18

Louis me llevó en carruaje hasta el pueblo, y fue allí donde tomé la diligencia. El viaje no fue penoso, y vislumbré Chinon por primera vez a media tarde. Tenía una estampa impresionante, murallas y torres encaramadas en un repecho de baja altura, construidas con una piedra clara que se ruborizaba cuando las nubes pasaban por delante del sol. El camino de acceso estaba bien cuidado, de modo que el vehículo avanzó sin tropiezos. A los pocos minutos de cruzar el río Vienne, estaba ya andando por la plaza del mercado.

Fue relativamente fácil encontrar hospedaje. Me enseñaron una habitación que, si bien no era espaciosa, estaba cómodamente organizada, y, tras un breve descanso, pedí que me trajeran pan y queso. Comí al aire libre, bajo un toldo de flores de un rojo vivo. Y después fui a dar un paseo.

Las tortuosas callejas medievales se hallaban en su mayoría desiertas. Aparte de una anciana que estaba sentada en un portal y de un perro callejero sarnoso, no vi ninguna otra criatura viva. Me separé de la vía principal y ascendí por una empinada calle pavimentada con adoquines que subía y subía sin cesar, hasta que por fin desembocó en la altiva fortaleza de la ciudad. Desde aquella atalaya el panorama era realmente espectacular. Miré hacia el sur y contemplé un mosaico de tejados y gabletes, y más allá el río, y tras éste un sinfín de campos y viñedos que se perdían en el reluciente horizonte.

«Thérèse está ahí abajo —pensé para mis adentros—. En alguna parte».

El impulso que me había hecho ir a Chinon era un tanto misterioso. No sabía con total seguridad lo que estaba haciendo allí. Por supuesto, había varias justificaciones superficiales —reconocer el terreno, recopilar información, poner a prueba mi temple—, pero todas eran bastante ridículas. Lo que quería en realidad era encontrar a Thérèse y decirle lo mucho que la amaba. Quería tomarla en mis brazos, sentir su calor y rozarle el cabello con los labios. Abrigaba la esperanza de que ella, cuando me mirase a los ojos, advirtiera el tormento, la angustia y el arrepentimiento, comprendiera lo difícil de mi situación y se compadeciera de mí. Aunque ya no podía continuar creyendo en un Dios de amor, omnisciente y todopoderoso, todavía estaba preparado para creer en el amor en sí. En un universo carente de certezas, el amor se había convertido en mi roca, mi estrella polar, mi centro inmutable. El amor era lo único que me quedaba.

A lo largo de los días siguientes —no recuerdo cuántos fueron— deambulé por las calles nervioso, expectante, notando cómo se me aceleraba el corazón cada vez que veía una mujer a lo lejos. Una tarde, una sola tarde, me emborraché hasta hundirme en un profundo estupor. Cuando desperté a la mañana siguiente, fui a la oficina de correos, pero el dolor de cabeza me impidió hacer las indagaciones pertinentes. En lugar de eso, me senté en un café, y allí oí conversar a dos paisanos acerca del día de mercado. Más tarde pregunté al camarero en qué día de la semana caía el día de mercado, y él me contestó que en jueves.

En una localidad del tamaño de Chinon, sin duda todos los habitantes saldrían a la calle en el día de mercado, a comprar provisiones, a chismorrear, a verse con los amigos. Y Thérèse también: una mujer alta y bien vestida, que destacaría entre el vulgo y se movería de un puesto a otro con ademanes gráciles y elegantes. Aquella imagen perduró en mi mente como si fuera una premonición.

La noche del miércoles dormí mal, y cuando me desperté el jueves por la mañana me sentía agitado y temeroso. Me sirvieron el desayuno en mi habitación, pero apenas lo toqué. Acudí temprano a la plaza del mercado y observé a los dueños de los puestos mientras colocaban sus productos y sus mercaderías. Comenzó a llegar gente, el dinero fue cambiando de manos y los conocidos se juntaron formando ruidosos corrillos. Yo circulaba por la plaza examinando el género: cestos de mimbre, cacharros de barro esmaltado, platos pintados de vivos colores, queso de cabra, carnes curadas, dulce de membrillo, espárragos de mar en vinagre, almendras y ciruelas pasas rellenas de mazapán. Había un gitano intentando vender un caballo picazo. Uno de los puestos estaba totalmente ocupado por un batiburrillo de utensilios domésticos, y de improviso vi mi rostro reflejado en un espejo de afeitar de forma ovalada. Estaba desaliñado, incluso rayando en lo vergonzoso. ¿Cómo reaccionaría Thérèse si me viera de aquella guisa? Me enderecé el sombrero y procuré adoptar un aire digno y calmado.

Allá en lo alto se estaba acercando una masa de nubarrones, y la temperatura comenzó a bajar. Llevaba más de una hora recorriendo el mercado y estaba a punto de capitular, cuando de pronto se dividió el gentío y vi a un caballero vestido con chaqueta y pantalón marrones. Tenía la piel bronceada y lucía un bigote grande y poblado. Llevaba un niño de la mano. Aunque el pequeño había crecido, lo reconocí de inmediato: era Philippe. Me quedé paralizado unos instantes, pero luego di un paso al frente y, con grandes muestras de alegrarme de la sorpresa, exclamé:

—¡Philippe! ¡Cielo santo! ¡Philippe, mi querido amiguito! ¡Te acuerdas de mí? —El semblante del pequeño permaneció inexpresivo, de manera que continué—: ¡Tienes que acordarte de mí! —A continuación ofrecí mi mano al caballero, la cual él estrechó con una firmeza inesperada.

—Monsieur Arnoult. ¿Y usted es…?

—Monsieur Clément. —Callé unos momentos para ver si mi apellido le sonaba de algo, y luego añadí—: Fui colega del padre de Philippe.

—¿Es usted médico?

—Trabajé con Henri en La Salpêtrière. El querido Henri; cuánto le echamos de menos. —Entorné los ojos y miré primero a Arnault y después al niño, y otra vez a Arnault—. Usted debe de ser el abuelo de Philippe… ¿por parte de madre?

—Sí —respondió Arnault—. Así es, en efecto.

—¿Y cómo se encuentra madame Coubertin? —pregunté, procurando adoptar un tono de naturalidad, aunque me salió una voz tensa y ronca.

Arnault esbozó una mueca de dolor y acarició el cabello de Phillipe.

—No muy bien, me temo.

—No será nada grave, espero.

—Por desgracia, se halla muy enferma.

—¿Muy enferma? —repetí—. ¿De qué mal sufre? No es mi deseo presionarlo, monsieur, lo pregunto solamente para averiguar si pudiera ser de alguna utilidad.

Arnault dirigió a Philippe hacia un grupo de mujeres que charlaban.

—Ve a ayudar a tu abuela.

El pequeño echó a correr, y el anciano se preparó para contestar a mi pregunta.

—Tuvo un problema, una afección del estómago, y para controlar el dolor tomó morfina. Por desgracia, no se le daba muy bien regular la dosis, y a menudo tomaba más de lo que le convenía. Nuestro médico, monsieur Perrot, intentó convencerla de que redujera la cantidad que tomaba, pero eso resultó ser muy difícil. Tenía accesos de cólera y pesadillas, y por las noches chillaba igual que una demente. El niño estaba aterrorizado. —Arnault meneó la cabeza en un gesto de negación—. No podíamos seguir así, era imposible. De modo que mi hija recuperó el hábito y comenzó a debilitarse cada vez más. No tiene el corazón fuerte.

Se oyó el retumbar de un trueno y empezó a llover. La gente que nos rodeaba comenzó a dispersarse.

—Lo siento mucho —susurré.

—¿La conocía usted bien?

—Sí —respondí—. Henri fue muy bueno conmigo.

—Dígame otra vez su apellido.

—Clément. Paul Clément. —Seguía sin sonarle de nada.

Philippe estaba junto a su abuela. Ésta indicó su intención de buscar un sitio en el que refugiarse tapándose la cabeza con la mano.

—Excúseme, monsieur —dijo Arnault—. He de irme. —Dio unos cuantos pasos y se detuvo con brusquedad. Se volvió y dijo—: Vivimos junto al río. —Recitó una dirección—. Si sus asuntos lo entretienen en Chinon…

—Gracias. Me gustaría mucho verla de nuevo.

—Pues en ese caso venga después del mediodía —dijo Arnault—. Agradecería contar con una segunda opinión.

Arnault se caló el sombrero para que no se le saliera del sitio y se apresuró a reunirse con su esposa y su nieto.

A la una fui andando hasta la orilla del río y seguí su curso hasta que llegué a una casa que se hallaba apartada del camino. Se trataba de una mansión de construcción sólida, de pintura desconchada y contraventanas de un verde descolorido. Toqué la campanilla y me abrió la puerta Arnault, el cual me invitó a entrar y me presentó a su esposa. Madame Arnault era una mujer atractiva y de facciones fuertes y regulares. Su sonrisa era una copia exacta de la de Thérèse.

—¿Cómo está madame? —inquirí.

—No muy bien —repuso Arnault—. Su estado se ha deteriorado. Al regresar del mercado llamamos a monsieur Perrot, y en estos momentos se encuentra con ella.

Subí por una escalera y me hicieron pasar a un dormitorio que olía a cerrado. Cuando vi a Thérèse me flaquearon las piernas, y me habría caído al suelo de no ser porque el anciano me agarró del brazo.

—¿Monsieur?

—Estoy bien —dije—. Lo siento.

Me soltó el brazo. A duras penas logré reconocer a mi amada Thérèse en la mujer que se encontraba acostada bajo el edredón. Encontré únicamente sombras donde esperaba ver sus ojos, y el ángulo de su mandíbula definía el límite preciso de su barbilla. El cráneo se hallaba demasiado presente, demasiado deseoso de mostrarse a la vista. Thérèse estaba consumiéndose.

Arnault atrajo mi atención hacia un caballero de mediana edad que estaba de pie junto a la ventana.

—Monsieur Perrot —dijo. Yo lo saludé con una inclinación de cabeza, luego me trasladé a un lado de la cama de la enferma y tomé asiento en una silla de madera. Alcé la mano flácida de Thérèse y me fijé en que tenía los dedos azulados. Apenas me daba cuenta de que Arnault continuaba hablando—: Monsieur Clément fue colega de Henri, ambos trabajaron juntos en La Salpêtrière.

—Thérèse —susurré—, Thérèse. Soy Paul. ¿Me oyes?

Perrot se acercó.

—Perdió el conocimiento hace una hora. Arnault volvió a hablar:

—Monsieur Perrot, monsieur Clément, ¿desean tomar algo?

Yo levanté la vista.

—Para mí nada, gracias.

Arnault salió de la habitación, y Perrot me preguntó si me habían informado del historial médico de Thérèse.

—Su padre mencionó la morfina —contesté.

Perrot bajó la voz:

—Sufría una adicción desde muy atrás. El anciano cree que todo empezó con una afección estomacal. —Negó con un gesto de cabeza—. Yo hice todo lo que pude para que abandonara el vicio, pero no tuve éxito. Ahora lleva ya varios meses muy enferma. Muy enferma. —Tamborileó con los dedos sobre su propio corazón y me dirigió una mirada elocuente—. Consultó a un cardiólogo de Tours. Éste no se mostró muy optimista.

En eso, Thérèse tosió y dejó escapar un leve gemido. Tenía los labios agrietados, y en las comisuras de la boca se le había acumulado un residuo de color blanco.

—¿Lo sabe la familia? —pregunté.

—Creo que Arnault lo entiende. Pero con respecto a su esposa no estoy tan seguro. —Perrot se quitó el estetoscopio—. ¿Tenían ustedes una amistad estrecha?

—Sí —contesté, desviando el rostro para ocultar mi dolor—. Nos movíamos en los mismos círculos… en París.

—Pobre Philippe —siguió diciendo Perrot—. Primero su padre, después su madre. Horroroso.

Regresó Arnault y entregó a Perrot su anisete. El médico lo bebió mientras hacía insípidos comentarios, y después recogió su maletín de cuero.

—En fin, debo marcharme. Madame Musard tiene fiebre, y le prometí que pasaría a verla de nuevo. —Miró a Thérèse y agregó—: Volveré tan pronto como me sea posible. Quédese donde está, Arnault, ya conozco la salida.

Oímos a Perrot bajar la escalera y el ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse.

—¿Qué opina usted? —me preguntó Arnault—. ¿Hay alguna esperanza? —Yo no pude responderle, tenía la garganta demasiado agarrotada. Arnault suspiró y dijo—: Lo mismo he pensado yo. —Tomó asiento al otro lado de la cama e inclinó la cabeza. Al cabo de unos minutos, se removió y preguntó—: ¿Por qué Chinon, monsieur? ¿Qué le trae por nuestro pueblo?

Le referí mis circunstancias a grandes rasgos y le dije que estaba tomándome unas cortas vacaciones. A continuación me hizo varias preguntas en relación con la vida que llevaba en París, y yo, exagerando, le comenté lo bien que conocía a Henri. Las preguntas de Arnault eran bastante inocentes, pero se notaba a las claras que le resultaba curioso que su hija nunca hubiera mencionado mi nombre. Al final, aquel fingimiento me resultó cansado y deseé que Arnault se fuera. Quería estar a solas con Thérèse.

Hacía un día nublado, y cuando atardeció, la habitación ya estaba bastante a oscuras. Arnault encendió unas cuantas velas y después se quedó adormilado. Fue relevado por su esposa, que ocupó su sitio. Me hizo exactamente las mismas preguntas, y yo repetí las mismas falsedades. A las ocho en punto regresó Perrot y llevó a cabo otra exploración. Luego me ofreció su estetoscopio, y yo me vi obligado a escuchar los irregulares latidos del corazón de Thérèse.

Me vino a la memoria aquel día en el apartamento de Saint-Germain: la sombra de mi mano en su espalda, cómo se tornó áspera su respiración cuando yo cerré los dedos. ¿También sería esto culpa mía?

Cuando Perrot salió del dormitorio, no pude contenerme más. Rodeé el cuello de Thérèse con mis brazos y empecé a sollozar contra su cabellera lacia.

—Lo siento mucho, lo siento muchísimo. —La sentía inconsistente, insustancial, y temí que si la apretaba con demasiada fuerza pudiera quebrarle las costillas. Me retiré un poco, la besé en la frente y después en los labios—. Por favor, perdóname —supliqué.

De pronto se oyeron unos pasos en el rellano. Rápidamente busqué mi pañuelo y me enjugué las lágrimas, pero este torpe intento de disimular mi sentimiento resultó ser fútil. Tenía la voz ronca y los ojos todavía me escocían. Arnault compuso una expresión comprensiva, pero también detecté una chispa de suspicacia.

—¿Le apetece algo de comer? —me preguntó.

—Es usted muy amable al ofrecérmelo —contesté—. Pero no, gracias. Quizá debería irme ya. No deseo molestar.

En eso llegó madame Arnault con Philippe. Llevó hasta el otro lado de la cama al pequeño, que traía la cara triste, y dijo:

—Da las buenas noches a tu madre, hijo.

Philippe plantó un beso en la mejilla de Thérèse y recitó una oración conmovedora, una plegaria dirigida a la Virgen María.

Cuando ya se iba, yo lo detuve y lo obligué a que se situara frente a mí, cara a cara.

—Philippe, tu madre está muy enferma, y lleva mucho tiempo sin encontrarse bien. Las enfermedades cambian a las personas. Pero siempre recordaremos cómo era cuando estaba sana y feliz. Te quiere mucho, Philippe, me lo dijo a mí en muchas ocasiones. Te quiere más que a ninguna otra cosa, más que a nada en el mundo.

Lo dejé marchar, y su abuela lo agarró de la mano. Al llegar a la puerta hizo un alto y me dijo:

—Buenas noches, monsieur. —Pero en su voz no había el menor afecto.

Cuando Philippe y su abuela se hubieron marchado, me senté en silencio con Arnault hasta que el cielo adquirió una tonalidad negra. El anciano corrió las cortinas, yo pregunté:

—¿Me permite que vuelva mañana?

—Si así lo desea… —repuso él.

A la mañana siguiente Thérèse ya no estaba en paz. Se encontraba en un estado de agitación, aferraba el edredón y murmuraba cosas. De tanto en tanto abría los ojos, pero no veía nada. Tenía los dedos helados, y yo se los frotaba constantemente para que entrasen en calor.

Perrot apareció justo antes de las doce.

—Está incómoda —dijo—. Opino que necesita sedación. —Me ofreció la oportunidad de oponerme, pero el médico de Thérèse era él, y yo no deseaba interferir.

Pasaron las horas. Yo fui a dar un paseo y regresé cuando empezó a llover. Madame Arnault había preparado una comida para su esposo y para Philippe. Yo no me sumé a ellos, pues sabía que mientras ellos comían juntos yo podría estar una vez más a solas con Thérèse.

Estaba muy quieta y respiraba de forma superficial. De pronto, de manera bastante repentina, abrió los ojos y pareció enfocarlos en mí. Yo le aferré la mano.

—Thérèse —gemí—. Soy yo, Paul. ¿Me ves? Oh, Thérèse, amor mío, cuánto te quiero. ¡Cuánto te quiero!

Vi brillar en sus ojos una chispa que indicaba que me había reconocido. Entonces, la sorpresa se trocó en miedo. Estaba aterrorizada. Debajo de mi dedo pulgar palpé el último movimiento de la sangre en sus venas. Sus ojos permanecieron abiertos, pero ya estaba muerta.

Me senté en la orilla, indiferente al aguacero. La superficie del agua comenzó a agitarse por efecto de un viento frío impropio de la temporada que iba cobrando intensidad. Recordé la predicción del demonio: que Thérèse moriría, y que él tendría el placer de saborear su sangre en el infierno.

El padre Ranvier y Bazile habían insistido en que aquella vil amenaza no significaba nada, pero estaba claro que habían subestimado el poder del demonio.

Permanecí al relente hasta que se hizo de noche, luego regresé a la fonda y dormí con la ropa mojada. A la mañana siguiente tomé la diligencia de vuelta al pueblo. Sentía los músculos doloridos y fui todo el camino temblando a causa de los escalofríos. Pagué a un campesino para que me llevara hasta el cháteau en una tartana, y al llegar me fui directamente a la cama. Aunque el tiempo era ya muy agradable, las sábanas se me antojaron frías como el hielo y lograron que me castañetearan los dientes. Vino Louis a ver si deseaba cenar con la familia, pero yo tenía fiebre y a aquellas alturas ya me encontraba bastante mal. Después de la cena vino Raboulet, a ver si necesitaba alguna cosa, pero yo lo despedí.

—Tengo una infección —dije—. Debo estar solo.

—Pero tiene usted que comer —protestó Raboulet.

—Que madame Boustagnier deje un poco de pan y agua delante de mi puerta. Con eso bastará por el momento. Si necesito algo más, ya llamaré a Louis.

Estaba ardiendo, y notaba la boca como si la tuviera rellena de ascuas encendidas. Incluso después de tomar salicina, mi temperatura seguía siendo peligrosamente elevada, y mi mente estaba invadida de recuerdos muy vividos y pesadillas épicas. Me vi a mí mismo entregando a Thérèse una jeringuilla de cerámica y diciéndole: «Para ti. Un regalo especial». Vi un cortejo fúnebre que avanzaba con solemnidad detrás de un féretro blanco llevado a hombros por demonios de gesto lascivo, y vi a Thérèse arrastrando una mortaja hecha jirones, vi su figura vulnerable vagando por la ardiente inmensidad del infierno. Me resulta imposible describir mi sufrimiento. Lloré y lloré hasta que ya no pareció quedar nada de mí.

Mi enfermedad me duró dos semanas, transcurridas las cuales empecé a sentirme un poco más fuerte. Un día, hacia el final de dicho periodo, al despertarme me encontré con Annette, sentada junto a mi cama.

—¿Qué estás haciendo ahí, pequeña? —le pregunté.

—He venido a verle —contestó ella.

—Por favor. Tienes que irte ahora mismo, o de lo contrario te pondrás enferma tú también. ¿Sabe tu madre que estás aquí?

—No. Me dijo que no debía venir.

—Pues entonces vale más que te vayas, antes de que se dé cuenta de que no estás.

—Pero no está bien.

—¿Qué es lo que no está bien?

—Que esté usted aquí tan solo.

—Me siento totalmente feliz.

—No. Yo creo que no. Yo creo que está triste. —Señaló un vaso que reposaba sobre mi mesilla de noche—. Le he preparado una bebida caliente, con azúcar y limón. Madame Boustagnier dice que es buena para los resfriados. —Se puso de pie y me apretó la mano contra la frente. A continuación, imitando mi actitud y mis maneras, dijo—: Sí, hay una clara mejoría.

—Antes de marcharte, lávate las manos —le dije yo con severo énfasis.

Annette fue hasta mi lavamanos y vertió un poco de agua. Luego hundió los dedos en el recipiente y preguntó:

—¿Está muy enfermo, monsieur?

—No, no mucho.

—Bien. He rezado por usted en la capilla. He rezado para que no se muriera.

—Te lo agradezco. Ha sido muy considerado por tu parte.

—¿Por qué Dios escucha unas oraciones sí y otras no?

—No lo sé. Tal vez debieras preguntárselo al curé.

Annette reflexionó sobre dicho consejo y dijo:

—Sí. Tal vez. —Después de secarse las manos, se encaminó hacia la puerta. Sus movimientos eran tan fluidos que parecían tener lugar en ausencia de toda fricción—. No se olvide de la bebida, monsieur.

—No —respondí—. No me olvidaré. —Ella alzó una mano, con expresión tímida—. Adiós, Annette. Y gracias.

Escuché cómo iba difuminándose el ruido de sus pisadas y, cuando se hubo ido, por primera vez desde que volví de Chinon reparé en los pájaros que cantaban al otro lado de mi ventana.

Mi recuperación fue lenta. Al cabo de un mes todavía estaba débil; no obstante, terminé reanudando mis anteriores actividades. Supervisaba la salud de Annette y de Raboulet, administraba medicinas, iba a montar junto al río y me quedaba leyendo hasta muy tarde por las noches. Pero no era el mismo. Estaba alterado. Había una parte de mi antiguo yo que murió aquel día en Chinon, una parte esencial, una parte que jamás reviviría ya. Cuando reflexionaba sobre la desolación que me invadía por dentro, en mi mente tomaba forma una imagen en particular: mi corazón, encogido y marchito como una rosa muerta.

En los días en que me sentía más fuerte, hacía largas excursiones por los montes en que vivían los habitantes de cuevas. Eran gentes pobres, labradores que se habían construido una casa excavando en la blanda toba de las laderas. Sus hijos enfermaban con frecuencia, y muchos habrían muerto si no los hubiera atendido yo. ¿Por qué hacía aquello? Es difícil de decir. Pero si algún motivo concreto tenía, era simplemente el de fastidiar a Dios.