22

A la mañana siguiente fui a ver a Annette. La encontré de un ánimo excelente, y parecía estar casi recuperada del todo. Mi intención era darle el amuleto, pero se hallaba presente Monique, de modo que decidí que sería más sensato dejar el asunto hasta que estuviéramos solos. Aunque tenía hambre, deseaba despejarme la cabeza, así que fui a dar un corto paseo por los jardines antes de ir a desayunar. Cuando salí al patio vi a Louis y a monsieur Boustagnier izando un enorme baúl, de los dos que había, a la parte trasera de la tartana. Por una de las puertas traseras salió Du Bris; venía vestido con elegancia y caminaba impulsándose con un bastón. Había algo en su seguridad al andar que me recordó a Charcot.

—Buenos días, monsieur Clément.

—Buenos días —contesté—. ¿Es que nos deja?

—Así es, pero serán unos días nada más. Voy a Tours. —Calló unos instantes, reflexionó si debía decir algo más o no, y luego añadió—: Tengo que firmar unos documentos. —El olor de la colonia que llevaba resultaba un tanto abrumador. A mí me pareció que el esmero que había puesto en su indumentaria era mayor del que se acostumbra a poner cuando se tiene una cita con un notario. Du Bris se enderezó el clavel que llevaba prendido en el ojal y me preguntó—: ¿Cómo está Annette?

—Muy bien. No hay complicaciones.

—Estupendo, estupendo. —Y a continuación me miró como diciendo: «¿Algo más?».

—Estaba pensando… —empecé yo, fingiendo naturalidad—. ¿Ha tenido ocasión de hablar con madame Odile?

—¿Respecto a qué? —Su voz había adquirido un tinte de impaciencia.

—Respecto al libro que mencioné.

—¡Ah, eso! No, lo siento, no le hablado con ella. Ya se lo pediré cuando regrese. Ahora, si no le importa, Clément, la verdad es que tengo que irme. He de tomar la diligencia.

Subió al carruaje y Louis tiró de las riendas. Cuando la tartana empezó a alejarse, monsieur Boustagnier me miró con gesto divertido.

Después de desayunar en la cocina, fui a la habitación de Annette con la intención de entregarle el amuleto, pero al llegar vi que no estaba. Gracias a mademoiselle Drouart, me enteré de que Annette se sentía mucho más fuerte y había salido a dar un paseo con su madre. Regresé a mi estudio y escribí a un hotel de París, y luego me puse a ordenar mis pertenencias y a separar las cosas que debía llevarme conmigo de las que quizá dejase en el château.

Louis había vuelto del pueblo trayendo varias cartas, y entre ellas había una para mí, que llevaba en el remite el nombre de Valdestin. Desde que me fui de La Salpêtrière habíamos mantenido una correspondencia muy ocasional; esta oportuna comunicación añadiría más legitimidad a la historia que estaba urdiendo en mi mente, según la cual había recibido una mala noticia de índole personal y, lamentándolo mucho, tenía que regresar inexcusablemente a París. Había decidido hacer el anuncio al día siguiente, y por dicha razón me resultaba imposible cenar con la familia. Una vez más, cené a solas en mis aposentos, y, cuando el sol ya se ponía, salí a dar el que imaginaba que sería mi último paseo por los jardines del château. Cuando atravesaba el Jardín de los Sentidos, oí que los perros empezaban a aullar de nuevo, igual que la noche anterior. Unos minutos más tarde entré en el patio y vi a Louis de pie junto a la perrera. Los canes se hallaban dentro de un recinto cuadrado, formado por una tapia de baja altura coronada por altas barandillas de hiero.

—No sé qué les pasa —comentó Louis, quitándose un cigarrillo de entre los labios—. Nunca los había visto así.

Dos de los perros estaban de pie sobre las patas traseras y lanzaban quejidos lastimeros, mientras que los otros tres caminaban nerviosos en círculos, se agazapaban y gimoteaban. Me encogí de hombros, di las buenas noches y entré en el château por la puerta de la cocina. Tras atravesar el comedor y la sala, ascendí las escaleras y entré en la biblioteca, donde me senté de nuevo a mi mesa y me puse a repasar mis notas. Examiné las transcripciones anteriores para cerciorarme de que fueran exactas, en particular los pasajes relativos a la construcción de armas mágicas. Fue ésta una tarea laboriosa, y la verificación de símbolos y jeroglíficos me tuvo ocupado hasta las primeras horas de la madrugada.

Fue entonces, al hacer una pausa para fumar un cigarro, cuando caí en la cuenta del silencio que reinaba en la casa. Los perros habían dejado de aullar. Debería haberme alegrado, porque estaban armando un estruendo horroroso, en cambio aquel silencio me produjo inquietud, como si hasta el último ser vivo hubiera abandonado este mundo y yo me encontrara completamente solo. En mi imaginación, el paisaje que se veía más allá de las paredes de la biblioteca se había transformado en una extensión desolada y vacía. Al abrir la boca, exhalé una nube de humo y contemplé cómo se desplazaba ésta por encima de las páginas de un manuscrito iluminado. En aquel instante se movió la manecilla del reloj que indicaba los minutos, y me fijé en la hora: las dos y diez. Un suave repiqueteo turbó el silencio, y supuse que había comenzado a llover, pero cuando levanté la vista hacia la ventana no vi ni gotas ni regueros de agua, y cuando escuché con mayor atención el repiqueteo se hizo más nítido y más intenso. Alguien subía las escaleras a la carrera. Un instante después vi el resplandor de una vela y una figura vestida con ropa de dormir que entraba en la antecámara.

—¿Monsieur?

Era una voz femenina y joven, y pertenecía a Monique. Se hacía evidente que la había sorprendido encontrarme levantado, en la biblioteca.

Me puse de pie y fui rápidamente a su encuentro.

—¿Qué sucede? ¡Espero que no sea otro ataque!

—No. La señorita se encuentra bien. —La doncella traía el pelo despeinado y de punta, en forma de pegotes horizontales—. Me envía madame Du Bris.

—¿Por qué? ¿Qué le ocurre?

—No lo sé. Annie quería que esta noche yo volviera a dormir en su habitación, y así lo hice, pero madame Du Bris me ha despertado para decirme que viniera a buscarlo a usted enseguida. No parecía… —la muchacha titubeó— no parecía ella misma.

Aquella forma de expresarse resultaba de lo más peculiar, y la joven, a juzgar por su semblante, se sentía un tanto incómoda. Observó la biblioteca, a mi espalda, y advertí que consideraba sumamente irregular que un caballero estuviera leyendo en mitad de la noche.

Corrimos escaleras abajo, y Monique me condujo a través de una serie de habitaciones comunicadas entre sí hasta una estancia alargada que hacía las veces de pasillo, provista de puertas contiguas a uno y otro lado. Señaló una que había a nuestra izquierda y, más bien nerviosa, lanzó una mirada hacia un pasillo adyacente. Deduje que estaba preocupada por Annette.

—No pasa nada —le dije—. Ya puedes marcharte, si quieres.

Ella me dio las gracias y se escabulló a toda prisa.

Me encontraba frente a una habitación en la que no había estado nunca. No era donde dormían habitualmente Hélène y su esposo. Conocía las dependencias del matrimonio porque el invierno anterior Du Bris había sufrido una infección del pecho y, como es natural, yo había pasado un cierto tiempo junto a su cama. Me enderecé el lazo de la corbata, me pasé los dedos por el cabello y llamé a la puerta. Hubo una larga pausa, y a punto estaba de llamar de nuevo cuando oí responder a Hélène:

—Adelante.

Giré el picaporte y entré. La habitación estaba iluminada por un único candil y olía a lavanda. En las paredes colgaban tapices medievales, y los muebles —un armario de gran tamaño, un tocador y una cómoda con cajones— eran de construcción maciza. No pude ver a Hélène porque estaba oculta tras los cortinajes de una cama de cuatro postes.

—¿Madame? —dije tímidamente.

De pronto se abrió una de las pesadas cortinas de brocado y la vi, sentada en la cama y recostada contra una montaña de almohadas bordadas.

—Madame —inquirí—. ¿Qué es lo que sucede?

Di un paso hacia ella y me asomé por la abertura de las cortinas. Hélène tenía los ojos entrecerrados, los párpados caídos, el cabello convertido en una maraña de bucles sueltos. Llevaba puesto un camisón de escote profundo y revelador.

—No podía dormir —me dijo. Tenía el habla un poco gangosa, como si hubiera estado bebiendo, pero no percibí que el aliento le oliese a alcohol.

—¿Desea otra infusión, madame?

Hélène continuó como si yo no hubiera dicho nada.

—Y tengo un dolor… —se tocó el esternón y se dibujó varios círculos en el pecho— aquí.

De repente comenzó a agitar las piernas, y su cuerpo pareció retorcerse y contorsionarse. Sin embargo, dichas contorsiones no sugerían sufrimiento, sino más bien un sensual abandono. Con la otra mano, jugueteó con los rizos del pelo y después la ocultó por debajo del cubrecama generando una ondulación en el tejido de éste que le recorrió el vientre y desapareció entre los muslos. Los leves movimientos que siguieron a continuación fueron exploratorios, y a mí se me llenó la cabeza de imágenes: el borde del camisón que se alzaba, un dedo índice que se perdía entre pliegues carnosos. Incluso me pareció oír el susurro de la seda, y, sin razón aparente, supuse que llevaba puestas las mismas medias rojas que la noche anterior. En el fondo de mi vientre se prendió la llama del deseo y empezaron a arderme las ingles.

—Acérquese más —dijo Hélène con voz suave. Acto seguido alargó el brazo y apretó la palma de la mano contra mi tumescencia. Yo dejé escapar una exclamación ahogada de puro asombro. Sabía que al ceder a sus caricias estaba obrando de forma poco honrosa, pero la admiración que sentía por ella siempre se había visto complicada por otros sentimientos más profundos. Que me tocasen así, después de tanto tiempo, hacía que su invitación a convertirme en un transgresor resultara casi irresistible. Con todo, mientras estaba allí de pie, temblando de expectación, también me sentía inquieto, y no solo a causa de mis remordimientos de conciencia. Desde que los perros dejaron de aullar, todo lo que había ocurrido después parecía irreal, como los sucesos turbadores que se viven en una pesadilla, y sobre todo en lo referente al extraordinario comportamiento de Hélène.

—Acérquese más —repitió en un tono que contenía un suspiro apagado.

Cuando levantó la vista hacia mí, me encogí espantado. Detrás de sus ojos no había nada, tan solo un vacío terrible, sumiso. Un vacío sumiso que reconocí al momento. La sacudí de los hombros con la esperanza de despertarla del trance.

—Madame, despierte… ¡despierte!

Pero no sirvió de nada, simplemente volvió a caer contra las almohadas, se humedeció los labios con la lengua y continuó haciendo movimientos sinuosos. Se tocó otra vez el pecho y dijo:

—Me duele, me duele mucho.

Yo retrocedí, a un tiempo fascinado y aterrorizado por el espectáculo de aquel delirio de sensualidad. La mano de Hélène flotaba en el aire, sus dedos ejecutaban leves movimientos de agarrar, como si abrigara la esperanza de asirse a mi persona. En mi afán de replegarme, tropecé con la alfombra y caí contra el armario. Como no sabía qué hacer, corrí hacia la puerta, la abrí, salí y la cerré de nuevo de golpe. Antes de que tuviera ocasión de recobrar la compostura, vi el resplandor de una vela y detrás de ésta surgió otra vez Monique. Al verme de pie en la oscuridad, lanzó un gritito.

—¡Monsieur! —Se puso una mano en el corazón—. ¡Me ha sobresaltado!

—Perdóname. No era mi intención asustarte.

—¿Ha visto a Annie? ¿Ha venido por aquí?

—No.

—No está en su habitación. Llevo todo este rato buscándola.

—¿Ya había desaparecido cuando volviste?

—Sí. He mirado en el cuarto de los niños, en la capilla y en la sala de estudio. No la encuentro por ninguna parte.

En eso se abrió la puerta que había detrás de mí y apareció Hélène. Se había puesto encima una bata y se había recogido el pelo con una cinta, pero todavía estaba desaliñada y aturdida.

—¿Monsieur? —dijo con voz ronca y frotándose los ojos para disipar el sueño—. ¿Qué sucede?

—Annette ha desaparecido —contesté.

—¿Que ha desaparecido…? —repitió ella.

Al parecer, no recordaba en absoluto lo que acababa de ocurrir entre nosotros.

—Sí —continué—. Sin embargo, creo saber dónde puede encontrarse. —Hélène, sin protestar, me permitió tomar el candil, y eché a andar en dirección a la escalera—. Monique —ordené—, haz el favor de seguir buscando a la señorita aquí abajo.

Con el corazón atenazado por el miedo, volví sobre mis pasos y recorrí a la inversa las habitaciones comunicadas. Cuando llegué al pie de la escalera oí gritar a Hélène:

—¡Monsieur Clément! ¡Espere!

Me había seguido, y al volverme la vi surgir de las sombras.

—Vamos por aquí —dije, empezando a subir.

—¿Adonde se dirige? —me preguntó ella.

—A mis habitaciones.

—¿Pero por qué? ¿Para qué iba a ir Annette a sus habitaciones? ¡Y a estas horas!

—Está caminando sonámbula, como la otra vez. Perdóneme, madame, hemos de darnos prisa.

Cuando llegamos a la antecámara apreté el paso, y al entrar en la biblioteca eché a correr. Después de dejar atrás el globo terrestre y el celeste, surgió a la vista la puerta de mi apartamento. Tal como esperaba, estaba abierta de par en par. La niña había recorrido el château completamente a oscuras.

—¡Annette! —la llamé a voces—. ¡Annette!

Al irrumpir en mi estudio, lo que vi me hizo frenar en seco. Tuve la sensación de que el corazón me subía a la garganta y se quedaba allí atorado.

La tapa del arcón estaba abierta, y los cortinajes que antes se hallaban pulcramente doblados aparecían esparcidos por el suelo. Vi un frasco volcado de lado, una caja de dinero boca abajo y el brillo de varias llaves tiradas. Annette se encontraba de pie junto al arcón, con los brazos extendidos y la bola de cristal en las manos. Miraba fijamente lo que había dentro y parecía sentirse hechizada por lo que estaba viendo. Alumbraba sus facciones una luminiscencia roja que manaba de la grieta que se apreciaba en la superficie. De pronto, desde el interior del cristal se volvió hacia mí un ojo amarillo y distorsionado, y la maldad que tenía aquel demonio irradió una energía tan espeluznante que me flaquearon las piernas. Cuando Hélène llegó a mi altura, el ojo parpadeó y se apagó. Yo le indiqué con una seña que no se acercara.

—Annette —dije con suavidad—, Annette, deja esa esfera. —Pero ella no me oyó, y continuó mirando fijamente el cristal—. Annette —le rogué—, escúchame. Es muy importante que me escuches.

—¿Qué es lo que tiene en las manos? —preguntó Hélène.

—Madame… por favor. —Me llevé un dedo a los labios para imponer silencio y miré a la niña con gesto cauteloso—. Annette. El que te habla es monsieur Clément, tu amigo, monsieur Clément. Es muy importante que me escuches, muy importante… ¿Annette?

Avancé otro paso más.

—¡Annette! —exclamó Hélène de improviso—. ¡Haz caso a monsieur Clément, te está hablando!

Solo intentaba ayudar, pero aquello bastó para sobresaltar a la pequeña, la cual dejó caer la esfera al suelo. El cristal se rompió en mil pedazos. Hubo un fogonazo de luz roja, un efluvio de azufre y una repentina recolocación de la oscuridad, como si todas las sombras de la habitación se hubieran precipitado hacia Annette. A la pequeña se le doblaron las piernas y se desplomó en el suelo, inconsciente.

Yo dejé el candil a un lado, tomé a Annette en brazos y la tendí sobre el diván. Respiraba de manera superficial y tenía el pulso acelerado, y cuando le levanté los párpados vi que las pupilas se habían contraído en dos puntos minúsculos. Intenté despertarla, pero no reaccionó.

Hélène estaba de pie a mi lado.

—Monsieur, ¿qué es lo que le ocurre?

Mi respuesta fue retórica y evasiva:

—Ha perdido el conocimiento.

—Ya —dijo Hélène—, ¿pero ha sufrido otro ataque?

—No.

—Entonces, ¿qué es…? —Se interrumpió de repente y frunció el entrecejo.

—Madame —contesté—. Sería mejor que se sentase.

Hélène retrocedió ligeramente y yo proseguí con mi exploración, pero una madre preocupada nunca permanece silenciosa mucho tiempo.

—Monsieur, ¿qué tenía Annette en las manos cuando entramos nosotros en la habitación?

—Un receptáculo de vidrio.

—Ya, pero ¿qué era? Recuerdo que usted dijo en una ocasión que en su arcón guardaba peligrosas sustancias químicas. Pero…

De pronto Annette comenzó a murmurar algo, y Hélène guardó silencio. Escuché atentamente y detecté fragmentos de latín y de griego.

—¿Se encuentra bien? —insistió Hélène.

—Sí, por el momento. —Me puse de pie—. Madame, debe usted excusarme.

—¿Adonde va?

—Aquí al lado. Enseguida vuelvo.

Fui a mi dormitorio, me senté en el colchón y hundí la cabeza entre las manos. El demonio había vuelto a conseguirlo. Me había llevado al infierno.

Sentí que me inundaba la cólera. Cerré los puños, levanté la vista al techo y lancé una sarta de insultos hacia el cielo. Pero mi desesperación era tal que a continuación me hinqué de rodillas y junté las manos para rezar. Estaba preparado para intentar cualquier cosa por salvar a Annette. Incluso estaba preparado para abrigar la frágil esperanza de que la teología de Bazile fuese acertada, y de que en última instancia no hubiera más remedio que abandonar el pensamiento racional y depositar la confianza en una autoridad, incomprensiblemente, más elevada.

—Por favor, Dios —recé—. No permitas que Annette sufra más de lo necesario. Te lo suplico.

—Monsieur Clément —se oyó la voz de Hélène amortiguada al otro lado de la puerta.

Me incorporé y volví a entrar en el estudio, y allí vi a Hélène junto a su hija. La pequeña estaba murmurando más alto que antes.

—Escuche —dijo Hélène—, escuche lo que dice. —Me puse en cuclillas y oí una retahila de obscenidades—. ¿Por qué está hablando así? No sabía que mi hija conociera esas palabras. —Hélène se fijó en los cristales rotos que lanzaban destellos a la luz del candil—. ¿Qué es lo que sacó Annette del arcón?

—Resulta difícil de explicar.

—Cuando soltó de las manos ese… ese receptáculo, me pareció ver unas alas. —Yo abrí la boca, pero por lo visto había perdido toda capacidad de articular. Hélène continuó—: ¿Qué es lo que está ocurriendo, monsieur? Dígamelo, por favor.

—¿Qué es lo que ha visto? —pregunté yo.

—Hubo un estallido luminoso, y después fue como si a Annette de pronto la rodeasen las sombras.

Sacudió la cabeza en un gesto de negación, y yo conjeturé que tenía que haber visto algo más, algo todavía más extraño. A pesar de todo, se apreció con claridad que dudaba de lo que le indicaban sus propios sentidos, y no quiso continuar. De pronto se oyeron unas pisadas que nos hicieron volver la cabeza hacia la biblioteca. En el umbral apareció Monique, y cuando vio a Annette tumbada en el diván se llevó una mano a la boca, asustada.

—Se ha desmayado —le dije yo a la criada—. Es algo que sucede a veces, cuando los sonámbulos reciben un susto. Ya estoy cuidando yo de ella. Vuelve a la cama, Monique, no hay nada que puedas hacer para ayudar.

Estaba deseando que se marchara; no quería que se diera cuenta de lo que estaba musitando Annette. Las dos mujeres se miraron la una a la otra, y Monique hizo un gesto de enarcar las cejas que delató lo que estaba pensando. No resultaba aceptable que la señora de la casa se encontrara en el estudio del médico vestida únicamente con el camisón y la bata. Hélène entendió el significado de la pétrea expresión de Monique y dijo:

—Monsieur, regresaré en cuanto me haya arreglado.

—Como desee, madame.

Las dos mujeres se fueron, y yo me quedé a solas con Annette. Le puse una mano en la frente y descubrí que estaba ardiendo.

—Crees que has vencido —susurré en voz baja—, pero pienso luchar contra ti.

A modo de contestación, los perros comenzaron a aullar.

Cuando volvió Hélène, Annette deliraba completamente. Su tono de voz había descendido varias octavas, y ahora lanzaba blasfemias en forma de roncos gruñidos. Resultaba inquietante oír aquellos tonos graves saliendo de la boca de una niña, y además las cosas que decía eran de lo más soez. De tanto en tanto contorsionaba las facciones en una mueca libidinosa y se agarraba los genitales. Yo me veía obligado a apartarle los dedos y a sujetarle los brazos, hasta que su cuerpo sufría un fuerte estremecimiento y remitía la agitación. Hélène se había situado detrás de mi escritorio y contemplaba la escena con un gesto de horror y sin decir nada. Cuando vio que me recuperaba de tantos esfuerzos, se aproximó y se quedó detrás de mí para preguntarme:

—Monsieur, ¿mi hija está poseída?

—Sí —respondí sin rodeos. Ella emitió una leve exclamación ahogada. Sin duda había abrigado la esperanza de que yo contestara otra cosa, que la reprendiera, quizá, por decir cosas absurdas y le proporcionara una explicación racional y científica. Pero yo no pude ofrecerle dicho consuelo.

En ese instante me acordé del curé y de lo que me dijo: que si alguna vez surgía la necesidad, debía llamarlo a él para pedirle ayuda. Según había admitido él mismo, no era más que un cura de pueblo, pero yo necesitaba con urgencia alguien a quien confiarme. De modo que, sin darme cuenta, terminé diciendo:

—En cuanto amanezca, debemos mandar a buscar al curé.

Cuando volví el rostro, vi que Hélène me estaba mirando intensamente. Los perros emitían unos aullidos que guardaban un parecido extraordinario con alaridos humanos de aflicción.

—Monsieur Clément, debe usted decirme lo que está ocurriendo. Y también lo que era esa cosa… —indicó los cristales rotos con un ademán—… ese objeto que tenía Annette en las manos.

—Por favor, madame, siéntese.

Me puse en pie y señalé una silla. Acto seguido fui hasta el otro extremo de la habitación. Bajo el cuero de mis zapatos sentí crujir y astillarse los fragmentos de cristal. Abrí el armario, saqué una botella de ron y me serví una generosa copa. Me quedé mirando la transparencia del líquido mientras pensaba en la manera de responder a las preguntas de Hélène, si bien incluyendo escasas referencias a mi historial personal. Simplemente, la perspectiva de hacer una confesión completa me asustaba demasiado. De modo que, en vez de eso, improvisé un episodio biográfico que tan solo guardaba una vaga relación con la realidad y que me sirvió para comunicar varios datos esenciales, pero nada más. Le conté a Hélène que cuando vivía en París me codeé con personas que estudiaban el ocultismo, y que entre ellas había un sacerdote muy erudito, que era el que me había dado el cristal, para que cuidara de él. Afirmó que dicho cristal tenía dentro un demonio cautivo. Posteriormente el sacerdote se fue de viaje, no regresó jamás, y yo me convertí en el custodio del cristal. Expliqué que hasta hacía muy poco no había descubierto una grieta en el mismo, y que dicho descubrimiento había coincidido con el deterioro de la salud de Annette y con la aparición de fenómenos extraños, como que los perros aullasen sin motivo.

—En cuanto me di cuenta de que el cristal era peligroso —terminé—, empecé a hacer planes para marcharme de Chambault. Pero ya era demasiado tarde, madame. Lo siento muchísimo.

Hélène se apretó el labio inferior entre el índice y el pulgar. Me dio la sensación de que había aceptado como cierto lo que yo acababa de contarle. O tal vez, simplemente, estaba demasiado estupefacta, demasiado desconcertada, para que se le ocurrieran más preguntas. Por fin sacudió la cabeza en un gesto negativo y volvió a mirar a su hija, que de nuevo estaba empezando a gruñir obscenidades.

—Así que posesión demoníaca —dijo Hélène . Cuesta trabajo creerlo.

—Pero usted ha visto algo —repliqué—, ¿no es cierto? Cuando se rompió el cristal. —Hélène asintió, y se estremeció como si acabara de sentir una ráfaga de aire helado que la atravesara entera, hasta la médula de los huesos. Sin embargo, no dijo nada más, y yo tampoco la presioné—. Ese… demonio… ha asumido el control de la mente de Annette —continué—. Así es como ha logrado escapar de su prisión; y usted misma también ha estado, durante un corto espacio de tiempo, en poder de él. —Me miró con expresión interrogante—. ¿Se acuerda de que fue a despertar a Monique?

—¿Cuándo?

—Esta noche. Fue usted a la habitación de Annette, despertó a Monique y le ordenó que viniera a buscarme.

—No. —Hélène se retiró un mechón de pelo de la cara—. ¡Fue un sueño! Soñé que me encontraba mal y… —Tras unos instantes de turbación y reflexión, se ruborizó intensamente en el cuello y en el rostro y desvió la mirada. Los dos nos sentimos tan violentos que nos resultó muy difícil mirarnos a la cara, y a continuación siguió un silencio incómodo. Finalmente, Hélène irguió la espalda y, procurando recuperar la dignidad, dijo—: ¿Qué debo decirles a los demás, a Tristan, a Sophie?

—Dígales que hemos encontrado a Annette caminando dormida. Dígales que cuando intentamos despertarla se desmayó, y que poco después de que Monique nos dejara solos Annette sufrió otro ataque.

—¿Y por qué no decirles la verdad?

—Su hermano no aceptará la verdad. Descartará cualquier cosa que usted haya visto por considerarla una fantasía, y pondrá en tela de juicio mi parecer.

—¿Y podría haberse tratado de una… fantasía?

—No, madame. Usted vio un demonio, y yo no deseo discutir con monsieur Raboulet. Si tiene alguna duda —señalé a Annette con un gesto—, observe lo que está diciendo su hija.

—¿Pero y si Tristan quiere ver a Annette?

—Dígale que yo he dado órdenes estrictas de que no se ha de molestar a Annette. Dígale que su estado es crítico y que yo he prohibido las visitas.

—Siempre hemos sido sinceros el uno con el otro, Tristan y yo.

—Estas son circunstancias excepcionales, madame. Hélène se levantó de la silla y fue hasta el diván. Contempló a su hija y dijo:

—¿Cuándo se recuperará de este… estado?

—No lo sé.

—¿Y cómo va a comer? ¿O beber?

—Mientras esté así, no le será posible ni comer ni beber.

—¿Y qué es lo que debemos hacer entonces, monsieur?

—Hemos de consultar al curé.

—¿Y qué va a hacer él?

—Aconsejarnos con respecto al ritual del exorcismo.

—Y una vez que Annette haya sido exorcizada, ¿volverá a estar bien? —Hélène advirtió mi titubeo y me apremió—: ¿Monsieur?

—Espero que vuelva a estar bien, sí.

—¿Lo espera? —Le relampaguearon los ojos de furia—. Monsieur, ¡cómo se le ocurrió siquiera traer semejante objeto a nuestra casa!

Como no podía justificarme, pedí disculpas de nuevo, pero esta vez la voz me tembló a causa de la emoción. Hélène captó mi angustia, y le cambió el semblante. Yo ya no necesité nada más para corroborar las buenas cualidades que poseía, su bondad, su espíritu generoso, sin embargo, ella me las confirmó: su cólera pareció derretirse y su rostro irradió compasión, tan luminoso como el aura que rodea la cara de los santos en las pinturas religiosas.

—Perdóneme, monsieur —dijo—, he sido demasiado dura.

—No más de lo que yo me merezco, madame —repliqué, inclinando la cabeza.

De repente, el cuerpo de Annette sufrió una convulsión, sus caderas se elevaron y el torso y las extremidades formaron un arco perfecto. La cabeza le quedó colgando del cuello, y alcancé a ver el blanco de los ojos. Entonces abrió la boca de par en par y lanzó un chorro de vómito que se estrelló contra la pared con un ímpetu considerable. Dicha emisión duró mucho tiempo, hasta mucho después de haberse vaciado del todo el estómago.

—Vaya a despertar a Louis —le ordené a Hélène con voz tajante—. Mándelo al pueblo. ¡El curé debe venir tan pronto como le sea posible!

Para cuando llegué al lado de Annette, su cuerpo había vuelto a quedar inerte y tendido de espaldas. Ella misma se lamió el vómito de los labios, y seguidamente curvó éstos hacia arriba para esbozar una sonrisa lasciva y repugnante.