Estaba preparando una infusión de pasiflora y solideo cuando oí que llamaban a la puerta y después solicitaban tímidamente:
—Monsieur.
—Adelante —contesté.
Y entró Raboulet. Traía el cabello despeinado y una chaqueta de lino arrugada y echada al descuido sobre los hombros. No se había puesto cuello en la camisa y tampoco se había afeitado. Cuando le indiqué que tomara asiento, se dejó caer en una silla, estiró las piernas y puso las manos detrás de la cabeza.
—Una lástima, lo de la niña —dijo—. Acabo de enterarme, me lo ha contado Hélène. ¿Era neumonía?
—Sí.
—Pobrecilla, ¿cómo demonios se les ocurrió traerla arrastrando hasta aquí?
—Monsieur Jourdain se encontraba indispuesto.
Raboulet hizo un gesto de asentimiento.
—Yo pasé todo el episodio durmiendo.
—No había nada que pudiera haber hecho usted.
—Igual que un niño pequeño. Creía que me había reducido la dosis de bromuro.
—Y se la reduje. Pero incluso las dosis pequeñas tienen un efecto sedante. —Añadí un poco de miel a la infusión y le pasé el vaso—. Bueno, ¿y cómo se encuentra?
—No demasiado mal.
—¿No ha tenido experiencias inusuales…? ¿Sensaciones? —El joven negó con la cabeza—. Bien.
—Estaba pensando en salir a dar un paseo en barca. Pero nadie quiere acompañarme. Y se me ha ocurrido que quizá…
—No puede usted remar solo.
—¡Pero si últimamente me encuentro muy bien! —Bebió un sorbo—. ¿Y usted, monsieur? ¿Me permite que le tiente a dar un paseo por el río?
—Hoy no, gracias.
—Ah, ya. Perdóneme. Debe de estar cansado.
Raboulet se levantó y fue hasta la ventana. Más allá de los formales jardines se extendía una alfombra de flores silvestres que se perdía a lo lejos. En el horizonte se cimbreaban los álamos.
—Estoy aburridísimo —dijo Raboulet—. Aquí hay muy poco que hacer.
Sentí lástima por él.
—A lo mejor un día podrá marcharse de aquí.
—¿Usted cree, de verdad? —Su voz llevaba un tinte de ilusión.
—No puedo prometerle nada, pero si las cosas continúan mejorando… quién sabe.
Se terminó la infusión y permanecimos un rato sentados, charlando. Fumamos unos cigarrillos y jugamos una partida de cartas. Llevaba varias semanas dejándole ganar, y decidí que seguramente había llegado el momento de que él volviera a perder. Raboulet sonrió y juró tomarse la revancha; yo debía esperar, según me dijo adoptando una teatral pose de enfado, una «derrota humillante». Mientras yo recogía la baraja, me preguntó:
—¿Qué es lo que guarda ahí dentro, Clément?
Levanté la vista y vi que señalaba mi arcón de madera.
—Delicados instrumentos científicos —respondí—, y nuevos preparados que todavía tengo que ensayar.
—Claro, por supuesto —contestó con gesto pensativo, pero el tono de su voz implicaba sutilmente un cierto reproche hacia sí mismo, como si estuviera pensando: «Qué tonto he sido al preguntar eso, un médico no puede dejar por ahí equipos que cuestan mucho dinero y sustancias peligrosas»—. En fin —añadió al tiempo que se levantaba de la silla y echaba una ojeada al reloj de mi mesa—, supongo que será mejor que me vaya y le deje a solas con sus libros y sus pociones. ¿Cenará con nosotros esta noche?
—No estoy seguro.
—Si decide acompañarnos, no se olvide de las cartas, ¿eh?
Yo todavía tenía el pensamiento enturbiado por el recuerdo de Agnès Doriac. Cuando se marchó el curé, había permanecido levantado casi toda la noche, apurando el último resto de ron. Si estuviera menos distraído, tal vez hubiera respondido de forma más precavida, pero dejé que Raboulet se fuera sin formular ninguna pregunta, como si no hubiera sucedido nada fuera de lo normal.
El resto de la mañana lo pasé en la biblioteca. Madame Boustagnier, siempre solícita, me llevó al mediodía pan y un plato de sopa. Justo pasadas las dos, sonó el timbre y llegó Louis para informarme de que había vuelto monsieur Doriac. Deseaba hablar conmigo.
—¿Desea que le diga que se encuentra usted ocupado, monsieur?
—¡No! —salté—. No tengo ningún inconveniente en absoluto para verlo.
—Muy bien, monsieur. Está esperando en el patio.
—¿Por qué?
—No ha querido entrar, monsieur.
—¿Se lo ha preguntado usted?
—Ha preferido aguardar fuera.
Me puse la chaqueta y me encaminé a la planta de abajo. Los perros estaban ladrando, y me irritó que nadie se hubiera tomado la molestia de apaciguarlos. Doriac estaba de pie junto al pozo, sosteniendo en una mano un sombrero de ala ancha y en la otra una cesta. Echó a andar hacia mí avanzando pesadamente, balanceando la parte superior del cuerpo. Debajo de los brazos se le veían unas manchas de humedad.
—Monsieur Doriac. Por favor, ¿por qué no pasa al interior? —Él se miró los zuecos. Estaban cubiertos de polvo blanco, y se le notaba claramente que le preocupaba introducir suciedad en el château—. Puede limpiarse los zuecos en la cocina.
Pero Doriac negó con la cabeza.
—No, no puedo quedarme. —Extendió la mano y me ofreció la cesta. Yo la tomé, miré lo que había dentro y vi que estaba llena de paja y huevos—. Le agradezco que intentara salvar a mi hija. El padre Lestoumel me ha dicho que hizo usted lo imposible. Ya sé que esto no es gran cosa, pero es todo lo que tengo.
Yo no quería quitarles la cena ni a él ni a su familia, pero tuve que aceptar el regalo; de lo contrario habría sido un grosero o, peor todavía, les habría insultado.
—Gracias, monsieur —dije, inclinando la cabeza—. Es usted sumamente amable. Agnès estaba muy enferma. Lo siento mucho. —Doriac retrocedió un paso. Ahora que había cumplido con su misión, parecía deseoso de marcharse. Yo recorrí el patio con la vista y, al fijarme en que estaba vacío, le pregunté—: ¿Dónde está su tartana, monsieur?
—No tengo ninguna tartana.
—Anoche sí la tenía.
—El curé… —La explicación de Doriac no fue más allá de dar el nombre de la persona que obviamente había conseguido el vehículo.
—¿Ha venido andando?
—Sí.
—¿Todo el camino?
—Sí.
—Debe de estar agotado. Por favor, permítame que le lleve en mi coche de vuelta al pueblo.
—No —contestó Doriac en tono firme—. Puedo ir andando.
Le di las gracias por los huevos y él se puso el sombrero. Levantó la vista hacia el azul del cielo, dio media vuelta y emprendió la larga caminata de regreso. Los portones de madera se habían quedado abiertos, de modo que pudo pasar por el arco por el que normalmente entraban los carruajes. Lo contemplé mientras dejaba atrás la fuentecilla y tomaba un sendero que torcía a la izquierda. No miró atrás, continuó avanzando despacio, cabizbajo, con una pesadez que recordaba la adusta determinación de un buey. Una vez que se hubo perdido de vista, me fui a la cocina, donde encontré a madame Boustagnier picando verduras. Le di los huevos, la informé de que tenía la intención de cenar a solas y le pedí una tortilla.
—¿Dónde ha conseguido estos huevos, monsieur?
—Me los ha regalado Doriac. —Ella me miró con gesto interrogante—. El hombre que vino anoche con el curé.
—Ah, sí —respondió—, el padre de la niña. —De pronto su semblante se tiñó de angustia e hizo la señal de la cruz con fluida destreza—. En paz descanse.
—La tortilla hay que hacerla con estos huevos —ordené—, y únicamente con éstos.
—¿Cómo? ¿Con todos, monsieur?
—Sí —contesté—. Con todos.
Madame Boustagnier introdujo la mano en la cesta, sacó un huevo e inspeccionó la superficie, salpicada de pecas.
—Está roto.
—Eso no me sorprende, madame Boustagnier. Monsieur Doriac ha venido a pie, cargando con esa cesta desde la aldea.
—Le recordaré en mis oraciones.
Yo me encogí de hombros.
—Si usted cree que servirá de algo…
Transportando el huevo roto en sus manos sonrosadas, volvió a depositarlo en la cesta con fingida ternura.
Acababa de administrar a Annette sus infusiones cuando apareció su madre en el umbral de la puerta. Hélène llevaba un vestido negro y un collar de plata, se había recogido el pelo en la nuca y le colgaban dos pendientes de granate de los lóbulos de las orejas.
—¿Ha terminado ya con Annette, monsieur?
—Sí, madame.
—¿Y se encuentra bien?
—Muy bien.
La pequeña se dirigió a su madre:
—Monsieur Clément me ha puesto en la medicina solo una cucharada de miel.
—Oh, ¿y por qué motivo? —quiso saber Hélène.
—Ha dicho que yo ya soy bastante dulce.
—Monsieur —dijo Hélène en tono de suave recriminación—, ¡va a conseguir que Annette tenga una opinión exagerada de sí misma! —Yo me sentí un tanto violentado por la indiscreción de la niña, respondí con un comentario evasivo y después fingí que ordenaba mis frascos. Oí el murmullo de las faldas de Hélène al rozar el suelo cuando se acercó a la ventana—. Monsieur —prosiguió, con la voz un poco tensa—, mi suegra ha pedido al padre Lestoumel que oficie una misa por el reposo del alma de Agnès Doriac, y estaba deseosa de que usted fuera informado de ello. Dicha misa se celebrará mañana por la tarde, en la capilla.
—Le ruego que dé las gracias a madame Du Bris por su amable invitación; sin embargo, debo declinarla.
Hélène asintió con la cabeza.
—Monsieur Clément.
Me volví y vi a Annette de pie junto a mi arcón de madera.
—¿Sí?
—¿Qué guarda aquí dentro? —Pasó la mano por la tapa creando un surco en el polvo.
—¿Por qué lo preguntas?
—Es muy grande. —Acarició el candado e insinuó que introducía el dedo en la cerradura.
—Sustancias peligrosas —contesté—. Productos químicos.
La niña pareció quedarse satisfecha con mi respuesta.
—Vamos, Annette —dijo su madre—, tienes clase de inglés con madame Drouart y no debemos hacerla esperar.
Annette se movió, pero dio la sensación de que su mano se entretenía un instante más en la tapa del arcón, retrasando su partida, hasta que por fin su dueña logró despegarla.
Hélène recuperó mi atención:
—¿Cenará esta noche con nosotros, monsieur?
—No. Tengo la intención de retirarme temprano.
—Como desee, monsieur.
Me quedé de pie en la puerta, observando cómo se alejaban Hélène y Annette atravesando la biblioteca. Y ni siquiera entonces, con mi mente transformada en un torbellino, logré resistirme a admirar la figura de Hélène y su grácil forma de andar. Cuando hubieron rebasado las esferas astronómicas, exclamé:
—¡Annette! —Madre e hija hicieron un alto y se giraron para mirarme—. Annette, ¿te importa venir aquí un momento, por favor? —Le hice una seña con la mano, y la niña regresó. Entonces, bajando la voz, le dije—: Annette, ¿has estado hablando con tu tío Tristan de lo que hay dentro de mi arcón? —Ella negó con la cabeza—. ¿Y no habréis estado jugando a algún juego de adivinar? —La pequeña volvió a negar. Yo sonreí y añadí—: Ah, se me olvidaba darte una cosa. —Saqué de mi chaleco un dulce.
—Gracias, monsieur —dijo ella, y acto seguido corrió a reunirse con su madre.
Cuando Hélène vio lo que le había dado yo a Annette, exclamó:
—¡La malcría usted!
Hice un gesto para transmitirle que no podía evitar sentir afecto por la pequeña. Complacidas, madre e hija ejecutaron un giro sincronizado y se alejaron hacia las sombras de la antecámara. Yo necesitaba pensar, y decidí salir a dar un paseo.
Chambault no poseía un único jardín de gran tamaño, sino varios jardines relativamente pequeños, todos ellos ejemplos exquisitos del arte de la horticultura: espacios íntimos y perfumados en los que sentarse a meditar o a solazarse con la belleza de alrededor. Crucé el patio y penetré en el Jardín de los Sentidos, un sistema de parterres de plantas perennes que partían de una fuente central, y de allí pasé al Jardín de la Curación, mi remanso de paz favorito, repleto de hierbas medicinales. Me senté en un banco que había debajo de un sauce y aspiré aquellas fragancias balsámicas. El sol estaba poniéndose, y las pálidas torretas del cháteau iban tornándose rosas bajo aquella luz pastel. No me moví hasta que el cielo se hubo oscurecido y aparecieron unas cuantas estrellas precoces por encima de uno de los tejados cónicos.
Al regresar, informé a madame Boustagnier de que deseaba cenar ya, y me llevaron una bandeja a mis habitaciones: una tortilla, un poco de pan, un plato de fresas y una botella de licor de frutas. Mientras comía, me asaltó la peculiar sensación de haber tropezado con un hecho importante, pero no alcanzaba a discernir en qué consistía con exactitud. Dicha sensación parecía estar relacionada, de alguna forma misteriosa, con los huevos que me había regalado Doriac. Cuando terminé de cenar, me quité el cuello y el chaleco y me tendí en el diván. Durante más de una hora estuve fumando y mirando fijamente el arcón, intentando persuadirme de que la curiosidad que habían expresado tanto Raboulet como Annette por el contenido no era más que una singular coincidencia.
Me levanté, fui hasta la mesa y encendí otra vela. Fue entonces cuando me percaté de que había algo diferente. Me arrodillé y vi una raya en el suelo, justo a la izquierda del arcón. Al observarla más de cerca, me di cuenta de que la había dibujado el polvo. La causa era evidente: se había acumulado polvo alrededor del arcón, y éste se había desplazado aproximadamente cuatro centímetros hacia la derecha. En los tablones del suelo no había arañazos. El arcón era un objeto que pesaba mucho, pues estaba hecho de roble macizo, guarnecido de bronce y forrado de plomo, y además la parte inferior había sido reforzada con placas de hierro. Cuando llegué a Chambault, fueron necesarios seis hombres forzudos para transportarlo escaleras arriba. Aunque se había desplazado una distancia relativamente pequeña, ello no podía haber sido el resultado de un choque accidental, y en el château no había nadie que fuera lo bastante fuerte para empujarlo. Se me erizó el vello de la nuca y me invadió un siniestro presentimiento… un pánico incontrolable y glacial.
Estuve paseando por la habitación por espacio de varias horas, y después me arrodillé una vez más para examinar el surco trazado en el polvo. Por muchas veces que lo mirase, me veía obligado a llegar a la misma conclusión. Alguien había movido el arcón. Me fui a la cama, pero tardé varias horas en conciliar el sueño. Cuando por fin me quedé dormido, soñé con madame Boustagnier, que estaba en la cocina: un recuerdo residual del día anterior. Estaba inspeccionando uno de los huevos de Doriac, igual que en la vida real. Y una vez más la oí decir: «Está roto». Su voz sonó tan fuerte que me desperté. Estaba perfectamente claro lo que significaba aquel sueño. Entonces comprendí cuál era la causa de aquella sensación persistente de haber tropezado con una información importante pero difícil de desentrañar. Imaginé el interior negro azabache del arcón, un defecto en la esfera de cristal, una grieta finísima que iba ampliándose. El corazón me latía desbocado en los oídos. Iba a tener que abrir el arcón a fin de evaluar los daños, porque aquélla era la única explicación. Llevaba más de un año sin abrirse, y la perspectiva de destaparlo me inspiró un profundo terror.