Al abrir los ojos tuve conciencia de que había transcurrido un lapso de tiempo, pero no supe calcular cuánto. Pudieron ser minutos u horas. Estaba tumbado de costado, a cierta distancia de mi posición anterior. Dos de las velas del círculo de fuera se habían volcado; tenía el cuerpo dolorido y el pensamiento lento. El padre Ranvier estaba entonando algo, y Bazile se hallaba agachado en el borde del círculo —aunque todavía dentro de éste— y me examinaba detenidamente.
—Clément, ¿ha vuelto?
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté yo—. ¿Ya se ha acabado?
—No, hijo mío —dijo el padre Ranvier—. No sé ha acabado.
—¿Todavía estoy… poseído?
—Así es —respondió el sacerdote.
—¿Qué ha ocurrido? —repetí.
—Perdió el conocimiento —contestó Bazile.
—Desde luego —repliqué, irritado al ver que se limitaba a constatar algo que era obvio—. ¿Pero qué ha ocurrido mientras he estado sin conocimiento?
Bazile miró al padre Ranvier, y algo cruzó del uno al otro, una tácita petición de continuar seguida de un permiso a regañadientes.
—Ha estado hablando sin parar… diciendo palabras sin sentido… y… El demonio se ha dirigido a nosotros. Era una voz que salía a través de usted.
—¿Y qué ha dicho? —Bazile negó con un movimiento de cabeza—. ¡Díganmelo! —exigí.
—Cosas horribles, obscenidades.
—¡Deben decirme qué era!
—El demonio ha hablado de su amiga, madame Coubertin. —Una vez más Bazile consultó al sacerdote, el cual suspiró y le indicó que prosiguiese—: Dijo que ella no vivirá mucho y que muy pronto él tendrá el placer de saborear… —Bazile se estremeció— su sangre en el infierno.
—El enemigo es un mentiroso, ¡es el gran impostor! —exclamó el padre Ranvier—. No debemos hacer caso de lo que diga.
Yo intenté incorporarme a medias.
—¿Les importaría echarme una mano? Por favor, apenas puedo moverme.
Bazile hizo ademán de acercarse al borde del círculo, pero el padre Ranvier lo agarró del brazo y lo empujó de nuevo hacia atrás.
—¡No! ¡No debes salir!
—Pero monsieur Clément está sufriendo. Yo podría…
—¡No! —exclamó el sacerdote—. ¡Debes quedarte dentro del círculo!
Bazile me contempló con una expresión compasiva en el rostro.
—Lo siento, Clément.
El sacerdote volvió a su mesa y empezó a recitar un exorcismo formal del demonio. Comenzó en tono quedo, pero al poco ya estaba invocando la «palabra hecha carne» y lanzando reprimendas urgentes. A mí me dolía la cabeza y sentía náuseas.
—¡Te lo ordeno en el nombre de Dios! ¡Sal de esa persona creada por Él! ¡Es imposible que te resistas!
Mientras el sacerdote arengaba sin descanso al demonio, mi dolor de cabeza fue haciéndose insoportable. Me desmayé varias veces, y cuando recuperé el conocimiento me encontré, primero, a un lado del círculo, después al otro, y con cada sucesivo despertar me sentía peor, hasta que todo se me volvió confuso y borroso. Recuerdo, no obstante, un breve interludio durante el cual me pareció recuperar mis facultades mentales y por tanto razoné: «Durante el experimento causaste daños en tu sistema nervioso, y desde entonces vienes sufriendo visiones y alucinaciones. No bajaste a los infiernos, ni tampoco volviste poseído. Coubertin falleció de muerte natural y, debido a tu conciencia culpable, imaginaste que lo habías matado tú. No puedes fiarte de tus recuerdos, están adulterados por fantasías y sueños. Charcot tiene razón. Los maniacos son histéricos, y la histeria es un mal del sistema nervioso».
Entonces le supliqué a Bazile:
—¡Basta! ¡No puedo más! ¡Le he engañado! Ahora lo veo todo claro. Estoy loco. Necesito sedación, terapia eléctrica, la cura de agua. Por favor, estoy enfermo. ¡Lléveme a La Salpêtrière! ¡Lléveme con Charcot, se lo ruego!
—Ah, monsieur Clément —dijo el padre Ranvier—. En este momento es cuando el enemigo resulta más peligroso. No se deje seducir por argumentos atractivos en la superficie. Aunque usted dude de la existencia de Dios, aún puede ser vencido nuestro adversario, pero si duda de la existencia del diablo, se habrá perdido todo.
Sus palabras reverberaron por las hendiduras de la vieja iglesia, y la frase «se habrá perdido todo» retumbó en forma de un poderoso eco. Las columnas empezaron a tejer frondas sin cesar, y yo me sumí en un prolongado delirio.
Tuve visiones de lo más escabroso: Thérèse retorciéndose de manera lujuriosa debajo de un íncubo grotesco, el demonio alado de la catedral remontando el vuelo y Coubertin levantándose de su tumba y echando a andar por las calles de Montparnasse con el paso tambaleante de los muertos vivientes. Vi gentes campesinas de la Edad Media bailando con esqueletos, océanos de fuego y los ojos desprovistos de color del bokor de Port Baisieux.
Tuve la sensación de permanecer una eternidad sumido en aquel frenesí demencial, tiempo suficiente para que las majestuosas pirámides de Egipto se convirtieran en polvo. Y cuando finalmente desperté y me erguí en medio de la neblina de mi desbocada imaginación, mi cuerpo me recibió con un dolor cegador. Ya no se limitó exclusivamente a mi cabeza, esta vez se extendió como una llamarada por todos y cada uno de mis nervios. Tenía el rostro aplastado contra el suelo, pero aun así veía la tela de la camisa de fuerza, desgarrada y rota. En la boca noté el sabor de la sangre, que no me resultó dulce y fragante sino penetrante y metálico.
Bazile y el padre Ranvier me miraban con expresión de horror. Los dos estaban sentados con las piernas cruzadas y respiraban fatigosamente, como si acabaran de realizar una tarea que les hubiera exigido un considerable esfuerzo físico. El padre Ranvier estaba cansado y desaliñado, tenía los anteojos torcidos en un pronunciado ángulo en relación con la nariz, y la estola púrpura arrollada al cuello sin ceremonias, como si fuera una bufanda. El frío era insoportable. Rodé hasta quedar tumbado de espaldas. Las gotas de sudor que me perlaban la frente se habían transformado en hielo y en el aire flotaba un ligero olor a azufre.
—¿Qué ha ocurrido? —grazné.
Bazile se incorporó de inmediato.
—¡Gracias a Dios! Está vivo. Pensaba que el demonio lo había matado. —Levantó la mirada hacia la bóveda y luego volvió a mirarme a mí, y deduje que estaba calculando la distancia hasta la que yo había subido para después caer de nuevo—. Tenemos que dejarlo ya. Monsieur Clément podría resultar herido. No podemos continuar.
—No. Eso no es posible.
—Pero podría ser que necesitase urgentemente atención médica. Y esta abominación, este ser horrendo… —Bazile, al no encontrar las palabras precisas, agitó los brazos en el aire. Tragó saliva y siguió diciendo con voz ronca—: Esto no es lo que habíamos previsto.
—No tenemos otra alternativa —replicó el sacerdote—. Hemos de terminar lo que hemos empezado.
—Bazile —gemí yo—, tiene que ayudarme. —Tosí un grumo de sangre y lo escupí.
El campanero estaba a punto de salir del círculo, cuando el sacerdote se abalanzó sobre él y lo agarró de la pierna.
—¡Édouard! —gritó el cura—. No es seguro.
—Monsieur Clément podría estar muñéndose.
—Sí, y nuestro deber es salvar su alma. Ésa es nuestra principal obligación.
El sacerdote se puso en pie al mismo tiempo que tiraba del abrigo de Bazile.
—¡No puedo quedarme aquí, viéndole sufrir! —exclamó el campanero.
Los ojos del padre Ranvier relampagueaban de celo religioso.
—¡Ten fe, Édouard!
En aquel instante me vino a la memoria que Bazile me contó una vez que en el pasado había sufrido una crisis espiritual, y percibí que estaba teniendo lugar una lucha interna mucho más feroz de lo que parecía a simple vista.
—¡Ten fe! —exigió otra vez el sacerdote.
Bazile hizo un movimiento brusco y se zafó de la firme garra del padre Ranvier.
—No puede estar bien —afirmó Bazile— abandonarlo. De esta manera.
—¿Y qué me dices de tu esposa? —replicó el padre Ranvier—. ¿Está bien abandonarla a ella? Si sales de este círculo, el próximo marido que conozca tu mujer puede que sea un hombre muy distinto de aquel con el que se casó.
Fue una réplica bien escogida. Bazile quedó inseguro, vacilante, y el padre Ranvier, observando su indecisión, aprovechó la oportunidad para seguir adelante con el exorcismo.
—¡Sal de él, ser impío! ¡Sal! ¡Vete con tu falsedad! Quien te lo ordena es el mismo que dominó el mar y las tormentas. ¡Así pues, oye y teme, Satanás! ¡Enemigo de la fe! ¡Enemigo de la humanidad! ¡Fuente de muerte! ¡Ladrón! ¡Engañador! —Cada acusación era como un golpe que me hería con fuerza el cráneo—. ¡Abandona a esta persona! —bramaba el padre Ranvier—. ¡Raíz del mal! ¡Hatajo de vicios! —Agitaba el puño y enseñaba los dientes—. ¡Fuera, fuera! ¡En el nombre de Miguel, el príncipe más glorioso de todo el ejército celestial! ¡En el nombre de los benditos apóstoles Pedro y Pablo y de todos los santos! ¡En el nombre de Jesucristo, Dios y Señor! ¡Y en el nombre de María, madre de Dios, virgen inmaculada, reina del cielo y del infierno, te ordeno que salgas! ¡Vete, demonio, vete!
De repente el padre Ranvier se desmoronó. Fue como si aquella última invocación le hubiera consumido todas las fuerzas que le quedaban. De pronto se hizo viejo hasta rayar en lo imposible, viejo como un árbol centenario, reseco y hundido dentro de una corteza agrietada. Le había caído un mechón de pelo sobre la frente, y su boca flácida parecía una sutura hecha a toda prisa. Su solemnidad se había marchitado, y en su lugar no había dejado nada más que un amago de deterioro mental o, aún peor, de senilidad. El silencio que siguió a continuación fue excepcional, de tan denso. Fue como el silencio que sobreviene cuando nieva de noche: estratificado, sobrenatural. Yo contemplé, con horrible fascinación, cómo iba atenuándose la luz de cada vela, cómo iba disminuyendo hasta quedar reducida a un débil punto luminoso. De alguna parte de la oscuridad llegó el ruido de una respiración: húmeda, en tono grave, que recordaba a un animal de gran tamaño. Cada aspiración era corta y áspera, como una exclamación ahogada; cada espiración era larga e iba acompañada de un gorgoteo líquido.
—¿Qué es eso? —susurró Bazile. Pero el sacerdote no respondió.
La presencia, que momentos antes habíamos experimentado en forma de una amenaza abstracta para el yo, ahora era más sustancial y poseía atributos reconocibles: inteligencia depredadora, una disposición salvaje y un propósito maligno. Sin embargo, se diría —y no sé exactamente cómo lo lograba— que incidía en los sentidos en especial como un olor fétido, repugnante, pestilente. Mi estómago vacío se contrajo y empecé a vomitar. La voluntad de destruir y devastar era tan fundamental en su naturaleza que la mera proximidad ya bastaba para poner en tensión las quebradas fallas tectónicas de la mente y provocar su fragmentación. Parecía inminente el descenso a la locura. Este efecto no estaba limitado al mundo interior del espectador. Una vez más, oí un entrechocar de piedras y sentí una rociada de polvo de mortero en la cara. Era como si la materialización del demonio hubiera creado una tensión insoportable en el universo físico. Todo, desde los huesos de mi cuerpo dolorido hasta el techo abovedado que se elevaba por encima de mí, parecía correr el peligro de despedazarse por efecto de fuerzas indiscriminadas e incontrolables. Y el centro de dicho «sistema» lo ocupaba un núcleo candente de odio, un deseo… no, más que eso: una avidez insaciable, un ansia de atormentar al ser humano. Percibí cómo se excitaba, cómo registraba en su conciencia cuan vulnerables somos, cómo crecía su obsceno apetito por la carne y aumentaba su sed de sangre.
De repente hubo un rumor de alas correosas y un fuerte chasquido, como el ruido que hace un toldo de lona al soltarse llevado por el viento. Las velas se apagaron y quedamos sumidos en la oscuridad.
—¿Padre? —llamó Bazile. En vez de la voz del anciano, oyó un sonido hueco, como si hubiera un caballo probando el suelo con la pezuña—. ¿Padre Ranvier? —insistió Bazile, pero el sacerdote parecía haberse hundido en una especie de trance.
El campanero rascó una cerilla, y yo vi su rostro sin cuerpo flotando por encima del suelo, buscando desesperado las lámparas de aceite. Encontró una, prendió la mecha y ajustó el regulador para que diera más luz. Cuando volvió a levantar la vista lanzó un grito, el mismo grito que había lanzado yo en más de una ocasión cuando me enfrenté a lo inconcebible. El demonio había emergido de las sombras. Se movió con rapidez: postura inclinada hacia delante, igual que un toro preparándose para embestir, ojos infectos, ávidos y luminiscentes, cuernos ahusados y terminados en puntas mortalmente afiladas. Al sonreír dejó al descubierto los colmillos y la sinuosa lengua bífida. Agitó la cola, y con ello levantó una polvareda de esquirlas de piedra que se me clavaron en la cara. El terror, un terror indescriptible, me hizo balbucir y sollozar. El hecho de volver a verlo, a aquella distancia tan corta y con una presencia incuestionablemente real, me convirtió en un ser bobo y lloriqueante.
El padre Ranvier, que hasta aquel momento había permanecido inmóvil, pareció recobrar el sentido. Recogió la varita que descansaba sobre la mesa y, apuntando con ella al demonio, murmuró algo en una lengua que no reconocí. Después alzó la voz todo lo que le dieron de sí los pulmones y vociferó:
—Adon, Schadai, Eligon, Amanai, Elion. —Bazile había caído de rodillas y se tapaba la boca fuertemente con las manos—. Pneumaton, Elii, Alnoal, Messias, Ja, Heynaan…
El demonio se detuvo al llegar al borde del círculo protector y miró con furia al sacerdote. Vi que levantaba los brazos, que abría las garras bajo el tenue resplandor del candil… y que el padre Ranvier comenzaba a elevarse. Fue ganando altura, hasta que casi tocó el techo con la cabeza, y acto seguido se salió del círculo. Al principio sus extremidades se agitaron sin control, pero enseguida fue absorbido por fuerzas superiores y su actitud se tornó rígida y erecta, como la de un soldado en posición de firmes. Entonces se oyó un desgarro, y la sotana y la ropa interior del sacerdote cayeron al suelo hechas jirones y dejaron al descubierto un cuerpo escuálido. El padre Ranvier, privado de su dignidad, sintió que sus marchitos genitales se retraían al interior de un tupido refugio de vello gris. Empezó a girar sobre sí, y surgieron a la vista sus nalgas surcadas de arrugas. Cuando hubo efectuado un giro completo, su vejiga perdió el control y dejó escapar un reguero de orina que corrió por los muslos y acabó goteando desde los encallecidos pies.
Luego el demonio alzó los brazos por segunda vez y volvió a bajarlos con violencia al tiempo que emitía una fuerte espiración. Lo que vi a continuación fue tan horrible, tan profundamente repulsivo, que estuve muy cerca de desmayarme. La piel del padre Ranvier fue arrancada del cuerpo. Salió de una sola pieza, como la muda de una serpiente, y por espacio de unos instantes quedó suspendida en el aire —un hombre hueco, de papel— antes de precipitarse al suelo. El sacerdote dejó escapar un alarido, y yo me estremecí al imaginar aquel dolor tremendo, un dolor agudo, desgarrador, al rojo vivo, un sufrimiento abrasador, incandescente. Los desprotegidos músculos eran de un rojo langosta, y brillaban como si los hubieran cubierto de una lámina reflectante. En el rostro, aunque horriblemente contorsionado, todavía se reconocía al padre Ranvier. Aún llevaba adheridos varios mechones de pelo blanco al sangrante cuero cabelludo, y sus ojos claros eran tan distintivos como siempre. Le tembló la mandíbula, y los músculos unidos a ella comenzaron a contraerse. Se hacía evidente que estaba realizando un esfuerzo supremo para hablar. Tras varios intentos fallidos, le oí articular una sola palabra:
—Tetragammaton.
Y un segundo o dos después, su cuerpo estalló en llamas. De forma instintiva me hice un ovillo a fin de protegerme del intenso calor.
Mi terror había alcanzado un límite más allá del cual no había nada, salvo un mudo vacío. Cuando la conflagración se hubo consumido, enderecé la espalda y atisbé por entre un velo de humo denso. La incineración del padre Ranvier había sido total, y no quedaba nada de él a excepción del olor a carne quemada y unas cuantas pavesas chamuscadas revoloteando en el aire. El demonio triunfante no se había movido del sitio. Giró la cabeza y miró a Bazile, que estaba encogido sobre sí mismo y repetía:
—¡Dios misericordioso, protégenos!
Acto seguido, hizo el mismo movimiento a la inversa y clavó los ojos en mí.
Había aparecido una tenue luz blanca que resplandecía suavemente a media distancia. Su leve insinuación se dispersaba igual que la leche en el agua. Yo estaba demasiado subyugado por aquellos ojos venenosos para distraerme con otra cosa. Pese a ello, la luz fue cobrando intensidad, y me di cuenta de que su origen debía encontrarse en la esfera de cristal. El semblante del demonio se alteró, y, en la medida en que resulta posible interpretar la reubicación de unas facciones tan primitivas, dicha alteración sugirió precaución o cautela. Al poco brotaron unos brillantes haces luminosos que surcaron el tenebroso aire de la cripta, y la luz se hizo tan intensa que yo ya no podía mirar en su dirección. Oí que el demonio lanzaba un bufido, luego un profundo gruñido, y por último percibí un repiqueteo, un raspar, como si estuviera clavando las garras en el suelo para resistir la tracción.
Hubo más piedra que se desmenuzó, y entonces caí en la cuenta de que estaba teniendo lugar una batalla. Me azotó una ráfaga de viento provocada por el batir de alas del demonio, y seguidamente éste lanzó un fuerte rugido, una espeluznante expresión de rabia colosal. Hubo más movimientos y sacudidas, y llegué a creer que por fin la bóveda iba a desplomarse sobre nosotros, pero en vez de eso se oyó un extraño susurro, experimentado más de forma espiritual que mediante los sentidos, seguido de un silencio abrupto y total. La brillante luz se extinguió de repente y durante un rato tembló el suelo, suavemente, de manera sostenida. Cuando levanté la vista, el demonio había desaparecido.
Bazile salió del círculo y fue hacia la esfera de cristal. Al llegar a ella, se inclinó hacia delante, la examinó, y enseguida volvió a echarse atrás. Se persignó apresuradamente, se quitó el abrigo y en el mismo movimiento lo arrojó encima de la esfera. Al regresar, se arrodilló y me ayudó a liberarme de las ataduras.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó.
—Me parece que no me he roto nada.
Él asintió y dijo en un susurro:
—¡Dios de los cielos!
Ambos estábamos profundamente conmocionados.
Mientras yo me sentaba con la espalda apoyada contra una de las columnas y me frotaba las piernas doloridas, Bazile encendió más velas y empezó a recoger los utensilios del padre Ranvier. Los juntó todos, incluida la esfera (que mantuvo envuelta en el abrigo) y los metió en la bolsa de lona. Acto seguido, centró la atención en los restos del cura. Aunque fue capaz de manipular las ropas destrozadas, cuando llegó el momento de recoger la piel del sacerdote retrocedió, y yo advertí que volvía el rostro. Recuperó el dominio de sí mismo e hizo un nuevo intento, pero el bulto que alzó del suelo se desenrolló y reveló su contorno humano. Arrugó el gesto en una reacción de asco, y únicamente después de varios intentos más consiguió plegar la piel de forma que cupiera dentro de la bolsa. Por último, borró las marcas de tiza con el tacón del zapato, una operación que, curiosamente, me trajo a la memoria a mi antiguo socio, Tavernier, destruyendo el vévé cuando nos dirigíamos a Piton-Noir.
Cuando consulté mi reloj de bolsillo, tuve la impresión de que se había parado.
—¿Qué hora es? —pregunté.
Bazile consultó su propio reloj, y ambos descubrimos que solo había transcurrido una hora desde nuestra llegada. Estaba claro que la materialización había infringido tantas leyes naturales que hasta el devenir del tiempo se había visto afectado. Subimos la escalera de la torre norte y entramos agotados en la sala de la vivienda de Bazile. Ocupamos los lugares de siempre a la mesa y nos quedamos allí sentados, aturdidos, sin decir nada, hasta que ya estuvo bien entrada la mañana, e incluso entonces lo único que logramos balbucir fueron breves comentarios de incredulidad y de horror.
—Cuando se vaya, debe usted llevarse consigo el cristal —dijo Bazile.
—¡No quiero tenerlo!
Bazile suspiró.
—Lo siento, Clément, pero es su… responsabilidad.
—No puedo.
—Me temo que ha de hacerlo.
—Podríamos destruirlo. Sí, vamos a destruirlo.
—¿Y correr el riesgo de poner en libertad lo que ahora se encuentra atrapado en su interior?
—¡Pues entonces lo enterraré!
—¿Y si alguien lo desentierra?
—Me lo llevaré a algún lugar remoto. A un país lejano.
—Adondequiera que vaya, ese cristal no estará sano y salvo. Podría romperse.
—¿Qué es lo que está sugiriendo, Édouard? ¿Que lleve conmigo ese ser odioso a todas partes, durante el resto de mi vida?
—Sí. Y tal vez en el futuro encuentre una solución a su problema. Pero hasta que llegue ese momento…
—¿Y si muero antes de que eso sea posible?
—Entonces tendrá que dejar algo previsto. Lo siento. —Bazile volvió la mirada hacia la bolsa de lona.
—¿Qué piensa hacer con los restos del padre Ranvier?
Bazile se levantó y fue hasta la alacena. Extrajo una tijera de gran tamaño y la puso al lado de la estufa.
—No cabe esperar que las autoridades nos crean. Si nos implicamos en la desaparición del padre Ranvier, los dos pasaremos a ser sospechosos en una investigación de asesinato.
De nuevo me vino a la memoria la época que pasé en Saint-Sébastien y el día en que Tavernier me instó a que no acudiera a la policía. Me asaltó una sensación de déjà vu.
Bazile sacó la piel del padre Ranvier de la bolsa de lona y la desplegó en el suelo. Parecía un espectro dormido, transparente y ligeramente verdoso. La barba y la mayor parte de la cabellera blanca aún permanecían en su sitio, y nos servían de vivido recordatorio de que solo unos minutos antes aquella macabra funda había tenido un ocupante. El campanero se puso en cuclillas, abrió la puerta de la estufa y empezó a cortar. Vi cómo separaba la mano derecha del padre Ranvier, que ahora era un guante flácido, y la arrojaba a las llamas. La piel empezó a crepitar y la estancia se llenó de un olor que no se diferenciaba mucho del cerdo asado. Bazile cerró la portezuela de la estufa y dijo:
—Me parece que voy a vomitar.