14

La mayor parte de las dos semanas siguientes la pasé tendido en mi cama, contemplando el techo, fumando, pensando. Aunque no tenía ningún hueso roto, había recibido varias heridas superficiales y sufría un profundo agotamiento. Sea como fuera, me sentía bastante cambiado —restaurado—, muy parecido a como era antes. Al igual que el resto de la humanidad, cuando el sol se hundía por detrás del horizonte comenzaba a sentir cansancio, y cuando el sol salía me sentía refrescado y alerta. Mis uñas crecían a un ritmo normal y pude prescindir de mis protectores oculares. Hasta mis pesadillas eran distintas: ya no consistían en visiones vividas y exaltadas, sino en sombrías reflexiones, como el brillo de la luna en el agua. Todavía me atormentaban las impresiones que me habían dejado los acontecimientos recientes, en particular el exorcismo, pero también experimentaba episodios de una emoción que me desconcertaba, como cuando me acordaba de que ahora era libre de la influencia del demonio.

Durante este periodo de convalecencia, escribí varias cartas a Thérèse en las que le declaré mi afecto y le expresé mi deseo de volver a verla pronto. Recibí una sola respuesta, que fue breve y en tono de disculpa: nuestro siguiente encuentro habría de ser aplazado, porque estaba en París el primo de Coubertin y ella estaba ocupada en arreglar cierto asunto familiar. Yo no extraje ninguna conclusión. Aquella misma tarde llegó Bazile con una selección de platos fríos que había preparado su esposa. Comimos juntos sentados a la mesa de mi comedor, pero nuestra conversación discurrió en tonos apagados. Dicen que el hecho de compartir la adversidad une a las personas, pero en nuestro caso parecía haberse interpuesto entre ambos algo difícil de definir.

—¿Dónde ha puesto el cristal? —quiso saber Bazile.

Señalé un mueble lleno de cajones. Bazile asintió y adoptó una expresión dolorida.

—El final que tuvo el padre Ranvier fue muy inesperado —le dije yo—. Me preocupa la posibilidad de que tuviera intención de hacer algo más, que el ritual no terminara ahí.

Bazile se mordió el labio inferior.

—No lo puedo afirmar con certeza, pero, que yo sepa, no había nada más que hacer.

—¿Había algo más en la bolsa del padre Ranvier que sugiriese lo contrario? ¿Objetos que no llegó a utilizar?

—Más velas, un libro de oraciones —contestó Bazile—. Nada significativo.

Me quedé un poco más tranquilo. Con todo, persistía un estado general de nerviosismo. Yo deseaba más información acerca de lo que había pasado durante el exorcismo, en particular mientras estuve inconsciente, pero no hubo manera de convencer a Bazile. Se limitó a parafrasear al padre Ranvier:

—Mentiras. Todo mentiras y malvados engaños. No tiene usted necesidad de conocer esas cosas. —Y se apreció de forma notoria el alivio que sintió cuando le permití cambiar de tema.

Aquella tarde dediqué mis pensamientos enteramente a Thérèse. No acababa de decidir si debía ofrecerle un relato completo de mi notable historia. Thérèse era una persona de mente abierta, inquisitiva y fascinada por lo sobrenatural, pero pensé que incluso ella, al conocer una narración tan fantástica, tal vez dudase de la cordura del narrador. ¿Cómo iba a explicarle lo que le había sucedido a Coubertin? Aunque, hablando en sentido estricto, yo no había sido el responsable de su muerte, sí que deseé deshacerme de él, y sospechaba que mi mala voluntad había desempeñado un papel significativo en su muerte. Al acordarme de Coubertin sentí que me invadía la pena, porque había sido un hombre bueno y generoso.

Anhelaba ver de nuevo a Thérèse, ansiaba ver su rostro, tocar sus mejillas y besar sus labios. Conjuré imágenes que me procuraban consuelo: Thérèse levantándose por la mañana, extendiendo su toalla e inclinándose para recoger una esponja, el agua resbalando en gotitas por sus muslos desnudos y el sol arrancando destellos a su cabello despeinado. Sentí deseos de acunarla en mis brazos, de acariciarle la frente y oírla suspirar de contento. Soñé con otra vida diferente: una casita en el campo, mi nueva esposa atendiendo las rosas del jardín y el pequeño Philippe chapoteando en la orilla de un mar ancho y azul.

Cuando llegó la segunda carta de Thérèse, a duras penas pude creer lo que me había escrito. Lo lamentaba mucho, pero tras una larga introspección, había llegado a la conclusión de que nuestra relación debía tocar a su fin. No habíamos sido felices el uno con el otro. Ahora que Coubertin había muerto, su prioridad tenía que ser Philippe.

Recordé la última vez que habíamos estado juntos, cuando ella tenía todo el cuerpo cubierto de arañazos y hematomas, y supuse que aquella decisión debía de tener que ver con mis actos de violencia. De inmediato fui a mi escritorio y redacté frenéticamente una contestación. Le rogué, me arrastré, le supliqué que lo pensara de nuevo, confesé mis errores y prometí cambiar. Pero la postura de Thérèse era inamovible, y no tardó en verse con nitidez que estaba muy enfadada conmigo. Me acusó de «degradación moral» y declaró, empleando un lenguaje contundente, que ahora tenía la intención de recuperar su «dignidad», algo que, por razones obvias, no podría conseguir si continuaba su «asociación» conmigo. Resolví verla en aquel instante, decirle la verdad, contárselo todo; sin embargo, mientras iba corriendo por la calle haciendo ondear en la lluvia los faldones de mi gabán, se impuso el sentido común. ¿Cómo iba a ayudar a mi situación el hecho de presentarme ante su puerta empapado y hablando de demonios, como un demente? Dejé de correr, di media vuelta y emprendí el regreso a mi apartamento. Al llegar compuse otra carta desesperanzada.

El lunes siguiente reanudé mis obligaciones en La Salpêtrière. Charcot estaba encantado de verme de nuevo en las salas de los enfermos e inquirió educadamente acerca de mi salud. Yo le dije que había pillado un resfriado y que había vuelto mi antiguo problema respiratorio. Hizo unos cuantos comentarios solidarios, me palmeó en la espalda y después se fue, impartiendo bendiciones papales con una mano mientras manejaba su bastón con la otra.

Yo no podía dejar de pensar en Thérèse. La echaba muchísimo de menos. La añoraba tanto que mi mente comenzó a hacerme jugarretas. Una mañana, al despertarme, la vi erguida a los pies de mi cama. Llevaba un vestido de seda negro y encaje carmesí, y tenía los ojos anormalmente grandes y brillantes, como dos esmeraldas engastadas en mármol blanco. Aun cuando me daba cuenta de que en realidad no estaba allí, se me escapó su nombre de los labios y llegué a extender una mano hacia ella. Cuando se disipó aquella alucinación, la alegría se vio reemplazada por la depresión. Me dio por pasear sin rumbo por delante de su apartamento, y al cabo de varias semanas de dolorosa indecisión, entré por fin en el edificio. Subí la escalera y llamé a su puerta, la cual fue abierta no por una doncella, sino por un hombre que me resultó vagamente familiar. Era el caballero que había visto en el funeral de Coubertin, el que llevaba puesta una larga capa. Me presenté y pedí ver a madame Coubertin. El caballero negó con la cabeza y respondió:

—Me temo que hoy no recibe visitas.

Y a continuación me cerró la puerta en las narices. A partir de entonces, todas las cartas que escribí me fueron devueltas sin abrir.

Unos meses más tarde, atenazado por el mismo impulso, fui otra vez al apartamento de Thérèse. Informé al conserje de que había venido para ver a madame Coubertin.

—Ya no vive aquí —repuso él al tiempo que apagaba un cigarrillo—. Se ha mudado.

—¿Adónde?

—Dijo algo de volver a vivir con sus padres. Su esposo falleció, sabe usted. Una verdadera lástima.

—¿Y dónde viven sus padres?

El conserje se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo yo?

A mi alrededor, todo empezó a volverse negro.

—¿Se encuentra usted bien, monsieur?

—Sí —contesté, tocando la pared para recuperar el equilibrio—. Gracias. —Salí del edificio musitando—: La he perdido. —Pero entonces me acordé de que Coubertin y Thérèse eran de la misma localidad.

A lo largo de los días siguientes hice con discreción unas cuantas indagaciones en el hospital y, sin muchas dificultades, descubrí que Coubertin era natural de Chinon. Alimenté la frágil esperanza de que, con el paso del tiempo, Thérèse fuera capaz de perdonarme. Dicha perspectiva, aunque improbable, se convirtió en la única razón importante para que siguiera viviendo.

Cambió la época del año. Me enfrasqué en mis obligaciones en el hospital y trabajé con ahínco. Charcot me llevó aparte y me informó de que mi valiosa aportación al proyecto relativo a la histeria había recibido un reconocimiento «oficial». De vez en cuando me veía con Bazile, pero ya no nos sentíamos cómodos el uno en compañía del otro. La vida parecía insípida y vacía. Casi todas las tardes las pasaba solo, leyendo libros de filosofía hermética y de rituales mágicos, pero ninguno de ellos contenía lo que yo estaba buscando.

En el Boulevard Saint-Michel hay una tienda que vende muebles sencillos y resistentes. Llevaba un tiempo con intención de ir. Cuando por fin se presentó la oportunidad, acudí y me encontré con un local acogedor que olía intensamente a cera de abejas y a serrín. En el sótano descubrí varios arcones, uno de los cuales estaba construido con roble macizo. Le pregunté al propietario si sería posible reforzarlo.

—No hay necesidad, monsieur —me contestó al tiempo que golpeaba la madera con los nudillos—. Es prácticamente indestructible.

Haciendo caso omiso de su objeción, le dije cuáles eran mis requisitos. Él escuchó atentamente y luego dijo:

—¿Plomo? ¿Placas de hierro? Pero no podrá moverlo, monsieur. Pesará demasiado.

Yo ignoré dicho comentario y negocié un precio. Cuando cerramos el trato, el vendedor aún seguía meneando la cabeza en un gesto negativo. Cuando ya me preparaba para marcharme, me preguntó:

—¿Qué piensa guardar dentro?

—Recuerdos familiares —repuse.

—Deben de poseer un gran valor.

—En efecto.

—Bien, pues quédese tranquilo, monsieur; jamás se los robarán. ¡Sería más fácil robar un banco!

Un día estaba yo hablando con Valdestin, cuando éste me preguntó si conocía a alguien a quien pudiera interesarle un encargo poco corriente. Un amigo suyo, un neurólogo de apellido Trudelle, había aceptado ser el «médico de la casa» de una acaudalada familia de Turena. Por desgracia, solo unas semanas antes de la fecha indicada para marcharse de París, había conocido a la hija del propietario de una fábrica, se había enamorado y había llegado a la conclusión de que lo que más convenía a sus intereses era quedarse en la capital. La familia estaba muy desilusionada, y Trudelle, abrumado por el sentimiento de culpa, se sintió obligado a ayudarla buscando un sustituto.

—¿Y bien? —dijo Valdestin—. ¿Conoce usted a alguien a quien pueda interesarle dicho puesto?

—Sí —respondí—. A mí.

—¿Es que se ha vuelto loco? Charcot siempre recompensa a quienes se esfuerzan en su trabajo, y, teniendo en cuenta cómo ha trabajado usted últimamente, casi con toda seguridad recomendará que lo asciendan el año próximo.

—No me vendría mal un cambio.

—¡Clément! ¡No sea absurdo!

—Dígame, ¿dónde puedo encontrar a Trudelle?

Valdestin me dijo que estaba actuando como un necio, pero yo insistí, de modo que al final me dio una tarjeta de visita de Trudelle. Creo que yo ya había tomado la decisión de marcharme de París. Me había acometido la misma inquietud que sentí antes de irme a Saint-Sébastien, y simplemente estaba esperando que se presentase la oportunidad adecuada.

Fui a ver a la familia Du Bris en su hotel, un establecimiento de lujo situado cerca de la ópera. Gastón Du Bris era un hombre corpulento, dotado de un atractivo rudo, una larga cabellera y un rostro picado de viruela. Su esposa, Hélène, era bonita y atenta. Tenían consigo al mayor de sus tres vástagos, Annette, que con sus facciones delicadas y su conquistadora ingenuidad parecía un poco más joven de los doce años que tenía. También estaba Tristan Raboulet, hermano de Hélène, un hombre de edad situada en mitad de la veintena que lucía una forma de vestir y unos modales acaso un tanto informales para la ocasión. Tanto Annette como su tío sufrían de epilepsia, y en ambos los ataques venían siendo más frecuentes últimamente. Yo examiné a los dos pacientes, pregunté por sus síntomas y me informé del tratamiento que habían recibido hasta la fecha. El médico de su localidad y un denominado «especialista» del hospital de Tours les habían prescrito sustancias a todas luces ineficaces. Yo coincidía plenamente con Trudelle, cuyas prescripciones eran como mínimo más actuales. De todas formas, Trudelle había descuidado tener en cuenta todo el abanico de opciones, y yo asesoré a mis pacientes en consecuencia.

—Con el debido respeto —le dije a Du Bris—, no estoy seguro de que tenga usted necesidad de contratar a un médico interno en la casa. Tal vez, primero debería ver qué tal responden su hija y monsieur Raboulet a la nueva medicación.

Antes de que Du Bris pudiera contestar, su esposa dijo:

—No. —Rodeó a Annette con los brazos, en ademán protector—. Los ataques son terribles. La semana pasada, sin ir más lejos, creí que… —Sacudió la cabeza y se le humedecieron los ojos.

—Siempre resulta muy angustioso —dije yo, comprensivo— ver sufrir a las personas que amamos. Pero es probable que los ataques sean cada vez menos frecuentes y menos graves.

—Aun así —dijo Hélène, y miró a su marido en una muda petición de apoyo.

Du Bris afirmó con la cabeza y dijo:

—Monsieur, parece usted sugerir que podemos esperar una mejoría, pero que los nuevos medicamentos no constituyen una cura. ¿Le he entendido correctamente?

—Así es.

—Pues en ese caso estoy de acuerdo con mi esposa. Tener un médico, un colega de Charcot, nada menos, instalado en Chambault sería algo muy deseable.

Hélène dejó escapar un suspiro de alivio.

Estuvimos hablando de ciertos detalles prácticos, y finalmente se llegó a un acuerdo para que yo visitara su propiedad a su debido tiempo. Cuando ya me iba, Raboulet se puso a mi lado y me dijo:

—Monsieur Clément, ¿sería usted tan amable de recomendarme una buena obra de teatro?

Puso una cara de desilusión exagerada cuando le contesté que no. Tanto que me sentí obligado a hablarle de un concierto al que tenía pensado asistir aquella misma tarde: varias piezas al piano interpretadas por un virtuoso ruso. Enseguida anotó los detalles en el puño de su camisa, al parecer indiferente al hecho de que su cuñado no diera su aprobación.

Yo no esperaba ver a Raboulet en el concierto, pues daba la impresión de ser demasiado frívolo y desorganizado; sin embargo, durante el intermedio nos tropezamos en el vestíbulo y me habló con gran entusiasmo de la música.

—Gracias, monsieur. Es un programa de lo más emocionante, me alegro mucho de haber venido.

Era un tipo locuaz, y me enteré de que tenía una esposa que se llamaba Sophie y una hija pequeña que se llamaba Elektra, en honor a la protagonista de su tragedia griega favorita.

—No comprendo por qué quiere usted cambiar París por el campo, monsieur —me dijo haciendo grandes aspavientos—. Lo cierto es que allí no hay nada que hacer. ¡En el pueblo no se tienen conciertos celestiales como éste! Aun así, si está lo bastante loco como para renunciar a estos placeres, yo me sentiré encantado. No tiene usted idea de lo mucho que ansío una conversación culta.

La semana siguiente viajé a Chambault. Se trataba de un château de extraordinaria belleza, rodeado de unos jardines exquisitos. Cuando llegué, Annette me entregó una pequeña acuarela que representaba un caballero vestido de frac que portaba un maletín negro.

—Para usted —me dijo.

El retrato me sorprendió por su exactitud, y me reconocí de inmediato.

—Gracias, Annette. El parecido es asombroso.

—Por favor, venga a vivir con nosotros —me dijo, arrugando la frente—. Por favor, venga a curarnos a mí y al tío Tristan. —Su petición fue tan directa, tan sincera, que me sentí profundamente conmovido.

Me presentaron a los hermanos de Annette, Víctor y Octave, así como a la madre de Du Bris, Odile, una formidable anciana cuya presencia resultaba bastante opresiva. Hélène permaneció en segundo plano, observando la escena en silencio y mostrando una ligera agitación. Se notaba que se preocupaba de que yo encontrase todo satisfactorio. Du Bris me enseñó las habitaciones que ocuparía yo si finalmente decidía aceptar el puesto. Eran espaciosas y se encontraban junto a una gigantesca biblioteca. Mientras recorríamos esta última, me detuve un instante a leer los títulos y descubrí que muchos de ellos correspondían a temas esotéricos.

—¿Estudia usted el ocultismo? —inquirí.

Du Bris lanzó una carcajada.

—¿Yo? ¡No, por Dios! Me temo que no soy muy aficionado a la lectura. A la equitación y al tiro, sí, ¡pero a la lectura no!

—Entonces, ¿de quién…?

—Casi todos los libros que ve aquí pertenecieron en otra época a Roland Du Bris, mi tátara, tátara… —Hizo una pausa para calcular con precisión el parentesco, pero renunció y dijo en cambio—: Un antepasado que vivió aquí hace cientos de años. —Se le veía impaciente por seguir—. Venga, monsieur, tiene que ver el comedor. Tenemos en la pared un tapiz que perteneció al primer rey Luis.

Aquel día pernocté en Tours, con la intención de tomar el primer tren que saliera para París al día siguiente. En el salón del hotel descubrí un mapa de la zona. Seguí el curso del río Loira desde Tours hasta Candes-Saint-Martin, y después moví el dedo de izquierda a derecha hasta que di con Chinon.

—No está lejos —pensé para mis adentros—. No está lejos en absoluto.

Antes de retirarme solicité al conserje unos folios de papel y escribí una carta a Du Bris para aceptar sus condiciones.

Antes de que se iniciara el invierno, yo ya estaba preparado para abandonar París. Me despedí de Bazile, y aquella misma tarde fui andando hasta la catedral. El sol ya estaba poniéndose y la piedra de la fachada oeste desprendía un intenso brillo rojo dorado. Levanté la vista hacia el pórtico central y vi diablos y demonios, infinitas permutaciones del sufrimiento humano: un pecador con el vientre abierto y las entrañas colgando, otro cayendo de cabeza en un caldero de agua hirviendo, y un obispo corrupto con un súcubo que le clavaba las garras de los pies en el hombro. Vi cascadas de cuerpos entrelazados unos con otros, desnudos y vulnerables, descendiendo hacia el tormento, haciendo muecas grotescas, monstruos, instrumentos de tortura. En medio de toda aquella obscena crueldad había una escena que destacaba de las demás: una mujer vuelta del revés, llena de sapos y serpientes que le mordían los senos, con un gancho en el vientre, a punto de ser devorada por demonios lascivos. Me acordé del exorcismo, del tono asombrado de Bazile cuando me dijo: «Ha hablado de su amiga, madame Coubertin». Sentí deseos de rezar por ella, pero la plegaria se me quedó atascada en la garganta. ¿Cómo era posible que un Dios perfecto, omnisciente y todopoderoso permitiera la existencia del infierno? Yo no había hallado la respuesta a esta pregunta, y dudaba de que fuera a hallarla alguna vez.

El primer invierno que pasé en Chambault fue suave. Mis dos pacientes respondieron bien a la medicación que les prescribí, y además logré una mejoría adicional a base de administrarles infusiones de hierbas con regularidad. Raboulet tuvo solo dos ataques entre Navidad y Pascua, mientras que Annette tuvo uno nada más. La familia se mostró sumamente agradecida, y se me trataba más como a un huésped que como a un empleado. Disponía de abundante tiempo libre, la mayor parte del cual la pasaba en la biblioteca, y, cuando no estaba leyendo, salía a montar a caballo junto al río. En una o dos ocasiones estuve tentado de tomar el camino que llevaba a Chinon, pero conseguí reprimirme. En Chambault la vida era muy placentera. Aquella mansión era un pequeño Edén, y yo me había colado en él igual que una serpiente.