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Me tendí en la mesa de operaciones, desnudo hasta la cintura, con los pies descalzos y apretados contra un escabel metálico. Junto a la mesa colocaron un carrito, y encima del carrito dos baterías: una nueva de cloruro de plata y, debajo de ésta, otra más antigua, volta-farádica. Soulignac sacó una jeringuilla y me inyectó morfina. El propósito era atenuar la angustia causada por el veneno, que ya corría por mis venas y obligaba a mis pulmones a funcionar trabajosamente. Un agradable calor se extendió por mi cuerpo, y comencé a tener la sensación de que me separaba del mundo. Oí a Soulignac decir:

—Buena suerte, amigo mío.

Su voz sonaba distante. El siseo de los inyectores de gas y el zumbido de las baterías parecieron intensificarse, y cuando cerré los ojos, empecé a sentir sueño. Notaba un dolor en el pecho, una falta de flexibilidad en la caja torácica y un esfuerzo excesivo del corazón, cada vez más débil, pero durante todo ese tiempo mi conciencia fue difuminándose hasta que por fin lo único que quedó fue una vacilante percepción de mi ser, temblando en el filo mismo del olvido, y después el no ser, la nulidad, la ausencia.

No hubo ningún lento despertar, ningún retorno suave de la inteligencia, sino una sacudida repentina y desorientadora. No ocurrió, como esperaba, que me viera a mí mismo flotando junto al techo y contemplando mi cuerpo desde allí arriba. En lugar de eso, me vi suspendido en el aire, muy por encima del hospital. Más allá del río divisaba los tejados del Barrio Latino y la cúpula del Panteón. Me deslicé suavemente por encima del patio, girando en el espacio, hasta que estuve frente a la catedral. Su ornamentación gótica aparecía bañada de una suave luz roja que emanaba de lo alto. La aguja central se veía envuelta en velos luminiscentes, rojos y centelleantes, que se disolvían en puntitos de luz y descendían lentamente. Dicho fenómeno se encontraba en un estado de constante fluir, la disolución de un velo presagiaba la aparición de otro. El sistema entero era atravesado por delicados hilos relampagueantes de color carmesí que definían la altura y la circunferencia, ambas asombrosas, del edificio. Me sentía tan extasiado en la contemplación de aquella maravilla, tan vacío de todo pensamiento por obra de la belleza hipnótica que irradiaba, que tan solo cuando pasé entre las achatadas torres de la catedral comprendí que estaba siendo atraído hacia el centro. Allá abajo distinguí una hilera de gárgolas. Criaturas aladas y demoníacas que miraban la ciudad con expresión siniestra.

Me elevé entre la niebla chisporroteante y me detuve justo en la vertical de la aguja. Las estatuas de cobre, que ascendían por la pendiente en la que se unían la nave y el transepto sur, daban la impresión de haber sido esculpidas en bloques de rubí. Empecé a rotar en sincronía con el movimiento de la nube, que seguía la dirección de las agujas del reloj, y a través de muchos velos luminosos fui observando cada uno de los puntos cardinales en el horizonte. De improviso el asombro se transformó en miedo y grité, y el grito fue tan absorbente que, por un instante, no fui nada más que el soporte necesario para su expresión. Dejé de ser una persona, un ser humano reconocible, y me convertí en una brizna de terror, me vi enfrentado a fuerzas que sobrepasaban mi intelecto. Y entonces me precipité hacia la oscuridad.

Se diría que estaba cayendo por un pozo, que me estaba hundiendo en lo profundo del suelo. Esta impresión se vio reforzada por la aparición de una abertura de forma ovalada que resplandecía débilmente allá a lo lejos, en un punto remoto del abismo. La abertura se agrandó, caí por el centro de ella y desemboqué en lo alto de un foso tremendo, de tan inmenso: un embudo de círculos concéntricos que se encogía paso a paso hacia su punto más hondo. Habría sido imposible discernir la geografía de aquel paisaje tenebroso, de no ser por los diversos sucesos incendiarios que tenían lugar allí: conflagraciones, erupciones, llamaradas intermitentes y delgadas retículas de color escarlata.

Continué descendiendo. Vi montañas melladas, lagos de escoria, bosques arrasados y llanuras de cenizas, y cuando descendí otro poco más, lo bastante para distinguir el movimiento de las figuras a escala humana, lo que vi a continuación hizo que el alma se me convulsionara de horror: una estampida de hombres y mujeres desnudos que tropezaban, resbalaban y se levantaban de nuevo, perseguidos por unas criaturas reptiles dotadas de alas, intentando contra toda esperanza evitar ser capturados. Los que corrían en la retaguardia del rebaño eran azotados con cadenas, despellejados y apaleados hasta que sus cuerpos quedaban reducidos a una masa sanguinolenta. Desde el lugar elevado en que me encontraba yo vi demonios voladores que daban caza a sus presas y descendían hasta el suelo para empalarlas en gigantescos tridentes. Las víctimas eran lanzadas al aire, masacradas sin piedad y evisceradas con indiferencia.

El batir de unas alas correosas me alertó de la llegada de dos demonios que ascendían portando en sus garras una mujer que se debatía con desesperación. Alcancé a ver su rostro contorsionado cuando los monstruos la agarraron por los brazos y las piernas y empezaron a despedazarla, hasta que los cuatro miembros se salieron de sus articulaciones y lo que quedó de ella se precipitó hacia el suelo. Vi cómo le destrozaban la cabeza y el torso produciendo un estallido de color granate.

Mi trayectoria cambió y llegué a un lugar desolado, de estrechos desfiladeros y polvo volcánico. Tuve la sensación de encontrarme en una deprimente región de la periferia, apartada de las sendas principales de la condenación. Los gritos fueron disminuyendo y el suelo ascendió para acudir a mi encuentro. Mi largo descenso finalizó cuando, con la precisión natural de un copo de nieve, me posé sobre una extensión de piedra pómez de colores negro y magenta.

Hasta aquel instante me había sentido descarnado, en cambio ahora tenía un cuerpo. Noté un calor en la piel, percibí el fétido olor de los vapores que escapaban por unos orificios de la tierra y experimenté en la boca el sabor metálico y amargo del miedo. Toda mi persona temblaba, y me sentí invadido por un instinto animal de buscar la seguridad y encontrar refugio. Eché a correr en dirección a una fisura que había en una afloración de basalto y entré en un angosto canal que discurría entre dos paredes lisas y cristalinas. No había avanzado mucho trecho cuando oí gemir a alguien, y al levantar la vista descubrí a un anciano que colgaba de la cara de la roca con los brazos extendidos. Le habían atravesado con clavos las manos y los pies. En su hombro se sentaba una criatura semejante a un ave que le estaba picoteando un ojo. Introdujo su largo pico en la cuenca y extrajo una porción de tejido cerebral de color gris sonrosado. Se me escapó una exclamación ahogada. El pájaro giró la cabeza y me perforó con una mirada curiosamente inteligente.

Recorrí la totalidad del canal y salí a un terreno chamuscado y baldío, salpicado de grandes peñascos. Aquel sombrío escenario se hallaba iluminado por charcos de magma que escupían pedazos de roca fundida al aire. No llevaba allí más que unos pocos segundos cuando oí gritar a una mujer, y, conforme el ruido se hacía más intenso, oí también otras voces, graves, guturales e interrumpidas de vez en cuando por ásperos ladridos. Me agaché en cuclillas detrás de una de las rocas y me asomé por el borde. Por el otro lado del repecho más próximo surgió un grupo de demonios, uno de ellos cargando una mujer al hombro como si fuera un saco de carbón. Las pálidas nalgas de la desdichada formaban un círculo lunar junto al rostro horripilante y lascivo del demonio. Al verlos avanzar, retrocedí y aguardé a que pasaran de largo, pero se detuvieron antes de llegar a la altura de mi escondite. Los oí muy cerca, lanzando gruñidos y mugidos, mientras la mujer no dejaba de chillar. De tanto en tanto los demonios emitían un sonido que parecía una carcajada, una risa áspera. Capté golpes de martillo y piedras que se astillaban, y los gritos de la mujer se transformaron en aullidos de dolor.

Cuando me asomé de nuevo por el borde de la roca, vi que la habían clavado a una piedra plana y que las piernas le colgaban por el filo de ésta. Los demonios eran cinco, todos empuñando tridentes. Sus alas, estando plegadas, se arqueaban con elegancia desde la parte superior, redondeada, que se elevaba por encima de los hombros, hasta la ahusada punta inferior, que les llegaba a los tobillos. Cuando estaban desplegadas, se parecían a las alas acanaladas y acordonadas de un murciélago. Los demonios se movían con total libertad, lanzando risotadas y haciendo muecas libidinosas mientras la mujer se retorcía de dolor.

Uno de ellos separó las piernas de la mujer y se situó entre sus muslos. Vi que arremetía contra su víctima y que ésta lanzaba un alarido ensordecedor. El demonio empezó a ejecutar los movimientos de la cópula. Sus ancas se movían adelante y atrás y su cola azotaba el suelo y elevaba columnas de polvo gris. Tenía un cuerpo poderoso y cubierto de escamas, y cada brutal embestida me provocaba a mí un estremecimiento. Los otros demonios golpeaban el suelo con los pies, sacudían sus tridentes y agitaban las alas, todo ello en una espantosa parodia de una ovación humana.

De pronto, el demonio que se ayuntaba con la mujer alzó un brazo y dejó ver tres grandes garras con las que rasgó el vientre de su víctima, lo abrió y extrajo un tramo de intestino. Acto seguido se enrolló aquellas entrañas al cuello y miró a su público buscando aprobación. La fosforescencia de los charcos de magma se reflejaba en la sangre que le salpicaba los pies. Otro demonio saltó por encima del cuerpo de la mujer dejando atrás su tridente, trabado en la destrozada caja torácica de la infortunada, pero ésta no cesó de lanzar alaridos. No había fin para su tormento, no llegaba la liberación… porque, como es natural, ya estaba muerta. Moviéndose con la lenta elegancia de una pitón, el tramo de intestino ya estaba empezando a zafarse de los hombros del demonio en celo. Trepó por la cabeza de la criatura, cayó sobre los muslos de la mujer y se insinuó de nuevo entre los desgarrados bordes de la herida abdominal. Vi que la sangre de la mujer desafiaba a la gravedad y regresaba lentamente al interior de las arterias. La mujer estaba siendo reconstituida, renovada, para que su sufrimiento pudiera ser perpetuo.

Fue en aquel momento cuando uno de los demonios, un monstruo de mirada feroz y prominentes cuernos que se proyectaban hacia delante, se separó del grupo y olfateó el aire. Vi cómo agitaba sus anchas fosas nasales. Su expresión malévola cambió, y en la medida en que fui capaz de interpretar el significado de dicho cambio, la confusión se trocó en sorpresa. Lanzó un rugido y echó a andar hacia la roca tras la que me escondía yo. Me replegué y retrocedí, desnudo, vulnerable, con los intestinos sueltos, y el terror, un terror indescriptible, me volvió insensato. Me puse de pie, balbuceante, retorciéndome las manos, y escuché con atención cómo se iba partiendo la piedra pómez bajo las fuertes pisadas del monstruo.

El monstruo tenía los ojos amarillos —evocaban algo pútrido— y divididos por delgadas elipses en sentido vertical. La retracción de los labios creaba una sonrisa cruel, que resultaba más siniestra si cabe a causa de la longitud de los colmillos y el movimiento sinuoso de la lengua bífida. En su expresión había todavía algo parecido a la incredulidad cuando elevó las alas y adoptó la postura de preparación para saltar.

De pronto hubo un potente tirón, como si algo me hubiera impulsado con fuerza hacia atrás. Los ojos del demonio parecieron quedarse conmigo un instante, y después se esfumaron; tan grande fue la magnitud del impacto que siguió a continuación, que se diría que me había arrollado un tren de mercancías.

Soulignac estaba gritando:

—¡Respire, Clément, por Dios, respire! —Me puso unos electrodos sobre el pecho desnudo y sentí una dolorosa descarga eléctrica. Se me arqueó la espalda y volví a caer pesadamente sobre la mesa de operaciones—. ¡Hábleme, Clément! ¿Me oye? ¡Diga algo! —Yo sentía el torso como si lo tuviera envuelto en aros de metal—. Vamos, tome aire. —Boqueé, y mis pulmones parecieron llenarse de fuego—. Eso es, otra vez. —Soulignac tenía una expresión angustiada en el semblante y le brillaba la frente de sudor. Abrí la boca y aspiré aire—. Bien hecho, Clément. Siga así. —Poco a poco mi respiración se regularizó y Soulignac me apretó la mano con fuerza—. Ha estado ausente tres minutos. Creí que iba a perderlo. —Se secó la frente—. Aún no está fuera de peligro. Voy a estimular el nervio frénico. —Yo afirmé con la cabeza y cerré los ojos para someterme a sus cuidados—. No, Clément, continúe con los ojos abiertos, siga despierto.

Transcurrieron varios minutos hasta que retiró los electrodos y me ayudó a incorporarme.

—Bien —dijo—, ¿qué es lo que ha visto?

Yo sacudí la cabeza en un gesto negativo y respondí:

—Nada.