10

Aquella noche tuve pesadillas. Sueños horribles, muy vividos, de infierno y condenación. En el último de éstos, me vi a mí mismo de nuevo en aquel sombrío lugar salpicado de grandes rocas y de charcos en los que borboteaba la lava, y una vez más presencié la llegada de un grupo de demonios. Igual que en la ocasión anterior, el jefe cargaba con una mujer desnuda y, cuando la arrojó sobre una piedra y empezó a atravesarle las manos con clavos, caí en la cuenta de que era Thérèse Coubertin. Se retorcía, chillaba y se debatía por liberarse, suplicaba clemencia, mientras a su alrededor los demonios agitaban las alas y generaban un estruendo infernal. Pero no sentí miedo por lo que estaba viendo, sino excitación, y una total indiferencia hacia el sufrimiento de Thérèse. Ella forcejeaba, se arqueaba y pataleaba con furia en el aire, sin dejar de aullar y gemir. Me acerqué un poco más, lo suficiente para atraparle los tobillos, separárselos y agacharme en cuclillas entre sus muslos. Ella gritaba:

—No… por favor… no.

Pero yo era sordo a sus alaridos. Me incliné hacia delante, le abrí un orificio en la caja torácica y le extraje el corazón. Acto seguido, sostuve el órgano en alto cual macabro trofeo, con la aorta colgando, y me acerqué los ventrículos a la boca y exprimí la sangre como si fuera agua que goteara de una esponja. Aquel líquido fragante me salpicó toda la cara y me resbaló por el esófago. Entonces desplegué las alas, lancé un aullido al turbulento cielo y desperté exhalando todavía un gruñido animalesco. Las sábanas de la cama estaban empapadas de sudor, y a lo largo de mi angustiosa pesadilla las había hecho jirones.

Me atormentaban las imágenes de Thérèse, impresiones fugaces de su carne, sus curvas y sus hendiduras, el delicado pliegue de su femineidad. Todo aquello me inspiraba el deseo imperioso de verla. Sabía, naturalmente, que debía resistirme a dicho impulso, que si volvíamos a vernos ella correría un peligro mortal. Pero se diría que ejercer el autocontrol no hacía sino acrecentar la urgencia de mi deseo, y entonces dio comienzo una prolongada lucha interna. Fue como si mi mente estuviera dividida y yo ya no fuera una sola persona, sino dos personalidades antagónicas: una permisiva que me alentaba a satisfacer mis necesidades, y otra prohibitiva que exigía abstinencia. La cabeza me daba vueltas, sentía mareos y náuseas; vacilé entre estados de negación y de aceptación, de confusión y de revelación interior.

¿Qué debía hacer? ¿Buscar una iglesia y rezar? ¿Pedir a Dios omnisciente que intercediera? El, que lo había creado todo y contemplaba, impasible, cómo partían de Su persona las ondulaciones de causa y efecto generando el sufrimiento y el mal, nuestro Padre Divino, arquitecto del infierno. Me hundí en un cenagal de debate teológico, desesperado por aferrarme a las tranquilizadoras certezas de la ciencia. Una vez más, intenté encontrarle lógica a mi experiencia echando la culpa a una lesión del sistema nervioso periférico, y una vez más el demonio tuvo motivos para celebrar otra victoria.

Una semana más tarde cumplí con el compromiso de cenar con Bazile. Su esposa y él me recibieron con el afecto de costumbre, y, después de unos aperitivos y de un poco de charla amistosa, todos ocupamos nuestro sitio a la mesa. Madame Bazile había preparado una suculenta tripa de cerdo servida con verduras y una cremosa salsa.

Sin embargo, la sidra estaba más bien agria y no pude beber gran cosa.

—No puedo más —dije, tapando mi vaso con la mano—. En serio, he de parar ya.

—Pero si apenas ha bebido nada —replicó Bazile.

Yo fingí sentirme avergonzado.

—Es que anoche… —Mi expresión indicaba remordimiento.

—Ah, entiendo —dijo Bazile—. ¿Se propasó? Pues ya es mala suerte, porque mi querida esposa ha regresado de Normandía trayendo varias botellas de mi sidra favorita, una especialidad de la región en que nació. ¡Tiene que probar un poco! Le pedí que pusiera una botella de más, una bien grande, podría añadir, ¡solo para usted!

—No le haga caso, monsieur Clément —dijo madame Bazile—, no ha supuesto ninguna molestia.

Bazile se excusó un instante y regresó a la mesa con otra jarra, pero la sidra nueva no sabía diferente de la vieja: otra vez el mismo sabor agrio, el mismo regusto acre. Dudo que fuera capaz de disimular lo poco que me agradaba aquel brebaje, porque Bazile comentó:

—Al ser desacostumbradamente dulce, es necesario tomarle el gusto, pero persevere y verá como acabará apreciando sus virtudes.

Como no era mi deseo incomodar a mis anfitriones, estaba obligado a beberme toda la sidra al tiempo que hacía comentarios muy poco sinceros respecto de lo potente que era. Acabé sintiéndome bastante enfermo.

Cuando terminamos de cenar, madame Bazile se retiró a sus habitaciones. Bazile encendió su pipa, y nuestra conversación no tardó en tornarse más seria. Al poco ya estábamos enfrascados en uno de nuestros profundos debates filosóficos, pero conforme fue avanzando la velada yo fui tomando conciencia de un sentimiento de desesperación que me invadía poco a poco. En mi interior parecían estar abriéndose grandes espacios vacíos.

—¿De qué sirve la oración? —pregunté—. Se supone que Dios es inmutable. Incluso antes de recitar una plegaria, seguro que El ya ha decidido si va a responder a ella o no.

—No existe contradicción alguna —repuso Bazile—. La oración no es algo ajeno al orden causal del mundo, sino una parte esencial de él. Mediante la oración logramos que ocurran cosas que Dios ya ha determinado que resultarán del hecho de orar.

El carácter circular de aquel argumento me resultó irritante.

—Si los seres humanos no somos libres para tomar decisiones, no puede existir eso que se llama moralidad. Únicamente somos buenos o malos en tanto en cuanto Dios así lo quiera. O Dios es omnisciente, en cuyo caso no somos libres, o somos libres, en cuyo caso Dios no es omnisciente.

—El Dios en el que creo yo es perfecto —dijo Bazile con gravedad—, y la omnisciencia es una condición fundamental de su perfección. —El campanero metió un poco más de tabaco en la cazoleta de su pipa—. La omnisciencia y la libertad no tienen por qué ser irreconciliables. El mero hecho de que Dios sepa que vamos a hacer tal cosa no quiere decir que sea el responsable de nuestros actos. Más bien sucede que Dios tiene un conocimiento previo de lo que vamos a decidir libremente hacer.

—Sofismas —repliqué yo, sacudiendo la cabeza.

Bazile aspiró de su pipa.

—Sí, hasta cierto punto. Acepto esa responsabilidad. Las ideas complejas no se prestan a poder ser expresadas con facilidad. Tal vez hayamos alcanzado un punto en el que la lengua en sí ya no resulta útil y, a consecuencia de ello, las argumentaciones parecen más sospechosas. En efecto, hay que suponer que, en última instancia, Dios es imposible de conocer porque el intelecto humano posee una capacidad limitada. Nadie intentaría meter todo el océano en un dedal, así que ¿por qué íbamos a esperar que nuestra mente abarque el infinito?

—Si Dios es imposible de conocer, ¿por qué hemos de llegar a la conclusión de que es perfecto o benévolo? ¿Para qué hacer suposiciones respecto de su bondad? La Biblia nos exhorta a ser buenos, pero el mundo, con todas sus manifiestas imperfecciones —injusticia, crueldad y enfermedad—, no parece ser la obra de un padre amoroso. Bazile frunció el entrecejo.

—Usted, que es médico, sin duda habrá visto a muchos niños sometidos a procedimientos médicos muy dolorosos.

—Así es.

—Un niño muy pequeño no puede entender por qué tiene que sufrir, es incapaz de ello. Pero ese sufrimiento es necesario. Es posible que el mal sea el precio que pagamos para tener el bien mayor, que pesa más que él.

—¿De verdad cree que éste es el mejor de todos los mundos posibles?

—Sí. ¿De qué modo podría surgir la imperfección de la perfección? El hecho de que existan la injusticia, la crueldad y la enfermedad no demuestra que el mundo no fuera creado perfecto. Esas cosas son requisitos ineludibles, en un sentido que quizá nosotros no lleguemos a saber apreciar nunca.

No me impresionó ninguno de los argumentos de Bazile. Me parecían facilones, evasivos, engañosos, un precario intento de dar un barniz a las llamativas incoherencias y las claras contradicciones que había en el centro mismo de sus convicciones religiosas.

¿Qué era lo que esperaba yo? ¿Una perspectiva de redención? ¿Que me convencieran de que todavía podía alterar mi destino? Mientras proseguía nuestro diálogo, las dudas que sentía yo por dentro se hicieron más pronunciadas, y la desesperanza fue sustituida por un sentimiento de desolación.

—No entiendo cómo es usted capaz de sustentar su fe —le dije a Bazile—. A mí me resulta imposible. —Mi tono de voz era de desprecio. Lo mismo habría dado que le hubiera llamado imbécil.

El ambiente se tornó tenso e incómodo. Bazile fingió indiferencia, pero se notaba con claridad que yo le había ofendido, y los esfuerzos que hicimos después para reavivar la conversación fracasaron.

—Es muy curioso —dijo Bazile bostezando—, pero desde hace un tiempo, cada vez que me reúno con usted termino muy cansado, un cansancio poco natural. —Posó la mirada en mí. Había algo turbador en la intensidad con que me perforaron sus ojos—. ¡Rigor intelectual! —agregó con una sonrisa irónica—. Puede que ya haya perdido la costumbre. Madame Bazile es una devota esposa y una cocinera excelente, pero tiene una relativa despreocupación por los grandes misterios.

—Creo que es mejor que me vaya —dije, levantándome bruscamente.

—Como quiera —repuso Bazile.

—Por favor, dé las gracias a madame Bazile por la excelente cena. El cerdo estaba excepcional.

Bazile descolgó su abrigo junto con el mío de un gancho de la pared y ambos descendimos juntos por la torre de las campanas. En la calle, las aceras estaban brillantes por la lluvia. Antes de despedirme, los dos nos estrechamos la mano, si bien con cierta rigidez.

—Adiós —dijo Bazile.

Yo hice un gesto de cabeza, me puse el sombrero y eché a andar por la plaza. Cuando llegué al otro lado, me volví a mirar, y me pareció ver todavía la silueta del campanero de pie bajo la poderosa columnata, una figura apenas discernible entre las sombras. Apreté el paso y me interné en la noche dedicando escasa reflexión a la ruta o el destino que debía seguir.

Mi negro estado de ánimo fue empeorando, y empecé a sentirme totalmente desligado de mi entorno. No veía los escaparates, los cafés ni los letreros. La ciudad no dejó ninguna impresión en mis sentidos. Estaba en el mundo, pero separado de él, retirado, apartado y solo. En mi estómago tomaban forma el resentimiento y la aflicción. Todo me parecía fútil, una broma divina, una pantomima ordenada de antemano que carecía de significado y de propósito tangible.

Había muerto, había ido al infierno y había vuelto, poseído por un demonio, un mal depredador que había descubierto formas de influir en mí con facilidad penetrando a través de la blanda textura de mis muchas imperfecciones y flaquezas, de mi arrogancia, mi lascivia y mi autocompasión. Yo había sido un cómplice entusiasta del asesinato, pues había prestado al demonio mis fallos y mis deficiencias para que él pudiera llevar a cabo su abominable labor. Y era inevitable que volviera a servirle de cómplice, ya que mi amor corrupto iba a proporcionarle el medio y la oportunidad para destruir a Thérèse. Recordé su carne marcada de cicatrices, sus movimientos lánguidos, la expresión vacía de sus ojos, y comprendí que el descenso de ella a la depravación también debía de ser uno de los logros del demonio, que se había introducido en su mente y había empezado a cultivar inclinaciones ya latentes con el propósito de causar la destrucción de los dos.

Un demonio tiene muchos objetivos: corromper, degradar, propagar el sufrimiento, pero todos éstos van por detrás de su fin principal, que es llevarse almas al infierno. Bien, pues mi demonio ya había logrado dicho objetivo. En aquel momento yo no me encontraba en el infierno de fuego y azufre, sino en otro infierno, uno mucho peor, el infierno de la culpabilidad y la desesperación que me devoraban por dentro.

Oí una voz airada:

—¡Apártese de en medio! —Un carruaje venía hacia mí con las lámparas encendidas—. ¡Monsieur!

Esquivé el vehículo, pero me empapé de agua cuando las ruedas pasaron por encima de un charco. El conductor lanzó un juramento y agitó el puño.

Me encontraba en el Pont Neuf.

¿Cómo podía justificar el continuar existiendo? Si vivía, sin duda prevalecería el demonio y Thérèse moriría. Trepé al muro de escasa altura y contemplé las aguas negras. Mi muerte había traído el demonio al mundo, y podía ser que mi muerte fuera también el modo de expulsarlo. Ya estaba condenado; así pues, ¿qué importancia tenía que yo mismo me quitase la vida? Por lo menos Thérèse podría sobrevivir, ¡y al final todas las decisiones son sancionadas por Dios!

Me arrojé al vacío y me sorprendí cuando, en lugar de caer hacia delante, caí hacia atrás. Alguien me había aferrado por el abrigo, y acabé tumbado en la acera y contemplando las nubes débilmente iluminadas que flotaban en lo alto. Entonces surgió el rostro de Bazile.

—Si se suicida —rugió—, ese demonio se hará más poderoso de lo que usted es capaz de imaginar.