19

Septiembre de 1881

Mademoiselle Drouart había entrado en la antecámara, y vi que titubeaba en la puerta de la biblioteca. Estaba a punto de llamar en la jamba cuando exclamé yo:

—Por favor, mademoiselle, pase.

Sus pesados tacones resonaron con fuerza contra el suelo cuando vino andando hacia mí.

—Buenos días, monsieur.

—Buenos días, mademoiselle Drouart.

Retiré una silla de la mesa, y la institutriz se sentó en ella. Era joven y poseía un cutis sin defectos; sin embargo, lo habitual era que adoptara un semblante serio, y mostraba tendencia a fruncir el entrecejo. Tenía el cabello castaño y sujeto en la nuca, y llevaba unos anteojos con los que parecía una solterona. Traía consigo un portafolios. Ocupé el asiento de enfrente, y advertí que ella robaba una mirada fugaz al libro que yo había estado leyendo.

—Lamento molestarlo, monsieur, pero es que necesito decirle una cosa. Que concierne a Annette. —Depositó el portafolios sobre la mesa, desanudó la cinta y lo abrió—. Ayer bajamos al pueblo para hacer unos dibujos de la iglesia. —Fue pasando las hojas sueltas y seleccionó varias de ellas para que las examinara yo. Eran unos bosquejos a lápiz y a carboncillo de la aguja de Saint-Catherine, ejecutados a mano alzada y profusos en detalles. Mademoiselle Drouart se dio cuenta de mi tácito aprecio y añadió—: Yo diría que Annette ha heredado parte del talento de su madre.

—Ciertamente, así parece, mademoiselle.

—Es toda una artista —afirmó la institutriz—, razón por la que he considerado necesario hablar con usted. —Como no aclaró más, le indiqué con un gesto que continuara—. En las clases, siempre subrayo la importancia que tiene ser realista. Pintar lo que uno ve. Eso es lo que digo yo, y eso es exactamente lo que hace Annette. Sin embargo, ayer introdujo en los dibujos algo que en realidad no estaba. Si eso lo hubiera hecho su hermano o su hermana, no le concedería la menor importancia, pero en el caso de Annette me preocupa su enfermedad.

Mademoiselle Drouart seleccionó dos dibujos más del portafolios y los deslizó sobre la mesa. De inmediato vi a qué se refería. El pináculo de Saint-Catherine surge de una torre cuadrada, y contra el parapeto acanalado se veía una figura silueteada: una criatura alada y dotada de unos cuernos que se proyectaban desde la cabeza. Yo no dije nada, y mademoiselle Drouart, suponiendo que no había identificado la aberración, me ayudó diciendo:

—La gárgola, monsieur. Allí no existe nada de eso. Y en cambio, aparece en todos los bosquejos que hizo Annette mientras contemplaba el pináculo desde la fachada sur de la iglesia. —Me enseñó más dibujos, y en todos aparecía la misma figura alada—. En la parte posterior de la iglesia hay dos gárgolas, pero son totalmente distintas de la que aparece dibujada aquí. Son sencillas y estilizadas, sin embellecer. Está claro que Annette no las ha confundido. Antes, cuando sufría ataques, en los días previos a un episodio mencionaba personas y objetos que yo no veía. Y me ha dado por pensar que a lo mejor la gárgola de estos bosquejos representa algo similar, algo que tiene una importancia médica.

Yo me froté la barbilla y procuré conservar la calma.

—¿Ha hablado con ella de esto?

—No. Primero deseaba conocer su opinión. No quería reprenderla por algo sobre lo que ella no ejerce control alguno.

—Muy sensata, mademoiselle.

—Y tampoco he dicho nada a madame Du Bris. No quería preocuparla sin necesidad.

—Es usted sumamente considerada, mademoiselle. —Busqué en uno de los cajones y encontré un cigarro. Con el fin de ocultar el temblor de mi mano, me volví de espaldas para encenderlo—. Annette es una niña muy imaginativa, mademoiselle, y aunque hasta la fecha no ha sentido inclinación por introducir elementos imaginarios en sus dibujos, yo me atrevería a decir que ésa es la explicación más probable. Su enfermedad lleva ya muchos meses controlada, y yo no he percibido nada que me lleve a la conclusión de que está a punto de sufrir otro ataque. Aun así, toda precaución es poca, y le estoy sumamente agradecido de que haya llamado mi atención hacia estos bosquejos. —Di una calada al cigarro y proseguí—: Puede que mañana le administre una infusión adicional. Solo para asegurarnos. Forma parte de mi manera de ser, en lo que se refiere a tomar precauciones, pecar por exceso.

—¿Qué hago con estos bosquejos? —La institutriz trazó un arco en el aire señalando los dibujos de Annette.

—¿Me permite que me los quede yo?

—Desde luego. —Mademoiselle Drouart se puso de pie y, lanzando otra mirada más a mi libro, dijo—: Ah, Montaigne. Ésa sí que es buena compañía. A mí me agrada mucho el ensayo suyo que habla de la educación de los niños. —Se quitó los lentes y, mientras los limpiaba con un pañuelo almidonado, citó al gran ensayista—: «Tan solo los necios se sienten seguros tras haber tomado una decisión».

—Así es —repuse yo—. En la vida, rara vez resulta obvio cuál es el camino correcto.

Ella volvió a calarse los lentes en la nariz, sonrió y dijo:

—Que tenga un buen día, monsieur.

Yo incliné la cabeza y permanecí en dicha postura, mirándome los zapatos. En el exterior, dos pájaros iniciaron un gorjeo intermitente que fue haciéndose más fluido, hasta que la biblioteca se llenó de sus trinos, un melódico dueto de sorprendente complejidad.

Después del almuerzo, ensillé uno de los caballos y bajé al pueblo. El pináculo de Saint-Catherine se hizo visible mucho antes de que yo llegara a la plaza del mercado, y de inmediato empecé a sentir ansiedad. Ya sabía que allí no iba a encontrar nada que aliviase mis temores, pero seguí avanzando de todos modos. Después de recorrer tan largo trecho, me sentía reacio a abandonar totalmente las esperanzas. El camino principal, que pasaba por el centro del pueblo, se hallaba vacío, y casi todas las casas tenían las contraventanas cerradas. Cuando desmonté, se levantó una nube de polvo blanco en el momento en que mis pies tocaron el suelo. Me encaminé directamente hacia la iglesia, y una vez allí saqué del bolsillo uno de los dibujos de Annette. Me protegí los ojos del sol, miré hacia lo alto y comparé la obra ejecutada por la niña con el original. No había gárgolas apoyadas contra el parapeto, y tampoco había nada que pudiera confundirse con una gárgola. Di la vuelta a la torre para verla desde diferentes perspectivas, pero las líneas arquitectónicas seguían siendo obstinadamente simples. Ni siquiera había el consuelo de una sombra misteriosa.

Sentí las piernas débiles, de modo que, con andar tambaleante, crucé la plaza para dirigirme a la fonda. La puerta estaba abierta, y cuando penetré en el interior tardé unos segundos en acomodar la vista. Fleuriot estaba lavando vasos, y los únicos clientes que tenía en aquel momento eran Pailloux y un joven de rasgos muy marcados al que no reconocí.

—Buenos días, monsieur —dijo Fleuriot.

Pailloux se volvió dejando ver su nariz colorada e hinchada y me saludó. Su compañero sonrió de oreja a oreja.

Pedí un anisete y me senté a la barra. Fleuriot, al tiempo que me preparaba la bebida, me dijo:

—¿Ha visto a los gitanos, monsieur?

—No.

—Han vuelto a venir. Están acampados junto al río. Si sube la colina —señaló con el dedo pulgar hacia su espalda—, podrá ver sus carromatos. Esta mañana vino uno de ellos, un tipo grande, más moreno que una zarzamora, trayendo en la mano unas tijeras enormes. Fue recorriendo todas las casas preguntando a las mujeres si querían venderle el pelo.

Yo debí de poner cara de no entender, porque Pailloux voceó:

—Para hacer pelucas, monsieur. Los gitanos recogen pelo en sacas y se lo llevan al norte. Los fabricantes de pelucas ofrecen un buen precio.

Después siguió una conversación acerca de las transacciones irregulares, durante la cual Pailloux afirmó haber conocido a un individuo al que en cierta ocasión un dentista ofreció un diamante a cambio de sus dientes. De repente el joven se distrajo con algo que sucedía en la calle, y estiró el brazo por encima de la mesa para tirar a Pailloux de la manga. Con un gesto discreto, instó al borracho a que mirase por la ventana. Aquello despertó mi curiosidad, y cambié de postura para ver mejor. Du Bris estaba de pie delante de la iglesia, hablando con una mujer.

—Ah, sí que es atrevido —musitó Pailloux—. Hay que ver… y además a plena luz del día.

—Ya está bien —dijo Fleuriot.

Pailloux se encogió de hombros.

—¿Qué más da? —El joven continuaba sonriendo como un tonto—. Ya no es ningún secreto.

Dirigí a Fleuriot una mirada interrogante, y él hizo un gesto con la mano como para indicar que no debía hacer ningún caso. El borracho siguió diciendo:

—Hay hombres que nunca están satisfechos. Y no porque su mujer no sea guapa.

—¡Pailloux! —El tono de voz de Fleuriot era ahora más duro.

—¿Qué? —preguntó el borracho.

—¡Ya basta! —Luego se giró hacia mí y añadió—: Perdone, monsieur. —Y rápidamente cambió de tema. A partir de ahí, el ambiente fue un tanto tenso.

Me terminé el anisete, y cuando salí a la luz del sol no había ni rastro de Du Bris. Tanto éste como la mujer con la que estuvo hablando habían desaparecido. Antes de irme del pueblo, eché una última ojeada a la iglesia, luego monté mi caballo y emprendí el regreso al château.

Al entrar en el patio vi a Hélène Du Bris saliendo de la cocina y llevando en las manos una cesta repleta de fruta.

—¡Ah, monsieur Clément! —exclamó—. Ha vuelto usted. ¿Por qué no viene con nosotros? Estamos sentados debajo del cerezo.

—Gracias —contesté—, es muy amable de su parte.

Dejé el caballo al mozo del establo, me sacudí la chaqueta y atravesé a pie el Jardín de los Sentidos. Me cerraban el paso enormes flores de color morado con forma de trompetillas, y cuando aparté la mata surgió una nube de mariposas de tono azul claro que revolotearon en todas direcciones. El aire olía a hierbabuena. Me abrí paso por entre aquella fragante selva y salí a la pradera. Raboulet estaba tendido en la hierba, leyendo un libro, y su esposa Sophie paseaba arriba y abajo, intentando dormir a la recién nacida de ambos. Hélène estaba sentada junto a Odile, y le iba pasando gajos de fruta. Cuando llegué al cerezo, intercambiamos diversos saludos y Hélène me ofreció la silla libre que tenía al lado.

—¿Dónde están los niños? —pregunté.

—Con mademoiselle Drouart. Se los ha llevado al bosque.

Me incliné para examinar la acuarela de Hélène. El tema era uno de los querubines cubiertos de musgo que descansaban a intervalos regulares alrededor del borde del prado. Miré alternativamente la reproducción y el original, y quedé impresionado de lo bien que había conseguido duplicar los diversos matices de verde.

—Es usted una consumada colorista —le dije.

Con su típica modestia, ella respondió:

—Hoy la luz es muy favorable. ¿Le apetece un poco de fruta?

—Gracias.

Hélène se dirigió a su hija:

—Annette, a monsieur Clément le apetece un poco de fruta.

Annette tomó una cesta, la misma que yo había visto portar a Hélène cuando regresé del pueblo, y me la acercó. A continuación, levantó ligeramente la tapa y dejó ver un surtido de manzanas, uvas y peras. Yo cogí una manzana, y Annette volvió con su abuela.

El sol estaba bajo y brillaba con fuerza. Al otro lado del prado había un gato montes cazando lagartijas.

—Una de las fuentes ha dejado de funcionar —comentó Hélène.

—¿Ah, sí? —respondí.

—Sí. Monsieur Boustagnier dice que debe de haber una obstrucción.

—¿Y podrá repararla él mismo?

—No, a no ser que levante el Jardín de la Inteligencia.

Nuestra conversación acerca de las fuentes se hizo más general, y Hélène no tardó en hablar con entusiasmo de un proyecto nuevo. Había un terreno detrás del Jardín del Silencio que se encontraba más bien baldío, un amplio espacio invadido de malas hierbas y flores silvestres. Ella estaba pensando en construir allí un laberinto.

—Los laberintos siempre han ejercido en mí una particular fascinación —dijo al tiempo que enfatizaba la caprichosa postura del querubín con un hábil toque del pincel—. Tal vez la culpa la tenga mi padre. Él amaba profundamente la mitología griega, y de pequeño repetía con frecuencia la historia de Teseo, el héroe que se aventuró en el interior del gran laberinto y mató al Minotauro.

—Sí, los laberintos son ciertamente fascinantes —murmuré yo—. Los rodea una deliciosa aura de misterio; sin embargo, yo me inclino a pensar que su universal atractivo le debe mucho a su significado simbólico. —Hélène hizo un gesto para indicarme que continuara—. Pensemos en nuestra forma de abordar un laberinto: emprendemos un viaje sin estar muy seguros de adonde nos dirigimos. Escogemos este camino o aquel otro, elegimos subir por aquí o bajar por allá. Algunas de las decisiones que tomamos son acertadas, otras no. Unas veces avanzamos hacia nuestro objetivo, pero con frecuencia nos frustramos o nos perdemos. Yo tengo la impresión de que los laberintos se parecen mucho a la vida misma.

Hélène se volvió para mirarme de frente, y advertí que mis comentarios la habían turbado. Su expresión era triste, afligida.

—Eso es muy cierto, monsieur. Tomamos decisiones sin saber lo que nos aguarda más adelante, y nos vemos obligados a aceptar las consecuencias. No hay salida. —Se le humedecieron los ojos—. ¿Acaso es de extrañar que…? —De repente se interrumpió y se sintió avergonzada.

Yo, con el fin de ahorrarle más azoramiento, fingí galantemente que acababa de acordarme de algo importante, en concreto un trivial error de cálculo en una factura de la farmacia. La estratagema funcionó, y Hélène recuperó el buen humor que era habitual en ella. No obstante, no pude evitar asociar su repentina emoción con los indiscretos comentarios de Pailloux. Pensar que a Hélène la estuvieran traicionando me llenaba de ira, pero no había nada que hacer. Yo no era quién para intervenir respecto de un asunto tan privado.

Nuestra conversación terminó menguando, y mis pensamientos volvieron a centrarse en Annette. No se la veía en absoluto distinta, seguía siendo la misma niña, la misma criatura inocente cuya sonrisa era quizá la última cosa del mundo capaz de despertar al fantasma de mi humanidad perdida. La observé con detenimiento, vi cómo enderezaba la manta de Odile sin hacer exhibición de ello, tanto era así que sus pequeñas atenciones pasaron totalmente inadvertidas, lo cual, por supuesto, era lo que pretendía. Una vez más sucumbí al seductor consuelo del autoengaño. «Sí —me dije a mí mismo—, no hay que sacar conclusiones precipitadas. Que dibujase esa gárgola bien podría ser un fenómeno patológico, resultado de una descarga eléctrica espuria en el cerebro». Pero los acontecimientos no iban a tardar en sacarme de mi boba complacencia.

Odile había estado contando a Annette historias de la Biblia, las cuales, en su mayoría, contenían ejemplos de castigos divinos a gran escala: plagas, inundaciones, destrucción de ciudades. Supuestamente, lo que se proponía la anciana era inculcar en su nieta una parte del temor a Dios que sentía ella misma. Su funesto monólogo quedó interrumpido cuando hizo una pausa para tomar un refresco. Annette levantó la cesta de fruta, y Odile arrancó un lustroso puñado de uvas de un racimo que ya estaba mediado. Fue entonces cuando Annette dijo:

—¿Podría Dios crear una piedra tan grande y tan pesada que le fuera imposible levantarla?

—¿Qué clase de pregunta es ésa, niña? —respondió la anciana con irritación.

Annette se quedó confusa ante la respuesta de su abuela.

—Has dicho que Dios es todopoderoso.

—¡Y lo es! ¡Puede hacer cualquier cosa!

—Pero si hiciera una piedra que no pudiera levantar, ya no sería todopoderoso. Eso sería una cosa que él no podría hacer.

—¡No digas necedades, niña!

—Lo cierto es —terció Raboulet, dejando su libro e incorporándose— que ésa es una pregunta sumamente interesante.

—¡Tristan! —Hélène lanzó una mirada admonitoria en dirección a su hermano, pero éste no se amilanó.

—No, en serio. Es muy inteligente. ¿Qué opina usted, monsieur Clément? —Me guiñó un ojo en un gesto travieso—. ¿Podría Dios crear una piedra que no fuera capaz de levantar?

—Es una pregunta que lleva muchos siglos preocupando a los teólogos —repuse—. ¿Qué te ha hecho pensar una cosa así, Annette?

—No sé —dijo la niña—. Simplemente me ha venido a la cabeza.

—En cuyo caso —la amonestó su abuela—, deberías pensar con más cuidado antes de abrir la boca.

Raboulet no hizo caso de Odile y preguntó:

—¿Lo dice usted en serio, Clément? ¿De verdad han estudiado esa pregunta los teólogos?

—Sí. En ocasiones se denomina la paradoja de la omnipotencia.

—¿Y a qué conclusión han llegado esos sabios?

—A la de que se trata de una pregunta sin sentido.

—Bueno —replicó él con una sonrisa satisfecha—, ya veo por qué. Es una pregunta que, al parecer, solo admite dos respuestas posibles, y ambas resultan más bien desconcertantes. —Calló unos momentos y agregó en voz baja—: Para los creyentes.

—Ya basta de hablar de esto —dijo Odile, mirando furiosa a Raboulet—. La niña ya se siente bastante confusa. No deberíais alentarla a que formule preguntas absurdas.

Raboulet agachó la cabeza.

—Usted perdone, madame. Tiene mucha razón. Pensar en exceso nunca ha hecho bien a nadie, sobre todo a las jóvenes. —Su sarcasmo le pasó inadvertido a Odile, que alzó la barbilla, hinchó el pecho y, con íntima satisfacción, adoptó una actitud de pavoneo.

Aquella noche no pude dormir. Me levanté y fui a dar un paseo por los jardines. Monsieur Boustagnier había colgado piedras de los almendros, y éstas chocaron entre sí al pasar yo. El peso combaba las ramas y hacía que el árbol diera más frutos.

Annette había querido saber qué guardaba yo en mi arcón de madera. Después había visto una gárgola en lo alto de la iglesia. Y ahora le había venido a la mente, por casualidad una de las cuestiones más problemáticas que preocuparon a la Iglesia en el Medievo. Yo no podía seguir negando que estaba ocurriendo algo muy raro.

El mundo gira, y nosotros pasamos de la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz. Con la luz llega el calor; con la oscuridad, el frío. Todo cuanto vive y respira depende de la luz para continuar existiendo. Todo crecimiento se ve cercenado por la oscuridad. Cuando la luz es abundante, la tierra es fértil; pero cuando la luz es escasa, los meses de invierno traen muerte y corrupción. Desde los primeros tiempos la luz ha estado asociada con el bien, y la oscuridad con el mal.

Yo ya había tomado una decisión. El arcón que descansaba en mi estudio solo podría abrirse durante el día, y preferiblemente cuando la luz fuera más intensa. Intentar abrirlo de noche sería una insensatez. Fui a la cocina e informé a madame Boustagnier de que no pensaba almorzar, y al regresar eché el cerrojo a la primera puerta de la antecámara, a la segunda puerta de la antecámara y a la puerta que había entre mi estudio y la biblioteca. Seguidamente busqué un frasco lleno de llaves que tenía escondido en el fondo del armario. Extendí la maraña de llaves en el suelo y seleccioné dos. Abrí uno de los cajones de mi escritorio y saqué una caja metálica que usaba para guardar dinero, la cual también fue necesario abrir. Dentro había una tercera llave, más considerable, provista de un complicado nudo de salientes dentados.

Había llegado el momento.

Por los ventanales entraba un chorro de luz que iluminaba un remolino de brillantes motas de polvo, y procuré calmar mis agitados nervios observando su lento movimiento circular. Pero fue un intento fútil. Notaba el corazón hinchado y grave, y jadeaba al respirar.

Igual que un hombre condenado, fui hasta el arcón, me puse de rodillas e introduje la llave en el candado. Ésta no giró al primer intento, y tuve que ejercer una fuerza considerable para poder oír un sonoro chasquido que indicó que el grillete se había abierto. Retiré el candado, y a continuación, asiendo dos correas de cuero, levanté la tapa del arcón. De inmediato escapó el aire atrapado en el interior portando consigo un olor a moho, a rancio.

El interior estaba lleno de gruesos cortinajes de brocado: una primera capa, doblada con pulcritud en pliegues cuadrados, y debajo una segunda capa formada por bultos densamente comprimidos. Había además una tercera capa, en el fondo, también formada por pliegues cuadrados. Recordé que yo mismo había ideado dicha distribución, y que mi intención era la de colocar la tela de forma que se redujeran los efectos destructivos de un posible golpe o una colisión. Cualquier daño que sufriera el contenido, si es que yo llegaba a detectar alguno, debería pues deberse no a un error en la manipulación, sino a un acto de violencia procedente de dentro.

Retiré los pliegues cuadrados y estudié cuál sería la manera mejor de proceder. Sería una locura deshacer los bultos. Incluso un simple atisbo de lo que había debajo de ellos podría ocasionar un debilitamiento de mi fortaleza mental. Imaginé un ojo de reptil distorsionado, ampliado, protuberante, visto a través de aquel cristal convexo, y me recorrió un escalofrío. Se requería un supremo acto de voluntad para reprimir el repentino impulso que me asaltó de cerrar la tapa de golpe y salir huyendo. Al desviar la mirada vi la pulsera de flores que me había regalado Annette, y conseguí sacar fuerzas del hecho de rememorar aquel pequeño acto de bondad. Entonces deslicé las manos por debajo del brocado y, haciendo acopio de valor, extendí las puntas de los dedos. De igual forma que el aparato sensorial de un insecto, mis dedos establecieron un trémulo contacto con la curvatura del cristal. Supe al instante que mis recelos eran fundados. El cristal estaba tibio. Acaricié la esfera y exploré su superficie. Empezaron a dolerme las manos, y aquel dolor me fue ascendiendo en forma de delgados hilos por los brazos. Entonces se me ocurrió que para llevar a cabo una inspección como Dios manda iba a tener que apartar los cortinajes y echar un buen vistazo a lo que estaba haciendo. No fue idea mía, naturalmente; alguien estaba manipulando las sustancias mismas de mi cerebro. Corría un peligro tremendo y debía consumar la tarea con rapidez. El dolor empeoró, sentí náuseas y noté la visión borrosa. «Tú solo aparta los cortinajes…». Aquel pensamiento había adquirido la categoría de una orden. «Adelante. No pasa nada». Cerré los ojos. Una momentánea falta de concentración, y bien podría suceder que arrancase las telas de un tirón.

—No vas a controlar mi mente —dije en voz alta. La acción de rehusar fue seguida de una oleada de náuseas, a modo de represalia—. Y también vas a dejar en paz la mente de la niña.

Seguí adelante con mi inspección y descubrí una irregularidad en la superficie, que por lo demás era lisa. Era justo lo que había imaginado: una grieta, como la del huevo de Doriac. Fui recorriendo la fractura con la blanda yema del dedo para calcular su longitud, palpé algo afilado y punzante y enseguida retiré la mano. Al abrir los ojos vi sangre brotando de un corte. Con sumo cuidado, volví a meter los cortinajes en el arcón, cerré la tapa y coloqué el candado.