Puse el grueso volumen delante de Du Bris y lo abrí.
—El primero de doce libros de registro de la biblioteca —dije—. Éste fue compilado por su antepasado Roland Du Bris. Incluso es posible que la letra con que está escrito sea la suya. —Du Bris miró la tinta descolorida con gesto inexpresivo—. Los once primeros están completos; no obstante, parece ser que hacia finales del siglo pasado disminuyó el interés por la biblioteca. A partir de entonces, no se catalogaron todas las adquisiciones. —Du Bris se sirvió un coñac e indicó, sin hablar, que estaba preparado para llenar una segunda copa. Yo decliné su ofrecimiento y proseguí—: El último libro de registro es muy inferior. No figura casi ninguna de las publicaciones del siglo XIX. ¿Me da su permiso para hacer las necesarias enmiendas?
Du Bris se encogió de hombros.
—Da la impresión de suponer una cantidad enorme de trabajo.
—Dicha tarea no me resultaría onerosa.
—Bien, Clément, si eso le hace feliz, tómese la libertad de hacerlo. No tengo ninguna objeción. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Me está usted diciendo que ha examinado todos los libros que hay en la biblioteca?
—Así es.
—¿Y ha encontrado algo… que tenga valor?
—En la biblioteca hay muchos libros de gran valor.
—Sí, ya lo sé. ¿Pero ha encontrado usted algo que posea un valor excepcional?
—Estoy seguro de que en París habrá comerciantes que estarían deseosos de adquirir muchas de estas obras. —Pasé la mano por el libro de registro—. Con todo, sería una tragedia que se fragmentara tan singular colección.
Du Bris bebió un sorbo de coñac y comentó:
—No somos muy dados a la lectura.
—Pero las generaciones venideras, tal vez…
—Mi abuelo tenía la costumbre de llevarme a la biblioteca a leerme cuentos. Lo cierto es que mi abuelo nunca me gustó… y los cuentos tampoco. Yo prefería jugar al aire libre —dijo, mirando hacia uno de los ventanales.
—Si permite que se lo pregunte, ¿alguno de los libros ha sido retirado de la biblioteca?
—Perdón, ¿cómo dice?
—Por ejemplo, ¿hay algún libro de la biblioteca en su pabellón privado?
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Vea. —Señalé un renglón en particular—. Malleus Daemonum, El martillo de los demonios, una obra de Alexandro Albertinus publicada en 1620. Es un tratado de exorcismo. Y también aquí, justo debajo, como puede ver, dice otra vez Malleus Daemonum.
—¿Se trata de un segundo ejemplar?
—No, es otro Martillo de los demonios, pero esta vez se trata de una obra escrita varios siglos antes, por el gran alquimista Nicolás Flamel. —Tamborileé con el dedo sobre la página—. Por desgracia, está desaparecida. —Du Bris abrió la mandíbula inferior, pero no dijo nada—. Estoy convencido de que es muy posible que sea el único ejemplar que existe.
—¿Y por qué razón iba a ser tan valioso?
—Valioso y de un interés incalculable para los eruditos. He examinado todas las obras de referencia normales, y en ninguna parte aparece mencionado el Martillo de Flamel.
—Entonces puede ser que el viejo Roland cometiera un error. Tal vez no existió dicho libro.
—Dudo mucho que un hombre tan meticuloso como su antepasado cometiera un error tan burdo.
Du Bris alzó las manos, como diciendo: «Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer yo al respecto?».
Cerré el libro de registro y continué:
—Considero que no me corresponde a mí pedir a madame Odile que busque entre sus efectos personales. Temo que considere dicha petición una falta de respeto.
—Oh, entiendo —dijo Du Bris con una carcajada—. De modo que era ése el propósito de todo esto. No, ya comprendo, Clément, por supuesto. Le explicaré la situación y ordenaré a su doncella que eche un vistazo. Su guardarropa es una auténtica cueva del tesoro, ¡nunca se sabe lo que puede aparecer en ella!
—Se lo agradezco, monsieur.
Du Bris se puso en pie, estiró los brazos y bostezó.
—¿Fue ayer al pueblo?
—Sí, así es.
—Me pareció ver la yegua gris. Yo también fui… tenía cosas que hacer. —Sonrió y después me preguntó—: ¿Cómo está mi hija?
—Mademoiselle Drouart llamó mi atención sobre un pequeño asunto, una alteración de la visión. Pese a ello, yo no he encontrado motivos para preocuparse.
—Bien, bien. —Me estrechó la mano—. ¿Y Raboulet?
—Disfruta de una salud excelente.
—Estamos en deuda con usted, monsieur.
Fui directamente a la biblioteca, y una vez allí me enfrasqué en la lectura de varios textos de magia: ungüentos, filtros y pociones, consagración de lámparas, cera, aceite y agua; piedras preciosas, sellos secretos y correspondencias celestiales —las veintiocho casas de la luna—, la preparación de amuletos y talismanes, incienso y polvos; y los caracteres que había que grabar en un anillo protector. Me sumergí en El azote del diablo, El libro jurado de Honorio, La llave de Salomón, y al mismo tiempo iba enmendando las anotaciones que había tomado a lo largo de más de un año. Ajeno al paso del tiempo, tan solo caí en la cuenta de lo tarde que se había hecho cuando la luz comenzó a menguar y tuve dificultades para continuar leyendo.
De pronto se oyeron unos golpes en la puerta. Junté todos mis papeles y los metí a toda prisa en un cajón antes de responder:
—Adelante.
Entró Hélène.
—Cielo santo, monsieur. Casi no se ve nada. ¿Dónde está usted?
Yo me levanté y encendí unas velas.
—Perdone, madame. He debido de quedarme dormido.
Al ver que echaba a andar hacia mi mesa, me apresuré a retirar una silla.
—Gracias, monsieur. —Se recogió el vestido y levantó un poco el borde antes de tomar asiento—. Los libros que estaba usted leyendo no pueden ser más fascinantes.
—No —convine yo, volviendo a mi silla—. Así es. Estaba refrescando el latín.
Ella sonrió con cierto nerviosismo e hizo unos cuantos comentarios inconexos acerca de sus propios hábitos de lectura. Mientras hablaba, yo me fijé en que sus manos estaban en constante movimiento, la una girando alrededor de la otra. Por fin me miró a los ojos y me dijo:
—Monsieur Clément, quisiera saber si puedo hablarle de un tema en confianza.
—Naturalmente.
—Estoy preocupada por mi hermano. Está hablando de París.
—Oh.
—Cuando era más joven, hablaba siempre de París. Quería vivir allí. A decir verdad, de ninguna manera podría haberse ido, debido a su afección. Siempre fue consciente de ello. Pero ahora las cosas son distintas. Las medicinas que le ha dado usted han sido muy eficaces, de manera que, una vez más, ha empezado a soñar con los teatros y con la compañía de otros jóvenes a la moda. Se imagina que muy pronto podrá llevar a la capital a Sophie y a Elektra, piensa que buscará un alojamiento y vivirán los tres con lo que gane él escribiendo artículos.
—La vida de un hombre de letras es notablemente insegura.
—El dice que está aburrido. Yo le comprendo, desde luego, pero no puede irse a París, ¿no cree usted? —Su voz había adquirido un tono de súplica.
—No —respondí. Hélène exhaló un suspiro de alivio—. Pero con el tiempo, si continúa mejorando de salud…
A Hélène se le ensombreció el semblante.
—Yo lo echaría mucho de menos.
—No me cabe duda.
—Sin la divertida conversación de Tristan, la vida aquí, en Chambault… —Dejó la frase sin terminar y, transcurrido un breve silencio, añadió—: Temo que estoy a punto de ponerme otra vez en ridículo yo sola.
Yo fingí ignorancia.
—¿Otra vez? No sé a qué se refiere, madame.
A la luz de las velas, sus ojos parecían especialmente grandes. Se mordió el labio inferior y dijo:
—Últimamente no duermo muy bien. ¿Hay algo que pueda usted hacer por mí? ¿Una infusión, tal vez?
—Desde luego.
Cuando empecé a levantarme, dijo:
—No, monsieur. No es necesario que la prepare ahora.
—Pero si no supone ninguna molestia.
Fui a mi estudio y mezclé un poco de camomila con aceite de lavanda. Cuando volví, encontré a Hélène de pie junto a una de las estanterías, examinando los títulos. Le entregué el vaso.
—Gracias, monsieur.
—Es un sedante muy suave. Si necesita algo más fuerte, hágamelo saber.
Paseó la mirada por la biblioteca.
—Cuántos libros.
Los dos permanecimos juntos, contemplando lo que nos rodeaba. Yo tenía la impresión de que Hélène estaba demorando el momento de despedirse porque tenía algo más que decir y luchaba por superar un escrúpulo. Pero no llegué a descubrir si mi suposición era acertada, porque en aquel momento rompió el silencio un grito extraño, quejumbroso. Procedía de la antecámara. Los dos acudimos enseguida a ver de qué se trataba, pero frenamos a medida que nos acercábamos a la puerta interior. Había algo en las sombras, algo pequeño y de color claro. Sentí los dedos de Hélène, que se cerraban en torno a mi brazo y apretaban con fuerza. Después oímos una voz infantil:
—¿Eres real?
Hélène dio un paso al frente y susurró:
—¿Annette?
—¿Eres real, madre?
—Naturalmente que soy real. ¿Qué sucede, tesoro? Como resultaba obvio que la pequeña se sentía confusa, yo dije:
—Ha estado caminando sonámbula.
—¿Monsieur Clément? —dijo Annette—. ¿Es usted?
—Sí, Annette.
—He oído una voz que me decía que debía levantarme de la cama y venir a su habitación. Era muy rara, una voz como la mía pero diferente. Yo no quería levantarme, pero la voz era muy insistente. Subí la escalera… pero entonces me desperté, y me encontré aquí, y no sabía si estaba soñando o no.
—Has estado caminando dormida, Annette. Es algo que ocurre a veces. —Me volví hacia Hélène—. Creo que lo mejor es que usted la lleve otra vez a la cama. Voy a por una vela. Ya está muy oscuro.
Cuando regresé, Hélène miró desde la llama de la vela hacia el otro lado de la antecámara y el negro vacío de la entrada.
—No sé cómo se las ha arreglado Annette para llegar hasta aquí a oscuras. Podría haberse caído y haberse hecho daño.
—No —replicó Annette—. No iba a pasarme nada. La voz me iba diciendo por dónde tenía que ir. Soy capaz de ver en la oscuridad.
Hélène sacudió la cabeza en un gesto de negación y, con delicadeza, rodeó los hombros de su hija con el brazo.
—Vamos, tesoro. Vamos a llevarte a la cama. —Me miró a mí con un gesto que pedía que yo la tranquilizase.
—En serio, madame —dije con toda calma—. No hay nada de que preocuparse.
Cuando las dos se hubieron marchado, regresé a mi mesa de la biblioteca. Hélène se había dejado la infusión. Agarré el vaso y lo vacié de golpe, sin hacer ninguna pausa para tomar aire.