9

La Salpêtrière estuvo bien representado en el funeral de Coubertin. Estuvieron presentes Charcot y madame Charcot, así como la mayoría de los profesores asociados y un número respetable de médicos jóvenes. Thérèse estaba muy bella de negro, alta, esbelta y atractiva; su velo de viuda le prestaba un aura de misterioso encanto. Una de sus manos descansaba en el hombro de Philippe. De pie junto a ella se encontraba un hombre que me recordó a Coubertin. Se notaba a las claras que era un familiar, y supuse que debía de tratarse de un hermano o un primo carnal. Lo acompañaba una esposa, una anodina mujer de mirada átona e inexpresiva.

El sacerdote balanceó el incensario por encima del ataúd y murmuró unas plegarias. Los pájaros cantaban. El sol brillaba con fuerza y yo empecé a notar un hormigueo en la piel, de modo que me senté a la sombra de un mausoleo.

A cierta distancia de los principales asistentes al funeral había un apretado nudo de personas que sospeché que pudieran ser miembros del círculo de espiritismo de Thérèse. Las mujeres lucían enormes sombreros festoneados de cintas negras, y uno de los hombres llevaba una capa tan larga que tocaba el suelo. Había una anciana de aspecto frágil, sentada en una silla de ruedas en el centro del grupo, que no me quitaba la vista de encima. Cada vez que coincidían nuestras miradas, ella desviaba rápidamente el rostro.

Una vez que Coubertin hubo sido enterrado, la multitud comenzó a dispersarse lentamente. Vi que Charcot se acercaba a Thérèse a darle el pésame. Valdestin, que se encontraba de pie delante de mí, se volvió y me dijo:

—¿Cree usted que también deberíamos nosotros decir algo?

Yo ya había escrito a Thérèse, dos veces en realidad, y en ambas ocasiones procuré ser solidario sin ser al mismo tiempo hipócrita. Thérèse no amaba a Henri Coubertin, quizá no lo había amado nunca, y, aunque yo había previsto que mostraría alguna señal externa de dolor, no esperaba que la muerte de su marido la afectase muy hondamente. Las respuestas que recibí fueron comedidas y no me proporcionaron motivos para sospechar que pudiera haberme equivocado; no obstante, cuando nos vimos por fin, tres días después del funeral, Thérèse estaba claramente preocupada.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Henri ya debe de haberse enterado —contestó ella.

—¿De qué?

—De que yo le engañaba. No dejo de imaginar a Henri al otro lado, horrorizado, con el corazón destrozado.

Yo tomé su mano en la mía e intenté consolarla.

—Tú antepusiste tus responsabilidades familiares a tu propia felicidad. Eso es de un gran altruismo.

—En mi conducta no había nada de altruismo —replicó Thérèse—. Tenía miedo de perder a Philippe, eso es todo.

—No puedes echarte la culpa tú misma de lo que sucedió, y si es cierto, tal como se supone en general, que los que se van están obligados a hacer examen de conciencia, Henri descubrirá que él también cometió sus faltas. Te descuidó, se mostró paternalista y en realidad no se esforzó por comprenderte. —Siguió un largo silencio, y añadí—: Lo hecho, hecho está. Henri ya no está con nosotros, y ahora somos libres de hacer lo que se nos antoje.

Al oír estas palabras, el semblante de Thérèse se tiñó de ansiedad y le aparecieron varias arrugas en la frente.

—No podemos estar juntos. Todavía no. Es demasiado pronto, y sin duda la gente hará comentarios.

—Si quieren chismorrear —repliqué yo, agitando la mano en el aire en un ademán de desprecio—, pues que chismorreen. La verdad es que no me importa.

—Puede que a ti no —dijo Thérèse—, pero a mí sí. Una mujer tiene buenas razones para preocuparse por lo que digan los demás.

—En ese caso, tal vez debiéramos irnos juntos de París, iniciar una vida nueva en una ciudad balneario. ¿Qué tal Lamalou-les-Bains? Yo podría obtener un puesto de trabajo en el sanatorio al que envía Charcot a sus pacientes para las curas con aguas termales.

—¿Y Philippe?

—¿Qué ocurre con él?

—¿Estás preparado para…?

—Lo trataré como a un hijo —la interrumpí. Algo hubo en mi voz, una tensa nota de impaciencia, que debió de delatar mi falta de sinceridad.

Thérèse bajó la vista al suelo.

—Pienso que tenemos que estudiar detenidamente nuestra situación —dijo.

Aquel día no hicimos el amor, pero cuando volvimos a vernos (por segunda vez tras la muerte de Coubertin), Thérèse respondió favorablemente a mis primeras caricias, echó la cabeza atrás para ofrecer su largo cuello y retribuyó cada una de mis insinuaciones con un suspiro trémulo y jadeante. A medida que mi pasión iba aumentando, comencé a tratarla con más rudeza, a hundirle las uñas en la piel. El deseo de desgarrar era tan imperioso, que solo me detuve cuando ella lanzó un grito. Aparté la mano, pero ella volvió a posar mis dedos en su carne.

—Más —me susurró—, más.

Aquella invitación resultó tan excitante que mi pasión halló su máxima expresión antes de tiempo. Tal fue la violencia de mi paroxismo, y tan vaciado me sentí después, que fui totalmente incapaz de recuperar mi potencia. Todavía estaba tendido encima de Thérèse cuando ésta me dijo:

—Anoche asistí a una sesión de espiritismo.

—Oh —respondí.

—Recibí una comunicación del mundo de los espíritus. —Titubeó un momento antes de agregar—: De Henri.

—No me digas. —Rodé hacia un costado y alargué el brazo para alcanzar los cigarrillos. Después de encender uno, proseguí—: ¿Y qué dijo?

—Que Philippe y yo corríamos un grave peligro.

—¿Cuál, exactamente?

—La vidente, madame Gravois, no pudo ser más concreta. Dijo que la comunicación era muy débil.

—En mi opinión, no deberías acudir más a esas sesiones. No estoy seguro de que tu estado de ánimo sea el más adecuado.

—¿Tú crees que era Henri? ¿Que se apareció?

—No lo sé.

Le aparté un mechón de cabello húmedo de la frente y quise decirle algo más reconfortante, pero lo único que conseguí fue repetir la misma frase de forma anodina.

De manera intermitente surgía la cuestión de cuándo deberíamos dar a conocer nuestra relación al mundo, si bien cada vez con menor frecuencia. Desde la desaparición de Coubertin, ya no parecía tan necesario que viviéramos bajo el mismo techo. Me daba cuenta de que la proximidad de un niño, muy probablemente, apagaría nuestro ardor, y no habíamos tenido suficientes oportunidades de disfrutar de nuestra libertad recién estrenada. Una tarde lluviosa, Thérèse formuló la pregunta inevitable:

—¿Todavía quieres casarte conmigo?

—Sí —contesté yo rehuyendo el contacto visual.

Su instinto no debió de fallarle, porque tuvo la sensatez de no presionar para fijar una fecha.

Las semanas se hicieron meses, y continuábamos viéndonos en secreto. El apartamento de Saint-Germain, que siempre había tenido un ambiente mohoso y polvoriento, ahora se veía claramente maltratado y ajado, y una parte de ese aspecto parecía haber encontrado su equivalente en la tristeza que pesaba en el alma de Thérèse. Sus movimientos se habían vuelto lentos y lánguidos; su mirada, desenfocada. Ello pudo ser a causa de la morfina, que ahora se inyectaba tanto cuando estaba sola como cuando la acompañaba yo. Pese a todo, aquella lasitud tenía un no sé qué que parecía requerir algo más que una simple explicación química. Cuando observaba su estado deprimido, mi cerebro me ofrecía una imagen que se le asociaba: la de una flor mustia. Sí, en esto se había convertido, en una flor mustia cuyos pétalos estaban tornándose marrones en los bordes.

Thérèse siguió alentando mis excesos. Me permitía tirarle del cabello, morderla con tanta fuerza que le quedaban marcas en la carne, embestirla por la espalda como un animal. Se ponía de rodillas a una orden mía y, tras tomarme en su boca, prolongaba su humillación hasta que yo alcanzaba la liberación. Era incapaz de desobedecerme, y respondía de manera exquisita a mis necesidades. Lo cierto es que había momentos en los que daba la impresión de que yo solo tenía que imaginar una transgresión nueva para que ella, al instante, adoptara la postura adecuada para satisfacerla.

Esta disposición a complacer todos mis deseos pareció extenderse a otras áreas de su vida. Me acordé de que llevaba una temporada sin mencionar su círculo de espiritismo, y un día se lo señalé.

—He dejado de ir —me contestó.

—¿Por qué? —quise saber.

Ella se enroscó un mechón de pelo en el dedo y frunció los labios.

—Tú tenías razón. Me estaba alterando.

Al otro lado de las paredes de nuestro refugio, la ciudad seguía adelante con sus asuntos, y cuando salíamos al exterior nos sumábamos a la riada de peatones y nos mezclábamos con el anonimato del tráfico. Yo, por lo general, iba al hospital y ella se iba a casa, y así fueron transcurriendo las cosas. Aunque yo cruzaba a menudo la ancha plaza abierta que había enfrente de Saint-Sulpice, ya no me aventuraba a entrar en la iglesia y rara vez dedicaba un pensamiento a mi antiguo amigo el campanero; sin embargo un encuentro casual nos volvió a juntar a los dos, casi de forma literal. Ambos estábamos caminado alrededor de la fuente de los Cuatro Obispos, y ninguno estaba prestando mucha atención al entorno, cuando de repente confluyeron nuestras trayectorias y chocamos el uno con el otro.

—¡Paul! —Bazile me agarró la mano y me la estrechó vigorosamente—. Cuánto me alegro de volver a verlo. ¿Dónde ha estado metido?

—Lo siento —contesté—. El hospital, ya sabe cómo es… Charcot nos hace trabajar como mulas.

—¿Por qué no entra a tomar una sidra? —Indicó con un gesto la torre norte—. No me diga que no puede dedicarme unos minutos.

—Es muy amable de su parte, pero he de declinar la invitación. He tenido una jornada muy exigente.

—¿Entonces la semana próxima, quizá?

Insistía mucho, y no me dejó marchar hasta que me hube comprometido a cenar con él. En aquel momento sentí irritación por la tenacidad de Bazile, pero a su debido tiempo terminaría por agradecérsela.

La memoria no es de fiar, y un suceso particular puede borrar fácilmente las impresiones que lo han precedido. Por consiguiente, tengo muy vagos recuerdos de la llegada de Thérèse al apartamento y de lo que sucedió inmediatamente después: faldas y medias por el suelo, mi dedo pulgar en el émbolo de la jeringuilla, extremidades que se cimbreaban, labios que se separaban, lágrimas que rodaban por sus mejillas y dejaban a su paso largos churretes de máscara de color negro. Pero lo que siguió a continuación, eso lo recuerdo con toda nitidez.

Ella estaba tendida en la cama, con el cuerpo enroscado alrededor de una almohada que aferraba contra sus senos. En su espalda contemplaba yo las improntas dejadas por mi barbarie: arañazos, hematomas, rasguños sangrantes, y experimenté un cierto orgullo ante mis hazañas. Thérèse exudaba su inimitable fragancia en copiosas cantidades, parecía llenar la habitación como si fuera una niebla densa y perfumada. Imaginé dicha niebla moviéndose inquieta, brotando de las heridas de Thérèse, flotando por encima de los cobertores de la cama, cayendo en cascada al suelo y ascendiendo por los rincones y por las grietas, el aceite de la rosa damascena, de higos con miel, de dulces, frutas confitadas, lavanda, algalia y bergamota, todas estas cosas combinadas y otras muchas más —suculentas, embriagadoras, deliciosas— imposibles de describir. Rocé aquellas laceraciones con la boca y luego me lamí la sangre de los labios. Con dedos ávidos le arranqué una costra del hombro y la examiné de cerca: era un cristal de color rojo negruzco, que cuando se alzaba hacia la luz de los candiles parecía resplandecer como un granate que tuviera una chispa danzarina atrapada en su interior. Me puse la costra en la lengua y, mientras se disolvía, se me inundó el paladar de sensaciones nuevas. Noté el cuerpo electrizado y me invadió una profunda sensación de bienestar. La piel en la que antes estaba la costra se oscureció, y apareció una gota diminuta de sangre que fue madurando hasta alcanzar su límite natural, para a continuación resbalar de una paletilla a la otra. Chupé aquel reguerillo de sangre, chupé otra vez, hasta que tuve la boca pegada a la fuente de la que nacía y succionaba con la energía concentrada de un recién nacido. Thérèse se removió y emitió un leve gemido, pero su personalidad estaba sumergida en un mar opiáceo sin fondo. La sangre tenía un efecto embriagador, y cuando hube succionado totalmente los capilares, me erguí, hundí las rodillas en el colchón y me puse de pie.

Tenía el cuello de Thérèse a la vista, y bajo su brillante superficie aprecié el pulso de la arteria carótida. Me sentí abrumado por el deseo de abrir aquel vaso de un tajo y saciar mi sed, una sed que de pronto se había tornado apremiante y urgente.

«Ya es tuya… toda tuya. —Era un pensamiento sonoro y persuasivo—. Tuya para que la goces».

Thérèse estaba muy quieta, tan quieta que hasta su respiración resultaba imposible de detectar. Únicamente el pulso del cuello indicaba que estaba viva. Mis pensamientos fueron discurriendo de manera lógica: «Su actitud de entrega te excita. El acto supremo de entrega es la muerte. Por tanto, para poder experimentar el placer supremo…». Levanté la mano, y en eso cruzó una débil sombra por la maltratada superficie de la espalda de Thérèse. De pronto sentí el calor húmedo del interior de su cuerpo, el palpitar de su corazón. Mis dedos se cerraron y comencé a ejercer presión. De la garganta de Thérèse surgió un sonido rasposo que indicaba que estaba luchando por aspirar aire.

Al instante se oyó el tañido de las campanas de Saint-Sulpice, un tañido extrañamente transformado en un repiqueteo áspero, plañidero.

Miré hacia la ventana, y lo que vi me dejó petrificado en el sitio. Un terror paralizante me privó de la facultad de moverme. En el cristal no vi una copia de mí mismo, sino un demonio, una criatura repulsiva que miraba lascivamente, salivaba y sonreía como un maniaco. Tenía un brazo en alto y enseñaba una hilera de garras letales. Sus ojos eran amarillos, unos ojos que reconocí, unos ojos que, una vez vistos, ya no podría olvidar jamás, unos ojos venenosos que irradiaban rencor y maldad. Tuve la sensación de encontrarme al borde de un abismo. El dulzor de mi boca se tornó amargor, y dejé escapar un grito. Entonces salté de la cama, corrí al lavamanos y vomité un líquido claro y viscoso. Thérèse dijo algo, un suave murmullo, pero seguía dormida. Vi con claridad algo que hasta aquel momento mi ceguera me había impedido ver. Los cortes y los hematomas que le cubrían el cuerpo ya no eran agradables a la vista, sino repelentes. Estaba lastimosamente delgada, demacrada, rota. Me acerqué a la ventana con todo el cuerpo tembloroso, pero lo único que vi fue mi fantasmal reflejo suspendido en la oscuridad.