11

Recuerdo muy poco de lo que sucedió inmediatamente después; tengo tan solo una impresión general de haber recorrido calles conocidas, de que llovía, de que Bazile caminaba a mi lado y me tomaba de vez en cuando del codo para hacerme girar a izquierda o a derecha, retazos de conversación —«Pobre amigo», «Sea fuerte», «Ya no está solo»—, y por fin la fachada de Saint-Sulpice, inexpresiva e irreal, como si estuviera pintada sobre un telón de fondo de la ópera. Se diría que un momento antes me encontraba en el puente, y al minuto siguiente estaba sentado en la sala de Bazile, con una taza de té caliente entre las manos.

—¿Cómo lo supo? —inquirí.

—Hubo indicios —repuso el campanero—. Determinadas señales. —Rascó una cerilla y encendió su pipa—. Sin embargo, la evidente incomodidad que mostró esta noche al tomar la sidra confirmó mis sospechas. Le había añadido agua bendita. —Bazile hizo un gesto como para sugerir que no le procuraba ninguna alegría haberme engañado—. La pequeña cantidad que bebió usted revivió su conciencia, le dio la fuerza necesaria para presentar batalla; no obstante, un demonio es un adversario sutil, y hasta las mejores intenciones pueden subvertirse para que sirvan a sus fines.

—Yo intentaba… frustrar sus planes.

—Ya —respondió Bazile—, pero matarse es pecado, un pecado nacido de la desesperación. Un demonio se alimenta del sufrimiento, se nutre de los sentimientos negativos. Esta noche, si usted hubiera conseguido quitarse la vida, no solo habría insultado a su Creador, ¡además habría concedido más poder al mismo mal que intentaba frustrar! Ese demonio, al no estar ya obligado a causar sufrimiento explotando las flaquezas de su anfitrión, se habría visto desembarazado, libre para cometer sus fechorías sin freno alguno. —Bazile extrajo una cruz de pequeño tamaño, unida a una cadena lisa—. Póngase esto. Y ahora, querido amigo, debe contármelo todo.

Hice una confesión. Le hablé de la temporada que había pasado en Saint-Sébastien, le dije que había presenciado el asesinato de Aristide, que había jurado sin mucho rigor no contárselo a nadie y que más tarde incumplí dicho juramento. Le dije lo que había ocurrido realmente en la noche del experimento y le referí el viaje que hice al infierno y los indecibles horrores que presencié allí. Le conté que me reanimaron y que desperté convertido en un hombre distinto: sensible a la luz del sol y al olor de la sangre, alerta por la noche y cansado durante el día, dotado de unas uñas gruesas y afiladas. Le hablé del maniaco y de la pequeña Venus, de mi aventura amorosa con Thérèse, del burdel del Marais, de la muerte de Coubertin y de la imagen del demonio en la ventana. Y cuando hube acabado, me derrumbé y rompí a llorar.

—Esas lágrimas son muy valiosas —dijo Bazile—. A lo largo de muchos meses, su alma ha luchado por resistirse a la tiranía, sus sentimientos naturales se han visto amordazados por una presencia malévola que resultaba asfixiante, y ahora, por fin, ha sido restaurada su humanidad.

—¿Qué debo hacer? —pregunté en tono patético.

—Consultaremos al padre Ranvier.

—¿A quién? —Aquel nombre me sonó vagamente familiar.

—Es mi antiguo mentor —contestó Bazile.

—Pero me esperan en el hospital.

—Yo mandaré el recado de que se encuentra indispuesto.

—¿Y ese sacerdote podrá ayudarme?

—Estoy seguro de ello. —Bazile se levantó de su asiento—. ¿Le apetece un poco más de té?

—Sí —respondí, sujetándome la cabeza con las manos—. Gracias.

Oí que Bazile salía de la habitación y me llegaron ruidos desde la cocina. Mientras aguardaba, la cruz que colgaba de mi cuello pareció pesarme cada vez más, hasta que empecé a experimentar una incomodidad considerable. Deslicé los dedos por debajo de la cadena y separé de mi piel aquellos diminutos eslabones, pero al hacerlo se me trabaron las uñas en el cierre y lo soltaron. Cruz y cadena cayeron sobre la mesa. De inmediato me sentí aliviado y enderecé la espalda, pero solo temporalmente, porque la sensación de alivio fue reemplazada enseguida por el pánico. Las paredes se me antojaron demasiado próximas, la temperatura era demasiado alta; me sentí atrapado, sepultado, y se me hizo difícil respirar. Lo único en que pensaba era en salir de allí, en llenar mis pulmones con el aire fresco de la noche. Me arrastré hasta la puerta, la abrí y comencé a bajar la escalera. La oscuridad me impedía ser más veloz, y apenas había recorrido un trecho cuando oí que Bazile me llamaba y salía en pos de mí. Plantó una mano en mi hombro y me obligó a volverme.

—¡Paul! —Detecté unos movimientos poco definidos y una vez más sentí el peso de la cruz y la mordedura de la cadena—. ¿Adonde iba?

Yo me sentía aturdido, confuso.

—No lo sé… Ahí arriba está muy cargado el ambiente.

—¿Por qué se ha quitado la cruz?

—No he hecho tal cosa.

—Tiene que habérsela quitado.

—Pues habrá sido por accidente.

Bazile me tomó del brazo y me dijo:

—Vamos. Ya está hecho el té. —Subimos las escaleras en silencio, y en cuanto volvimos a entrar en la sala, Bazile cerró la puerta y retiró la llave—. Lo siento, Paul, pero no me perdonaría a mí mismo si llegara a ocurrirle algo. Ya casi ha amanecido. Por favor, siéntese y bébase el té. —Se excusó un instante y le oí hablar con su mujer. Cuando regresó, señaló la ventana, en la que ya se apreciaba el tono gris de la primera luz del día—. Ha salido el sol —dijo con una sonrisa bondadosa—. Hemos de irnos.

Tras salir de Saint-Sulpice, fuimos directamente a mi apartamento para recoger la figurilla de Venus.

—Al padre Ranvier le va a interesar mucho esta figura, estoy seguro —comentó Bazile.

Yo no tenía mucha hambre, pero él insistió en que hiciéramos un alto en un café, y conseguí comer unos panecillos. En aquel momento doblaron las campanas de Saint-Sulpice, y dirigí una mirada interrogante a mi compañero.

—Es madame Bazile —contestó él, sonriente—. ¡Y además se le da muy bien!

Seguidamente se levantó de la silla, dejó unas cuantas monedas en un cenicero e indicó que ya era la hora de marcharse.

—La catedral está por aquí —dije yo.

—No vamos a la catedral.

Me quedé sorprendido, dado que Bazile había dicho que su mentor era un erudito sacerdote de Notre-Dame.

—¿Dónde vive el padre Ranvier?

—Últimamente, en el Hotel Saint-Jean-de-Latran. —Bazile calló unos instantes, y me di cuenta de que estaba pensando si debía dar más explicaciones o no—. Lamento decir que el padre Ranvier nunca ha sido apreciado como es debido por la Iglesia. El obispo considera que algunas de sus opiniones son… —de nuevo se interrumpió, para luego añadir—: … poco ortodoxas. Tal vez debiera ser yo más respetuoso, sobre todo estando por medio un obispo, pero, en mi opinión, al padre Ranvier le han sido negados los privilegios que merece.

Cuando llegamos al hôtel, hallamos el vestíbulo vacío y subimos directamente a la segunda planta.

—¿No debería haberle enviado una nota? —pregunté—. Todavía es muy temprano.

—Teniendo en cuenta lo que ha sucedido —replicó Bazile—, estoy seguro de que el padre Ranvier nos perdonará que hayamos dejado a un lado las formalidades. Además, yo conozco sus horarios. Se levanta todos los días a las cuatro y media de la madrugada, y lleva años haciendo lo mismo.

Llegamos a una puerta llena de arañazos, y Bazile llamó tres veces con los nudillos. Tras un corto intervalo se oyó una voz cascada:

—¿Quién es?

—Édouard.

Se abrió la puerta y apareció ante nosotros un venerable caballero, cuyo arrugado rostro estaba rodeado por una maraña de rizos y greñas, más llamativa si cabe a causa de su blancura. Nos observó a través de sus anteojos ovalados con unos ojos acuosos, de un gris tan claro que casi resultaban incoloros. Costaba trabajo calcularle la edad exacta, pero yo supuse que debía de tener como mínimo ochenta años. Abrazó a mi acompañante y exclamó:

—Édouard, Édouard.

Seguidamente dio un paso atrás y acusó mi presencia con una tímida inclinación de cabeza.

—Mi amigo, monsieur Clément —dijo Bazile.

—¿El médico de los nervios?

—Sí.

—Pasad, por favor. —La estancia en la que penetramos era espaciosa y parecía una biblioteca. Las paredes estaban forradas de altas librerías y el aire olía a cera, a polvo y a cuero—. Trae más sillas —dijo el sacerdote.

Bazile hizo lo que se le dijo y los tres tomamos asiento alrededor de una mesa cuya superficie estaba cubierta de estatuillas de la Virgen, mapas de estrellas e instrumentos de cálculos astronómicos.

—Bueno —dijo el sacerdote, dirigiéndose a Bazile—, ¿qué te trae por aquí a esta hora tan temprana?

—Monsieur Clément —respondió Bazile— necesita su ayuda con urgencia.

—¿En serio? —dijo el cura, cambiando los anteojos que llevaba puestos por otros.

Una vez más me vi obligado a narrar mi historia. En esta segunda ocasión me resultó, quizá, un poco más fácil, y el sacerdote me escuchó con gran atención. Su expresión era compasiva, y las arrugas que le rodeaban los ojos se acentuaban cada vez que yo farfullaba por culpa de la angustia o de la vergüenza. Cuando llegué al final del relato, el sacerdote exhaló un suspiro y dijo con un hilo de voz:

—¡Asombroso!

—La figurilla —dijo Bazile—. Enséñele la figurilla al padre Ranvier.

Me saqué la pequeña Venus del bolsillo y se la entregué al sacerdote. Este extrajo una lupa y, cerrando un ojo, la examinó a través de la lente.

—¿Sabe lo que es? —preguntó Bazile.

—Sí —respondió el sacerdote.

—Parece muy antigua —tercié yo.

—Y lo es. Del siglo III a.C, o por ahí, y casi con toda certeza es obra de los parisi, la tribu celta que ocupó la Îlede la Cité antes de que llegaran los romanos.

—¿No cree que pueda ser una copia, una réplica?

—No. —El sacerdote dio vueltas a la figurilla en la mano—. Lo que tenemos aquí es un objeto sacramental, que probablemente se utilizaba para propiciar la benevolencia de Cernunnos, el dios cornudo, su dios del inframundo. —Dejó la lupa en la mesa y continuó, dirigiendo sus observaciones a mí más que a Bazile—: A diferencia de otras tribus celtas, los parisi rara vez fabricaban representaciones de animales y guerreros. Eran mucho más dados a construir efigies de mujeres y… —torció los labios antes de terminar la frase— demonios. —A continuación tomó la figurilla y me la devolvió—. Hace casi doscientos años, unos obreros que estaban excavando debajo del coro de la catedral desenterraron cuatro altares de piedra, que actualmente se supone que formaron parte de un templo antiguo. En uno de dichos altares está esculpido el rostro de Cernunnos, y una persona que no conociera a los dioses de la Antigüedad diría que sin duda es la cara del diablo.

Me sentí confuso y no muy seguro de lo que estaba dando a entender el anciano sacerdote. Este debió de advertir mi perplejidad, porque se inclinó hacia delante y suavizó la expresión.

—Todo se aclarará, monsieur, se lo prometo. —Después, juntó las yemas de los dedos y prosiguió—: Nuestra ciudad cuenta con una historia excepcionalmente sangrienta. Ninguna otra capital de Europa ha presenciado tanta violencia ni tanta crueldad. Es como si aquí hubiera algo malvado, una perniciosa influencia que hace que los hombres se vuelvan unos contra otros. Y, de manera invariable, cuando se vuelven unos contra otros también se vuelven contra la catedral. A lo largo de cientos de años, la chusma se ha congregado delante de Notre-Dame portando armas y antorchas. Unidas por un común instinto salvaje, las personas han intentado una y otra vez destruir la catedral hasta sus cimientos. En 1793 echaron un lazo al cuello de cada uno de los veintiocho reyes y los arrancaron de la fachada lanzando aullidos de placer, al ver cómo iban cayendo uno tras otro. Acto seguido, decapitaron las estatuas, las hicieron trizas y las arrojaron al Sena. Entre 1830 y 1848, París fue cerrado con barricadas casi treinta veces por los obreros rebeldes, y en cada ocasión sufrió ataques la catedral. Y usted mismo recordará, sin duda, el levantamiento más reciente, cuando se prendió fuego a la catedral y se ejecutó al arzobispo. ¿Cómo es posible algo así? —El anciano sacerdote suspiró—. ¿Por qué es París una ciudad tan violenta, y por qué la chusma casi siempre dirige su cólera contra la catedral?

Me di cuenta de que aquellas preguntas eran retóricas, y guardé silencio.

—Muchas de nuestras iglesias se hallan construidas en emplazamientos que ya estaban asociados con el culto, como pozos sagrados, santuarios y cuevas santas. Los que han estudiado la filosofía del hermetismo sugieren que dichos emplazamientos son, de hecho, portales espirituales, lugares en los que el muro que separa este mundo de otros se ha debilitado o se ha roto. En Notre-Dame se encuentra el punto más débil del lienzo que separa nuestro mundo y el inframundo, y por inframundo quiero decir el Sheol, el Tártaro, el infierno. Por eso los parisi adoraban a un dios cornudo. Ellos conocían a los demonios y procuraban ganarse su benevolencia ofreciéndoles sacrificios humanos, por lo general una mujer joven. En posteriores generaciones, unos hombres que ahora conocemos como magos lograron reparar la brecha, con lo cual impidieron que los demonios penetrasen en nuestro mundo. Sin embargo, el muro de separación es imperfecto, y los malévolos poderes que habitan el inframundo todavía pueden tender hilos de influencia, para incitar a la violencia, e inducir a la turba a que ataque las sagradas piedras que protegen el portal en la actualidad. Por motivos que no puedo explicar, cuando usted llevó a cabo su extraordinario experimento, su alma consiguió atravesar el muro de separación, y naturalmente, cuando su alma regresó, ya no vino sola, sino acompañada.

A juzgar por la expresión neutra de Bazile, resultaba evidente que ya conocía la sorprendente cosmología del padre Ranvier. En cambio yo experimentaba una enorme dificultad para asimilar lo que me estaban contando. Aunque estaba preparado para aceptar la realidad de mi propia posesión demoníaca, lo que ahora me pedían que creyera era tan extraño que sobrepasaba la imaginación. A pesar de todo, había algo muy persuasivo en aquel sacerdote, que hablaba con tranquila seguridad en sí mismo y cuya erudición no se basaba en hacer uso de pomposas citas ni en recurrir con frecuencia a frases dichas en latín o en griego.

—Por favor —dijo el padre Ranvier—, ¿me permite que le vea las manos?

Las extendí, y él bajó la cabeza para inspeccionarme las uñas. Yo no me las había recortado desde el día anterior, y ya estaban de nuevo largas y afiladas.

—Recordará usted —dijo el padre Ranvier— que la quimera más famosa de Notre-Dame, el demonio alado, también tiene las uñas muy largas. —Ranvier se volvió hacia Bazile—. ¿Lo ves? El pobre Méryon entendía bien lo que significaba esto. Los demonios sienten predilección por la sangre. Modifican la fisiología de sus anfitriones para hacer de éstos mejores instrumentos para alcanzar la satisfacción de sus necesidades. Por ese motivo Méryon dio a su grabado del demonio alado el título de La estrige. Pobre, pobre hombre. Baudelaire creía que estaba poseído. Y me temo que el poeta tal vez estaba en lo cierto.

La fatiga que solía asaltarme durante las horas de luz diurna estaba entorpeciendo mi capacidad de concentrarme. El padre Ranvier y Bazile continuaron hablando, pero yo no conseguía seguirles la conversación todo el tiempo. Hablaron de un tratado del siglo XIII dedicado a manifestaciones del diablo, y también de Marcelo, un obispo de París famoso por haber luchado con vampiros en el siglo V. Cuando la conversación volvió a centrarse en mi situación, Bazile dijo:

—¿Y bien, padre? ¿Cree usted que podrá ayudar a monsieur Clément?

—Sí —contestó el sacerdote—. Sí, con tu colaboración, Édouard, puedo ayudar a monsieur Clément. Pero he de dejar una cosa muy clara. —Apartó la vista de Bazile, me miró a mí y luego otra vez a Bazile—. La empresa que nos aguarda es sumamente peligrosa. El maniaco que se descontroló en La Salpêtrière, o por lo menos el ser que se había apoderado de las facultades de dicho enfermo, reconoció la presencia de un ser superior. Nuestro adversario ocupa un rango elevado en la jerarquía de los infiernos. Nadie se enfrenta a un ser así sin por lo menos una profunda aprensión. Hacerlo de otro modo sería una locura. —El padre Ranvier volvió a juntar las yemas de los dedos—. Yo puedo llevar a cabo un exorcismo y, por la gracia de Dios, el demonio será expulsado; no obstante, eso no será el final. El demonio seguirá existiendo en nuestro mundo, y seguirá conservando la capacidad de causar daño.

—¿Por qué no se le puede enviar de nuevo al infierno? —preguntó Bazile.

—Antiguamente —respondió el padre Ranvier— había libros que contenían rituales indicados para dicho fin. Pero en la actualidad se han perdido todos.

—¿Y entonces qué vamos a hacer? —pregunté yo en un tono de voz entrecortado por la desesperación.

—Hemos de intentar confinarlo.

—¿Quiere decir aprisionar al demonio?

—Sí —respondió el sacerdote—. Cuentan que Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano, adquirió un demonio preso en un cristal, que después exhibió en su museo de rarezas. En aquella época, la práctica de atrapar espíritus en cristales y en gemas preciosas estaba bastante extendida entre los mejores magos.

A continuación se levantó y fue hasta una de las estanterías. Pasó el dedo por el lomo de diversos libros, y por fin, cuando dio con el que estaba buscando, regresó con él a la mesa. El texto, que se había descolorido hasta adquirir una tonalidad marrón ocre, era muy denso y contaba con anotaciones escritas por diferentes manos, unas apretadas, otras más amplias y fluidas.

—Pídele a un lapidario que te proporcione un buen cristal que sea transparente —comenzó a leer—. Que sea globular o redondo por todos los lados y que no tenga defectos. Después colócalo sobre un pedestal de ébano o de marfil… —De pronto alzó la cabeza—. Édouard, ¿podrías hacerte con las llaves de la cripta de Saint-Sulpice?

—Sí, por supuesto.

—Pues entonces nos reuniremos allí mañana, al amanecer. He de preparar algunas cosas. No comáis ni bebáis nada, excepto agua, y vigila de cerca de monsieur Clément. No ha de pasar ni un segundo a solas.