8

Le había prometido a Thérèse Coubertin que jamás iba a volver a pedirle que abandonase a su esposo, y cuando hice dicha promesa me sentí muy seguro de poder cumplirla. Pero en cuanto se reanudaron nuestros encuentros, también regresó el deseo imperioso de lanzar aquel mismo ultimátum, quizá más imperioso que antes. Aun así, conseguí reprimirme e hice un esfuerzo para hablar con ella tal como le hablaba al inicio mismo de nuestra relación. Conversábamos de sucesos que habían tenido lugar durante las sesiones de espiritismo a las que había asistido ella, de la comunicación con los espíritus, ruidos inexplicables y levitación de objetos, de las obras de Alian Kardec y de otros muchos temas de interés esotérico. A mí me asombraba que fuera capaz de reconciliar sus aspiraciones espirituales con una aventura amorosa ilícita, pero ni que decir tiene que no era tan tonto como para desafiarla. Lo que pasaba por ser moralidad era a todas luces algo idiosincrático y flexible, un frágil sistema de valores que no sería capaz de soportar el peso de un escrutinio un poco más intenso. De todos modos, yo tenía la impresión de que en aquel momento en particular Thérèse era más feliz de lo que había sido en mucho tiempo, en la medida en que una persona de su constitución, tan llena de contradicciones y tan proclive a sufrir episodios de melancolía, pudiera ser descrita como una persona feliz.

La recuerdo con toda claridad: su grácil figura embutida en un ceñido vestido de satén; su abrigo de pieles, cuyo cálido cuello me rozaba la mejilla cada vez que se me ofrecía para besarla; los zafiros que pendían de sus orejas y los mechones de pelo rubio que escapaban de su sombrero; sus guantes, que, cuando me los acercaba a los labios, parecían estar saturados de su esencia; el súbito centellear de sus ojos y el brillo de sus dientes.

Tal vez a consecuencia de la temporal separación que habíamos sufrido, Thérèse había llegado a apreciar cuan especial era nuestra unión, cuan singular, aunque un tanto desviada de la norma, era la compatibilidad existente entre ambos.

Con el fin de incrementar nuestro placer, la introduje en la morfina, que se había puesto de moda entre determinadas damas, principalmente entre las que organizaban o frecuentaban salones en los que eran obligatorios el cristal esmerilado, los drapeados de seda y la presencia de artistas. Los proveedores del mundo de la medicina enseguida sacaron provecho de dicha moda, y no tardaron en fabricarse jeringuillas de esmalte para satisfacer la demanda. Yo logré obtener una muy hermosa, incrustada de perlas y lapislázuli. En el precio de compra iba incluido un atractivo estuche de ébano, forrado de terciopelo negro. Thérèse sentía una inclinación natural hacia la experimentación y curiosidad por los estados alterados de conciencia. Además, uno de los conocidos que tenía en el ambiente del espiritismo, una mujer que a mí me dio la impresión de que estaba deseosa de apuntarse a cualquier moda nueva, ya había adquirido una jeringuilla de esmalte y la había exhibido ante sus amistades como si fuera una nueva baratija. En circunstancias tan favorables, no me fue difícil realizar la labor de persuasión.

Inducir en Thérèse un estado de enajenación constituía un raro placer: deslizarle la aguja por debajo de la piel, empujar el émbolo y contemplar cómo se le iban serenando las facciones, cómo le iban pesando los párpados. Tras retirar la aguja brotaba del pinchazo una gota de sangre, de un rojo intenso e insólito, parecido al de los pétalos de una rosa o al de los rubíes, y yo la tocaba con un dedo tembloroso y me la llevaba a la lengua sin que nadie se diera cuenta. No podía evitarlo, pues la tentación era demasiado fuerte, y aun cuando más adelante recapacitaba sobre aquella conducta y me quedaba preocupado por sus implicaciones, el placer del momento pesaba más que todas las consideraciones posteriores. Había algo de singular atractivo en el buqué de Thérèse, porque era a un mismo tiempo más dulce y más sutil que el de otras mujeres. Se le acumulaba debajo del cabello, donde yo hundía la cabeza y aspiraba profundamente, y cuando me impulsaba al interior de su cuerpo, con salvaje insistencia, las efusiones de miel que emanaba me incitaban a ejercer la brutalidad. Sentía deseos de marcarle la carne con las uñas, pero me estaba prohibido hacer algo así, y la frustración que me invadía resultaba insufrible.

Cuando terminábamos de hacer el amor, porque supongo que eso era, ella se hacía un ovillo y se dormía, y yo me regalaba la vista paseándola por los delicados contornos de su cuerpo, por el arco de su espalda y la regularidad de sus nalgas. A través de aquella piel traslúcida estudiaba con cierta fascinación las bifurcaciones de los vasos sanguíneos. Sentía una extraña obsesión por la idea del interior de su organismo, e imaginaba a Thérèse transformada en una muñeca de cera de uso médico, con todos los músculos y los ligamentos al descubierto. Pero dicho ejercicio no atenuaba mi pasión. Más bien lo contrario: el hecho de contemplar su faceta carnal (la grupa, el flanco y el lomo) la volvía todavía más deseable. Estas meditaciones iban asociadas, cada vez más, a una progresiva sensación de inquietud, pero sabía que acabaría pasando. Regresaba la sensación de no estar del todo vivo, y con ella una anestesia que me servía de consuelo.

Una tarde estaba enfrascado en mi habitual estudio de Thérèse en reposo poscoital. Ella estaba tendida a mi lado, igual que una diosa dormida, con los brazos a uno y otro lado de la cabeza, una pierna flexionada por la rodilla y la otra extendida. Brillaba el sol, y un haz de luz revelaba la presencia de pecas doradas entre los rizos castaños de su pubis. Entonces me di cuenta de que el aire estaba lleno de motitas parpadeantes y alcé perezosamente el brazo y estiré los dedos con la intención de atrapar un minúsculo mundo en llamas. Mi mano abierta proyectó una sombra sobre el pecho de Thérèse. Hice un movimiento y me quedé desconcertado al advertir un curioso fenómeno. El movimiento de mi mano no se correspondía con exactitud con el movimiento de la sombra. Había un ligero desfase. Agité los dedos para confirmar dicha observación y, como antes, la silueta se quedó un poco rezagada. Mi instinto profesional me inclinó a extraer una interpretación neurológica. ¿No estaría presenciando otra prueba más del daño que había sufrido mi sistema nervioso? Pero aquella forma de pensar era automática y nada convincente. La sombra de mi mano, que ahora se proyectaba sobre los senos de Thérèse, parecía tener una existencia independiente, ya que quedaba un tanto desplazada del lugar en que yo esperaba que estuviera. De repente cerré los dedos, con tanta fuerza que produjeron un chasquido, y una fracción de segundo más tarde sus respectivas sombras se curvaron para formar la compacta redondez de un puño cerrado. De improviso Thérèse abrió los ojos; sus párpados se replegaron tanto que los iris quedaron rodeados por un blanco luminoso. Boqueando, se llevó una mano al corazón e hizo un esfuerzo por aspirar aire.

—¿Qué ocurre? —le pregunté. Ella no acusó mi presencia, de modo que la zarandeé y le pregunté otra vez—: Thérèse, ¿qué te ocurre?

Thérèse fue enfocando la vista gradualmente, y me contestó:

—Un dolor, aquí.

Y acto seguido comenzó a masajearse el esternón. Yo le tomé el pulso, el cual encontré disparado, pero no había ningún síntoma más.

—¿Has tenido una pesadilla?

—No.

—Entonces, a lo mejor no ha sido más que un calambre, un espasmo de los músculos intercostales. Estabas dormida, y al notar ese dolor súbito te has despertado con una sensación de pánico.

—No. —Movió la cabeza a un lado y al otro—. No estaba dormida. He notado como si algo me tocase… —Hizo una pausa y luego agregó—: Por dentro.

Yo me tendí a su lado y la estreché contra mí.

—Un calambre. Eso ha sido, nada más. No hay de qué preocuparse.

—Pero era un dolor… horrible.

—Ya. Los calambres pueden ser muy desagradables.

Le acaricié el cabello y comencé a susurrarle palabras cariñosas al oído, hasta que de nuevo se quedó dormida, o por lo menos casi. La luz se atenuó cuando una nube se interpuso delante del sol, y mis pensamientos, aunque turbulentos, también se excitaron de un modo extraño.

Conforme fue pasando el tiempo, mi deseo de poseer por completo a Thérèse Coubertin, de hacerla mía y de nadie más, se volvieron tan intensos que mis pensamientos se tornaron febriles y mi cabeza se llenó de fantasías lujuriosas. Imaginé cómo habrían sido las cosas si nos hubiéramos conocido en circunstancias distintas, tal vez en otra vida en la que jamás hubieran existido Henri ni Philippe, y en la que yo hubiera tenido libertad para hacer con ella lo que se me antojase.

Había raros momentos en los que mi conciencia parecía revivir y protestar, y luego volvía a experimentar emociones auténticas, asco y repugnancia hacia mí mismo por tener aquellas fantasías tan repulsivas. Pensé en los nervios que conectaban la lengua y la nariz con el cerebro y calculé de qué modo podría verse afectado el funcionamiento de éste por la falta de oxígeno. ¿Y cómo podía ser que para mí el amor y el hecho de infligir dolor se hubieran convertido en dos cosas tan desesperadamente confusas? Racionalicé y racionalicé, hasta que, agotado por un interminable y estéril debate interno, caí en un estado de apática indiferencia.

Thérèse decía a veces algo que sugería la intervención de una facultad de percepción superior. Parecía percibir una presencia en la habitación; sin embargo, su intuición femenina no le permitía entender qué índole tenía ni cuál era su grado de influencia y malignidad. En una de estas ocasiones se puso intranquila y nerviosa. Se rodeó el cuerpo con los brazos y, temblando ligeramente, dijo:

—Tengo la sensación de que nos observan.

—Eso es ridículo —reí yo.

—Nunca tengo la impresión de que estemos solos del todo.

—¿Piensas que nos espía el conserje? ¿Crees que nos mira por el ojo de la cerradura? —Ella se encogió de hombros, y yo continué—: Es la morfina. Es capaz de crear impresiones falsas en el cerebro.

Thérèse asintió, pero su gesto seguía siendo de aprensión.

Habitualmente salíamos del apartamento por separado, primero Thérèse, y unos minutos después yo. No siempre me iba a casa; la mayoría de las veces me iba directamente al hospital o paseaba por las calles, cavilando. Había logrado guardar silencio con respecto al tema del matrimonio de Thérèse; ya no había vuelto a exigirle nada, pero mi resolución estaba debilitándose. Había algo en lo más hondo de mi ser que estaba en tensión y reclamaba desahogo.

Poco después de anochecer llegué a la calle de adoquines que discurre junto al río Biévre. El aire olía muy mal y la superficie de las aguas de desecho estaba moteada de escoria verde. Dondequiera que miraba había basura, cacharros rotos, tambores de metal y montones de comida podrida infestada de gusanos. Unos hombres tocados con gorras planas colgaban pieles a secar encima de vallas hechas con cañas y adobe; acababan de despellejar varios animales y sus camisas despedían un olor a rancio. También había otros trabajadores descargando pieles de cuero de una carreta y lanzándolas al interior de unos gigantescos barriles.

Llegué a un barrio de chabolas, más allá del cual había viviendas de mayor altura que parecían haber sido construidas simplemente apilando una casucha encima de otra. Se asentaban a lo largo del río, inclinadas entre sí, los pisos superiores casi tocando el cielo y comprimiéndolo en una franja delgada y luminosa.

Había una anciana vestida con harapos, sentada y con los pies en el agua. Cantaba una balada de lo más sentimental y se tomaba licencias de borracho respecto del tono y el ritmo. Cuando me oyó llegar, se giró hacia mí de repente.

—Una limosna, monsieur —gimió—. Unas pocas monedas, no pido nada más. Me acordaré de usted en mis oraciones.

Sus labios dejaron entrever unos cuantos dientes renegridos. Yo continué andando sin hacer caso de su súplica, y de inmediato ella pasó a lanzarme una poderosa sarta de insultos, a la cual tuvo que poner fin antes de tiempo por culpa de un acceso de tos.

Tras escoger una ruta que me alejase del río, penetré en una maraña de callejuelas que me condujo hasta una lóbrega calle tan solo animada por la presencia de un diminuto café. Empezaba a hacer frío, así que entré y le pedí un coñac a un camarero de gesto apagado que lucía un bigote enorme.

La situación era intolerable. Ya no podía seguir así. De una forma o de otra, acabaría teniendo a Thérèse Coubertin para mí solo.

Cuando volví a salir a la calle, por encima de los tejados se erguía una luna llena. Al levantar la vista hacia su luminoso disco de color blanco, sentí un suave calórenlo en la cara.

Dos semanas después quiso la casualidad que pasara por delante del apartamento de los Coubertin, cuando de pronto me asaltó el urgente deseo de ver a Thérèse. Mis pies comenzaron a ralentizarse, y finalmente me quedé clavado en el sitio. Sabía, en algún punto de mi ser, que era una locura pensar en hacerle una visita, pero ello no logró disuadirme. La verdad era que cuanto más tiempo permanecía sin hacer nada, más inclinado me sentía a llevar a cabo una acción que en circunstancias ordinarias habría calificado de temeraria. Una sola idea había llegado a dominar mi cerebro: «Nada te será negado». Y, curiosamente, resonaba con mucha fuerza, como una orden verbal.

Crucé la calle y al entrar en el edificio pregunté al conserje por dónde se iba. Hubo algo en su expresión, en los ojos entornados y la mandíbula tensa, que sugería suspicacia; no obstante, con independencia de las dudas que pudiera haber albergado respecto de mi personalidad, respondió:

—¿Madame Coubertin? Segundo piso, primera puerta a la izquierda, monsieur.

Subí las escaleras y, cuando ya me acercaba al final, vi a mi doble, que se elevaba y se aproximaba desde el lado contrario. Habían montado un espejo en el rellano que iba desde el suelo hasta el techo, y la persona que vi frente a mí era un ser pálido y ojeroso. Me quité los protectores oculares y me los guardé en uno de mis bolsillos. En el rellano del segundo piso había otro espejo más, idéntico al primero, y de nuevo hice un alto, y tras reflexionar otro poco acerca de mi apariencia, me quité el sombrero y me atusé el cabello.

El apartamento de los Coubertin fue fácil de encontrar. Toqué el timbre, y abrió la puerta una doncella de rostro lozano.

—Vengo a ver a madame Coubertin.

—¿Le está esperando? —quiso saber la doncella.

—No.

Alzó las cejas y aguardó alguna explicación adicional. Al final, perpleja por mi silencio, emitió una tos nerviosa y preguntó:

—¿A quién debo anunciar?

—A monsieur Clément —contesté.

La doncella me condujo hasta lo que parecía ser una sala de espera. Coubertin, al igual que la mayoría de los profesores asociados, veía a sus pacientes particulares en casa. No me senté, sino que me puse a examinar un interesante grabado con buril que representaba un castillo junto a un lago. El apartamento estaba muy silencioso, aunque percibí no muy lejos de allí una conversación en tonos amortiguados.

Un reloj de pared dio la hora. Reapareció la doncella y me solicitó que la siguiera hasta el interior de la sala, donde hallé a Thérèse situada junto a la chimenea. Me incliné y saludé:

—Buenas tardes, madame Coubertin.

Ella llevaba un vestido gris con blusa de color rosa, y con las manos sujetaba los extremos de un chal de borlas que se había echado por los hombros. Me fijé en las macetas de plantas, en las fotografías enmarcadas en plata, en los sofás de cuero y en el piano vertical, todos emblemas y señales de una existencia cómoda y convencional.

—Monsieur Clément —respondió ella, acusando mi llegada con una sonrisa tensa. A continuación, dirigiéndose a la doncella, dijo—: Eso es todo, Isabelle. —La doncella hizo una breve reverencia y se marchó, pero Thérèse esperó a que sus pisadas dejaran de oírse para preguntarme con voz nerviosa—: ¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

Yo daba vueltas al sombrero en las manos.

—No ha sucedido nada.

Thérèse puso cara de no entender.

—¿Entonces por qué… qué estás haciendo aquí?

—Quería verte.

—¿Cómo? —Sus facciones se endurecieron, y me miró furiosa.

—Quería verte —repetí.

—Cielo santo. —Comenzó a pasear nerviosa arriba y abajo, por delante de la chimenea—. ¿Qué estás diciendo? —De repente se detuvo y se tocó la frente—. ¿Y qué… qué voy a decirle a Henri? ¿Es que has perdido el juicio?

—Ya sé que no debería estar aquí —dije, tras un suspiro—. Pero espero que lo entiendas si te digo que no he tenido más remedio. No he podido actuar libremente. Mi corazón…

Thérèse hacía movimientos frenéticos con las manos, agitaba el aire con gestos apaciguadores al tiempo que me mandaba callar.

—¿Tienes que hablar tan alto? —Acto seguido se dominó un poco y agregó, haciendo énfasis—: Por favor, márchate.

Yo negué con un gesto de cabeza.

—No podemos seguir así. Yo no estoy preparado para…

—¡Basta! —me interrumpió Thérèse—. Henri está a punto de regresar.

Di unos pasos hacia Thérèse, pero ésta se replegó hacia un rincón. Su semblante, que hasta aquel momento había sido de resolución y firmeza, cambió de forma súbita y se tornó paulatinamente inseguro. Le huyó todo el color de la cara, empezó a tambalearse y yo pensé que estaba a punto de perder el sentido. Fui hacia ella, la tomé en brazos y le susurré en voz baja y urgente, le profesé mi amor y le rogué que pusiera fin a nuestra infelicidad.

—Ten valor —le dije—. Está en tu mano liberarnos a los dos de esta desdichada existencia a base de secretos y mentiras.

Sus ojos llamearon como los de un animal asustado y su pecho se agitó de emoción. Envalentonado por su fragancia, le acaricié las mejillas y la besé en el cuello.

—No, Paul —lloriqueó—. No.

Pero yo no me detuve, ni siquiera cuando ella intentó, débilmente, apartarme de sí. Me sentía invencible, excitado por el hecho de que iba a gozar de la esposa de Coubertin en la propia casa de Coubertin, y tenía la sensación de que, con cada caricia, estaba demostrando lo insustancial de la pared psicológica que había levantado Thérèse para mantener separadas las diferentes áreas de su vida. Con cada roce la obligaba a aceptar que la disolución de su matrimonio era a la vez inevitable y necesaria. Coubertin era inferior a mí en todos los sentidos. Un anciano sin fuerzas y un intelecto de tercera fila.

—Por favor, Paul. —Thérèse se zafó y escapó hacia el centro de la estancia, comprobó que las horquillas del pelo aun estuvieran todas en su sitio y se arregló el chal—. Debes irte ahora mismo.

Yo empecé a andar alrededor de los sofás, inclinándome de vez en cuando para inspeccionar un retrato enmarcado. Cuando llegué al piano, reparé en que había una partitura en el atril. No era una obra publicada, sino una composición original copiada en tinta negra. Debajo del título, Serenata, había una dedicatoria: «Para Thérèse». La compositora era Cécile Chaminade.

—¿Este piano es tuyo? —inquirí.

—Sí.

—No sabía que tocaras. Qué raro, que nos conozcamos desde hace tanto tiempo, y yo no me haya enterado de que tocas el piano.

Thérèse se había llevado una mano a la boca y miraba con los ojos muy abiertos y fijos. Volví la primera página de la partitura y me pregunté cómo sonaría aquella música.

—Me encantaría oírte tocar. ¿Te importaría tocar para mí? ¿Quieres? No es más que una pieza corta.

Thérèse no contestó, sino que mantuvo su posición fija. El silencio que siguió a continuación fue prolongado, y al final lo rompió el ruido de una llave al girar en la cerradura. Alguien había entrado en el vestíbulo.

—Henri —susurró Thérèse, ciñéndose el chal, como si la temperatura de la habitación hubiera descendido de repente.

—¡Thérèse, querida! —llamó Coubertin.

Vi que por un instante fugaz Thérèse había tenido en cuenta la posibilidad de no responder, pero al comprender que aquello no iba a servirle de nada, dijo:

—¡Henri!

Los dos oímos acercarse las lentas pisadas de Coubertin. Éste abrió la puerta, y nada más entrar en la habitación me vio a mí y se quedó petrificado en el sitio. Advertí que estaba sudando y que su respiración era trabajosa. Miró a su mujer, que tenía una expresión de terror, y luego volvió a mirarme a mí. Entonces dejó caer al suelo su maletín de médico y exclamó:

—Clément, ¿se puede saber qué diablos le trae por aquí? —Y avanzó pisando la alfombra persa, con el brazo extendido.

—Su ejemplar de la monografía de monsieur Varón —contesté yo al tiempo que nos estrechábamos la mano—. Pasaba por aquí, y me acordé de que debería habérselo devuelto. —Introduje la mano en el bolsillo del abrigo y extraje el volumen en cuestión, el cual entregué a Coubertin—. En la reunión de investigación de mañana, Charcot va a hablar de la localización cerebral. He pensado que a lo mejor deseaba usted refrescar un poco algunas de las teorías de Varón.

—Gracias —dijo Coubertin—. Usted siempre tan considerado, Clément. Pero lo cierto es que no había necesidad.

Dirigí a Coubertin una mirada de complicidad.

—El profesor no conoce bien a Varón. —De todos era sabido que nunca había que dejar pasar la oportunidad de impresionar a Charcot.

—Sí —repuso Coubertin, comprendiendo lentamente lo que implicaba mi comentario—, ya veo a qué se refiere. —Dio unos golpecitos en la monografía y sonrió—. Bien pensado. —Después se volvió hacia su esposa, que seguía aún de pie, un tanto estupefacta, en el centro de la habitación, y le dijo—: Querida, ¿no has ofrecido nada de beber a monsieur Clément?

—Se equivoca, monsieur —dije, antes de que Thérèse pudiera contestar—. Madame Coubertin ha sido sumamente hospitalaria; sin embargo, se me hace un poco tarde y debo proseguir mi camino.

—Muy bien —dijo Coubertin.

—Que tenga un buen día, madame —dije, girándome hacia Thérèse.

Ella inclinó la cabeza y respondió:

—Que tenga un buen día, monsieur Clément.

Coubertin me palmeó la espalda con afecto y me guío hasta el vestíbulo.

—Un estudio fascinante —comentó, sosteniendo en alto la monografía como si ésta fuera un libro sagrado, Moisés mostrando los Diez Mandamientos a los israelitas. Luego mencionó un difícil punto de interés y solicitó mi opinión al respecto. La respuesta que le di obtuvo su aprobación. Al llegar a la puerta, volvimos a estrecharnos la mano y nos despedimos.

Tenía que estar de vuelta en el hospital a las ocho, y disponía de varias horas que ocupar a mi antojo. La idea de regresar a mi apartamento no me resultaba muy atractiva, de modo que me encaminé hacia el río y me puse a fumar cigarrillos en el muelle. Vi la catedral, dorada por el sol poniente, y no tardé en atravesar el Pont de l’Archevêché respondiendo a una llamada muda pero irresistible. Llegué al extremo posterior del edificio y rodeé el complejo laberinto de pináculos y contrafuertes. Miré hacia arriba y vi que mi paseo estaba siendo vigilado por una hilera de gárgolas. Sobresalían de la piedra en diferentes alturas, criaturas lisas y musculosas, dotadas de cuellos alargados y de unas mandíbulas que, abiertas de par en par, evocaban el estruendo del infierno. Su empuje horizontal era muy potente, llevaba consigo una fuerte impresión de esfuerzo físico, como si lucharan por liberarse y en cualquier momento pudieran dar un salto al vacío y remontar el vuelo.

Llegué al pórtico norte y me detuve un momento para estudiar los relieves y las estatuas tallados en la piedra. Tres arcos concéntricos, ocupados por ángeles, doncellas y sabios, encerraban un tosco triángulo en el que había numerosas figuras congregadas en tres niveles. En el inferior de los tres, el dintel, parecían estar representados diversos episodios de la infancia de Jesucristo. Sin embargo, el segundo nivel era muy distinto. Yo había pasado en muchas ocasiones bajo el tímpano del pórtico norte sin tomarme nunca la molestia de observar aquellas extrañas escenas, en cambio ahora, después de que Bazile me hiciera tomar conciencia de su importancia, habían despertado mi curiosidad.

El senescal, Teófilo, aparecía cinco veces, y cada una de ellas representaba una etapa de la narración de su historia. Las figuras, en su mayoría, estaban manchadas de excrementos de paloma, lo cual aportaba a las escenas una pátina inquietante, invernal. En la primera se veía a Teófilo arrodillado ante el diablo. A su lado había un hombre justo, de pie, sosteniendo en la mano el pacto que obviamente acababa de firmar el senescal, cuyas condiciones le prometían poder terrenal a cambio de su alma. La segunda escena mostraba a Teófilo en plena prosperidad. Repartía piezas de oro con la mano derecha, y al mismo tiempo un diablillo le ponía sigilosamente más piezas en la izquierda. Las dos escenas siguientes mostraban a Teófilo arrepintiéndose y finalmente salvándose, con una Virgen reina guerrera que descendía sobre un vencido Satanás. Por último, en el nivel superior del tímpano, se veía a Teófilo sosteniéndose la cabeza con las manos y maravillándose de su buena fortuna.

Puse rumbo al hospital, pero el ejercicio de caminar se me hizo más cansado de lo que debería. Había un objeto en los bolsillos del pantalón que ralentizaba mi marcha. Resultó ser la cruz de plata que me había dado Bazile. Cuando llegué al Pont de l’Archevêché, me asomé y la arrojé al río. A partir de entonces avancé mucho más deprisa.

La noche que siguió transcurrió sin que sucediera nada reseñable. Cada hora hacía observaciones de los histéricos de Charcot, y me vi obligado a examinar a un paciente epiléptico que había sufrido un ataque. Aparte de este incidente menor, me dejaron a mis anchas. Justo antes de que amaneciera fui a dar un paseo por el recinto del hospital, y al regresar sentí un inusual cansancio. Tenía ciertos asuntos que atender en la sala de yesos, la cual, al estar repleta de moldes que representaban partes del cuerpo, parecía una galería de arte o un museo. En aquel polvoriento almacén la forma humana no se celebraba, sino que se difamaba: todas las piezas exhibidas estaban retorcidas, deformadas y enfermas. Reparé en que había un sillón en un rincón. Parecía acogedor, así que tomé asiento entre sus amplios reposabrazos y me dejé dominar por el agotamiento. Cerré los ojos y empecé a soñar.

Estaba de pie en el mirador de la catedral, junto a la estatua de la estrige. El cielo de París era una aurora parpadeante de luz roja, interrumpida por gruesas bandas de nubes negras. Terribles meteoros caían del firmamento dejando estelas incandescentes y explotaban con gran violencia cuando tocaban el suelo. En el horizonte vi una montaña de forma cónica que escupía humo y cenizas. Me recordó a La Cheminée. Los edificios de las inmediaciones, en su mayoría, habían sido reducidos a esqueletos chamuscados y resplandecientes, y el río se había transformado en un canal de escoria. Vi cúpulas quebradas, pináculos torcidos y montañas de escombros. A media distancia había un extraño edificio que no reconocí, un entramado de vigas de hierro que tal vez se hubiera elevado hasta una gran altura antes de ser destruido. Varias criaturas aladas sobrevolaban los restos en llamas de la torre de Saint Jacques lanzando graznidos audibles que transportaba el viento racheado. Me pareció que estaba presenciando el Juicio Final, el caos definitivo.

Fue entonces cuando oí una voz.

—He aquí el plan divino.

Me giré muy despacio y descubrí que la estrige me estaba mirando.

—¿Quieres mi alma? —le pregunté.

Se lamió los labios, esbozó una sonrisa libidinosa y contestó:

—No, ya es mía.

Desperté con un sobresalto. Había sido un sueño tan vivido que me llevó unos momentos recuperarme. Vi los objetos que rodeaban mi sillón: una mano huesuda, un pie deforme y un cubo cuyo borde estaba manchado de yeso endurecido, pero todos ellos parecieron menos sustanciales que las imágenes apocalípticas que se negaban a borrarse de mi memoria. Me acerqué la manga a la nariz y me pareció percibir el olor acre del humo y de la madera quemada. Cuando por fin me puse en pie, noté las piernas rígidas y un dolor insistente en las sienes. Había estado dormido más de una hora.

La reunión de investigación se fijó para una hora temprana, y después de atender mi aseo personal fui directamente a la sala de conferencias. Me sorprendió descubrir que la mayoría de mis colegas ya se hallaban presentes, de pie, como centinelas alrededor de la amplia mesa ovalada. Los profesores asociados se habían sentado y charlaban animadamente. Había un movimiento general en la sala, los asistentes procuraban acomodarse lo mejor posible, y yo me encontré finalmente teniendo delante la cabeza calva de Coubertin. Éste debió de percatarse de mi presencia, porque interrumpió su conversación para ofrecerme un silencioso saludo.

Cuando entró Charcot, los profesores asociados se levantaron en posición de firmes y no volvieron a sentarse hasta que él los hubo invitado a seguir su ejemplo. Acto seguido, consultó un papel que le había colocado enfrente un servicial ayudante y leyó el orden del día. Antes de pasar a hablar de los nuevos hallazgos relativos a la localización cerebral, quiso repasar el proyecto de la histeria.

—Caballeros —empezó—, no tengo palabras para hacer suficiente énfasis en la importancia que concedo a las mediciones. Sin duda, algunos de ustedes recordarán el caso de Justine Etchevery. —Los profesores emitieron un grave murmullo de asentimiento que expresaba una vaga aprobación, pero hasta los médicos más jóvenes estaban familiarizados con el historial de aquella famosa paciente de histeria—. La retención de orina que sufría tuvo como consecuencia una grave distensión del abdomen, y su supervivencia, sin haber desarrollado ninguno de los signos de la uremia, pareció desafiar las leyes de la ciencia. Cuando se eliminó la posibilidad de que fuera una farsa, algunas autoridades sugirieron que estábamos siendo testigos de un milagro. —Esto provocó un estallido de risas adulatorias—. Caballeros, este misterio lo resolvió la medición. Se descubrió que el vómito expelido por Etchevery contenía urea, lo cual demostró que existía una ruta excretoria alternativa, y la isquiuria histérica se distinguía de su forma orgánica, que es rápida y fatal.

A continuación, Charcot procedió a resumir algunos de los datos que yo había tenido en parte la responsabilidad de recopilar, y después se puso a especular sobre la potencial importancia de determinadas tendencias. Siguió un breve debate, aunque nadie contradijo seriamente las conclusiones de Charcot, en gran medida no verificadas.

Nuestro jefe encendió un cigarro y susurró algo a uno de sus ayudantes. Se cerraron las cortinas, se montó una pantalla y se encendió el proyector. Un ancho haz de luz se proyectó por encima de las cabezas de los profesores que estaban sentados y apareció en la pantalla la imagen fotográfica de una mujer desnuda. Sufría una serie de contracturas que habían obligado al cuerpo, hasta entonces en posición supina, a arquearse, sostenido únicamente por las puntas de los dedos de los pies y la parte superior de la cabeza. Las nalgas aparecían elevadas a cierta distancia del suelo, y la mujer daba la impresión de proyectar las caderas hacia el techo. Charcot siguió hablando y aparecieron más imágenes. Bocas abiertas, ojos saltones, dientes al descubierto; una verdadera galería de quimeras humanas.

Yo estaba de pie junto al proyector, con la barbilla apretada en la mano derecha y el codo apoyado en la izquierda. Me percaté de que estaba proyectando una sombra sobre la espalda de la chaqueta de Coubertin. Separé la mano derecha de la barbilla y abrí los dedos, con lo cual generé la ilusión de una forma oscura similar a una araña que, con un poco de estímulo, ascendió por la espina dorsal de Coubertin y se detuvo entre los omoplatos. El avance de dicha sombra había sido lento y con un levísimo desfase. La voz de Charcot sonaba débil y distante:

—Caballeros, es importante reconocer que la histeria posee sus propios principios organizativos, exactamente igual que cualquier otra enfermedad nerviosa que tiene su origen en una lesión. —De su cigarro se elevaban hilos de humo—. La causa, en última instancia, continúa eludiendo nuestros medios de investigación, pero se expresa de maneras que resultan inconfundibles para un observador atento. —Mientras se explicaba, sus palabras se volvían cada vez menos nítidas, hasta que lo único que pude oír fue un débil murmullo.

Mi foco de atención se centraba por completo en Coubertin. En lo absurdo de su aspecto físico. Observé los ralos mechones de pelo peinados en horizontal, la papada que le colgaba por encima de la camisa, el cuello corto, los pantalones holgados y las caderas fofas. Era un hombre de capacidades modestas que, a fuerza de tozudez y perseverancia bovina, había logrado asegurarse un puesto a la mesa de Charcot; un hombre fraudulento, deseoso de agradar a los demás y de ganarse su favor para que no se volvieran contra él y pusieran de manifiesto lo mediocre que era; un hombre de sonrisas nerviosas y de intensa transpiración, de ropa interior pegada al cuerpo y precavido a la hora de hacer confidencias; y, por supuesto, un hombre con suerte, que por accidente o por casualidad había venido de una localidad de provincias en la que una mujer hermosa vio en él una oportunidad de escapar. Que tan patético espécimen representara un obstáculo para la consecución de mis deseos era algo que costaba trabajo creer.

Bajé la mano, y la sombra que descansaba entre los omoplatos de Coubertin descendió un corto trecho. Noté algo en la palma, un aleteo apenas perceptible, como el de una polilla atrapada. Cerré los ojos, y aquella trémula sensación se hizo más intensa, acrecentó su definición, hasta que adquirió una periodicidad distinta. No podía haber la menor duda de lo que representaba aquel curioso fenómeno. No reaccioné con asombro, sorpresa ni horror, sino con fascinación. Mis dedos, inseguros, se cerraron en torno a lo que sabía que tenía que ser el corazón de Coubertin. Sentí su latido regular, vigoroso, válvulas que se abrían y se cerraban, sangre entrando en las aurículas, ventrículos contrayéndose. El ritmo resultaba hipnótico. Y entonces, de modo bastante repentino, dicha sensación desapareció. Abrí los ojos y vi que Coubertin había cambiado de postura en su asiento y que se había situado fuera de mi sombra.

La fotografía proyectada en la pantalla mostraba una sección transversal del cerebro. Charcot estaba señalando determinadas estructuras con su bastón, pero yo no oía ni una palabra de lo que estaba diciendo.

Cambié de postura, y la sombra de mi mano reapareció en la espalda de Coubertin. Una vez más, sentí su corazón latiendo contra mi palma. El mismo pensamiento que había provocado mis imprudentes acciones del día anterior sonó en mi cerebro con idéntica resonancia declamatoria: «Nada te será negado». Entonces cerré los dedos y comencé a apretar. De inmediato, Coubertin se irguió en su asiento. Empezó a frotarse el pecho y a recorrer la sala con la mirada. Apreté más fuerte, y otro poco más, hasta que noté en mi palma que el latido se aceleraba. Coubertin sacó un pañuelo y se secó la frente. Estaba temblando, y necesitó varios intentos para volver a guardarse el pañuelo en el bolsillo. Su sudor impregnó el aire, y percibí el olor de su pánico. Musitó algo al individuo que tenía sentado al lado y se puso en pie. Nuestras miradas se cruzaron brevemente al tiempo que él corría hacia la oscuridad que había entre el proyector y la puerta. Llevaba en el semblante una expresión de náusea, de profundo malestar, y la frente cubierta de gotitas brillantes. Charcot advirtió la distracción y lanzó una mirada en dirección a nosotros, pero su disertación no se alteró lo más mínimo:

—Con respecto al tratamiento de las mujeres histéricas jóvenes, recomiendo duchas frías adicionales, es decir punitivas, cinco o más veces al día, para poder dominarlas.

Había recuperado la audición por completo. Oí la voz de Charcot y, a mi espalda, la puerta que se abría y se cerraba suavemente.

Cuando finalizó la reunión de investigación, fui derecho a mi apartamento y pasé el resto del día durmiendo profundamente. A última hora de la tarde regresé al hospital y me encontré con Valdestin, que justo estaba marchándose.

—¿Se ha enterado de lo de monsieur Coubertin? —me preguntó.

—No —respondí.

Mi colega sacudió la cabeza en un gesto negativo y exhaló un suspiro de pesar.

—Murió esta mañana, de un ataque al corazón, cuando se dirigía a casa en un coche de punto. —Hizo un gesto de impotencia—. El conductor creía que se había dormido.

De pronto me invadió la sensación de no estar del todo vivo, y su frialdad me dejó entumecido e insensible. Valdestin confundió dicha impasibilidad con aflicción.

—Lo siento, Clément. Usted lo conocía mejor que yo. —Luego, en un intento de consolarme, añadió—: Coubertin siempre hablaba muy bien de usted.

Un pensamiento tomó forma en el vacío de mi cerebro: «Ahora Thérèse ya es mía».