Bazile y yo pasamos el resto del día en la torre norte de Saint-Sulpice. Él había tomado la precaución de cerrar la puerta con llave, pero en realidad tal cosa no era necesaria. Conforme fue avanzando el día, yo fui sintiéndome cada vez más cansado y acabé cayendo en un sopor largo y sin sueños. Cuando desperté, ya eran más de las diez y el cielo que se veía por las ventanas semicirculares había pasado del gris al negro. Después de proceder a mis abluciones, tomé asiento a la mesa.
—¿Podríamos ir a dar un paseo? —le pedí a Bazile.
—No —contestó él—. Opino que eso sería una gran insensatez.
Me entregó un libro de meditaciones religiosas y me sugirió que lo leyera.
—¿Dónde está madame Bazile?
—La he mandado fuera de aquí.
—¿A Normandía?
—No, a la vuelta de la esquina. Se queda en casa de una amiga, una viuda.
—Lo siento.
Bazile enarcó las cejas.
—¿Por qué?
—Por esta imposición, estas molestias.
Bazile se encogió de hombros, desechó mis excusas con un ademán y hundió la cabeza en las páginas de una Biblia que a todas luces había estado leyendo mientras yo dormía. La habitación estaba mal ventilada, y yo no tardé en sentirme sumamente incómodo.
—Édouard —dije—, necesito un poco de aire. Por favor, vamos a la calle un momento, solo unos minutos. Estoy… —hice una pausa para buscar la palabra adecuada— bastante cuerdo. Le aseguro que no intentaré escapar.
Bazile suspiró.
—¿No ve lo que está haciendo ese demonio, Paul? Por favor, descanse y prepárese.
Intenté leer las meditaciones, pero la piedad de los autores me pareció exagerada, y sus halagos vagamente irritantes. Mi incomodidad siguió aumentando, y me desabroché el cuello. Cuando mis dedos rozaron la cadena que llevaba puesta, me acordé de la cruz que colgaba debajo de mi camisa y advertí que no solo estaba caliente, sino que ardía, como si el calor que desprendía mi cuerpo estuviera acumulándose en el metal. Volví la vista hacia el otro lado de la mesa, hacia la cabeza de Bazile, cuya cabellera negra y tupida estaba partida en dos por una improvisada raya. Se hallaba tan enfrascado en el Evangelio de San Juan, que casi tocaba la página con la nariz. Aparté la vista de la coronilla de Bazile y la posé en un enorme candelabro de plata, y, con naturalidad e indiferencia, se coló en mi mente la idea de hacer chocar con fuerza la una contra el otro. La cruz ya me quemaba violentamente, en cambio era un dolor curioso porque me purificaba. Junté las manos y se las tendí a Bazile.
—Debería maniatarme. Estoy teniendo pensamientos. Pensamientos indeseables.
Bazile abrió unos ojos como platos al comprender lo que implicaba mi petición.
—Por lo que parece, la batalla ya ha empezado, pero el hecho mismo de que sea usted capaz de pedirme tal cosa demuestra claramente que la primera victoria ha sido suya. No, no voy a maniatarle. Que mi firme convicción en su bondad innata sirva para fortalecer su resolución. —Y seguidamente recitó el padrenuestro, y alzó la voz al llegar a la frase de «líbranos del mal».
Continuó avanzando la noche. Yo experimenté más pensamientos no deseados, algunos de ellos acompañados de obscenas imágenes de degradación, otros seguidos de impulsos violentos de intensidad creciente. Bazile sugirió que nos arrodillásemos y rezásemos juntos, pero la oración apenas surtió efecto. Mi mente seguía viéndose asaltada por turbadores pensamientos e imágenes, y únicamente cuando hubo pasado el punto central de la noche detecté un cambio sutil, una variación en el equilibrio de poder, la reducción gradual de la influencia del demonio.
Bazile llenó de aceite dos candiles y prendió las mechas con una cerilla.
—¿Está preparado? —me preguntó.
—Aún no ha amanecido —repliqué.
—El sol saldrá dentro de una hora —dijo Bazile—. Vamos.
Bajamos las escaleras de la torre y nos encaminamos directamente a la cripta. Cuando se abrió la puerta sentimos una ráfaga de aire que traía consigo un olor a piedra mojada. No alcanzaba a ver gran cosa por delante de mí; desde luego, daba la sensación de que estuviéramos caminando por un espacio vacío. Sin embargo, la magnífica acústica delataba el insólito tamaño de aquella estancia, su invisible vastedad. Por fin llegamos a una zona rectangular definida por columnas y arcadas.
—Son los restos de la iglesia original de Saint-Sulpice —dijo Bazile—. La actual se construyó en el emplazamiento del edificio anterior, una modesta casa de oración a la que habían acudido los parroquianos a lo largo de más de cinco siglos.
Calculé que aquellos restos desmoronados debían de tener un origen medieval, aunque podía ser que hubieran sobrevivido desde un pasado más lejano, como la época romana, o incluso otra anterior a ésta. Bazile y yo fumamos, paseamos nerviosos y charlamos de forma deslavazada, y al cabo de un rato mi compañero consultó su reloj de bolsillo y dijo:
—Voy a ver si ha llegado ya el padre Ranvier.
Tomó uno de los candiles y echó a andar, y no tardó en perderse de vista. Yo me quedé mirando la sorda oscuridad, a lo lejos, y oí una llave que giraba en una cerradura, una puerta que se cerraba, de nuevo la llave, y luego el silencio.
Casi de inmediato experimenté el terror irracional de haber sido abandonado, y mi respiración se tornó irregular. Aquel «ataque» fue mucho peor que cualquier otro que hubiera sufrido con anterioridad, y vino acompañado de la escalofriante sugerencia de que podía estar enterrado de forma prematura. Pensé en Saint-Sulpice, que se elevaba en vertical por encima de mí, pensé en sus barrocos muros y sus altísimas fachadas, en la inmensidad de la cúpula que se erguía sobre el crucero del transepto, en el peso colosal de todo ello soportado por las columnas de la iglesia antigua… y tuve que hacer un esfuerzo para reprimir el fuerte impulso de echar a correr en pos de Bazile. Imaginaba la bóveda hundiéndose, imaginaba que me quedaba atrapado y que sufría una muerte lenta y dolorosa. Las sombras recorrían las paredes, y me abrumó un acentuado sentimiento de soledad. Supuso un gran alivio, por tanto, que unos minutos más tarde oyera regresar a Bazile con el padre Ranvier: primero unas pisadas, luego el sonido tranquilizador de voces humanas. Los dos hombres emergieron de las tinieblas, el padre Ranvier sosteniendo en alto el candil, y Bazile haciendo un esfuerzo para manejarse con lo que parecía una mesa portátil que llevaba debajo de un brazo y una bolsa de lona que cargaba bajo el otro.
—Monsieur Clément —dijo el padre Ranvier. Se quedó de pie frente a mí y me agarró de los brazos, por encima del codo—. Tengo entendido que ha pasado usted una noche difícil. A pesar de todo, por la gracia de Dios ha sobrevivido a ese calvario, y por la gracia de Dios saldremos triunfantes. —A continuación apoyó las manos en las caderas, recorrió con la mirada las columnas y los arcos y agregó—: ¡Tierra sagrada! Esto obra a nuestro favor. Édouard, coloca la mesa aquí y luego aparta todo aquello que pueda moverse.
A pesar de la edad que tenía, el padre Ranvier llevó a cabo todas las tareas preliminares con sorprendente vigor. Sacó de la bolsa de lona una tela blanca, la extendió sobre la mesa y alisó las arrugas con la palma de la mano. Acto seguido depositó encima varios objetos: un crucifijo, dos velas y una varita terminada en una bola de plomo que desenvolvió de un pañuelo de seda azul. No parecía adecuado que el crucifijo, que es el emblema principal de la Iglesia, estuviera situado al lado de un objeto comúnmente asociado con la magia que se hacía en el teatro, y me vino a la memoria la observación que había hecho Bazile con respecto a que el obispo no valoraba la erudición del padre Ranvier. Pero la suspicacia fue enseguida reemplazada por la curiosidad cuando el sacerdote extrajo una esfera de vidrio muy pesada, tanto que el esfuerzo de sacarla de la bolsa le provocó una mueca de dolor en el rostro. Yo me adelanté y me ofrecí a ayudarle, pero él se volvió hacia mí y me dijo con una contundencia inesperada:
—No, monsieur. Usted no debe tocar esto.
Colocó la esfera un poco más lejos, sobre una base de marfil. Al volver, extendió un cordel en el suelo, alrededor de la mesa, y fue haciendo pequeños ajustes para cerciorarse de que formase un círculo perfecto. Alrededor de dicha circunferencia trazó varias palabras y símbolos y dentro de ella dibujó una compleja figura triangular; seguidamente encendió varias velas, las cuales dispuso a intervalos regulares, equidistantes de la mesa, con el fin de formar un «círculo exterior» de luz. A continuación, sacó una camisa de fuerza y una correa de cuero. Como es natural, yo asocié aquellas ataduras con los locos y el manicomio. Tal vez todos los médicos especializados en el tratamiento de los desórdenes mentales tienen un miedo fundamental a sufrir el mismo destino que sus pacientes.
—No puedo —dije—. ¡De ninguna manera!
—Pero, monsieur —dijo el padre Ranvier—, usted ya ha experimentado alguna que otra interferencia de ese demonio en su mente, ¿no es así? Y vendrán otras peores, lamento decir, mucho peores, antes de que hayamos finalizado nuestra tarea. Nuestro enemigo no va a renunciar a mandar en su alma sin presentar batalla, y cuando se vea obligado a aceptar la soberanía de Cristo, montará en cólera y querrá llevar a cabo actos violentos. Si usted no lleva puestas estas ligaduras, nos pondrá a todos en un peligro terrible.
No pude discutir. No existía ninguna objeción lógica, de modo que me sometí mansamente. Una vez que me hubieron atado la camisa de fuerza, me senté en el suelo y Bazile me amarró los tobillos.
—Tenga valor, amigo mío —me dijo el campanero—. Tenga valor. —Pero yo advertí que estaba preocupado.
El padre Ranvier y Bazile se metieron dentro del círculo, y a continuación el sacerdote le ordenó a Bazile que juntase ambos extremos del cordel y sellase la unión con cera.
—Édouard —dijo el padre Ranvier—, no has de salir de este círculo. Pase lo que pase, ¿lo entiendes? —Bazile hizo un gesto de asentimiento, y el padre Ranvier le entregó un libro encuadernado en cuero negro—. Vamos a empezar.
Los dos se arrodillaron en el suelo y comenzaron a recitar una serie de invocaciones, empezando por la letanía de los santos. Pero lo primero fue un salmo y una antífona en mi nombre:
—Salva a este hombre, siervo tuyo.
—Porque espera en ti, Señor.
—Sé una torre de fortaleza para él, Señor.
—Frente al enemigo.
—No permitas que el enemigo obtenga victoria alguna sobre él.
—Y no permitas que el hijo de la iniquidad le haga daño.
Una vez concluidas las invocaciones, el padre Ranvier y Bazile se pusieron de pie para proceder a apelar al demonio.
—¡Espíritu impuro! ¡Poder de Satanás! ¡Enemigo venido de los infiernos! —El sacerdote exclamaba en tono resuelto—. Por los misterios de la encarnación, los sufrimientos y la muerte, la resurrección y la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo; por la llegada del Espíritu Santo; y por la venida de Nuestro Señor para el Juicio Final, ¡revélate a nosotros!
Yo había imaginado que el ritual se prolongaría durante un rato sin surtir efecto, que habría que esperar un poco antes de que el demonio se sintiera impulsado a responder; sin embargo, cuando terminó la invocación capté un «cambio», sutil al principio, casi imperceptible, pero que gradualmente fue cobrando intensidad hasta que ya no cupo ninguna duda de la realidad del fenómeno. Se intercambiaron varias miradas, y se hizo obvio que Bazile y el padre Ranvier también lo notaban: una presencia que había tomado forma en el ambiente, que estaba en todas partes y en ninguna, un siseo por debajo del silencio que nos recordó a cada uno de los presentes, con una nitidez aguda, casi dolorosa, nuestras debilidades humanas: la blandura de la carne, la fragilidad de los huesos, el precario equilibrio de la mente. Su esencia la constituía la amenaza, una amenaza muda pero inconfundible para el yo. Tensé los músculos como si estuviera preparándome para recibir un golpe, y, al parecer, dicho acto físico, reflejo, fue complementado por su equivalente psicológico: una contracción o un repliegue que sentí en lo más recóndito de mi ser.
El padre Ranvier hizo la señal de la cruz y exclamó:
—Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, invoco tu santo nombre y te suplico humildemente que te dignes concederme la fuerza necesaria para expulsar al espíritu impuro que atormenta a esta criatura tuya.
De repente, se oyó un extraño ruido abrasivo, como dos piedras que rozan la una con la otra, y cayó de lo alto una polvorienta descarga de mortero granulado. Yo levanté la vista hacia la bóveda y no vi nada digno de mención, aparte de una fina telaraña que ondeaba. Entonces se reavivó mi temor de ser enterrado vivo y grité:
—La bóveda es inestable. ¡Rápido, libérenme! ¡Tenemos que salir de aquí! —Pero Bazile y el padre Ranvier me miraron con expresión vacía—. ¿Es que no lo han oído? —imploré con voz aguda, teñida de exasperación.
—¿Qué deberíamos oír? —inquirió Bazile.
Yo volví la vista hacia arriba.
—¡Las piedras que se mueven!
—Yo no he oído nada —repuso Bazile.
—Yo tampoco —dijo el padre Ranvier.
—Por favor. Tenemos que salir enseguida. —Me debatí con desesperación intentando soltarme.
—Monsieur Clément —dijo el padre Ranvier—, es el enemigo, que está interfiriendo de nuevo con su mente.
Yo no podía aceptar aquella explicación. El mortero era real.
—Édouard, ayúdeme. Por favor.
Bazile hizo una mueca de disgusto y repitió la exhortación anterior:
—Tenga valor, amigo mío, tenga valor.
Mientras él decía estas palabras, advertí que su respiración formaba nubecillas en el aire. Estaba haciendo cada vez más frío, y de pronto sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo.
Entonces el padre Ranvier comenzó a recitar el salmo 23:
—El Señor es mi pastor, nada me falta; por prados de verde hierba me apacienta, hacia las aguas del remanso me conduce, y recrea mi alma.
Al instante sentí un curioso aflojamiento de las partes que constituían mi personalidad, una pérdida de integridad, un desplazamiento hacia la desintegración. Bazile tenía una expresión de nerviosismo en la cara.
—Aunque camine por valle tenebroso, no temo ningún mal… —El padre Ranvier notó el súbito descenso de la temperatura y siguió hablando entrecortadamente—: Porque están junto a mí tu vara y tu cayado, y esto me consuela.
La impresión que compartíamos todos, no me cabe duda, era la de una amenaza que se aproximaba, una fuerza incalculable, y yo me sentí invadido por un pánico visceral que me aferraba las entrañas. Comenzaron a castañetearme los dientes, y el mundo que me rodeaba pareció desequilibrarse y girar a mi alrededor. Cuando el padre Ranvier finalizó el salmo, alargó un brazo con los dedos extendidos, como si fuera un dios lanzando un rayo. Golpeó el suelo con el pie y rugió:
—¡Yo te exorcizo, espíritu impuro! ¡Enemigo invasor! ¡Escoria! ¡Arranca tus raíces de esa criatura de Dios y sal de ella!
Yo sentí la cabeza como si me hubieran golpeado con un hacha. Experimenté primero ceguera, después un dolor abrasador, y finalmente oscuridad y olvido.