A la mañana siguiente recibí una nota del curé. Uno de los aldeanos había resultado herido en un accidente. Sufría mucho, y el curé me rogó que acudiera deprisa. Corrí a los establos, ensillé la yegua gris y partí al galope. La dirección que me dieron no se hallaba lejos de la plaza del mercado y fue fácil de encontrar: un edificio de baja altura provisto de un patio repleto de gallinas cluecas. Nada más llegar yo, se abrió una puerta y apareció el sacerdote.
—Oh, monsieur —gimió, juntando las manos y agitándolas adelante y atrás—. Gracias, gracias. Se lo agradezco muchísimo.
Desmonté y pregunté:
—¿Dónde está monsieur Jourdain?
El curé suspiró.
—No estaba en su casa.
—¿Quiere decir que no le abrió la puerta cuando usted llamó a su casa?
—Esa es una posibilidad.
—Padre Lestoumel —dije en tono cortante—, ¡hay que hacer algo!
—Sí —repuso el curé—, tiene usted razón, y lo siento mucho.
Penetramos en el edificio, y de inmediato me encontré con una escena de lo más curioso: una mujer consolando a dos niños pequeños, pero aquella estampa tan encantadora, aquel cuadro que representaba el ideal doméstico, resultaba mermada por la presencia de un buey. El animal tenía la cabeza metida por un agujero de la pared, y detrás de él se distinguía el techo de paja de un granero de escasa altura. Por espacio de unos instantes permanecí estupefacto.
—Por favor —dijo el padre Lestoumel, tirándome suavemente de la manga—, venga por aquí, monsieur. —Me condujo al interior de la estancia contigua, y allí descubrí a mi paciente, que yacía sobre unas sábanas empapadas de sangre—. Es monsieur Ragot —dijo el curé, señalando al pobre desdichado. También había otra mujer, considerablemente más joven que la primera y que supuse que debía de ser la esposa, sentada en un taburete y rezando en voz baja.
—¿Qué le ha ocurrido? —quise saber.
—Se cayeron varios barriles de una carreta —susurró el curé— y le aplastaron las piernas.
El herido aferró el colchón con el puño cerrado y exclamó:
—¡Los santos me valgan! ¡Este dolor es insoportable!
Abrí mi maletín, saqué unas tijeras y corté la tela de los pantalones, que estaba empapada. Las laceraciones que quedaron al descubierto eran desiguales y profundas, tan profundas que de hecho se veía el hueso.
—Madame —le dije a la mujer—, voy a necesitar agua caliente y toallas.
—¿Voy a perder las piernas? —preguntó Ragot.
—No —contesté—, creo que no. Siempre que las zonas heridas se mantengan limpias.
—Gracias, Dios mío —dijo Ragot, trazando una cruz en el aire, por encima de su pecho.
Llené una jeringuilla de morfina, introduje la aguja en el brazo de Ragot y, antes de que el émbolo hubiera bajado del todo, observé que éste aflojaba la mandíbula y que los ojos se le ponían vidriosos. Cuando regresó su esposa con el agua, le lavé las heridas, se las cubrí con gasas empapadas en ácido fénico y por último le vendé las dos piernas. Seguidamente me volví hacia madame Ragot y le pedí un poco de vino. Ella se sonrojó y me contestó:
—Perdóneme. Enseguida se lo traigo.
—No es para mí, madame —repliqué, deseoso de corregir su error—. Necesito vino para hacerle un preparado a su marido, que ha de beber más tarde, con el fin de mitigar el dolor.
Ella se excusó un instante y volvió trayendo una botella que ya estaba abierta. Yo vertí aquel líquido oscuro en un vaso y añadí una cucharadita de morfina.
—Dé esto a monsieur Ragot cuando se despierte. Para cuando se le pase el efecto, estoy seguro de que ya podrá seguir atendiéndolo monsieur Jourdain. —Miré al curé, y éste, incómodo, cambió el peso de una pierna a la otra.
Cuando ya nos íbamos, madame Ragot me dio las gracias y me dijo que se acordaría de mí en sus oraciones.
—Yo creo que mejor haría en rezar por la pronta recuperación de su marido —respondí, pero fue un comentario poco afortunado, y me arrepentí al instante.
Desaté el caballo y me alejé andando en dirección a la plaza del mercado. El curé se puso a mi lado y me dijo, un poco falto de resuello:
—Monsieur, voy a asegurarme de que se le compense debidamente por los servicios que ha prestado. Hay un pequeño fondo de caridad que administro yo mismo y que…
—Eso no será necesario —le interrumpí con brusquedad.
—Pero insisto —dijo el sacerdote—. Lo justo es que se le pague a usted. —Calló unos instantes y luego añadió—: Sobre todo teniendo en cuenta sus otros buenos oficios.
—Oh. ¿Y cuáles son, si puede saberse?
—Le han visto a usted andando por los montes, monsieur.
—Me gusta el paisaje.
—Entrando en las cuevas con el maletín en la mano.
—¿Quién le ha contado eso?
—Fleuriot.
—Pues a lo mejor su informante se equivoca.
—Por regla general, la experiencia me ha enseñado que hay que fiarse de las fuentes. ¿Y bien? ¿Es cierto?
—Había varios niños muy enfermos.
—Imagino que algunas de las medicinas que necesita usted serán muy caras, y para mí sería un placer que…
—Con el debido respeto, padre —lo interrumpí de nuevo—, existen mejores formas de distribuir sus fondos, mejores causas que remunerarme a mí.
El curé alzó una mano para apaciguarme.
—Es usted muy bondadoso, monsieur.
Caminamos un trecho en silencio, y de pronto apareció una mujer al final del camino. Conforme fue acercándose, reconocí su rostro. Era la misma mujer que había visto hablando con Du Bris. Era muy joven y guapa, e iba bastante bien vestida para ser una campesina. Cuando vio al sacerdote se pasó al otro lado del camino, y cuando nos cruzamos desvió la mirada, estiró su delgado cuello de manera llamativa y levantó la barbilla en un gesto altivo y desafiante. Noté que el padre Lestoumel se enfurecía.
—¿Quién es ésa? —inquirí.
—Mademoiselle Anceau. —Advertí que no sabía muy bien si debía dar más explicaciones. Transcurridos unos instantes, volvió la vista atrás y agregó—: Tiene una reputación que ya, ya… —Y subrayó su comentario reprobatorio haciendo un sonoro chasquido con la lengua.
Llegamos a la plaza del mercado, y até la yegua a un poste. Estaba a punto de despedirme del padre Lestoumel, cuando de pronto a éste se le iluminó la cara y exclamó:
—¡Ya sé! ¿Qué le parece si le enseño la iglesia? —Antes de que yo pudiera poner objeciones, añadió—: Estoy seguro de que por dentro le va a resultar muy interesante.
Se le veía deseoso de complacer, y yo era consciente de que durante el tiempo que llevábamos juntos mis modales habían sido un tanto desabridos. Me acordé del descortés comentario que había hecho dirigiéndome a madame Ragot, me sentí avergonzado, y de repente, sin darme cuenta, di mi consentimiento a lo que me sugería el padre Lestoumel. Éste batió palmas y exclamó:
—¡Excelente! ¡Excelente!
Atravesamos la plaza, entramos en la iglesia, y el padre Lestoumel empezó a resumirme la historia del edificio. Era tal como yo pensaba: estructura medieval construida sobre los cimientos de otras más antiguas, destrucción por el fuego y restauraciones posteriores. Me señaló diversos rasgos, como los relieves de la fuente bautismal, los ornamentados candelabros y un fresco descolorido del siglo XII, pero ninguna de estas cosas suscitó mi curiosidad. Sin embargo, al cabo de un rato llegamos a un muñón de piedra montado sobre un pedestal. Se trataba, evidentemente, de una imagen religiosa, pero casi todos los detalles de la superficie se habían borrado. Tan solo quedaban visibles los pliegues petrificados de una túnica.
—Eso parece muy antiguo —comenté.
—No tanto como cabría pensar —replicó el padre Lestoumel—. Es una estatua de santa Clotilde en actitud de oración, y se cree que posee poderes curativos. Desde hace más de un siglo, los aldeanos rascan la piedra y mezclan ese polvo con la comida, a modo de medicina.
—¿Y usted lo aprueba?
—Se decía que había sido una escultura de gran calidad. No, no lo apruebo. No deseo que la iglesia entera sea convertida en polvo y utilizada como remedio para la tos. —Le chispearon los ojos y esbozó una sonrisa irónica. Cuando cruzábamos el transepto, siguió diciendo—: Es posible que Juana de Arco se detuviera en una ocasión en este sitio. O eso cuentan. Lo cierto es que muchas de las iglesias de esta comarca están asociadas con su leyenda. ¡Pero no puede ser que las visitara todas!
Llegamos a una vidriera cuya ojiva central representaba a un sacerdote leyendo un libro rojo de gran tamaño. Dicho libro, provisto de cierres de oro, era sostenido en alto por un demonio que a todas luces había sido obligado a adoptar una actitud de obediencia servil. Las coloridas escenas eran atravesadas por luminosos rayos de sol en diagonal que creaban un efecto licuado, acuoso, y moteaban el suelo con multitud de círculos de luz.
—Ese caballero —dijo el padre Lestoumel, señalando la vidriera— fue uno de mis predecesores. Se llamaba Gilbert de Gandelus. En 1612, cuando el convento de las ursulinas de Séry-des-Fontaines sufrió una plaga de demonios, fue Gandelus el que los expulsó. Su fama se propagó hasta muy lejos, y a partir de entonces comenzaron a llamarlo constantemente para que realizara exorcismos por todo el país. Tengo entendido que en cierta ocasión requirió sus servicios el obispo de París.
Reparé en que el demonio no tenía garras, sino manos humanas, provistas de dedos muy largos y de uñas ahusadas.
El curé siguió adelante y señaló un retrato de la Virgen que databa del siglo XV y el fragmento de un sarcófago romano empotrado en uno de los muros. Habíamos dado una vuelta completa a la iglesia y habíamos llegado de nuevo a la entrada principal. El curé empujó la puerta y salimos a la plaza. Le di las gracias por haberme enseñado la iglesia e hice unos cuantos comentarios preliminares para despedirme de él. Pero justo cuando estaba a punto de decir adiós, él comentó:
—Es usted un intelectual, monsieur. Una persona culta, muy leída. Y yo no soy más que un simple cura de pueblo. Me atrevo a decir que usted no concibe que pueda obtener algún beneficio de mantener relación con un hombre como yo. —Me disponía a replicar de manera cortés, pero él alzó un dedo y lo agitó en el aire—. No, monsieur. Es verdad, y no estoy haciéndole ninguna crítica. Lo único que pido es que si alguna vez se encuentra usted en situación de necesitar ayuda, recuerde por lo menos que estoy yo aquí. No soy tan necio como para creer que va usted a precisar de mi consejo, pero conozco bien este lugar, y tal vez algún día eso pueda resultarle de utilidad.
—Desde luego.
El sacerdote sonrió.
—Y no tema, que no voy a intentar convertirlo. Usted es un médico, un hombre de ciencia. Su religión es la razón, y pienso respetarlo así.
—¿Me considera ateo?
—¿Y bien? ¿Acaso no lo es?
—No —respondí—. Ni por lo más remoto.
Di media vuelta y eché a andar. El padre Lestoumel se quedó de pie frente a la iglesia, con el ceño profundamente fruncido. La puerta de la fonda se hallaba abierta de par en par, de modo que entré y me senté a una mesa.
—¿Monsieur Ragot va a salvar las piernas? —me preguntó Fleuriot.
—Sí —contesté—. Las salvará.
—Estupendo. —Fleuriot me sirvió una cerveza y empezó a narrar la historia de un amputado que él había conocido en su niñez. El hombre caminaba tan rápido con sus muletas, que era capaz de echar una carrera a hombres que no estuvieran tullidos y ganarles.
A mi regreso al château, fui a la biblioteca y encontré un libro de brujería que contenía un relato de la posesión demoníaca de Séry-des-Fontaines. La madre superiora había sido la primera en sucumbir. Se había desplomado en el suelo gritando blasfemias y levantándose las enaguas sin vergüenza alguna. Hubo otras hermanas que siguieron su ejemplo, y en cuestión de unas semanas el convento se había sumido en el caos. Las monjas corrían desnudas por los claustros, y la capilla fue saqueada. Se hicieron varios intentos de exorcizar el lugar, pero fracasaron, de modo que entre las autoridades eclesiásticas cundió la desesperación. Fue en aquel momento cuando apareció Gandelus. Los demonios fueron vencidos y rápidamente se restableció el orden. Nada consta de la vida que llevó Gandelus antes de la posesión demoníaca de Séry-des-Fontaines, y su súbita transformación de sacerdote de parroquia en «martillo de Dios» fue calificada por algunos de milagrosa.
Cerré el libro y fui andando hasta mi estudio. Me senté a mi escritorio y estuve fumando hasta que se asomó por la ventana una cuña de luna. Entonces fui hasta el arcón y palpé la tapa con la palma de la mano. Estaba caliente.
—¡Maldito seas! —escupí, y seguidamente me fui a la cama.
Al día siguiente me invitaron una vez más a sentarme con la familia bajo el cerezo. Estaban todos presentes excepto Du Bris, que se había ido de caza con Louis, y en efecto, de vez en cuando nos llegaba el estampido intermitente de disparos procedentes del bosque. Hacía un día húmedo, y sosteníamos una conversación trivial salpicada de largos silencios. Estaba hablando Víctor. Lo que decía interfería con mis pensamientos, pero no lo bastante para que yo registrara lo que significaba. Aun así, hubo una nota de repentino entusiasmo que me sacó de mi ensoñación. El joven estaba señalando y chillando:
—¡Fijaos en Annette! ¡Ha visto algo!
Annette estaba de pie en mitad del prado, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando el cielo. Levantó la mano con los dedos juntos a fin de protegerse los ojos del sol. Después, muy despacio, cambiando de sitio un pie, luego el otro, comenzó a girar.
—¿Ve usted algo, monsieur Clément? —me preguntó Hélène.
El cielo estaba azul y sin nubes.
—No —respondí.
Era como si la pequeña estuviera fascinada por algo que volaba en círculo por encima de ella.
—¿Está bailando? —inquirió Víctor.
—Me parece que no —contestó mademoiselle Drouart.
Annette fue cobrando impulso, extendió los brazos y comenzó a girar cada vez más deprisa, hasta que su falda se hinchó y empezó a parecer la de una bailarina clásica que ejecuta una pirueta.
—Eso no está bien —dijo Odile—. ¡Una niña de su edad!
—¡Annette! —la llamó Hélène—. ¡Frena! Vas a terminar mareándote.
—¡Sí! —voceó Víctor—. Te dará por vomitar.
Pero Annette no se detenía.
Yo me levanté de un salto de mi silla y eché a andar hacia ella. A cada paso aceleraba un poco más. La pequeña tenía la cabellera girando en el viento y sus pies apenas tocaban el suelo.
—Annette —le dije—. Annette. ¿Qué te ocurre?
Alargué las manos para aferraría por los hombros, y en el momento en que lo hice ella se puso tensa y se derrumbó en el suelo. Permaneció allí por espacio de varios segundos, y de repente comenzó a sacudir las extremidades. Las sacudidas eran violentas y descontroladas. Le introduje un pañuelo en la boca y le levanté la cabeza. Cuando volví a levantar la vista descubrí a Hélène, Raboulet y mademoiselle Drouart congregados a mi alrededor, mirando a Annette con gesto de preocupación.
—¿Es un ataque? —preguntó Hélène al tiempo que se arrodillaba a mi lado.
—Sí —respondí—. Lo siento.
La expresión de mademoiselle Drouart era transparente. Me di cuenta de que estaba acordándose del día en que me mostró los dibujos que había hecho Annette y yo le dije que no veía que hubiera motivos para preocuparme por que la pequeña pudiera morirse. No me recriminaba nada, más bien mostraba sorpresa ante el hecho de que yo estuviera tan gravemente equivocado.
—¿Ha sido a causa de haber dado tantas vueltas? —quiso saber Raboulet.
Yo apoyé la mano en la frente de Annette.
—Es una posibilidad.
Las sacudidas fueron remitiendo gradualmente.
—¿Quiere que la lleve adentro, monsieur? —me preguntó Raboulet.
—No —contesté—, todavía no.
Annette se había mordido el labio inferior, y le limpié unas pocas gotas de sangre de la barbilla con el pañuelo. Justo en aquel momento abrió los ojos.
—¿Monsieur Clément? —Intentó levantarse, pero yo no le permití que se moviera.
—Has sufrido un ataque, Annette. Debes descansar unos minutos.
—Me duele la cabeza.
—Ya lo sé. Voy a darte algo que te alivie el dolor.
—He visto un pájaro… un pájaro muy grande volando por el cielo.
—No, tesoro —replicó Hélène—. Ha sido tu imaginación.
—Tenía unas alas enormes —continuó diciendo Annette—, y daba vueltas y más vueltas.
—No hables más —le dijo Hélène.
Yo acaricié la frente a la pequeña, y ésta volvió a cerrar los ojos. Mademoiselle Drouart regresó hasta el cerezo para contar a los demás lo que había ocurrido, y llegado el momento Raboulet tomó a Annette en brazos y se la llevó al interior del château, acompañado por Hélène y por mí. A la pobre niña le pusieron la ropa de dormir y la acostaron. Pasó casi toda la tarde durmiendo. Yo estuve sentado a su lado, con Hélène.
A las seis y media llegó Du Bris.
—¿Dónde has estado? —preguntó Hélène.
—Tuve que ir al pueblo —contestó él.
—¿Otra vez? —replicó ella en tono cortante.
—Sí. —Du Bris se volvió hacia mí y dijo—: ¿Cómo se encuentra mi hija, monsieur Clément?
—Todo lo bien que cabe esperar.
—Me ha dicho mi madre que antes de caerse al suelo estuvo girando como una peonza.
—Fue sumamente peculiar.
—¿Y significa algo?
Me ardieron las mejillas al mentir:
—Yo diría que no, y tampoco hay nada inusual en su actual estado. Está agotada y se ha quejado de dolor de cabeza. Eso es todo.
—Creyó ver algo en el cielo —terció Hélène.
—Un pájaro —dije yo.
—Por eso giraba —continuó Hélène.
Du Bris se encogió de hombros y dio un paso al frente. Luego dobló el dedo índice y, con el nudillo, rozó los labios de su hija. Ésta abrió los ojos y le sonrió. Du Bris le devolvió la sonrisa y dijo:
—Bueno, ¿qué tal estás?
—Cansada —contestó ella.
—Ya —siguió él—, es natural.
Había algo curiosamente conmovedor en aquel diálogo, la luz que brilló en los ojos de Annette al ver a su padre y el cariño nada sensiblero que mostró éste.
—No pongas esa cara de preocupación —dijo Annette—. Monsieur Clément está cuidando de mí, y estando él presente no puede ocurrirme nada malo.
Fue en aquel momento cuando decidí marcharme de Chambault. La fe que tenía en mí Annette, la inocencia con que confiaba, me estaba partiendo el corazón. Para cuando finalizase la semana ya podría tener hechos los preparativos del viaje, y en el plazo de una quincena podría haberme ido para siempre.
—Ya ha pasado la crisis —dije, poniéndome de pie—, y sin duda usted deseará estar a solas con su hija. Si me necesita, estaré en la biblioteca.
—Gracias —dijo Du Bris, inclinando la cabeza.
Pasé el resto del día repasando mis anotaciones, en concreto el material que había recopilado en relación con hechizos protectores. Llamó mi atención el Sello de Shabako, un amuleto de usos múltiples, de muy antiguo origen, que utilizaban los habitantes de Abydos. En ocasiones se grababa en relieve en los sarcófagos de piedra egipcios, y se suponía que ayudaba a los muertos en el peligroso viaje que debían realizar a través del inframundo. Tomé una hoja de pergamino del cajón de mi mesa y, sirviéndome de un compás, dibujé un círculo perfecto, y dentro de él copié la colocación exacta de los jeroglíficos. Repetí dicho procedimiento y me guardé los dos amuletos en el bolsillo.
Cuando surgiera la oportunidad, le entregaría uno a Annette y le diría que lo llevara encima a todas horas. Sería nuestro pequeño secreto.
Justo antes de que se pusiera el sol, madame Boustagnier mandó que me subieran a mi estudio un plato de pollo guisado. El vino tinto de la casa me hizo recuperar fuerzas, y la fina carne del pollo desprendía un fuerte aroma que tenía su mismo buqué. Cuando terminé de cenar, me fumé un cigarro y di un paseo por mis aposentos mientras trazaba mentalmente un itinerario. La tarea de trasladar mis pertenencias a París resultaría bastante sencilla. ¿Pero qué iba a hacer a continuación? Veía mi vida alargándose frente a mí, una existencia solitaria, lastimosa, vagando de un lugar a otro, incapaz de echar raíces, siempre temeroso de que el demonio fuera a ejercer su malvada influencia sobre las personas con las que pudiera crear lazos de afecto. Era mucho lo que iba a echar de menos: la dulce sonrisa de Annette, las conversaciones ociosas con Hélène debajo del cerezo, las partidas de cartas con Raboulet, y por supuesto la biblioteca. Siempre había abrigado la esperanza de que hallaría la solución a mi problema en la notable colección de libros de Du Bris, pero éstos se contaban por miles, y, cuanto más tiempo decidiera quedarme, más probabilidades había de que Annette o algún otro miembro de la familia acabara corriendo un peligro mortal.
Ya eran más de las once cuando oí que alguien atravesaba la biblioteca. Llamaron a la puerta, y cuando fui a abrir me encontré cara a cara con Hélène, que sostenía en alto una vela.
—Está despierto —exclamó—. ¡Gracias a Dios!
—¿Se encuentra bien Annette?
—Perdóneme. No era mi intención alarmarlo. Sí, Annette se encuentra bien. Hemos llevado una cama plegable a su habitación, y va a pasar la noche con ella Monique, una de las doncellas. —Hélène traspuso el umbral—. Lamento molestarlo a esta hora tan intempestiva, monsieur, pero la semana pasada tuvo usted la amabilidad de prepararme un brebaje para dormir… aunque no llegué a tomarlo. Me parece que debí de dejármelo olvidado en la biblioteca cuando llevé a Annette a su habitación. —Tenía los ojos hinchados, y sospeché que había estado llorando—. Sucede otra vez —siguió diciendo— que estoy teniendo dificultades para dormir; quizá se deba a que estoy preocupándome mucho por Annette. El ataque que ha sufrido ha sido horrible…
—Sí, sumamente angustioso. —Callé unos momentos, y sentí el extraño impulso de dar pie a que me hiciera una dura crítica—. Me temo que tal vez me he dormido un poco en los laureles, que me he sentido demasiado inclinado a creer que había desarrollado una cura, cuando en verdad mis logros eran mucho menos impresionantes.
—¡No hable así, monsieur! Annette y Tristan están ahora mucho mejor que antes. —Con ademán un tanto inseguro, me tomó de la mano y me apretó los dedos. Hacía mucho que nadie me tocaba de aquel modo, y al momento me sentí turbado por una súbita oleada de deseo.
—Voy a preparar la infusión —dije al tiempo que me apartaba de Hélène, aunque mi retirada se demoró ligeramente porque ella me apretó la mano con más fuerza. Fue como si no quisiera soltarse de mí. Fui hasta el armario, saqué varios frascos y me puse a mezclar los ingredientes.
De pronto oímos que, fuera, los perros empezaban a ladrar. Nos miramos el uno al otro, y Hélène dijo:
—¡Menudo escándalo! Espero que no despierten a Annette.
Se sentó en el diván, y me fijé en que iba descalza. A través de la fina seda roja de las medias se le veían los tobillos y los dedos de los pies. Procuré contenerme para no mirarlos de manera furtiva, pero me resultó casi imposible. Ella no se percató de esa libertad que me tomé, porque había vuelto el rostro y miraba directamente el arcón. Al cabo de unos momentos, se sobresaltó y dijo:
—Perdone, ¿cómo dice?
—No he dicho nada, madame.
Puso cara de sentirse desorientada, y cuando se dio cuenta de que iba descalza se levantó con brusquedad y se sacudió la falda para taparse los pies como es debido. Yo fingí no ver lo que estaba haciendo y mantuve la cabeza gacha. Terminé de preparar la infusión y se la entregué a Hélène.
—Gracias —dijo ella—, me la tomaré antes de acostarme.
Recogió la vela y se encaminó hacia la puerta. Los perros aullaban ahora con más intensidad. Chasqueó la lengua y comentó:
—¿Qué les pasará?
—No lo sé, madame.
—Es habitual que ladren, pero nunca los había oído aullar de ese modo.
Pasó a la biblioteca y se deslizó atravesando la oscuridad como un fantasma. Cuando se hubo marchado, yo me dirigí al arcón con paso decidido, golpeé la tapa con la palma de la mano y susurré entre dientes:
—¡Basta! ¡Basta ya! ¡Déjalos en paz!
De improviso surgió una imagen en mi mente: Hélène Du Bris tumbada y con las piernas abiertas, completamente desnuda salvo por unas medias rojas. Retiré la mano con tanta rapidez que se diría que la tapa del arcón era una plancha de hierro candente.