Principios del verano de 1879
Thérèse Coubertin seguía poniendo objeciones a mi sugerencia de que buscáramos una casa en Saint-Germain. Al parecer, había desarrollado un supersticioso apego a nuestro hotel de Montmartre y tenía el convencimiento de que mientras continuáramos viéndonos allí jamás nos descubrirían. Sin embargo, para mí al menos, era evidente que el arreglo actual resultaba insatisfactorio. El hotel se encontraba demasiado lejos. La oposición de Thérèse no me impidió investigar posibles alternativas, y no tardé en descubrir un sitio más cómodo. El conserje, acostumbrado a tratar asuntos delicados, me hizo saber que bastaría una pequeña propina para asegurarme su confianza, y al cabo de tan solo unas cuantas visitas, Thérèse reconoció a regañadientes que yo llevaba razón desde el principio. Ahora era mucho más fácil orquestar nuestra aventura. El apartamento gozaba de una ubicación perfecta, se hallaba situado en una tranquila calle sin salida a la que se podía llegar cómodamente andando desde nuestros respectivos domicilios. Además, el interior, aunque un poco deprimente, estaba amueblado de manera aceptable.
La intimidad con Thérèse ya no era un capricho opcional, sino más bien una cosa necesaria, vital, una forma de sustento de la que yo no podía prescindir. Inhalando su fragancia dulce y penetrante, yo me perdía en su belleza, me sentía embravecido por el deseo y la embestía con mi cuerpo hasta que parecía que iba a hacerle añicos los huesos. Sus ojos reflejaban alarma, pero después, de manera repentina, se le transformaba el semblante y se abandonaba a mis febriles arremetidas. Había algo en su forma de ser, algo siniestro y aberrante, que estaba despertando gradualmente como respuesta a mi necesidad. Transcurrían los meses y ella iba siendo cada vez más complaciente. Se hacía obvio que la excitaba la violencia de mis pasiones, y yo interpreté su pasividad como una forma de consentimiento. Sabía que le estaba haciendo daño, pero ella no protestaba, y la actitud de sus facciones, los ojos entrecerrados, los labios entreabiertos, las mejillas arreboladas por el placer y los leves gemidos que emitía con la boca me alentaban a cometer mayores excesos. Después de aquellos arrebatos, de aquellas acometidas a su cuerpo, expresaba una tímida excusa:
—Te deseo muchísimo. Tú no entiendes lo que es no tenerte, como esposa, por completo. Es insoportable.
Pero en realidad representaba una farsa, fingía arrepentimiento y tenía la plena conciencia de que Thérèse era una cómplice de lo más servicial.
Mientras yo estaba tendido en la cama, fumando un cigarro y admirando el exquisito cuerpo de Thérèse, sus planos y sus intersecciones, la perfección de sus gráciles miembros, ella se volvió para mostrarme la cara externa del muslo. La piel aparecía señalada por cinco hematomas ovalados, que se correspondían con los cinco dedos de mi mano izquierda.
—¡Mira lo que me has hecho!
—Perdóname —dije yo al tiempo que me incorporaba y depositaba un beso en cada uno de los hematomas—. Me dejé llevar.
—¿Y si se diera cuenta Henri?
Ojalá, pensé para mis adentros. ¡Ojalá fuera Henri más observador!
Una vez más le supliqué que lo abandonase. En el pasado, mis constantes ruegos no habían logrado sacarla de su empeño, pero de todas formas persistí. Ella intentó apaciguarme con flojas promesas: que en su matrimonio no había sexo, que ambos vivían como si fueran hermanos, que ella siempre estaba dormida cuando él se acostaba. Pero ninguna de aquellas razones surtió efecto, porque yo no era celoso, como ella parecía pensar. Yo no veía a Coubertin como un competidor. Era mucho menos que eso: una molestia, un estorbo, un obstáculo, y no alcanzaba a comprender por qué Thérèse se resistía tanto a disolver aquel matrimonio tan desastroso. Había que tener en cuenta el bienestar de Philippe, eso lo entendía, no faltaba más, pero Coubertin no era un hombre vengativo ni rencoroso. Seguro que no intentaría llevarse al pequeño. Todo podría resolverse de manera amistosa. Thérèse ya se había cansado de oír mis opiniones, y lo típico, cada vez más, era que reaccionase lanzando un profundo suspiro de impaciencia. Después seguía un silencio que siempre era tenso e insoluble. Supongo que era inevitable que mi resentimiento fuera acumulándose y al final tuviera que buscar una válvula de escape.
Las circunstancias nos habían impedido reunimos a lo largo de dos semanas, y yo estaba desesperado por verla otra vez. Acudí al apartamento temprano, con la esperanza de que ella se esforzase por hacer lo mismo, y pasé el tiempo bebiendo ron y paseando nervioso por las desgastadas alfombras. Cuando por fin llegó Thérèse, a la hora exacta que habíamos acordado, me levanté de la silla de un salto y la rodeé con los brazos. La besé en la cara, le acaricié el pelo y empecé a manotear con los corchetes de su vestido. Su perfume era más fuerte que nunca, casi sofocante. Ella opuso una ligera resistencia, y al ver que yo no frenaba, terminó por zafarse de mi abrazo.
—Vamos a sentarnos a conversar —dijo—. Ya no hablamos tanto como antes.
Yo no quería hablar. Aun así, hice el intento de complacerla y me senté con ella en el sofá, ambos tomados de las manos, y trabé conversación. Se me hacía difícil concentrarme, dada la urgencia de mi deseo. No tardé mucho en volver a besarla en el cuello y en acercar las manos a su espalda para desabrocharle el vestido.
—¡No! —exclamó Thérèse, apartándome—. No quiero. Hoy no.
—Entonces, ¿para qué diablos te has tomado la molestia de venir?
—Para estar contigo. —Sus ojos centellearon enfadados.
La tensa conversación que siguió fue aumentando de tono rápidamente. Las acusaciones vinieron seguidas de acusaciones en contra, las voces cobraron intensidad, y pese a todo, incluso aunque estábamos discutiendo, mi deseo hacia Thérèse no disminuyó; su negativa me resultaba completamente irrazonable, insignificante, insensible y llena de rencor. Al final, ella rompió a llorar y, poniéndose una mano sobre el vientre, me dijo que tenía «dolor de tripas» y que sufría de forma considerable. De repente me di cuenta de que estaba hablando con eufemismos.
La situación no tenía remedio. Permanecimos unos instantes en medio de un silencio incómodo, hasta que Thérèse se despidió de mí con un gesto glacial. Yo no intenté impedirle que se fuera.
Aquella tarde acabé pidiendo un licor de absenta en un lóbrego café que había cerca de Saint-Sulpice. Añadí un chorro de agua y, con estudiado esmero, contemplé cómo se disolvían los cristales de azúcar y el verde del licor se tornaba opaco. Era consciente de que mis pensamientos no eran los que tenían que ser, pero no conseguía desviarlos de su curso. Imaginaba a Thérèse en la cama, con Coubertin a su lado, el rostro congestionado de éste hundido en el cabello de su mujer y rodeándole la cintura con los brazos. Era profundamente injusto. Todo era según lo quería ella.
Salí a toda prisa del café, y ya en la acera detuve un coche de punto y le dije al conductor:
—Lléveme al Folies Bergère.
Hasta aquel instante, jamás me había cruzado por la mente la idea de ir al teatro, y una parte de mí mismo aún estaba lo bastante lúcida para experimentar una leve sorpresa. Aquella frase había salido impulsivamente de mi boca sin ir acompañada del menor deseo de divertirme o entretenerme, y sin embargo no recapacité; me limité a subir al vehículo sin pensar.
La fachada del Folies Bergère se hallaba profusamente iluminada, y había numerosos carruajes aparcados frente a ella. Fui hasta la taquilla, adquirí una entrada y me abrí paso por entre el gentío. El auditorio era asfixiante, no hacía simplemente buena temperatura, sino verdadero calor. Delante de mí tenía el escenario, visible tan solo entre columnas de humo que se elevaban hacia el techo y que alimentaban constantemente una nube que pendía como un cielo de tormenta bajo la ancha cúpula. Ocupé mi asiento y paseé la mirada por el mar de cabezas calvas y sombreros con plumas, hasta llegar a un hombre y una mujer que estaban representando un número de trapecio. Detrás de ellos actuó un mago y después una bonita cantante que practicó su arte en un estado de semidesnudez. Como el calor resultaba insoportable, decidí aventurarme hasta el jardín, un recinto cubierto, plantado de tejos, en el que se oía el chapoteo de varias fuentes. Supuso un gran alivio salir por la puerta y respirar el aire fresco de la noche. Había unas cuantas parejas sentadas ante mesitas de zinc, con las cabezas inclinadas la una hacia la otra, tocándose casi, compartiendo una copa y robándose besos; otros se hallaban solos, caballeros solitarios de mirada oscura, hambrienta, que gozaban del espectáculo de las numerosas meretrices que paseaban bajo las ramas dispersando sus fragancias con los abanicos. Me sentí cautivado por su manera de deambular, que implicaba un lánguido contoneo de sus caderas. Tomé asiento a una mesa vacía, llamé a un camarero y le pedí una absenta. No sé cuántas había bebido ya, pero esta última, aunque tenía un tamaño modesto, fue la que finalmente interfirió en mi capacidad de percepción. Todo se volvió luminiscente, como de fantasía.
Dos de aquellas fulanas me estaban mirando, una de ellas tenía el cabello negro, la otra castaño. A esta última la saludé tocándome el sombrero, y ella se me acercó. Llevaba la cara emplastada de polvos blancos, los ojos hábilmente alargados con un lápiz y los labios pintados de un rojo muy vivo. Al sonreír le aparecieron grietas en aquella máscara cosmética.
—¿Me invita a una copa, monsieur?
—Por supuesto, mademoiselle, será un placer. ¿Qué le apetece?
—¿Una granadina?
—Desde luego. ¡Camarero! —Chasqueé los dedos—. Una granadina.
Ella se sentó a mi lado e iniciamos una conversación sobre trivialidades que fue evolucionando hacia un patético y artificial coqueteo; no obstante, ella se cansó enseguida de aquel juego y estableció sin ambages sus condiciones. Era evidente que estaba deseosa de conocer con claridad cuál era mi intención, a fin de no perder tiempo. Poco después nos encontrábamos en un hotelucho situado a escasa distancia del teatro. Yo todavía estaba enfadado con Thérèse, resentido, ofendido, y una parte de aquellos sentimientos se trasladó a mi acompañante.
—Si quieres emplear la brutalidad —me reprendió ella—, hay especialistas, lugares a los que puedes acudir.
Al terminar, se situó delante de un espejo ovalado de cuerpo entero con la cabeza vuelta, para inspeccionarse la espalda. Había un rasguño pequeño.
—Lo siento —le dije—. Esto bastará como compensación.
Dejé caer un montón de monedas sobre el edredón, y ella, al ver hasta dónde alcanzaba mi generosidad, vino desde el otro extremo de la habitación y me plantó un beso en la mejilla.
—La próxima vez te cortas las uñas, ¿eh? —dijo riendo.
Salí a la luz mortecina de un amanecer gris y logré encontrar un coche de punto que me llevara de regreso a Saint-Germain. A lo largo de toda la noche no había sentido el menor cansancio, pero cuando el sol empezó a elevarse en el cielo experimenté súbitamente un profundo agotamiento. Ansié echarme a dormir.
Antes de retirarme, tomé la figurilla de bronce que había regurgitado Lambert, el maniaco, y me pregunté de dónde la habría sacado. Mientras la manipulaba reparé en mis uñas. La prostituta había hecho bien en regañarme. Estaban largas y afiladas, lo cual resultaba curioso porque yo no había descuidado mi aseo. Busqué unas tijeras y me puse a recortarlas, una tarea que me requirió un poco más de esfuerzo que de costumbre. La materia de mis uñas se había engrosado. Cuando terminé, cerré las cortinas y escuché las campanas de Saint-Sulpice. Entonces experimenté una punzada de culpa, pero fue una sensación sorda y amortiguada. Allí de pie, junto a la ventana, parecía un hombre disminuido, un eco de lo que había sido antes.
No lograba quitarme de la cabeza la amonestación de la prostituta: «Si quieres emplear la brutalidad, hay especialistas, lugares a los que puedes acudir». Incluso cuando estaba en Saint-Sébastien y llevaba una vida disoluta, visitando los burdeles de Port Baisieux en compañía de Tavernier, los placeres que buscaba allí nunca se salieron de lo ortodoxo. Fueron desmedidos, sí, pero no excepcionales. Me sentía cada vez más frustrado, como si se me estuviera negando el derecho a algo. La perspectiva de obtener satisfacción completa y como Dios manda resultó ser una tentación imposible de resistir, y, tras llevar a cabo juiciosas indagaciones, me informaron de la existencia de un establecimiento situado en el Marais que había adquirido la fama de atender a clientes que tenían exigencias muy particulares. Era frecuentado por hombres de determinado tipo, individuos afectados, amanerados, de modales parsimoniosos y voces engoladas, muchos de los cuales afirmaban ser poetas. Los conocí en la sala de espera, que era una estancia tenebrosa e iluminada por una araña de hierro. El empapelado de las paredes era de satén rojo y con relieves en forma de jeroglíficos egipcios, y el suelo estaba sembrado de narguiles. Había unos grandes espejos venecianos en los que se reflejaban mujeres tendidas en divanes con la bata anudada descuidadamente o entreabierta para permitir incitantes vislumbres del encaje de la lencería o una media de seda. Se hallaban colocadas de tal modo, que parecían flores exóticas de grandes cabezas que se inclinasen por efecto del calor húmedo de un invernadero. De tanto en tanto la madama circulaba por el salón ofreciendo a su adormecida clientela fresas empapadas en éter. En mi primera visita, se sentó a mi lado y, después de hacer unas cuantas observaciones ingeniosas, me dijo:
—Y bien, monsieur, ¿qué es lo que anda buscando? —Tuvimos una conversación curiosa, elíptica, y al final, afirmó—: Si no me equivoco, monsieur, le conviene pasar un rato con nuestra Lili. —Dirigió mi mirada hacia el otro lado de la sala, hasta una figura diminuta, arropada en una nube de humo que surgía en espirales de la cazoleta de una pipa gigantesca. El tallo de la pipa era alargado, y la cazoleta de cerámica descansaba sobre una extraña pieza parecida a una jaula que contenía una lámpara de aceite—. Puedo prometerle, monsieur, que Lili es muy dispuesta.
La madama debía de ser una mujer muy perspicaz, porque, efectivamente, aunque probé con las otras chicas, ninguna de ellas fue capaz de satisfacer mis deseos como Lili. Tomaba la minúscula mano de Lili y la conducía a una de las habitaciones del piso superior. Una vez allí, la muchacha se quedaba de pie ante mí, meciéndose ligeramente, con las costillas marcadas en su piel fina como el papel de arroz, los pezones erectos y el estómago hundido en las sombras.
—Haga conmigo lo que quiera, monsieur —me decía con una voz enronquecida por la adicción, y después avanzaba hacia mí como un espectro, un ser ingrávido y expiatorio.
Cuando nos apareábamos, yo abandonaba toda moderación y ella enroscaba sus frágiles brazos alrededor de mis hombros, me ceñía con más fuerza y me susurraba palabras incitantes al oído.
En una de aquellas ocasiones mis fosas nasales se llenaron del perfume dulce que yo hasta entonces había asociado con Thérèse. Era desacostumbradamente intenso, lo inhalé con fuerza y fui intoxicándome cada vez más, fui perdiendo todas mis inhibiciones y entrando en un estado feliz, de total desgobierno. Mis manos recorrieron su cuerpo apretando, asiendo, hasta que, habiendo alcanzado una excitación desenfrenada, le clavé las uñas en la carne. Las arrastré por el cuello y por el pecho, pero al principio estaba demasiado transportado para darme cuenta del daño que había causado. Luego vi los tres arañazos de color rojo, vi cómo brotaba la sangre formando unas gotitas brillantes que terminaron deslizándose en reguerillos. De pronto aspiré en el aire una fragancia de madreselva y, sin darme cuenta, comencé a besar y lamer la piel hendida. No fue un sabor a hierro lo que gusté, sino la sublime esencia del perfume que llevaba tanto tiempo atormentándome. Pegué la boca a las heridas y succioné y succioné, hasta que me invadió un vahído de placer y perdí el conocimiento.
Cuando desperté, Lili estaba sentada en el borde de la cama, inspeccionando la gran rosa blanca que llevaba anteriormente prendida en el cabello. Los bordes de todos los pétalos se habían oscurecido. Después posó en mí sus ojos emborronados de negro y me preguntó:
—¿Se encuentra bien? Se me cayó encima. Tuve que forcejear para liberarme. Pesa usted mucho… más de lo que yo pensaba.
Yo estiré el brazo y le toqué los rasguños del cuello.
—Perdóname —le dije—. No sé lo que…
Ella bajó la mirada y vio las marcas que le había dejado en el cuerpo; sin embargo, se limitó a parpadear y recuperó su expresión vacua de siempre.
¿Qué me estaba pasando? Por primera vez desde que me reanimaron, experimentaba un nuevo despertar de sentimientos, asco hacia mí mismo, consternación ante mi propia depravación. Todavía notaba el sabor dulce en la boca, pero se había vuelto empalagoso. Me levanté de la cama, recogí la chaqueta y rebusqué en los bolsillos hasta que encontré los cigarrillos. El tabaco tuvo un efecto balsámico, pero aun así me sentí revuelto y temí acabar vomitando.
—Lo siento —le dije a Lili, alzándole la barbilla con un dedo curvo. Pero incluso mientras pronunciaba estas palabras, ya había empezado a disiparse el arrepentimiento que las acompañaba.
Todavía me resultaba difícil dormir por la noche. Con la llegada de las últimas horas de la tarde ya me invadía la inquietud, y cuando me acostaba, la almohada enseguida se me antojaba demasiado caliente y el colchón se me hacía incómodo. Me sentía atrapado, agitado y nervioso, necesitado de espacios abiertos. En el apartamento faltaba el aire y las paredes daban la impresión de acorralarme. Como no deseaba molestar al conserje, me descolgaba por la ventana, saltaba a la acera y empezaba a caminar por las calles. Estas excursiones nocturnas en su mayoría carecían de rumbo fijo, y deambulaba cruzando de un distrito a otro sin llevar conmigo la idea de llegar a ningún destino en particular. La mayoría de las veces, terminaba enfrente de Notre-Dame, mirando la fachada oeste, anonadado por la impresionante alzada de la piedra, por los tres pórticos esculpidos, por la Galería de los Reyes, por el círculo perfecto del rosetón y por la delicadeza de los arcos de la columnata. Había llegado a ejercer una extraña fascinación sobre mí. Paseaba alrededor del majestuoso edificio y estudiaba los intrincados relieves del exterior, asombrado por la envergadura de los arbotantes que saltaban audazmente desde el suelo hasta el tejado e instaban al ojo a ascender todavía más, hasta el pináculo y las estatuas de santos que rodeaban el mismo. Y me venía a la memoria la noche en la que contemplé aquellas mismas estatuas desde un punto de vista imposible antes de precipitarme a través de la catedral y hundirme en la tierra y en el foso.
Una mañana temprano vi por casualidad a un sacerdote que abría con llave la puerta de la torre norte. Desapareció en el interior y reapareció unos minutos después, sujetando varios libros contra el pecho. Luego echó a andar alargando la zancada para ir más deprisa. El cielo estaba empezando a clarear por el este. Crucé la calle, abrí la puerta y me quedé mirando fijamente la escalera de caracol. Aunque había varias velas encendidas, el interior estaba oscuro y se hacía necesario moverse guiándose en parte por el sentido del tacto, palpando las paredes para mayor seguridad. Salí bruscamente al mirador que había en lo alto de la columnata. El panorama era sobrecogedor: tejados, cúpulas y campanarios que se extendían en todas direcciones, y además la cinta gris acero del río que discurría por debajo de los arcos del Petit Pont y del Pont Saint-Michel. A lo lejos distinguí las columnas de humo que salían de las chimeneas de las fábricas y las masas color morado de los montes que nos rodeaban. El patio se hallaba desierto, en cambio las calles estaban volviendo a la vida. Y se oía a los vendedores de los puestos hablando entre sí a voces, el traqueteo de los carros y el relinchar de los caballos.
Aferradas al parapeto estaban las famosas gárgolas o quimeras de la catedral: misteriosas aves cubiertas con un velo, esbeltos felinos depredadores, cabras, simios grotescos, dragones y seres semihumanos que constituían la sustancia de las pesadillas, abominaciones que combinaban las características de diversas especies, monstruosas y antinaturales. Picos abiertos y mandíbulas colgantes que sugerían un coro petrificado de chillidos, graznidos y risotadas de burla. La balaustrada estaba formada por una colección de fieras del infierno. En aquel conjunto de seres profanos había un único representante de la humanidad: un sabio barbudo cuyo semblante de piedra expresaba miedo y un horror privado del habla.
Acabé sintiéndome atraído por la criatura más sorprendente de todas, una curiosa, por lo melancólica, personificación del mal cuyos codos se apoyaban en una piedra angular y cuyas manos, distinguidas por unos dedos alargados y unas uñas ahusadas y afiladas, sostenían una enorme cabeza de forma cúbica. Sus impresionantes alas, plegadas, se curvaban hacia delante por encima de los hombros, y de la frente le nacían dos cuernos semejantes a dos muñones. Los ojos eran dos profundas oquedades, la nariz era ancha y de aletas muy abiertas, y tenía una lengua hinchada y lasciva que le salía de la boca abierta. Parecía exudar indolencia y lujuria. Estando al lado de aquel ser tan parecido a Satanás, me vino a la memoria la tentación de Cristo.
Dice la sagrada Biblia que el diablo le mostró a Nuestro Señor los reinos de la tierra y le dijo: «Todo esto te daré si te inclinas y me adoras». Jesús no cuestionó el derecho que tenía el diablo de poseer aquello. Evidentemente, las condiciones que puso el diablo eran válidas, porque cuando éste, siendo el orgulloso Lucifer, fue expulsado del cielo por el arcángel Miguel, Dios decretó que la tierra sería dominio suyo. Siempre se ha entendido que aquí manda el diablo.
Al contemplar la ciudad que se extendía a mis pies, dicha propuesta me parecía incontestable. Aquí, no cabía duda, estaba la nueva Babilonia, París, famosa por sus vicios, por sus decenas de miles de prostitutas, por sus adictos al alcohol y al opio, por sus sibaritas, sus ladrones, sus asesinos y sus degenerados, una turbulenta ciudad de barricadas y revoluciones, de sangre y ejecuciones, de crueldad, lujuria, enfermedad y locura. El demonio de la melancolía se hallaba bien colocado para ver todo aquello, y lo imaginé obteniendo un inmenso placer de la observación de las diversas permutaciones de la iniquidad humana. De pronto sentí inquietud, regresé a la escalera y, tras descender hasta la calle, me encaminé directamente hacia el hospital.
Habiendo perdido una noche de sueño, se me hizo muy difícil funcionar al día siguiente. Me sentía vacío de energía y tuve que ponerme los protectores oculares para evitar un dolor de cabeza. El problema de mi anormal pauta de sueño se solventó en parte cambiando la manera de trabajar. Los pacientes histéricos eran controlados a intervalos regulares a lo largo de todo el día, y yo empecé a presentarme voluntario para cubrir el indeseable turno de noche. Ello no solo me permitía recuperar el sueño perdido (cuando el resto del mundo se ocupaba de sus actividades), sino que además agradaba a mis colegas e impresionaba a Charcot. Pero no podía trabajar todas las noches, eso habría llamado la atención. Aun así, el compromiso que adquirí resultó bastante satisfactorio.
Llevaba muchos meses sin tocar una batería, desde antes del periodo en que estuve enfermo. No obstante, llegó el día en que me enviaron un anciano caballero que sufría debilidad muscular y decidí tratarle empleando la estimulación eléctrica.
—¿Me va a doler, monsieur? —preguntó.
—No. En absoluto —respondí.
Pero el anciano no se quedó tranquilo.
—He estado hablando con monsieur Fromentin, ¿lo conoce usted? Él sufre el mismo mal que yo, y me ha dicho que este método le resultó bastante doloroso.
—Por favor —dije yo, poniéndole una mano en la rodilla en un gesto amistoso—. No tiene nada que temer. —Conecté la batería, que empezó a emitir un zumbido. Levanté las varillas y las pasé por encima de las piernas desnudas de mi paciente—. ¿Lo ve?
—Noto una sensación de hormigueo —dijo el anciano con cierto nerviosismo.
—Pues eso es bueno, ¿no?
El anciano asintió, pero no se le notaba cómodo.
—Está empezando a calentarse —dijo de repente.
—Vamos —repliqué un tanto irritado—. Está acordándose demasiado de lo que le ha dicho monsieur Fromentin.
—No, de verdad que es muy desagradable.
De improviso la batería comenzó a crepitar, y se oyó una sonora explosión que nos provocó un respingo a los dos.
—¿Qué diablos ha sido eso? —gimió el anciano. La máquina despedía una fina columna de humo y había dejado de zumbar.
—Lo lamento muchísimo, monsieur, pero por lo visto el dispositivo está defectuoso. Voy a tener que traer otro.
Fui al almacén, y al regresar encontré al anciano mirándose las piernas.
—Tengo quemaduras —se quejó.
Le examiné la piel y vi que, en efecto, habían aparecido unas cuantas ampollas.
—Qué mala suerte —dije—, pero no volverá a suceder.
Coloqué la segunda batería junto a la primera y la conecté. No se oyó ningún zumbido. Probé a conectarla de nuevo y giré los mandos, pero la máquina, tozuda, se empeñó en continuar inerte.
—¿Ocurre algo malo, monsieur? —preguntó el anciano.
Una vez más me vi obligado a pedir disculpas y fui a buscar una tercera batería. Gracias a Dios, ésta funcionó con normalidad y pude administrar el tratamiento sin sufrir más dificultades.
Lo que sucedió aquella mañana sirvió para sentar un precedente. A partir de aquel momento no dejé de tener problemas con los equipos eléctricos. En mis manos, las baterías se volvían temperamentales. En cierta ocasión, estaba intentando tratar una contractura provocada por la histeria y la batería se «murió» casi de forma inmediata. En cambio, cuando Valdestin me quitó las varillas de las manos, volvió a la vida sin problemas.
—Es usted gafe —me dijo riendo.
—Sí —contesté, fingiendo divertirme con la broma—. La verdad es que eso parece.
Estaba acostumbrado a recibir una carta al año, siempre alrededor de Navidad, de la madre superiora de la misión de Saint-Sébastien. Por consiguiente, el hecho de que dicha carta apareciera en mi correo fuera de temporada se me antojó de inmediato de lo más extraño. Al abrirla me enteré de que mi antiguo colega, Georges Tavernier, había muerto. Había enfermado de manera súbita y su salud se había deteriorado muy rápidamente. Su ayudante no había logrado tratar su mal (el cual mi corresponsal no quiso identificar). Llegado el final, Tavernier debió de sufrir delirios. En lugar de llamar al padre Baubigny para que le administrase los últimos sacramentos, solicitó los servicios del bokor de Port Baisieux. Aquella tarde, sentado en un sombrío restaurante de suelos de madera podrida, alcé un vaso de ron en memoria de Tavernier y me saqué del bolsillo un feo objeto construido con abalorios y cabellos. Era el amuleto que me regaló mi antiguo colega en el burdel al que fuimos después del baile de Piton-Noir. Lo acaricié con los dedos y finalmente lo dejé encima de la mesa. El mundo no siempre resulta inteligible. Cuando salí del restaurante, no me lo llevé conmigo; lo dejé allí, un objeto ajeno, metido entre la sal y la pimienta.
La sala de examen estaba pintada enteramente de negro y adornada con grabados de Rubens y de Rafael. Charcot se había tomado un interés personal por su remodelación y había creado un espacio de ambiente oscuro en el que poder iniciar a sus discípulos en los misterios del diagnóstico diferencial. Cuando llegué yo, ya había un gran número de colegas míos congregados, entre ellos Henri Coubertin. Llevábamos una temporada sin coincidir el uno con el otro, y me saludó con su característico afecto.
—¡Clément, mi querido amigo, qué sorpresa tan agradable!
Me estrechó la mano, sonrió con gesto benevolente y empezó a hablar de una monografía que había recibido recientemente y que trataba de la localización cerebral. Aunque yo no mostraba el menor interés e incluso es posible que reprimiera algún que otro bostezo, desconozco por qué, pero se las arregló para dar por sentado que yo estaba deseoso de leerla.
—Mi querido amigo —continuó, dándome un ligero codazo—, ¿qué le parece si se la presto? —Antes de que yo pudiera rechazar su oferta, ya estaba diciendo—: Se la dejaré en mi despacho para que usted la recoja. Estoy seguro de que la encontrará absolutamente fascinante. Por favor —alzó un dedo, confundiendo mi protesta con gratitud—, para mí es un placer.
En eso apareció Charcot en la puerta y cruzó por en medio de los presentes dando grandes zancadas y distinguiendo a algunos de ellos con un breve gesto de cabeza, hasta que finalmente ocupó su asiento ante una mesa vacía. Los demás tuvimos que quedarnos de pie. A continuación se quitó su sombrero de copa y se echó el bastón al hombro como si fuera el rifle de un soldado. Una vez que hubo indicado que estaba listo para proceder, el murmullo de voces apagadas anunció la aparición de una mujer de expresión taciturna que fue acompañada hasta el espacio vacío.
Cuando le retiraron la bata de hospital, su rostro y la parte superior de su pecho relucieron con un intenso rubor de vergüenza. Valdestin leyó en voz alta el historial de la paciente y, tras un prolongado silencio (interrumpido tan solo por el tamborileo de los dedos de Charcot), nuestro jefe le habló directamente:
—Madame, le estaría sumamente agradecido si diera un paso al frente. —Le hizo una seña y ella obedeció. A continuación levantó la mano—. Alto. Ahora, por favor, vuélvase y regrese andando. —Charcot se tocó la oreja—. Caballeros, quiero que escuchen con atención. Ahora, madame, ¿le importaría caminar de nuevo adelante y atrás, como acaba de hacer? —Cuando la paciente hubo hecho lo que le ordenaban, Charcot le dio las gracias y continuó hablando con un estilo más pedante—: Si están afectados los flexores y extensores del tobillo, como a veces es el caso, el pie queda absolutamente flácido. La paciente, al caminar, flexiona en exceso la articulación de la rodilla y el muslo se levanta más de lo que debiera. Cuando el pie entra en contacto con el suelo, primero lo tocan los dedos y después el talón, de manera que es posible oír con claridad dos sonidos sucesivos. El paciente atáxico lanza la pierna hacia delante en extensión y casi sin flexión de la articulación de la rodilla; esta vez, el pie entra en contacto con el suelo todo al mismo tiempo y produce un único sonido. Aquí —indicó con un gesto a la mujer— tenemos un ejemplo muy típico del segundo caso.
Fue solo en aquel momento cuando se giró para ver si habíamos quedado impresionados por su capacidad de observación. Siguió un breve debate, la mujer recibió un diagnóstico y se llamó al siguiente paciente. Este procedimiento se repitió hasta las doce del mediodía, hora en que Charcot se levantó de su silla, nos deseó a todos un «buen día» y se marchó en compañía de un profesor asociado y de cuatro médicos jóvenes.
Los que quedamos atrás fuimos saliendo de la sala de examen y dedicamos unos instantes a holgazanear en el corredor a fin de disfrutar de un cigarrillo antes de reanudar nuestras obligaciones. Se había convertido en un detalle de buena educación expresar incredulidad ante la inteligencia de Charcot, y por espacio de unos instantes flotó en el aire un murmullo de superlativos. Una vez más acabé estando al lado de Coubertin, el cual, después de cumplir con tan servil deber, habló con jovial locuacidad acerca de varios temas triviales. Solo entonces, cuando le oí decir que tenía la intención de llevar a su esposa y a su hijo a Venecia en septiembre, le dediqué toda mi atención.
—¿Y cómo está su esposa? —pregunté.
Una sombra pareció cruzar su semblante. La piel se le tornó pastosa y la respiración, trabajosa.
—Pues…
—¿Sí?
—Últimamente no se encuentra muy bien.
—Oh. Cuánto lo siento. Nada serio, espero.
Coubertin contestó con voz titubeante, entrecortada:
—No, no. Es simplemente que… —Levantó los brazos y los dejó caer otra vez—. ¡Mujeres! —Pero enseguida, al reconocer lo impropio de aquella exclamación, fingió quitarle hierro al asunto—: ¡Disfrute de su libertad mientras pueda, Clément! Con el matrimonio llegan las responsabilidades. —Y una vez dichas estas infundadas palabras, echó a andar por el pasillo, si bien hizo una breve pausa para recordarme el compromiso que había adquirido poco antes—: Dejaré la monografía en mi despacho. Mañana.
Lo contemplé mientras se alejaba… No era sino un necio sudoroso e incompetente.
Aquella noche no pude dejar de pensar en Thérèse Coubertin. La imaginaba en Venecia ataviada con un vestido veraniego, de color claro y mangas cortas, portando un parasol, cruzando la plaza de San Marcos o de pie en el puente Rialto. Y también imaginaba a Coubertin a su lado, consultando la guía de viajes, con el pañuelo permanentemente apretado contra la frente húmeda. Los imaginaba regresando al hotel, un antiguo palacio de algún comerciante, dotado de suelos de mármol y escalinatas doradas, juntos en la cama, escuchando la música de las mandolinas y el chapoteo del agua. Aquellas fantasías me hacían darme cuenta de lo mucho que seguía deseando a Thérèse Coubertin. La verdad era que la deseaba más que nunca.
Llevábamos varios meses sin vernos ni escribirnos, desde la ridícula discusión que tuvimos. Si Thérèse sufría tanto como yo sospechaba (era una suposición razonable, teniendo en cuenta los comentarios que había hecho Coubertin), entonces abrigué la esperanza de que la causa de su sufrimiento fuera nuestra separación.
Al día siguiente me escondí en un portal situado enfrente del bloque de apartamentos de los Coubertin. A las diez y media apareció Thérèse y echó a andar en dirección a los Jardines de Luxemburgo. Yo la seguí y traspuse también las verjas, pero me mantuve a una distancia prudencial. Ella tomó asiento en un banco que miraba al estanque octogonal, cuyas orillas estaban abarrotadas de niñeras y niños pequeños que jugaban con barquitos de juguete. De pronto salió el sol de detrás de una nube, y su resplandor me produjo dolor de cabeza. Me puse los protectores oculares y me aproximé un poco más a mi presa. Era obvio que Thérèse estaba en una actitud reflexiva. No miraba ni el palacio ni los canteros de flores, en lugar de eso tenía la vista perdida en el espacio. Di otro paso más y me senté muy despacio en el banco, a su lado. Ella estaba tan absorta que ni siquiera se percató de mi presencia, y hasta que la llamé por su nombre no se giró en redondo y exclamó:
—¡Paul!
—Lo siento —dije yo—. Lo siento muchísimo.
—Aquí no —respondió ella con frialdad—. Aquí no podemos hablar.
Se levantó con la intención de marcharse, pero yo la agarré por el brazo y la obligué a que se sentara de nuevo.
—No. No te vayas —le dije—. No pienso permitírtelo hasta que hayas oído lo que he de decirte. Por favor. —Ella dejó de intentar zafarse, y yo retiré la mano—. Me he comportado de una forma inexcusable, lo sé, intolerable, pero te suplico que por favor, por favor, te compadezcas de mí. He sido egoísta, y ahora reconozco hasta dónde alcanza mi idiotez. Te adoro. No puedo seguir sin ti. Por favor, perdóname. Te prometo que jamás volveré a exigirte nada. Te quiero, no te merezco, pero de todas formas te quiero, y siempre te querré.
A ella se le habían empezado a llenar los ojos de lágrimas, pero no reaccionó con comprensión. En vez de eso, se puso de pie y dio unos cuantos pasos inseguros en dirección a la balaustrada.
—Aquí no podemos hablar. Así, no.
—Pues vamos a otro sitio.
—No —sollozó—. No puedo hacer eso. —Hizo ademán de apartarse de mí. Yo deseé que se detuviera y, cosa notable, se detuvo de improviso, bruscamente, como si hubiera llegado al extremo de una cadena invisible que la sujetara. Entonces volvió la vista atrás y me dijo—: Te escribiré.
Y acto seguido bajó los escalones que conducían al estanque. Yo la observé caminar entre los paseantes y los niños que chillaban, hasta que la perdí de vista.
Thérèse cumplió su palabra. En efecto, me escribió una breve carta, llena de dolor y de rabia. Yo le escribí también, pero en tono lloroso y penitente. No tardamos mucho en establecer una correspondencia regular, empeñados ambos en un sutil proceso de negociación cuyo desenlace parecía ser, cada vez con mayor probabilidad, alguna forma de reconciliación. Sin embargo, para que ocurriese aquello era necesario que yo hiciera determinadas promesas, una de las cuales era no volver a pedirle jamás a Thérèse que abandonase a su marido. Ni que decir tiene que acepté todas sus condiciones, y volvimos a reunimos en nuestro apartamento secreto. Al principio hubo una cierta incomodidad, pero al poco tiempo las cosas volvieron a estar exactamente igual que antes.