Otoño de 1879
Bazile abrió la puerta, sonrió de oreja a oreja y me estrechó la mano.
—Ah, Clément, qué placer es volver a verle. Perdone que no haya contestado a su nota con mayor prontitud, pero es que he estado ausente. Un asunto familiar. De hecho, madame Bazile todavía se encuentra en Normandía.
Entré en la sala de Bazile y tuve que sortear varias pilas de libros que había repartidas por el suelo.
—Lo siento —continuó Bazile—, pero sin contar con madame Bazile para que mantenga el orden…
Desvió mi atención hacia las caóticas consecuencias de la ausencia de su esposa. Además de los libros desperdigados, vi la armazón de una bicicleta, una maroma gruesa enrollada, un atril y una caja de herramientas de jardín. Había también un gatito de color miel que brincaba por la habitación. Bazile lo levantó del suelo con una sola mano.
—A éste lo he encontrado en la calle, y me lo he traído a casa para que me haga compañía. —El gatito inclinó las orejas hacia atrás, abrió mucho la boca y bufó, al parecer en dirección a mí—. Vamos, vamos, ésa no es manera de recibir a nuestros invitados —rio Bazile. Después depositó al animal otra vez en el suelo, y éste salió disparado a esconderse debajo del aparador para observar desde allí con ojos relucientes—. Por lo general es más sociable —dijo Bazile, acercando una silla de la mesa—. Por favor, siéntese. —Se excusó un momento y regresó trayendo una botella de sidra y dos vasos grandes—. ¿Qué tal está? —preguntó.
—Muy bien —respondí—, aparte de un ligero dolor de ojos.
—Todavía se le ve muy pálido.
Yo me encogí de hombros.
—Es que no he estado mucho al sol, eso es todo.
Bazile sirvió la sidra y tomó asiento al lado contrario de la mesa. Las primeras frases que intercambiamos fueron, tal vez, un poco más educadas de lo normal, pero no tardamos en empezar a conversar con la cómoda familiaridad de quienes son amigos desde hace tiempo.
—Y bien —dijo Bazile, encendiendo su pipa y adoptando un semblante más serio—. ¿Y ahora, qué? El resultado de su valiente experimento fue decepcionante, pero a estas alturas usted ya debe de haber reflexionado largo y tendido sobre el mismo, y yo he estado preguntándome de qué manera piensa proceder.
Le expliqué a Bazile que estaba equivocado y que desde que me recuperé de mi enfermedad y regresé a La Salpêtrière había tenido todo el tiempo ocupado con los histéricos de Charcot.
—Es una lástima —dijo Bazile, sin embargo no me presionó para que revelase más datos, y, cosa sorprendente, permitió que la conversación girase hacia otros temas.
El hecho de que mi vaso de sidra fuera rellenado cada poco tiempo me había llevado a un estado próximo a la embriaguez. Bazile, que también era culpable de haber abusado de dicho placer, se había alejado un tanto del tema inicial y estaba hablando de las campanas de Notre-Dame.
—La única que sobrevive es Emmanuel. Todas las demás fueron requisadas durante la Revolución y fundidas para fabricar cañones. Guillaume, Pugnáis, Chambelán y Pasquier. John y su hermano pequeño Nicolás. Gabriel y Claude, y las chicas: Marie, Jacqueline, Francoise y Barbara. Esta última, al igual que la santa de la que tomó el nombre, según decían tenía el poder de desviar los rayos. ¡Todas desaparecieron para siempre! Ah, debían de componer una música celestial. —Hizo una pausa para imaginar las voces perdidas de las campanas.
—¿Por qué hay tantas gárgolas en la catedral? —pregunté yo.
La ensoñación de Bazile era tan profunda que no me oyó bien.
—Perdone —dijo, parpadeando—. ¿Cómo ha dicho?
—Las gárgolas —repetí—. ¿Cómo es que hay tantas?
—Hablando en sentido estricto, una gárgola es un desagüe para el agua de lluvia, si bien un desagüe construido con apariencia de monstruo. Efectivamente, hay muchos de ellos adornando la catedral, pero sospecho que usted se refiere a las quimeras, las estatuas que se encuentran en el mirador.
—Así es.
—No son auténticas, como es natural, sino recreaciones en estilo medieval que fueron encargadas mientras se estaba restaurando la catedral. Así y todo, en el balcón siempre ha habido hordas de criaturas infernales. Las originales fueron carcomidas por la intemperie o se retiraron cuando se tornaron peligrosas, pero sobrevivieron las garras y los pies.
—¿Se tornaron peligrosas?
—A finales del siglo pasado, la catedral estaba tan erosionada que no era inusual que las estatuas más deterioradas se cayeran de su sitio. —Bazile mordió la boquilla de la pipa y continuó hablando por entre los dientes—: Debió de ser algo digno de ver, ¿eh? ¡Demonios que llovían del cielo y se hacían añicos contra el patio!
—¿Pero por qué había tantas? —insistí.
—En efecto, en Notre-Dame hay más demonios que en ningún otro edificio que yo conozca. —Se quitó la pipa de la boca y empezó a enumerar—: Están las gárgolas y las quimeras. Luego están los relieves del pórtico del Juicio Final, en los que se ve a los pecadores encadenados y conducidos al infierno por los demonios. Y en el pórtico norte se encuentra Teófilo arrodillado ante Satanás.
—¿Teófilo?
—Teófilo, un senescal que supuestamente hizo un pacto con Satanás para medrar. Se salvó del tormento eterno gracias a la intercesión de la Virgen. —Bazile abrió la boca y exhaló una nube de humo—. Los que construyeron la catedral se preocuparon mucho de recordarnos el mundo de los infiernos.
—¿Y por qué?
Bazile me miró como si yo no hubiera sido capaz de entender algo muy fundamental.
—Porque la catedral está dedicada a Nuestra Señora, y a medida que el culto a la Virgen se fue haciendo más generalizado, se la reverenció no solo como reina del cielo y de la tierra, sino también como reina del inframundo.
—¿Nuestra Señora es la reina del infierno?
—Sí —respondió Bazile en tono insistente. Al ver que yo dudaba, citó su fuente—: Cuando llegué a París por primera vez, me hice ayudante de un cura muy erudito de Notre-Dame. ¿Recuerda que se lo mencioné en cierta ocasión? Se llamaba padre Ranvier, y sentía un profundo interés por los relieves y las estatuas de la catedral. Su conocimiento era tan inmenso, que durante las restauraciones solicitaban su opinión con mucha frecuencia. Se había embarcado en una fascinante historia del edificio que, al cabo de todos estos años, todavía se encuentra incompleta. Yo era su amanuense.
Me puse un cigarrillo entre los labios y dije:
—Hace poco estuve en el mirador. Llevaba años sin subir, y me sentí sumamente intrigado por las quimeras.
—En mi humilde opinión, son obras maestras.
—Sobre todo el demonio alado.
—Ah, sí, la estrige. Me encanta su expresión melancólica, ¿a usted no?
Encendí el cigarrillo.
—¿La estrige?
—Es un nombre de origen clásico, que se ha asociado con el demonio alado debido al artista Charles Méryon. Fue él quien realizó el famoso grabado. Usted debe de conocerlo: el demonio con alas, los cuervos trazando círculos en lo alto, la torre de Saint Jacques al fondo… No está claro el motivo por el que Méryon tomó un nombre de la mitología romana, pero, con toda probabilidad, fue una decisión un tanto arbitraria. Perdió la razón y murió en un manicomio. El padre Ranvier mantenía correspondencia con él, pero las respuestas de Méryon eran ininteligibles.
Bazile inclinó la botella sobre su vaso, pero descubrió que estaba vacía. Entonces fue a la cocina y volvió trayendo más sidra. Continuamos bebiendo y conversando, pero de nuevo surgió el tema del infierno en relación con un detalle teológico, y yo terminé hablando sin comedimiento.
—¿Puede algún pecado merecer semejante castigo? Si la doctrina cristiana está en lo cierto, y existe un lugar así, he de cuestionar la fe que tenemos en los absolutos, en la tranquilizadora polaridad del bien y el mal, porque un dios que envía a sus hijos descarriados al infierno no puede describirse lógicamente como un ser benévolo. —Miré a Bazile, que estaba sentado al otro lado de la mesa, y vi en sus ojos una mezcla de reprobación y compasión—. Lo siento —añadí—, le he ofendido.
Él suspiró y dijo:
—Es posible que el resultado decepcionante de su experimento haya hecho que se tambalee su fe. Yo negué con la cabeza.
—Nunca he tenido fe. La verdad es que no. Por eso quise buscar una prueba. —Había resentimiento en mi tono de voz—. Las personas que tienen fe no necesitan pruebas.
Bazile hizo un gesto ambiguo.
—A lo mejor es que hemos bebido demasiado.
Cuando ya me iba, Bazile se sacó un objeto del bolsillo y me lo tendió para que lo cogiera. Lo que me depositó en la palma de la mano era una cruz de plata. Me sorprendió lo mucho que pesaba, y Bazile debió de notarlo, porque frunció momentáneamente el ceño y luego declaró:
—Un pequeño símbolo de amistad. Que le sirva de recuerdo… de que aquí siempre es bienvenido.
Le di las gracias e hice ademán de marcharme, pero titubeé un instante para formular una última pregunta:
—¿Qué significado tiene esa palabra, la estrige? No ha llegado a decírmelo.
—Una estrige es un ave nocturna de mal presagio —contestó Bazile—, pero que se alimenta de carne y sangre humanas. Una especie de vampiro, supongo.