitó la cruz de madera que llevaba al cuello. Pasó el cordón de cuero por la cabeza de Annette y depositó el sagrado objeto sobre su pecho. Acto seguido, tocó la mancha roja que tenía la pequeña en la frente y dijo:

—Sé fuerte. Que Dios te proteja.

Nos estrechamos la mano.

—A la una, monsieur. Delante de Saint-Catherine.

A continuación volvió a calarse el bonete y desapareció en el interior de la biblioteca.

Me senté al lado de Annette y me quedé contemplando su rostro. Tenía una expresión de serenidad y le había vuelto el color de las mejillas. Se la veía tranquila y su respiración era regular. Fuera, los pájaros cantaban y el sol estaba alto en el cielo. Un zumbido mecánico llenó el espacio, y al instante comenzaron a dar la hora los relojes de la biblioteca y del estudio. Eran las doce. Antes de que se difuminara la última campanada, Annette abrió los ojos de pronto. Me sobresalté y dejé escapar una exclamación ahogada. Ella volvió la cabeza hacia un lado y dijo:

—Monsieur Clément. —La voz era la suya.

—¡Annette!

—Monsieur, tengo mucha sed. ¿Podría darme algo de beber?

—Sí, naturalmente, naturalmente.

Salté de la silla y vacié una jarra de agua en una copa. Luego regresé al diván, ayudé a Annette a incorporarse y le puse varios cojines en la espalda. Le acerqué la copa a los labios, y ella bebió con ansiedad.

—He tenido unas pesadillas horribles, monsieur.

—No me digas.

—Había una criatura repugnante, como la de la aguja de la iglesia, que vino hacia mí y no quería dejarme en paz. Se burlaba de mí, me hacía daño y me llamaba cosas.

—Annette, cuánto lo siento. —Tomé su mano en la mía y la apreté con fuerza. Me percaté de que las uñas de ella eran ahora más gruesas.

—Y también había fuego, y personas que gritaban, y monstruos que salían de la tierra.

—No pienses en eso.

Annette frunció el entrecejo.

—¿Vuelvo a estar enferma?

—Sí.

—¿Voy a morirme, monsieur?

—No.

—La criatura dijo que iba a morirme pronto.

—No ha sido más que un sueño, Annette. —De repente se le pusieron los ojos vidriosos y la cabeza se le venció hacia delante—. ¡Annette! —exclamé—. ¡Annette!

Pero estaba insensible. Entonces oí un grave rugido que provenía de la parte posterior de su garganta; se prolongó unos instantes y luego cambió de inflexión y empezó a articular obscenidades.

—¡Annette! —Pero ya no era ella. Retiré los cojines de uno en uno y me aseguré de que estuviera cómodamente tumbada—. ¡Llévame a mí! —chillé enfurecido—. ¡Llévame a mí! A ella, no. No pienso resistirme. ¡Llévame ahora!

Pero el demonio no aceptó mi invitación. El infierno en el que me encontraba yo era mucho peor que el infierno de fuego y azufre, y él quería que me quedase donde estaba el mayor tiempo posible.

Me enjugué las lágrimas y llamé para que acudiera un criado. Quien llegó fue Monique, y le dije que fuera a despertar a madame Du Bris de inmediato.

—Pero no alarmes a tu señora —añadí cuando ya bajaba por la escalera—. Dile que Annie se encuentra bien.

Transcurridos unos minutos entró Hélène en el estudio. Previo que seguramente yo iba a pedirle disculpas, y me dijo:

—No estaba dormida. —Después recorrió la habitación con la mirada y agregó—: ¿Dónde está el padre Lestoumel?

—Se ha ido otra vez al pueblo.

—¿Y cuándo va a volver?

—No va a volver. —Le indiqué con un gesto que tomara asiento y le conté el plan que había trazado el curé.

—¿Pero por qué tenemos que ir a París? ¿Y a Notre-Dame? —quiso saber Hélène.

—Porque es un lugar muy santo —le contesté. Como ella no pareció quedar muy satisfecha con mi respuesta, me sentí obligado a añadir—: Hemos de depositar nuestra confianza en el padre Lestoumel.

Mientras Hélène se quedaba sentada acompañando a Annette, yo fui a buscar a Louis y lo hallé en la cocina. Le dije que preparase una bolsa de viaje pequeña y el carruaje de dos caballos, para ir a París. Los muchos años que llevaba sirviendo lo habían acostumbrado a obedecer órdenes, y apenas pestañeó cuando añadí que teníamos la intención de partir dentro de media hora. Cuando regresaba al estudio me tropecé con Raboulet. Llevaba puesta una bata y unas zapatillas orientales, y tenía a Elektra en brazos.

—Clément, ¿qué está pasando? No encuentro a Hélène por ninguna parte, y madame Boustagnier me ha dicho que Annette está muy enferma.

—Sí, me temo que lo que le han dicho es correcto. Ha sufrido múltiples ataques… a lo largo de toda la noche.

—Es horrible.

—He hecho todo cuanto estaba en mi mano, pero no ha sido suficiente. De modo que he decidido llevarla a París, a que la vea Charcot.

—¿Charcot?

—Si hay una persona capaz de ayudarla, es el jefe de los servicios de La Salpêtrière.

—¿Quiere que vaya con usted?

—No, no va a ser necesario. Madame Du Bris va a acompañarme en el viaje.

—¿Me permite ver a Annette?

—¿Ahora? Preferiría que no, está dormida. La pobrecilla está agotada. —Elektra intentó introducir un dedito en la boca de su padre y dejó escapar una risa—. Perdóneme, pero… —Señalé que necesitaba pasar, y Raboulet se hizo a un lado. Yo le di las gracias, atravesé a toda prisa las varias estancias comunicadas y subí la escalera que conducía a mi estudio.

Hélène aún seguía sentada junto al diván, y me informó de que Annette había permanecido todo el rato tranquila y en silencio. Yo, a cambio, le conté el pretexto que le había puesto a Raboulet para explicar nuestra inminente partida. Acto seguido, Hélène se marchó a hacer sus propios preparativos para el viaje y yo me lavé y me afeité. Aunque las ventanas estaban cerradas, había moscas por todas partes, y supuse que debía de existir alguna relación entre la proliferación de éstas y el demonio. De pronto sentí que montaba en cólera, y propiné una fuerte palmada al cristal del espejo para aplastar una. Cuando retiré la mano, el insecto muerto cayó en el lavamanos y se hundió por debajo de la espuma de jabón.

Cuando oí los relinchos de los caballos y el traqueteo del carruaje, tomé a Annette en brazos y bajé con ella al patio. Bajo el intenso y benévolo resplandor del sol parecía casi lo que había sido siempre: una niña preciosa, dormida. Era una suerte que la hora del día favoreciese las fuerzas de la luz sobre las fuerzas de las tinieblas, porque Raboulet estaba aguardando para despedirse de nosotros y yo no quería que viera a su sobrina hablando lenguas desconocidas y pronunciando obscenidades. Hélène se subió al carruaje y Raboulet me ayudó a izar a Annette hasta el asiento. Le apoyamos la cabeza en el regazo de su madre y la arropamos con una manta. Raboulet le acarició el cabello, y al hacerlo descubrió la marca roja que le había hecho el padre Lestoumel con la hostia consagrada.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una erupción —contesté.

Raboulet puso cara de perplejidad, pero no le dio mayor importancia. Se apeó del carruaje y me entregó mi maletín médico y una batería que había mandado yo bajar. Ya estaba pensando en lo impensable.

Louis subió al pescante, y en cuanto hubimos dejado atrás los jardines le di la orden de que detuviese el carruaje delante de Saint-Catherine. Llegamos al pueblo poco antes de la una en punto, pero el padre Lestoumel no estaba esperándonos. Entré en la iglesia, y lo encontré arrodillado ante el altar y rezando. A su lado descansaba un petate de cuero de gran tamaño. Estaba sin cerrar, y al parecer contenía una biblia, varias velas y una estola enrollada. Al oír mis pisadas, se persignó y se incorporó para acudir a mi encuentro.

—¿Ya es la una?

—Sí —dije. La escasa confianza que podía tener en él se había evaporado súbitamente. Se le veía diminuto y un poco aturdido—. Padre —continué—, ¿está seguro de que desea seguir adelante con esto?

—Naturalmente.

—Si hubiera decidido que no, yo no le haría el menor reproche.

—La vida de esa niña corre peligro.

—Sí, y la suya también, padre.

—Cierto, pero no tengo miedo.

—Pues debería tenerlo.

—No quiero morir. Pero si es la voluntad de Dios… —Se encogió de hombros y repitió el mismo mandamiento vacuo que yo había oído ya tantas veces, y que ahora sirvió únicamente para acrecentar mi pesimismo—: Fe, amigo mío. Tenga fe. —Luego sonrió y añadió—: Venga por aquí, quiero enseñarle una cosa.

Lo acompañé por un pasillo lateral, y nos detuvimos bajo la vidriera de Gilbert de Gandelus y el demonio. La imagen era tan fascinante y colorida, que resultaba fácil pasar por alto la placa de metal oxidado que había debajo de ella, en el muro. El curé metió la mano en el hondo bolsillo de su sotana y extrajo una llave, y en aquel momento comprendí qué era lo que estaba viendo: no era una placa, sino una puerta. El padre Lestoumel introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. El chasquido que hizo el mecanismo al abrirse levantó eco por toda la iglesia. Entonces deslizó un dedo en el pequeño hueco que quedaba entre el metal y la piedra y tiró de la puerta. A continuación metió la mano entera en aquel oscuro compartimiento y sacó un libro de buen tamaño que me entregó a mí para que lo examinara. Estaba encuadernado con cuero rojo y los cierres eran de oro. Mi mirada se posó alternativamente en el libro y en el resplandeciente duplicado de éste que aparecía representado en la vidriera. El curé me mostró el lomo y señaló el título: Malleus Daemonum, El martillo de los demonios.

—Éste, amigo mío —dijo el padre Lestoumel—, fue el secreto de los notorios éxitos que obtuvo Gilbert de Gandelus. Se lo dio Roland Du Bris, un antepasado de la familia para la que trabaja usted, en la época en que tuvieron lugar las posesiones demoníacas de Séry-des-Fontaines. El autor de esta obra no es otro que el gran alquimista Nicolás Flamel, que vivió no muy lejos de la catedral de París. Como usted ya sabrá, naturalmente, se dice que fabricó una piedra filosofal y que descubrió el elixir de la vida. Esta notable obra, que, por razones obvias, permaneció muchos siglos apartada del conocimiento de los eruditos, contiene un ritual de restitución, un ritual capaz de volver a enviar a los demonios al infierno. Flamel sugiere que cuando un exorcista logra identificar el portal a través del cual puede entrar un demonio en el mundo, entonces es cuando dicho ritual tiene más probabilidades de resultar eficaz. Llevaba mucho tiempo preguntándome por qué había recaído en mí, un sencillo cura de pueblo, la responsabilidad de ser el custodio de este tesoro oculto. Pero ahora creo saberlo. El Todopoderoso tiene un plan, ¿comprende? Y a mí me corresponde desempeñar un pequeño papel… igual que a usted le corresponde otro, monsieur. —Me entregó el libro—. Vamos —finalizó—, hemos de darnos prisa. Ya es más de la una, y el camino que tenemos hasta París es muy largo.