Verano de 1881
Chambault
El sol había ascendido hasta su punto más alto y la blanca fachada del chateau resplandecía con una luz de pureza excepcional. Nos habíamos congregado en la linde del prado, bajo las ramas de un cerezo silvestre. Hélène Du Bris estaba sentada a mi lado, pincel en mano, introduciendo motas de color bermellón en el fondo verde de su acuarela. Raboulet estaba tumbado en el suelo, contemplando con mirada abstraída las ramas que pendían en lo alto, y detrás de él, sentada en la hierba con la espalda apoyada en el tronco, se encontraba su esposa Sophie, con la recién nacida dormida en los brazos. Odile Du Bris se había abrigado las piernas con una manta de lana y también dormía, yo percibía los estertores de su respiración. Mademoiselle Drouart, la institutriz, había organizado un juego para los niños, y Víctor, Annette y Octave estaban persiguiéndose arriba y abajo de las escaleras que conducían al depósito del hielo, chillando de alegría. Du Bris, como de costumbre, estaba ausente.
Antes, la cocinera —madame Boustagnier— nos había traído una cesta de pan recién hecho, queso de cabra y unos albaricoques. Tan solo quedaban unas pocas cortezas huecas. También había añadido dos botellas de vino de la bodega. El tinto de la casa, de sabor característico y especiado, había surtido en mi cerebro el efecto de un potente soporífero, y notaba los miembros hinchados y entumecídos. Una mariposa se posó en el caballete de Hélène. Sus alas transparentes temblaron, y al abrirse dejaron ver unos dibujos exquisitos y delicados, una red de líneas oscuras que hacían contraste con un fondo de vivido tono naranja. Hélène se giró para ver si yo estaba mirando, y cuando se cruzaron nuestras miradas me sonrió y dijo:
—¿Sabe usted lo que es, monsieur?
—No —contesté—, me temo que no.
—Es tan hermosa…
—En efecto, madame, y probablemente bastante rara.
Hélène continuó pintando, y, tal vez por culpa del vino, yo me la quedé mirando de modo imprudente. Llevaba un ceñido vestido de seda azul cuyo corte resaltaba la esbeltez de su figura. Los brazos surgían de unas mangas cortas ribeteadas de encaje blanco, y me fijé en que su piel se había oscurecido a lo largo del verano hasta adquirir una sensual tonalidad olivácea. El cabello lo llevaba recogido sin tensión en lo alto de la cabeza, sujeto por una serie de peinetas de marfil. Se le veía la nuca a través del leve resplandor de una neblina de plumón rubio.
—¿Monsieur Clément?
Era la anciana. Se había despertado. Me puse en pie con un rubor de vergüenza en las mejillas.
—¿Sí, madame?
—¿Quiere hacerme el favor de acercarme la manta? Se me ha caído al suelo.
—Naturalmente.
Recogí la manta caída y se la deposité sobre las piernas. Cuando me dio las gracias, detecté una cierta frialdad en su voz. Si me había visto mirar fijamente a su nuera, no había nada que yo pudiera hacer. Hice unos comentarios solícitos y regresé a mi silla.
Raboulet se levantó y se limpió unas briznas de hierba de los pantalones. Luego encendió un cigarrillo y, sin dirigirse a nadie en particular, dijo:
—Veréis, el otro día me enteré de un hecho sumamente extraordinario. Se supone que un tipo de Bonviller vendió a su esposa. Por lo visto, la vendió junto con todos los muebles de su casa, por cien francos.
—¿Quién te ha contado eso? —preguntó Hélène.
—Fleuriot —contestó Raboulet—. Me dijo que el notario se negó a registrar la venta, pero que las personas implicadas decidieron continuar de todos modos. Firmaron un documento en el mercado, delante de tres testigos. —La anciana lanzó un gruñido reprobatorio—. A ver, eso no puede estar bien, ¿no? —prosiguió Raboulet—. Es decir, un hombre no puede vender a su mujer sin más, ¿no? ¿Qué opina usted, monsieur Clément?
—La partes pueden aceptar condiciones sin recurrir a la ley, y lo hacen con frecuencia. Recuerdo que hace no mucho se dio un caso similar en Rive-de-Gier.
—¿Quién lo hubiera pensado? —dijo Raboulet.
—Esos campesinos son como animales —comentó la anciana.
—Esperemos —dije yo— que, llegado el momento, la enseñanza obligatoria tenga como efecto mejorar la situación.
—Eso de la enseñanza está muy bien, monsieur —replicó la anciana—, pero no será suficiente. Las gentes del campo sufren de debilidad moral. Yo he vivido aquí toda mi vida, y sé cómo son. Créame. Son impíos y faltos de templanza.
—Oh, madame —dijo Raboulet, extendiendo los brazos, un gesto en el que, tácitamente, rogaba a la anciana que recapacitase sobre dicha afirmación. Pero ella no suavizó su expresión implacable; antes bien, volvió con brusquedad el rostro.
Raboulet, sin desanimarse, continuó y pasó a informarnos del último chismorreo: una discusión en la que había participado el herrero y la aparición de varios carromatos de gitanos junto al río. Su parloteo resultaba un tanto divertido, y de tanto en tanto daba lugar a un comentario frivolo. Gracias a Dios, la anciana volvió a quedarse dormida, de modo que nos ahorramos tener que seguir oyendo sus reprimendas. Cuando Raboulet hubo agotado su reserva de relatos, dio unas cuantas vueltas alrededor del cerezo y después se situó entre dos estatuas de querubines cubiertas de musgo. Contempló la pradera con la mirada perdida y saludó con la mano a los niños, que dejaron de jugar para devolverle el gesto.
—Me parece que voy a irme con ellos —anunció—. Por lo que se ve, están divirtiéndose mucho.
Recogió su sombrero de paja y abandonó la sombra del cerezo para salir al fuerte calor del mediodía. Iba vestido con una chaqueta de verano de color claro y unos pantalones holgados. Tenía una forma de andar desordenada, como si sus extremidades estuvieran unidas al cuerpo tan solo por un hilo de algodón, y aquel caminar tan descoordinado me recordó a una marioneta. Los niños se alborotaron al verlo aproximarse, y vi que mademoiselle Drouart intentaba calmarlos.
Hélène se reclinó en su silla y estudió su acuarela con atención. Había incluido únicamente la torre sur del château, con su tejado cónico y su ornamentada chimenea; sin embargo, el edificio presentaba una línea vertical que dividía el cuadro en dos zonas muy agradables que se complementaban entre sí.
—Las hojas caídas están especialmente bien dibujadas —comenté. Hélène era tan modesta que mi alabanza la aturdió—. No, en serio, madame —insistí—. Me parece una pintura bastante buena.
—Es usted muy amable, monsieur, pero soy perfectamente consciente de mis limitaciones. —Calló unos instantes, durante los cuales surgió una arruga en su frente—. ¿Conoció usted a muchos artistas cuando vivía en París, monsieur Clément?
—Sí, a unos cuantos, pero ninguno de renombre. Lo más cerca que estuve del genio artístico fue cuando me encontré en el mismo salón que Gustave Doré. Pero no llegaron a presentarnos. Uno de mis colegas médicos me indicó de quién se trataba desde lejos, dado que no era más que una figura que se hallaba de pie junto al recipiente del ponche.
—La vida en Chambault debe de parecerle muy lenta, monsieur.
—En absoluto.
—Me preocupa que algún día nos quedemos sin usted, que se aburra de nosotros y de nuestro provincianismo y regrese a la capital.
—Jamás se me ocurriría algo así.
Ella me miró con incredulidad.
—Aquí me siento muy feliz —continué diciendo, deseoso de tranquilizarla—. Adoro esta paz, esta tranquilidad. —Dirigí la mirada hacia el ruidoso grupo que jugaba en el otro extremo del prado, y Hélène enarcó las cejas. Yo reí—. No me molestan cuando estoy en la biblioteca.
—¿Qué tal van sus estudios, monsieur?
—Constituye un privilegio tener acceso a semejante colección de obras. —Mi respuesta era una sutil evasiva, y me alivió advertir que ella no se dio cuenta.
De improviso vi que los niños venían corriendo hacia nosotros, perseguidos por su tío. Los seguía mademoiselle Drouart, sin darse prisa, formando una bella estampa con su parasol.
—¡He ganado, he ganado! —gritó Víctor al tiempo que pasaba entre los dos querubines cubiertos de musgo y se dejaba caer en el suelo. Me di cuenta de que Annette había aminorado la velocidad a propósito, para que sus dos hermanos pudieran ganarle. Aquel pequeño acto de caridad resultó extrañamente enternecedor. Annette había heredado el cabello y los ojos de su madre, y su rostro, aunque todavía correspondía al de un inocente, era capaz de comunicar sentimientos de una profundidad y una madurez sorprendentes. A continuación llegó Raboulet, sonriendo de oreja a oreja y tosiendo a causa del esfuerzo. Se derrumbó al lado de su esposa, la cual lo miró con un gesto de fingida exasperación. Mademoiselle Drouart reunió a los niños y se los llevó hacia un árbol contiguo, y allí comenzó a leerles un libro de cuentos de hadas.
Yo cerré los ojos y escuché el suave murmullo de su voz, el zumbido de una abeja entrometida y el leve rumor de las faldas de Hélène. Debí de quedarme dormido, porque cuando volví a abrir los ojos tenía a Annette delante de mí, con una pulsera de flores diminutas en la palma de la mano.
—Es muy bonita —dije.
—La he hecho para usted —susurró ella.
—Gracias —contesté—. Es demasiado pequeña para que pueda ponérmela, pero voy a colocarla encima de mi escritorio.
La niña me entregó la pulsera y yo me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta, con cuidado de no romper sus delicados eslabones.
—Las demoiselles llevan flores.
—¿Quiénes?
—Las demoiselles. Las hadas del bosque. Me ha hablado de ellas madame Boustagnier.
—¿En serio?
Raboulet se rebulló.
—¡Ja! El doctor no cree en las hadas, querida. Es un hombre de ciencia, lo cual quiere decir que no cree en nada que no pueda ver o tocar.
—Pero es que a las demoiselles no se las puede ver nunca —replicó la pequeña—. Es imposible. Si se les acerca alguien, desaparecen.
—Ahí lo tiene, monsieur —dijo Raboulet—. Un problema de la ciencia resuelto en cuatro palabras. Aunque no hay pruebas que sugieran la existencia de determinados fenómenos, siempre perdurará la creencia en ellos, porque no es posible refutarlos. —A Raboulet le gustaba recordarme que había leído uno o dos libros de filosofía—. Por esa razón —prosiguió—, la ciencia jamás sustituirá a la necedad de la religión.
Hélène se volvió para cerciorarse de que Odile seguía durmiendo. Su preocupación se transformó en alivio, y previno a su hermano agitando un dedo.
—Ya he visto desde aquí que estaba dormida —replicó Raboulet.
—¿Es verdad eso, monsieur? —inquirió Annette—. ¿Usted no cree en nada que no pueda ver o tocar?
—No —respondí, retirándole un mechón de pelo de los ojos—. No es verdad. Gracias por la pulsera.
Una brisa ligera, que llevaba consigo un perfume de rosas, hizo crujir las ramas que pendían sobre nosotros. Se desprendieron algunas hojas, y su caída fue acompañada por el trinar de los pájaros.
Aquel mismo verano yo había escrito una carta a Thérèse. No conocía su dirección, pero supuse, correctamente, que Chinon era tan pequeño que un sobre que portase su nombre no plantearía demasiadas dificultades al servicio postal. Casi esperaba recibir la carta sin abrir, así que no estaba preparado mentalmente para tener una respuesta suya, que llegó tan solo dos días después. La letra era angulosa e inclinada hacia delante, y en algunas partes resultaba casi ilegible por culpa de las salpicaduras de tinta. No era necesario leer lo que decía para percibir la fuerza de los sentimientos de Thérèse. Por lo visto, había expresado por escrito lo que sentía, sin pausa, y encontrándose dominada por una cólera ciega: «No quiero volver a verte nunca más. Lo que me hiciste fue imperdonable, y todos los días sufro a consecuencia de ello. Tal vez sea justo que una mujer que descuidó a su hijo y engañó a su esposo sea castigada. ¿Por qué me persigues de este modo? Por favor, déjame en paz. Por favor, regresa a París». Yo me sentaba en la biblioteca a leer aquella carta una y otra vez. Lo que me molestaba tanto no era el enfado de Thérèse, sino más bien sus ruegos. Al enterarse de que yo estaba en el Loira, se había puesto a suplicar con desesperación: «Te ruego que respetes mis deseos. Por favor, por favor, apiádate». Me llenaba de tristeza imaginarla tan asustada y tan desgraciada.
Dicen que los edificios antiguos tienen ruidos, pero en Chambault reinaba un notable silencio por las noches. Plegué la carta de Thérèse y la guardé en un volumen de escritos sobre alquimia. Cuando los perros empezaron a ladrar, supuse que sería porque habrían descubierto un ratón o un gato montes, pero no callaban, y al cabo de unos minutos yo también capté el ruido de una tartana: el restallar del látigo, el zangoloteo de las bridas, el traqueteo de las ruedas sobre el camino que llevaba al pueblo. Como los portones del patio estaban cerrados, el vehículo se vio obligado a detenerse por fuera. Se oyeron varias voces y alguien tocó la campanilla. Louis, uno de los criados, gritó algo desde una ventana, se cerró una puerta y hubo una serie de pasos apresurados. Yo recogí mis cosas y volví a guardar el libro de alquimia en el espacio que le correspondía en la librería. La conmoción iba cobrando intensidad, de modo que decidí investigar. Cuando penetré en la antecámara me encontré cara a cara con Du Bris, que entraba por el otro lado. Iba vestido con su bata y aferraba un rifle en las manos. Al mismo tiempo que Du Bris entró Louis, todavía con el camisón de dormir puesto y sosteniendo en alto un candil. Detrás de ellos venía el padre Lestoumel, el curé, y un individuo de la aldea, de aspecto corpulento, que transportaba una niña en los brazos. Incluso desde lejos logré distinguir que a la pequeña le temblaban los miembros.
—Rápido —dije—. Vengan por aquí, por favor.
En el otro extremo de la biblioteca estaba la puerta que conducía a mis habitaciones. Al entrar en el estudio encendí unas cuantas velas, ordené al aldeano que depositara a la niña en el diván y procedí a la exploración. La pequeña giraba la cabeza a un lado y a otro, pronunciaba frases incoherentes y tenía la cara empapada de sudor. El cabello, negro y lacio, se le pegaba a la frente. Pedí a Louis que levantara un poco más el candil, y cuando él obedeció vi que la piel de la pequeña había adquirido un tinte azulado. En la pechera del vestido había manchas de sangre, y la respiración y el pulso eran muy rápidos.
—¿Cuánto tiempo lleva en este estado? —pregunté.
—Permítame que le presente a monsieur Doriac —dijo el curé—, es el padre de la niña. —Invitó al aludido a que diera un paso al frente—. Habla, Thomas. Contesta a la pregunta del médico.
—Lleva varias semanas estando mal —dijo Doriac, que era un hombre robusto, de maneras torpes y facciones muy marcadas.
—No me cabe duda —repliqué—. ¿Pero cuánto tiempo hace que tiene esta fiebre?
—Dos días.
—¿Cuándo fue la última vez que bebió algo?
—No lo sé. La ha estado cuidando mi mujer.
—¿Por qué no ha llamado usted a monsieur Jourdain?
—Le hemos llamado. Vino el martes y le recetó unas pastillas. Pero no le hicieron nada, así que mi mujer… —Doriac se sintió incómodo y dejó la frase sin terminar.
El curé se inclinó hacia mí y me habló al oído en actitud confidencial:
—Esta tarde he ido yo mismo a buscar a monsieur Jourdain, pero por desgracia se encontraba indispuesto. —Lo que quería decir era que el muy reprobo, una vez más, se había emborrachado hasta quedar reducido a un vegetal insensible—. Lo siento, monsieur, pero no hubo nada más que yo pudiera hacer. Y no quise arriesgarme a llevar a la niña en carro hasta Bleury-en-Plaine.
Escuché los pulmones de la pequeña y oí exactamente lo que temía: un horrible crujido en cada inhalación. Du Bris debió de advertir mi reacción, porque puso una mano en la espalda de Doriac y le dijo, casi en tono jovial:
—Venga, monsieur, vamos a dejar solo al médico, no debemos distraerlo. ¿Hace un coñac? Por la cara que trae, le vendría bien tomarse uno. ¿Y usted, padre Lestoumel? ¿Le apetece acompañarnos? ¿No? Muy bien. Venga, monsieur.
Du Bris se llevó a Doriac de la biblioteca y le hizo una seña a Louis. Era obvio que había comprendido perfectamente la gravedad de la situación.
Yo vertí un poco de agua en un cuenco e intenté enfriar la frente de la pequeña con un paño mojado. Acto seguido preparé una solución de salicina. Mientras disolvía el polvo, pregunté al padre Lestoumel cómo se llamaba mi paciente, y él me dijo que Agnès. Me situé de forma que me fuera posible incorporarla un poco y le acerqué el vaso a los labios. Su aliento despedía un olor fétido.
—Agnès —le dije—, escúchame. No muevas la cabeza. Tienes que beber. Es importante que bebas.
La pobre criatura deliraba. Incliné el vaso, pero ella no tragó nada. El líquido se le salió de la boca y le cayó sobre el vestido.
El curé cruzó la mirada conmigo y dijo:
—Al ver que las pastillas de Jourdain no funcionaban, la esposa de Doriac fue hasta Saint-Jean a ver a madame Touppin.
—¿A quién?
—A madame Touppin. Tiene fama de ser una curandera. En realidad, no es más que una ignorante que vende amuletos y pociones a los crédulos y a los supersticiosos. Le dijo a madame Doriac que partiera por la mitad una paloma blanca viva y que pusiera las dos mitades, todavía palpitantes, sobre el pecho de la niña. —Cuando el curé vio mi expresión, añadió—: Sí, ya lo sé, cuesta trabajo imaginar que en nuestra época aún sucedan esas cosas, pero le prometo, monsieur, que es cierto. Por desgracia, hasta hoy mismo no me he enterado de esa obscenidad, de lo contrario habría actuado con mayor prontitud.
—¿Está sugiriendo que los Doriac de hecho…?
—¿Que siguieron el consejo de madame Touppin? Sí, y madame Doriac estaba dispuesta a esperar indefinidamente a que el tratamiento surtiera efecto. Como es natural, en cuanto vi a Agnès comprendí que necesitaba con urgencia un médico, y me empeñé en persuadir a monsieur Doriac de que pensara de nuevo en Jourdain.
—Lo cierto, padre, es que no es aceptable que un médico se encuentre con tanta frecuencia… como usted dice, indispuesto.
—Ya —contestó el curé, agachando la cabeza—. Tiene usted mucha razón.
Pero por la debilidad y el gorgoteo de su voz me di cuenta de que no tenía ganas de discutir más con el concejo municipal.
Yo me apiadé de él y le dije:
—Eso es todo lo más que puede hacer un sacerdote. Él suspiró y me demostró su agradecimiento con una sonrisa.
—Agnès —persistí—, bebe. No estás bien, y debes tomar esta medicina para ponerte buena. Por favor, Agnès, tienes que intentarlo.
Fue inútil. Cuando le aparté el vaso de los labios, éste estaba medio vacío y la niña no había ingerido nada. La sarta de incoherencias que salía de su boca continuaba sin descanso. Le ardía la frente, y yo notaba el calor que desprendía su cuerpo en forma de oleadas. El efecto era el mismo que si estuviera al lado de una estufa. Dejé el vaso a un lado y procedí a quitarle el vestido manipulando sus brazos y tirando de la prenda por encima de la cabeza. Cuando quedó al descubierto el cuerpo desnudo de la pequeña, el hombre de Dios se tapó los ojos con una mano. Yo empapé de nuevo el paño y empecé a limpiar una capa de suciedad, y mientras hacía esto los temblores se tornaron más violentos. Me dio la sensación de que la niña tenía la piel de un azul más oscuro que antes. El curé venció sus escrúpulos y, al cabo de aproximadamente un minuto, retiró la mano.
—¿Hemos llegado demasiado tarde? —inquirió.
La niña presentaba un aspecto lastimero. Estaba muy enflaquecida y se le notaban claramente las costillas. De su boca rezumaba un esputo en forma de espuma y salpicado de coágulos de sangre. Mientras se lo limpiaba, se me hizo difícil responder de otro modo que no fuera con franqueza:
—No abrigo muchas esperanzas. El padre Lestoumel asintió.
—Sí, eso me temía yo. Doriac va a quedar destrozado. —Rebuscó en los pliegues de su sotana y extrajo un frasquito de santos óleos—. ¿Me permite?
Le di mi consentimiento, y empezó a administrar la extremaunción. Seguidamente me levanté, crucé la habitación y saqué una jeringuilla hipodérmica de mi maletín. Mi intención era inyectar un antipirético por vía intravenosa. Si se lograba reducir la fiebre de la niña, existía la lejana posibilidad de que ésta lograra salir adelante. Oí rezar al padre Lestoumel mientras yo trajinaba con los frascos, pero de pronto cambió algo. Tardé unos momentos en descubrir lo que era. Agnès había dejado de murmurar.
—Monsieur Clément —me llamó el curé con voz tímida e insegura. Yo volví corriendo al diván y aferré la muñeca de la niña. No había pulso—. ¿Ha muerto?
—Sí.
El sacerdote hizo una cruz en el aire y continuó con sus plegarias.
Si yo hubiera dudado lo más mínimo, probablemente no habría hecho nada. Pero en cambio, de manera impulsiva, corrí hacia el armario en el que guardaba las baterías y saqué una al azar. Deposité la caja de caoba en el suelo, junto al diván, y levanté la tapa. Las celdas se elevaron y los elementos se hundieron al instante en un depósito de ácido sulfúrico diluido. Hice unos cuantos ajustes en la bobina, y el aparato empezó a emitir un suave zumbido. Entonces tomé los electrodos y los coloqué sobre el corazón de la niña.
—Monsieur —dijo el curé, interrumpiendo su ritual—, ¿qué está haciendo?
Dos resplandecientes filamentos de energía líquida, semejantes a relámpagos en miniatura, unieron el hueco que había entre los electrodos y el cuerpo de Agnès. El curé lanzó una exclamación ahogada al ver que la pequeña abría los ojos y que elevaba el pecho. Un espasmo muscular le arqueó la espalda, y mantuvo dicha postura durante uno o dos segundos, con el estómago proyectado hacia arriba, hasta que por fin se quedó inerte y volvió a caer. El impacto de la caída pareció expulsar el aire contenido en los pulmones, que escapó en forma de un estertor prolongado. La segunda descarga no tuvo efecto alguno, y cuando alcé los electrodos vi que éstos habían producido dos quemaduras. Aunque Agnès había abierto los ojos, y seguía con ellos abiertos, yo conocía demasiado bien la mirada inexpresiva y vidriosa de los muertos, aquel vacío escalofriante. Ya no se la podía ayudar más.
Procediendo con movimientos precisos, alteré la posición de la varilla de metal en el interior de la bobina, metí los electrodos en sus respectivas cavidades y cerré la tapa. El zumbido cesó, y esto dio lugar a un silencio paradójico, ensordecedor.
—Parecía que había vuelto —dijo el curé—. Nunca he visto nada igual. No sabía que… —La perplejidad lo había dejado sin habla. Manoseando con nerviosismo las cuentas de su rosario, clavaba alternativamente la mirada en la niña muerta y en la batería—. ¿Qué máquina es ésa?
—Un aparato eléctrico.
Mi voz sonaba ajena, tensa y distante. Tal vez fuera la peculiaridad de la frase que acababa de pronunciar lo que hizo que el padre Lestoumel dejara de prestar atención a la máquina y la centrara en mí, y su fuerte instinto pastoral lo empujó a extender un brazo para, solícito, posar la mano en mi hombro. Yo debería haber agradecido dicho gesto, pero en vez de eso me puse en pie y regresé al armario. Saqué una botella de ron que había entre mis preparados farmacológicos. No me molesté en ofrecerle un trago al curé. Me senté a la mesa, me froté la barba incipiente que me crecía en la barbilla y contemplé el cadáver que reposaba al otro extremo de la habitación.
—Es usted un hombre bueno —dijo el curé—, y los hombres buenos siempre son bienvenidos en mi iglesia. —Luego, animado por un sentimiento de íntima convicción, agregó—: No hay nada que Dios no pueda o no quiera perdonar. —Para ser un sacerdote de pueblo, resultaba notablemente perspicaz.
Me terminé el ron y dije:
—¿Se lo comunico yo a Doriac, o quiere encargarse usted?