Las dos semanas siguientes las pasé confinado en la cama. Soulignac, que estuvo cuidándome durante las etapas iniciales de mi indisposición, quiso consultar a un especialista de afecciones respiratorias.
—No haga tal cosa —dije yo—. No es necesario.
—Pero estoy preocupado —imploró Soulignac—. Es posible que el veneno haya causado daños en los bronquios.
—Unos días más —contesté—. Estoy seguro de que dentro de unos pocos días más estaré mejor.
Bazile vino a verme, y se hizo evidente que mi aspecto lo turbó. Me ahuecó las almohadas y puso un jarrón con flores junto a mi cama.
—Un regalo de mi mujer —me dijo al tiempo que abría las cortinas.
—No —exclamé yo, cubriéndome los ojos—. La luz me da dolor de cabeza.
—Perdone —dijo Bazile, cerrando apresuradamente las cortinas. Luego tomó asiento y encendió su pipa—. Bueno, amigo mío, ¿qué fue lo que sucedió?
—Nada —respondí—. Perdí el conocimiento… morí… y luego me devolvieron a la vida. No vi nada, únicamente oscuridad. Fue como quedarse dormido.
Bazile se acarició la barba, y tras un prolongado silencio dijo:
—Ya sabemos que no a todos los pacientes que son reanimados se les concede una visión anticipada de la eternidad. Así pues, hemos de suponer que esas experiencias, el túnel, la luz, los encuentros con presencias divinas, no son algo que venga automáticamente detrás de la muerte, sino que tan solo les es otorgado a aquellos que en cierto sentido están predispuestos.
Pasó un rato explayándose en el tema, pero a partir de aquel punto nuestra conversación fue más bien forzada. Yo estaba demasiado cansado para hablar, y Bazile, cuando se percató, se puso de pie con la intención de marcharse.
—Está usted agotado, pobre amigo. Si necesita alguna cosa, lo que sea, llámeme y regresaré lo antes que pueda.
Le di las gracias y él salió de la habitación.
Giré la cabeza hacia un lado y contemplé las flores de madame Bazile: amarilis blancas, crisantemos y estatices. Yo sentía un curioso entumecimiento, como si estuviera incompleto, como si mi reanimación hubiera tenido un éxito solo parcial, y tenía la sensación de que aquella parte de mí, quizá la más significativa, seguía estando muerta. Alargué una mano y tomé un pétalo entre el índice y el pulgar. La sensación fue placentera y familiar, pero extrañamente imperfecta, como si estuviera viendo a otra persona realizar aquella acción, en lugar de percibir yo mismo la suavidad aterciopelada de la flor.
Me quedé adormilado y fui asaltado por las pesadillas. Vi demonios lanzando rocas hacia un montón de cuerpos que se agitaban, divirtiéndose con monstruosidades que surgían de las fisuras de la tierra; vi un gran torbellino formado por una masa plañidera de humanidad, girando sobre sí mismo a través de una llanura sin límites y dejando tras de sí un reguero de sangre. Me vi a mí mismo de pie detrás de una enorme roca, desnudo, incontinente, temblando de manera incontrolable, las rodillas chocando la una con la otra, las manos agarrando los genitales en un gesto de protección, balbuceando sin sentido. Y entonces me desperté, todavía gimoteando, las sábanas empapadas de sudor, la horrible visión de mi total estado de desamparo todavía impresa en la oscuridad, persistente, hasta que fue disolviéndose paulatinamente y me liberó de un terror que me asfixiaba.
Se había hecho de noche y me dolía la cabeza. Oí las campanas de Saint-Sulpice e imaginé a Bazile tirando de las sogas en la torre norte, llevando a cabo su sagrada misión. El tañido ejercía un efecto balsámico, y con cada nota el dolor se tornaba menos severo. Cuando las campanas enmudecieron, me sentí, curiosamente, recuperado. Entonces surgió una pregunta en mi cerebro: «¿Por qué les has mentido a Soulignac y a Bazile?». Pero no conseguí responderme a mí mismo.
Pasé las dos horas siguientes dando vueltas de un lado para otro, ya desvelado. Comenzaba a amanecer, y por un espacio que había entre las cortinas se colaba una franja de luz que se proyectaba de forma entrecortada sobre las sábanas arrugadas. Había claridad suficiente para distinguir que las flores de madame Bazile se habían marchitado. Muchos pétalos se habían desprendido y yacían esparcidos alrededor del jarrón. Tomé unos pocos con la mano y los examiné de cerca. Estaban arrugados y marrones por los bordes.
Soulignac se quedó atónito ante la rapidez de mi recuperación. No tardé en salir a pasear a diario, bajaba al río e incluso me aventuraba hasta la catedral. Conservaba varios síntomas tenaces, en particular la excesiva sensibilidad a la luz del sol, pero la solución a este problema resultó ser bastante sencilla. Logré hacerme con unos «protectores oculares» (sujetos con una pinza a la nariz y provistos de lentes tintadas de azul) que encontré en una tienda de instrumentos ópticos de la Rué de Tournon, y a partir de entonces los paseos matinales y vespertinos resultaban relativamente indoloros. En una ocasión, al regresar de uno de ellos, me encontré con una carta de Thérèse Coubertin. Se había enterado por su esposo de que yo estaba recuperándome de una infección en el pecho (una ficción plausible que proporcioné a Charcot con el fin de explicar mi ausencia), y su breve misiva era compasiva y tierna. Se hacía obvio que quería verme, y el deseo era mutuo. Haciendo uso de una de las estratagemas habituales, acordamos reunirnos en «nuestro hotel» de Montmartre.
Nunca había revelado mis intenciones a Thérèse Coubertin. Ella no sabía nada del experimento. Al reservarme la verdad no pretendía evitar que ella se preocupase por mi seguridad, sino más bien darme el capricho de regodearme en un engreimiento pueril. Mi intención era primero alcanzar el éxito, para así poder sorprender a Thérèse con la asombrosa revelación de que yo, Paul Clément, médico y neurólogo, había realizado el viaje supremo y había regresado para cambiar el mundo. En mi fantasía de vanagloria, la imaginé abrumada por la magnitud de mi logro. Como es natural, esta teatral escena ya no iba a representarse tal y como yo la había planeado. No obstante, mi desilusión fue moderada gracias a un pensamiento que me consoló: Thérèse no iba a formularme preguntas difíciles.
Cuando entré en la habitación del hotel, encontré a Thérèse ya esperándome. Se quitó el sombrero, que iba adornado con una orquídea fresca, y dejó que la estola de marta le resbalase de los hombros. Yo cerré la puerta, avancé y rodeé su flexible cintura con mis brazos. Nos besamos, y cuando nos separamos de nuevo, comencé a desvestirla. Le solté los corchetes, le desaté el corsé y, cuando quedó desnuda a excepción de las medias, ella misma se tendió sobre el edredón. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se cimbreó con un movimiento lascivo que comunicaba su disposición. Yo me quité la ropa con torpe prisa y arrojé las prendas a un lado.
Había algo en su aroma, una fragancia de un dulzor extraordinario, que parecía generar en mí un estado de excitación insoportable. Con cada inhalación se incrementaba mi deseo de ella, hasta que me vi poseído por una furiosa urgencia. Thérèse intentó calmar mi agitación tocándome en el rostro y susurrándome al oído la palabra «despacio», pero el aroma que despedía resultaba enloquecedor, y yo no podía frenar.
Después, tendidos los dos juntos y con los miembros aún entrelazados, Thérèse me dijo:
—Creía que aún estabas enfermo.
—Ya me encuentro mucho mejor.
—Es evidente —replicó. Recorrió con su mano mi pecho y mi estómago—. Has adelgazado. —Antes de que yo pudiera contestar, agregó—: Te he echado de menos.
—Ya. Yo también a ti. —Thérèse se volvió de costado, y yo me enrosqué a ella para acomodarme a la curva de su espalda—. Llevas un perfume nuevo.
—No.
—Es más fuerte. Más dulce.
—¿No te gusta?
—Me gusta mucho.
—La besé en la nuca—. Quiero verte más a menudo.
Ella suspiró.
—Paul…
—He estado pensando en alquilar una habitación para los dos, en Saint-Germain, en algún lugar discreto.
—Eso está demasiado cerca.
—No necesariamente. Si tenemos cuidado, no. Haría las cosas más fáciles.
—¿De verdad lo crees?
—Sí, de verdad lo creo.
Cuando ya estábamos vestidos y preparados para irnos, Thérèse recogió su sombrero y arrugó la nariz.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
—Mi orquídea. —Arrancó la flor del ala del sombrero y la sostuvo en alto para mostrármela—. Está mustia. Y eso que la he comprado esta misma mañana. —Yo ya me había colocado los protectores oculares—. ¿Qué es eso?
—Unos anteojos de cristales coloreados. —La expresión de Thérèse se volvió interrogante—. Para atenuar la luz. Todavía tengo dolores de cabeza.
—Con ellos estás… —titubeó y esbozó una sonrisa coqueta— interesante.
Reanudé mis funciones clínicas en La Salpêtrière y de inmediato me dieron nuevas responsabilidades. Charcot tenía cada vez mayor interés por la histeria, un mal que intrigaba a los médicos desde épocas muy antiguas, y estaba empeñado en sistematizar la manera de estudiarlo. A fin de lograr dicho objetivo, muchos médicos jóvenes, entre ellos yo mismo, recibimos órdenes de cotejar diversas mediciones, a saber, de termometría, respiración y pulso. Se compilaron tablas, se trazaron gráficos y se registraron meticulosamente los efectos de distintos tratamientos.
Las manifestaciones llamativas de la histeria con frecuencia están relacionadas con alguna idea religiosa o con el simbolismo de la Iglesia, y uno de nuestros pacientes, una humilde lavandera, sufría contracturas que tenían como efecto una forma de crucifixión muscular. Se le extendían los brazos y gradualmente se le quedaban rígidos, y además se le cruzaban los tobillos. Podía mantener dicha postura durante varias horas. No reaccionaba absolutamente a nada, y se la podía levantar o apoyar contra una pared igual que a una estatua, un espectáculo que a Charcot le encantaba mostrar a los profesores que venían de visita.
Bazile siempre se quedaba fascinado cuando yo le relataba dichos fenómenos.
—Y cuando cesaban las contracturas, ¿qué decía la mujer?
—Que se había sentido transportada de manera beatífica. Hablaba de éxtasis, de euforia.
—¿Alucinaciones?
—Sí.
—¿Pero cómo se sabe eso? ¿Cómo pueden tener la seguridad de que esa mujer no había entrado en contacto con lo infinito?
—Reaccionó al tratamiento de Charcot. Al comprimírsele los ovarios, salió de la actitud fija que había adoptado.
Bazile se mostró escéptico.
—En cierta ocasión vi a un estigmatizado en un retiro religioso, un hombre bondadoso y devoto al que rodeaba un aura de profunda espiritualidad. Yo mismo vi las heridas de Cristo que tenía en las palmas de las manos, y no creo, no puedo creer, que fuera una especie de lunático que sufriera hemorragias psicosomáticas, ni que aquellas heridas divinas se hubieran curado con baños, con electricidad o aplicando presión a su cuerpo. Me temo que si monsieur Charcot hubiera conocido a los grandes estigmatizados, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena o san Juan de Dios, los habría encerrado con llave y los habría sometido a toda clase de indignidades. La facultad de razonar nos es dada por Dios, y nos distingue del resto de la creación. Pero nosotros hemos de usarla con sensatez. Me da la impresión de que la despiadada lógica de los científicos, más que acercarnos a ciertas verdades esenciales, con frecuencia nos aleja de ellas.
Además de los visionarios religiosos, en La Salpêtrière había también visionarios locos, y para Charcot éstos también contaban como histéricos. Aquellos pobres desgraciados se quejaban de sufrir agudos dolores, se aferraban la garganta, gesticulaban y lanzaban miradas libidinosas, escupían, maldecían y gritaban blasfemias. Aunque comían poco y tenían consumido el cuerpo (algunos eran casi esqueletos), también poseían una energía extraordinaria y era necesario sujetarlos con camisas de fuerza, por el temor de que pudieran hacerse daño a sí mismos o a los demás.
Una mañana estaba yo realizando exámenes en intervalos de una hora, tomando la temperatura y anotándola, cuando oí, proveniente de una sala contigua, un fuerte estrépito seguido de un chillido. Esto en sí mismo no era infrecuente, pero el chillido fue interrumpido por súplicas, y al prestar más atención reconocí la voz. Pertenecía a mademoiselle Brenard, una joven enfermera admirada por su carácter alegre y su disposición infatigable. Acudí de inmediato a socorrerla y me encontré con una escena caótica. Había una cama y un carrito volcados, y el suelo se hallaba cubierto de píldoras y líquidos derramados. Algunos pacientes se habían escondido debajo de las sábanas, mientras que otros se habían acurrucado en los rincones y gemían:
—Que Dios nos valga, va a matarnos a todos.
Uno de mis colegas, Valdestin, estaba de pie frente a mademoiselle Brenard, que ahora era cautiva de Lambert, un maniaco que por lo visto se las había ingeniado para quitarse la camisa de fuerza. Lambert amenazaba la garganta de la enfermera con un escalpelo y sonreía de oreja a oreja. Con la otra mano le aferraba un seno.
—Ya basta, Lambert —dijo mi colega—. Suéltela.
—No, monsieur. Ahora es mía, mía para gozarla. —Apretó la entrepierna contra el trasero de mademoiselle Brenard y lanzó una horrible carcajada—. Es toda mía. Si se acerca más, la abro en canal. —Pasó la lengua por la cara de la enfermera—. Me gustan así de fresquitas. ¿A usted no, monsieur? —Vi que la pobre muchacha se encogía cuando el maniaco le susurró alguna obscenidad impronunciable al oído—. ¿Verdad que es una fruta madura? Madura y suculenta. Me gustaría pelarla, saborear su carne, su deliciosa carne dulce.
—Por favor, suélteme —gimió la enfermera—. Se lo ruego.
—Debo insistir —ordenó Valdestin, dando un paso al frente— en que suelte de inmediato a la enfermera Brenard.
El maniaco pinchó levemente a la enfermera en la garganta y le arrancó un chillido.
—¡Cállate! —gritó al tiempo que le aferraba un mechón de pelo. Acto seguido tiró de la cabeza hacia atrás para dejar a la vista una gota de sangre que aumentó lentamente de tamaño y después resbaló hacia el cuello del uniforme. Valdestin se quedó paralizado. El maniaco observó atentamente el hilo de color rojo, que resultaba especialmente vivido en contraste con la piel clara de mademoiselle Brenard, y lo recorrió con la punta del dedo. Luego chupó la sangre y dijo—: Es tan dulce como esperaba.
Valdestin se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué diablos vamos a hacer, Clément?
Fue en aquel momento cuando Lambert reparó en mí. Guardó silencio y empezó a sacudir la cabeza, una serie de movimientos nerviosos, como de pájaro. Su expresión seguía siendo la típica de un demente, los ojos desorbitados y fijos y el cabello de punta, pero su frente pareció arrugarse bajo el peso de la angustia. Al parecer, algo había alterado su seguridad en sí mismo.
—Ah —dijo Lambert—. Perdóneme. No me había dado cuenta. Por favor, acepte a esta enfermera… como muestra de mi respeto. —Soltó a mademoiselle Brenard y la empujó hacia donde estaba yo. La joven tropezó y cayó al suelo. Lambert agitó el escalpelo con ademán magnánimo—. Es toda suya. No era mi intención faltarle al respeto, es toda suya.
Yo me interpuse rápidamente entre la llorosa enfermera y el loco. El miedo me había dejado la boca seca, y a duras penas fui capaz de articular:
—Tire el cuchillo, Lambert.
Estas palabras sonaron vacilantes, y Lambert detectó de inmediato que mi resolución no era tan firme. Fuera lo que fuese lo que había en mí que lo había incitado a renunciar a su prisionera, no se podía contar con que siguiera surtiendo efecto. Se veía a las claras que Lambert estaba pensándose mejor su impulsiva rendición. Pero, no queriendo perder mi ventaja, di un paso al frente y repetí la orden, esta vez con mayor firmeza:
—¡Tire el cuchillo!
Lambert miró un momento la hoja reluciente y luego volvió a centrar la atención en mí. Yo esperaba que se abalanzase sobre mí de un momento a otro, y ya estaba preparándome para esquivarlo de un salto, cuando de repente sonrió con actitud servil y lloriqueó:
—Claro, claro. Lo que usted diga.
Se arrodilló y, exhibiendo con grandes ademanes su voluntad de complacer, depositó el escalpelo en el suelo, junto delante de mis pies. Yo lo aparté de una patada para ponerlo fuera de su alcance.
—Por favor, no me castigue —gimió.
A continuación, agachó la cabeza y empezó a besarme los zapatos al tiempo que imploraba que me apiadase de él. Yo retrocedí, asqueado, y en aquel momento él se puso a hacer arcadas. Con la postura que adoptó parecía un insecto gigantesco: los codos de punta, flexionados y orientados hacia arriba, los omoplatos y las vértebras claramente visibles bajo una piel tensa y de un color verde grisáceo. Se balanceaba adelante y atrás, hasta que por fin el contenido del estómago le salió por la boca y cayó sobre las baldosas para ir formando un amplio charco. El hedor resultaba insufrible. Mi sensación de asco se vio incrementada cuando metió las manos en el vómito todavía humeante y recogió algo que a continuación me acercó para que yo lo viera. La expresión de su cara indicaba que estaba deseoso de que yo aceptara el objeto. En aquel instante llegaron varios camilleros corpulentos, acompañados de un profesor asociado. Levantaron a Lambert del suelo, le retorcieron los brazos a la espalda y lo sacaron de la sala ante la atenta mirada del profesor. Recuerdo que Lambert volvía constantemente la cabeza hacia mí. Y todavía estaba mirándome cuando lo perdí de vista.
Valdestin ya estaba atendiendo la herida de mademoiselle Brenard.
—Qué cosa tan extraña —comentó—. Que Lambert cambiara de opinión de forma tan súbita.
—Sí —dije yo—. Hemos tenido suerte.
La herida de mademoiselle Brenard era más grave de lo que yo pensaba, y por el vendaje se filtraba una cantidad significativa de sangre. La pobre muchacha estaba desconsolada, le rodaban las lágrimas por la cara y tenía el pecho agitado.
—Madre de Dios —lloraba—, creí que iba a morir.
Yo tomé su mano en la mía y se la apreté con delicadeza.
—Ha sido usted muy valiente, mademoiselle, muy valiente. Pero, por favor, cálmese. Ahora ya se encuentra a salvo, y monsieur Valdestin va a cuidar de usted.
A fin de tranquilizarla me había arrodillado a su lado. Llevaba el mismo perfume que Thérèse Coubertin. Mi mirada se posó un instante en sus labios y en la curva de sus senos. Molesto yo mismo por aquella conducta tan poco apropiada, murmuré una excusa y me aparté.
Estaban llegando más médicos, y rápidamente se restauró la paz. Un celador estaba limpiando el vómito de Lambert, y cuando yo pasé por su lado me detuvo para preguntarme:
—¿Qué hago con esto?
Abrió la mano y dejó ver lo que tenía en la palma.
—¿Dónde lo ha encontrado?
—Aquí mismo.
Era el objeto que Lambert quería que yo aceptase.
—Déjeme ver. —Era obvio que al maniaco se le había caído de los dedos cuando los camilleros le sujetaron los brazos y lo obligaron a salir de la sala—. Ya me encargo yo. Gracias.
El celador continuó limpiando, y yo descubrí que lo que tenía en la mano era una estatuilla de bronce. Se apreciaba a las claras que su propósito era representar la forma femenina, y, aunque yo no soy ningún experto en esa materia, calculé que debía de ser muy antigua. Había visto en libros de civilizaciones paganas amuletos de la fertilidad que eran muy parecidos a aquél. Me pregunté dónde habría conseguido Lambert aquella pequeña Venus. No era infrecuente que los locos se tragasen objetos y que los regurgitasen más tarde, pero por lo general era evidente el lugar del que procedían. En cambio éste era muy distinto y emanaba un aura de verdadera antigüedad. Recorrí la sala con la vista y, una vez que tuve la seguridad de que no me veía nadie, me guardé la figurilla en el bolsillo.
Al final del día regresé a mi apartamento, donde descubrí que me aguardaba una carta de Soulignac. No era la primera. Había habido otras dos, casi idénticas, y ambas terminaban igualmente con el ruego de que volviéramos a vernos pronto. Yo había respondido que los histéricos de Charcot me tenían ocupado todo el tiempo, pero cuando abrí aquella tercera carta, ya seguro de lo que iba a encontrar, admití que no podía dar largas a Soulignac de forma indefinida. Un tanto reacio, escribí una breve respuesta para sugerirle que cenáramos juntos en un restaurante del Boulevard des Italiens.
Apenas habíamos terminado las ostras cuando dijo Soulignac:
—Y bien, ¿qué es lo que vamos a hacer? Yo diría que hemos llegado a una encrucijada importante. Aunque no hemos conseguido el objetivo que nos propusimos en última instancia, de todos modos hemos desarrollado y ensayado un método para sondear el mayor de todos los misterios, y juntos hemos recopilado una serie de casos que parecen demostrar que la personalidad es independiente del cerebro. Tal vez haya llegado el momento de publicar.
—Pero yo no experimenté ninguna de las cosas que contaron nuestros pacientes. No hubo ni túnel, ni luz… nada.
—Cierto, fue un resultado decepcionante, pero no del todo inesperado. Los dos éramos plenamente conscientes de que eso podría suceder. No todos los pacientes reanimados informan de fenómenos notables. Pero sea como fuere, nuestro experimento podría ser reproducido con facilidad por otros. Así es como avanza la ciencia. Supongo que no tendrá usted el menor deseo de repetir el experimento.
—No.
—Bien. Francamente, tampoco creo que yo pudiera ser capaz de participar de nuevo en tan peligrosa aventura. —Llegó el camarero y empezó a retirar los platos de las ostras—. En fin, ¿qué me dice de la idea de publicar?
Respondí con evasivas:
—Usted es un cirujano distinguido y yo tengo un puesto en el mejor departamento de neurología que existe en el mundo. La comunidad científica no va a quedarse impresionada por seis casos de pacientes, los cuales, en su mayoría, están muertos y ya no pueden decir nada más que respalde su testimonio. Sería una necedad arriesgar nuestra reputación.
Recomendé encarecidamente prudencia, comedimiento y un interrogatorio más riguroso de los pacientes. Publicar de manera prematura podría costamos la carrera, el medio de subsistencia. Consumimos dos platos de pescado debatiendo un poco más, hasta que, finalmente, Soulignac admitió la derrota.
—Supongo que tiene usted razón. Y en este asunto han de prevalecer sus deseos. Fue usted, y no yo, el que estuvo muy cerca de realizar el sacrificio supremo.
Ya fuera del restaurante nos despedimos y yo me quedé mirando a Soulignac, que se alejó siendo engullido poco a poco por la lluvia. ¿Por qué no podía contarle la verdad? Intenté reflexionar sobre mi comportamiento, pero me resultó imposible. Mis pensamientos se resistían a conectarse y mi motivación continuó siendo impenetrable.