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1876

Inicié mi programa de investigación usando animales: al principio ratas, y más tarde gatos callejeros. En La Salpêtrière nunca había escasez de equipos, y yo tenía acceso a las más modernas baterías de cloruro de plata. La muerte se «administraba» mediante intoxicación de cloroformo. Un ensayo que obtuvo un particular éxito fue el de uno de mis gatos, que fue resucitado tras un periodo de cuatro minutos, un lapso de tiempo del que no había precedentes. Estaba muy débil, pero a lo largo de los dos días siguientes recuperó las fuerzas hasta el punto de ser capaz de perseguir una bola de papel atada a un cordel. Que yo pudiera discernir, había recuperado todas sus facultades felinas. En la mañana del tercer día le di leche en un plato y una sardina que había guardado del desayuno, y lo dejé libre en el recinto del hospital. Se alejó dando brincos y no tardó en perderse de vista.

Solo surgieron dos oportunidades en las que pude intentar la reanimación eléctrica con seres humanos. En ambos casos se trataba de pacientes aquejados de epilepsia cuyas funciones vitales habían cesado en el curso de ataques de especial violencia. El primero, un varón de mediana edad, no llegó a recuperar la conciencia; el segundo, una mujer joven, «despertó» en medio de un delirio que duró treinta minutos, y seguidamente cayó en coma y falleció. Aun así, no me desanimé. Los resultados de mis experimentos con animales eran muy prometedores, y tenía en mente varias modificaciones del procedimiento que estaba deseoso de ensayar en seres humanos.

Continué visitando a Bazile, y mis investigaciones con frecuencia constituían un tema de conversación. Por lo general, él se entusiasmaba al enterarse de cualquier avance, sin embargo una tarde su reacción fue un tanto apagada.

Mordisqueaba el extremo de su pipa y se le notaba incómodo.

—No es posible saber lo que piensa Dios, y yo no presumiría de saberlo. Sea como fuere, me da la impresión de que el carácter definitivo de la muerte nos comunica en parte cuáles son sus propósitos. Si Dios hubiera querido que existiera un tránsito entre este mundo y el otro, ¿se habría tomado la molestia de levantar una separación tan grande?

—Esa argumentación plantea problemas —repuse yo—, porque si se aplica de manera coherente a todos los fenómenos naturales, uno se encuentra con grandes dificultades. Las enfermedades, por ejemplo. Si Dios hubiera querido que gozáramos de buena salud, no habría permitido que existiera la enfermedad. Por tanto, se deduce que la práctica de la medicina ha de oponerse a la religión. No obstante, nadie respaldaría semejante opinión. Desde luego, curar a los enfermos fue una parte fundamental del ministerio de Cristo.

—Pero la muerte parece tan… —Bazile calló unos instantes mientras buscaba la palabra adecuada— ¡decisiva! Reanimar un cuerpo muerto, traer de nuevo un alma que ya había partido hacia el descanso eterno, podría parecerles a muchos cristianos un acto… —hizo una mueca de desagrado antes de finalizar—… antinatural.

—Cuando los hombres venerables obran milagros, se convierten en santos. ¿Y qué es un milagro, sino un acto antinatural? ¡La Iglesia siempre ha recompensado la vulneración de las leyes naturales!

—La reanimación es ciertamente milagrosa, pero puede que no lo sea tanto como, digamos, el milagro de los panes y los peces.

Yo sonreí con malicia.

—Puede que no, aunque desde luego sí puede compararse con la resurrección de Lázaro. ¿Acaso no nos han dicho, incluso desde pequeños, que hemos de tomar ejemplo de Cristo?

Bazile me dio la razón en este punto, pero me di cuenta de que seguía estando inquieto.

Pasaron los meses, el otoño se transformó en invierno, y recibí una carta de un cirujano del Hôtel Dieu (en aquella época dicho hospital, el más antiguo de París, estaba siendo reformado, y la construcción del nuevo edificio, situado al lado de la catedral, se hallaba próxima a su fin). Hacía poco que había leído el artículo que escribí yo hablando de la literatura relativa a la reanimación mediante electricidad —el que firmé conjuntamente con Duchenne— y había varias cuestiones técnicas de las que quería hablar conmigo. Como eran demasiado numerosas para tratarlas por correo, accedí a reunirme con monsieur Soulignac en el reservado de un restaurante ubicado en el Boulevard Saint-Germain.

El individuo que me saludó contaría cuarenta y tantos años y vestía de forma impecable. Tenía una cabellera rubia que relucía gracias a una generosa dosis de brillantina, ojos azules y barba y bigote pulcramente recortados. Sus preguntas no resultaron difíciles de responder, y las siguientes horas transcurrieron de manera agradable. Para cuando llegaron los cigarros y el coñac, ya estábamos en mangas de camisa y sintiéndonos muy cómodos.

Soulignac hablaba con sinceridad:

—Los cirujanos han tardado mucho en aprovechar las ventajas de los aparatos eléctricos. Casi todos mis colegas continúan prefiriendo los antiguos métodos de reanimación: inflar los pulmones, aplicar presión en el abdomen,

¡y después empezar a rezar! —Exhaló una nube de humo amarillo y sacudió la cabeza en un gesto de negación—. Yo llevo casi un año usando las baterías, y, sin duda alguna, a consecuencia de ello ha aumentado el número de mis pacientes que sobreviven a una crisis. He logrado reanimar a pacientes cuyo corazón apenas latía y que de otro modo habrían muerto con toda certeza. Pero todavía no he salvado a ningún paciente cuyo corazón ya estuviera parado. Y lo he intentado en muchas ocasiones.

—Tal vez debiera usted adquirir una batería más potente —sugerí—. Duchenne se fiaba a ciegas de su aparato volta-farádico. Era pesado y engorroso, pero aun así se podía trasladar en un caso de emergencia, y gracias a sus tubos graduados era posible medir las dosis más bajas con tanta exactitud como las más intensas.

Le hablé a Soulignac de los experimentos que había llevado a cabo con animales y del gato que había devuelto a la vida después de cuatro minutos. El afirmó que dicho resultado era «extraordinario».

El ambiente del reservado se había vuelto neblinoso a causa del humo de los cigarros, casi conspiratorio, y terminé hablando de mi padre y de aquel lejano día en la Bretaña en el que me enseñó La danza de la Muerte y yo decidí hacerme médico. Resultó que Soulignac había experimentado una revelación similar cuando tenía más o menos la misma edad, coincidiendo con la trágica y horrible, por lo prematura, muerte de su madre.

—Uno de mis pacientes me dijo una cosa… —comentó Soulignac con una expresión que indicaba que se hallaba sumido en una profunda introspección.

—Oh —respondí yo para recordarle mi presencia.

—Era un funcionario… Yo estaba convencido de que no había esperanza. No respiraba, en cambio detecté un débil latido… ni siquiera eso, un murmullo, una vibración en tono grave. Estimulé el corazón, volvió a tener pulso y, cosa notable, unos minutos después recobró el conocimiento. Estaba muy débil, pero alargó una mano, me aferró el brazo e insistió en que escuchara lo que tenía que decirme. «Es todo cierto —dijo—, todo cierto». Y pasó a describir una experiencia realmente visionaria.

El relato que siguió se correspondía de forma exacta con el testimonio del caso número seis de Duchenne. Cuando Soulignac llegó a la descripción del túnel, la luz y el ser sublime, yo ya me sentía, a un mismo tiempo, emocionado y turbado.

—Ahora comprendo —prosiguió Soulignac— que todo ello pudo ser el resultado de la falta de oxígeno y de nutrientes en el cerebro, pero no termino de creerlo. Tal vez me considere usted un necio, pero pienso que allí hubo algo más. Verá, aquel caballero era una persona de lo más sensata. Durante su convalecencia yo fui muchas veces a verlo, y estuvimos hablando con todo detalle de la visión que había tenido. Me dijo que lo que había experimentado no se parecía en absoluto a un sueño. Desde luego, mantenía que era todo lo contrario, una realidad más inmediata y más vital. Me confesó que antes de ser reanimado era ateo desde siempre. En cambio, cuando le dimos el alta, fue directamente a un monasterio con la intención de dedicar su vida a Cristo.

Yo no contesté, y Soulignac interpretó que mi silencio era reprobatorio.

—Dirá usted que se trató de una alucinación —añadió, un tanto violento.

—En absoluto —repuse yo sencillamente—. Uno de los pacientes de Duchenne, una mujer que fue reanimada tras haber sufrido asfixia por óxido carbónico, relató algo muy similar.

Le conté la confesión que hizo mi mentor en su lecho de muerte. Cuando apareció el camarero, más para hacernos ver lo tardío de la hora que para ofrecernos algún servicio, hicimos caso omiso de su gesto dispéptico y pedimos que trajera más cigarros.

Conforme iba avanzando la velada, me fue quedando claro que el interés que tenía Soulignac por la reanimación mediante estimulación eléctrica estaba tan motivado por la curiosidad espiritual como por el deseo de hacer avanzar la medicina, y que nuestro objetivo en última instancia era idéntico: aportar pruebas científicas de la existencia del alma y de su supervivencia después de la muerte del cuerpo. Ambos reconocimos que uniendo nuestros recursos dicho objetivo podría alcanzarse con mayor prontitud. Yo, neurólogo y antiguo ayudante del gran Duchenne, tenía acceso a diversas baterías y ya estaba embarcado en un impresionante programa de experimentos con animales. Soulignac, un cirujano habituado a perder con frecuencia pacientes en el teatro de operaciones, contaba con numerosas oportunidades de poner a prueba los nuevos procedimientos que estaba desarrollando yo. Quienes fueran devueltos con éxito a la vida podrían ser interrogados acerca de la experiencia vivida, y tal vez, con el tiempo, pudiéramos recopilar los testimonios de todos para después publicarlos. La aparición de un artículo semejante en una respetada revista especializada causaría sensación. Cuando descendimos del reservado y salimos a la calle, que se hallaba desierta, los dos teníamos el rostro enrojecido por efecto del alcohol y nos sentíamos eufóricos por lo audaz de nuestras ambiciones.

Tres meses después de nuestro encuentro inicial, Soulignac reanimó a un amputado cuyo corazón había pasado casi un minuto entero parado, empleando la batería de cloruro de plata que había usado yo con mis gatos callejeros. El paciente despertó de su extinción pasajera y contó a Soulignac que había estado en un mundo de luz brillante, y que mientras tanto había conversado con su esposa fallecida. Murió dos días más tarde, pero no sin antes haber proporcionado a su médico un relato completo del asombroso viaje que había hecho a la frontera de la eternidad.

La primera vez que vi a Thérèse Coubertin fue en una de las veladas de Charcot. Nos presentaron y únicamente intercambiamos unas cuantas palabras antes de que se la llevara Henri Coubertin, un profesor asociado deseoso de exhibir a su bella y flamante esposa ante los demás invitados. Su comportamiento dio ocasión al día siguiente a varios comentarios malintencionados. Coubertin era un hombre decente —sin dobleces, amigable, dotado de un carácter risueño para con sus pacientes—, pero estaba envejeciendo muy mal. Su cabello ralo, peinado al través de la coronilla y fijado a base de ungüentos, no lograba disimular el hecho de que era casi calvo, y su abultado chaleco se esforzaba por contener una panza considerable.

Coubertin había regresado a su ciudad de origen para buscar esposa, y supongo que, según los haremos imperantes fuera de la capital, debió de resultar una estampa impresionante: el médico distinguido y próspero que vuelve de la gran ciudad. No costaba entender que su reputación, su generosidad y sus sólidas virtudes constituyeran un atractivo para cierto tipo de mujeres, deseosas de escapar del tedio de la vida de provincias.

Tras una inicial explosión de actividad social, a Thérèse Coubertin se la empezó a ver cada vez con menor frecuencia, y cuando nació su hijo Philippe se la dejó de ver del todo. Coubertin, cuando se le preguntaba por la salud de su esposa, contestaba que se encontraba bien y que estaba disfrutando de la maternidad. De hecho, sufría una depresión, pero esto, tal como descubrí más adelante, era algo que a Coubertin le resultaba difícil aceptar. Sospecho que se echaba a sí mismo la culpa (más que a una alteración posparto del metabolismo) de la infelicidad de su mujer. Los médicos tienen una notoria incapacidad para hacer frente a la enfermedad cuando ésta aparece en sus propios hogares.

Transcurrieron varios años antes de que Thérèse Coubertin empezara a dejarse ver de nuevo en público. Los Charcot habían cruzado el Sena y ahora ocupaban un ala del Hôtel de Chimay, una mansión situada en el quai Malaquais. Recuerdo una ocasión en la que contemplaba yo a madame Charcot guiando a una mujer alta y elegante por la sala, dirigiendo su atención hacia determinadas obras de arte, hasta que de repente me di cuenta de que aquella distinguida dama no era otra que Thérèse Coubertin. Era notable lo mucho que había cambiado.

En otra posterior visita al Hôtel de Chimay, un tanto aburrido por la compañía, me excusé y busqué un lugar solitario junto a uno de los altos ventanales desde el cual pudiera ver el exterior y disfrutar de una panorámica del río. Me quedé absorto en las formas que trazaba la luz en el agua, y me sobresalté al oír una voz de mujer que decía:

—Es precioso, ¿verdad?

Me volví y me encontré con Thérèse Coubertin, de pie a mi lado. Iniciamos una conversación, pero tan solo conservo un vago recuerdo de lo que estuvimos hablando. Lo único que guardo en la memoria es la tersura de su piel y la luminosidad de sus ojos.

En las veladas de Charcot tendíamos a buscarnos el uno al otro, y si nos encontrábamos apartados de los demás, nuestra conversación no tardaba en tornarse peculiarmente intensa. Ella había adquirido interés por el espiritismo y hacía frecuentes referencias a las sesiones a las que había asistido. Yo era escéptico pero curioso, y siempre la alentaba a que me contase más. Thérèse hablaba de ectoplasmas, de objetos que se materializaban en el aire y de mensajes procedentes de los muertos. En cierta ocasión nos oyó hablar Coubertin, se nos acercó y dijo con fingido afecto:

—Thérèse, querida, a monsieur Clément no le interesan esas cosas.

—Oh, desde luego que sí —protesté yo—. Las grandes preguntas de la vida y de la muerte ejercen una fascinación sin límites.

Coubertin se echó a reír, me dio una palmada en la espalda y me dijo:

—¡Espero que no haya hecho de usted un converso! —Luego me llevó a un aparte y me susurró al oído—: Le agradezco que la entretenga, Clément, es usted un buen tipo. —Y acto seguido me instó a acercarme a un imponente caballero que se hallaba rodeado por un grupo de médicos jóvenes con anteojos—. Y ahora —continuó, haciendo una pausa para recuperar el resuello—, permítame que le presente a monsieur Braudel. El artículo que ha escrito recientemente sobre la ataxia hereditaria sin duda va a causar un gran revuelo. Es un hombre que merece la pena conocer.

Era la manera que tenía Coubertin de mostrar gratitud. Se sentía aliviado de que alguien estuviera dispuesto a mantener a su esposa «entretenida».

Una soleada tarde vi a Thérèse en los Jardines de Luxemburgo. Estaba sentada en un banco, con el pequeño Philippe jugando a sus pies. Me acerqué, y cuando me vio se puso en pie y me saludó con la mano.

—¿Dónde está el profesor? —inquirí, mirando en derredor.

—En su club —respondió ella en un tono de voz que contenía una leve nota de irritación.

Iniciamos una conversación que fue volviéndose cada vez más íntima. Ella habló de que se sentía insatisfecha y poco realizada, y, aunque estas observaciones surgieron dentro del contexto de otro tema más amplio referente a la condición humana, a mí me resultó obvio que en realidad estaba hablando de su matrimonio. Cuando nos despedimos, me ofreció su mano y permitió que mis labios permanecieran un instante más de lo debido.

En la siguiente velada de Charcot, pensé que lo sensato sería evitar a Thérèse Coubertin. Temía que si hablábamos, nuestra atracción mutua fuera tan evidente que llegaran a darse cuenta los demás. Por tanto, resulta irónico que cuando ya me estaba preparando para marcharme, se me acercara Coubertin con su esposa del brazo.

—¿Cómo? ¿Ya se marcha? —dijo en tono jovial—. Pero si apenas hemos tenido ocasión de hablar.

No recuerdo cómo ocurrió, pero unos minutos después estábamos hablando de música. Se suponía que al día siguiente los Coubertin asistirían a un concierto, un evento más bien refinado que iba a tener lugar en casa de Le Coupey, un profesor del conservatorio. El artista era una joven llamada Cécile Chaminade, y el programa comprendía una selección de piezas y canciones al piano compuestas por ella misma. Coubertin lamentaba no poder acudir por culpa de Charcot, que acababa de informarlo de una imprevista reunión del comité a la que estaba obligado a asistir. De pronto, abrió mucho los ojos y exclamó:

—¡Aguarde un minuto! Si le gusta a usted la música, ¿por qué no ocupa mi lugar?

—Oh, no podría —repuse.

—Pues claro que podría. —Se giró hacia Thérèse—. Ya lo tienes, querida. Ésa es la solución. Clément te hará de acompañante.

—No podemos imponerle eso a monsieur Clément —dijo Thérèse.

—Tonterías —replicó Coubertin—. Él desea ir. ¿No es así, Clément?

Yo hice un gesto de sumisión.

—Es usted demasiado amable.

—Ya está. ¿Lo ves? —rio Coubertin—. Arreglado, pues.

El concierto fue una delicia. Chaminade, que era mucho más joven de lo que yo esperaba, apenas contaría veinte años, poseía un cabello corto y rizado y unas facciones redondeadas. Parecía un poco un ama de cría, aunque una muy seria. Cuando sus manos tocaron el teclado, produjeron una música encantadora, si bien dicho encanto en ningún momento fue lo bastante fuerte para hacerme olvidar a Thérèse Coubertin, cuya proximidad se había transformado en una especie de tormento. Llevaba un ceñido vestido negro, de seda, adornado con franjas de satén y tafetán. En determinado momento cambió de postura y se le alzó el borde de la falda, y dejó al descubierto una brillante media de un tono azul pavo real y una enagua ribeteada con encaje de color crema.

Al finalizar el concierto, detuve un coche de punto y nos sentamos el uno junto al otro. Estuvimos hablando mayormente de la Chaminade, a la cual Thérèse conocía bien. Se habían visto por primera vez en una sesión de espiritismo, y desde entonces se habían hecho amigas. Fui informado de que la joven compositora era una vegetariana estricta, prefería trabajar por las noches y se interesaba mucho más por la música que por tener pretendientes. Mientras Thérèse me contaba estas cosas, comencé a sentirme mareado por el deseo. Tuve la sensación de entrar en un estado alterado de conciencia en el que todos los detalles del mundo aparecían magnificados: un reflejo de humedad en sus labios, el polvo de sus mejillas, las pecas taraceadas en el verde transparente de sus ojos; de repente ya no fue posible contenerse más, y la tomé en mis brazos y la subyugué con mis besos.

Aquél fue el inicio de todo: de las notas secretas, de los planes cuidadosamente urdidos y los encuentros «accidentales» en los Jardines de Luxemburgo, del fingimiento, las mentiras y los engaños. Todo ello desembocó en un hotelito destartalado de Montmartre, en el que por fin consumamos nuestra pasión.

Mientras contemplaba una gota de sudor que se evaporaba en su cuerpo, le dije:

—Quiero que lo abandones.

Ella suspiró.

—No puedo.

—¿Por Philippe? —La estreché entre mis brazos, y ella se acurrucó contra mi pecho—. ¿Y entonces qué vamos a hacer?

—No lo sé —contestó. Y después de reflexionar durante largos instantes, tan solo fue capaz de repetir esta misma frase decepcionante.

Soulignac y yo procedimos a interrogar a pacientes que habían sobrevivido a la reanimación. Al cabo de un año habíamos recopilado cinco testimonios similares al que recogió Duchenne de su caso número seis. De nuestros cinco, yo había sido el responsable de reanimar únicamente a uno, un muchacho estable que había sufrido una lesión grave en la cabeza. Mostró una elocuencia sorprendente, y la manera en que describió su comunión con el infinito resultó ser profundamente conmovedora. Por desgracia, su recuperación fue frágil y murió poco después de una hemorragia cerebral. Hubo otros pacientes, que recuperaron la conciencia tras una enfermedad grave, cuya respiración se había interrumpido y cuyo corazón había enmudecido casi, pero no del todo; sin embargo, ninguno de este grupo habló de túneles ni de luces. La mayoría no dijo nada, y unos cuantos refirieron haber tenido sueños muy vividos. Varios de aquellos sueños eran de índole religiosa y en ellos aparecían resplandecientes seres angelicales, pero Soulignac y yo en ningún momento nos sentimos tentados a confundirlos con lo que ya sabíamos que era un contacto auténtico con lo sobrenatural. Estaba emergiendo una regla simple: cuanto más acentuada era la pérdida de signos vitales y más se prolongaba la ausencia de éstos, más probabilidades había de que el paciente reanimado relatara después una experiencia espiritual.

Poco después de que Thérèse y yo nos hiciéramos amantes, le hablé de las investigaciones que estaba llevando a cabo con Soulignac. Se quedó asombrada.

—¿Cómo es que no me lo has contado antes?

—Nunca ha surgido la oportunidad.

—Pero si siempre hemos hablado de temas del espíritu.

—Sí, en el Hôtel de Chimay, donde cualquiera podría haber oído lo que estaba diciendo.

—¿Y qué importaba eso?

—En lo referente a mis colegas, estoy intentando perfeccionar las técnicas de reanimación mediante electricidad, y nada más. Si Charcot supiera en qué estoy embarcado en realidad, probablemente me despediría. Es un anticlerical empecinado, un materialista de lo más mezquino.

—¿Pero acaso no es científico tu proyecto? Yo creía que la finalidad era ésa: demostrar, al margen de toda duda, que la muerte no es el fin.

—Necesito pruebas.

—Ya las tienes.

—Sí, pero no las suficientes. Y entretanto tengo que pensar en mi reputación.

Thérèse se incorporó apoyándose en un codo, me acarició la frente y me dijo en un medio susurro:

—Serás famoso.

Ya estaba plantada la semilla. La ambición comenzó a nutrirse del fertilizante de mi vanidad.

Me vi a mí mismo eclipsando a Charcot, instalado en una mansión de la Rué du Faubourg Saint-Honoré, cubierto de honores, agasajado por embajadores, reyes y potentados, elogiado en las páginas de sociedad como un moderno Odiseo, y en aquella fantasía, en todo momento, a mi lado se encontraba Thérèse Coubertin.

Surgió en mi mente una idea que flotaba, igual que una cometa, por encima de los pensamientos cotidianos. Al principio parecía un concepto demasiado caprichoso para tomarlo en serio, pero cuanto más reflexionaba sobre él, más me convencía de que no era improbable que tuviera un desenlace favorable.

—Interesante —dijo Soulignac—, pero lo que propone usted no podría llevarse a cabo jamás. Los riesgos son demasiado elevados.

—Cuando estuve trabajando en el hospital de la misión de Saint-Sébastien, me enteré de que existía un veneno que paraliza el diafragma y ralentiza el corazón. Se encuentra sobre todo en la piel del pez globo. —Expliqué que los sacerdotes nativos de las Antillas llevaban siglos explotando dicho veneno—. Una cantidad muy precisa, determinada gracias a los experimentos llevados a cabo con animales, podría causar una suspensión temporal de las funciones vitales de un ser humano. Y después se podría devolver a dicho ser humano a la vida empleando el método usual.

Soulignac se tironeó de la barba. Su expresión era de escepticismo.

—Sé que ese veneno es eficaz —proseguí—. En cierta ocasión vi… —Hacía mucho tiempo que no pensaba en el asesinato de Aristide. De pronto acudieron a mi cerebro, en tropel, imágenes de fuego y de sangre—. En cierta ocasión vi a un joven campesino, al que habían declarado muerto, salir de su tumba… respirando y andando.

—¿Cuáles eran las circunstancias? —quiso saber Soulignac.

Dudé. El bokor me había hecho jurar que jamás revelaría lo que había presenciado. Me acordé de su dedo huesudo clavado en mi pecho, del escalofriante chillido que lanzó y del blanco descolorido de sus ojos.

Soulignac seguía mirándome ceñudo.

—¿Y bien?

Tavernier había dicho que la magia de los bokores era química, no sobrenatural, y que su religión eran paparruchas. ¿Qué había que temer?

Encendí un cigarro y comencé a describir lo que sucedió aquella terrible noche: la reunión en la aldea, el trayecto hasta internarnos en la jungla y la decapitación de Aristide. Al rememorar la rociada de sangre sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral. Cuando terminé, Soulignac hizo una prolongada exhalación y dijo:

—Es una historia realmente notable.

—Y verídica palabra por palabra.

Mi compañero tamborileó con los dedos en la mesa y preguntó:

—¿Dónde obtendría usted ese veneno? ¡Ahora nos encontramos muy lejos de las Antillas!

—En efecto —respondí—, pero no nos encontramos tan lejos de un zoo.

El supervisor del zoológico fue sumamente amable. Se trataba de un viudo cuya esposa habría sufrido una muerte muy dolorosa. Cuando le dije que estaba intentando fabricar un nuevo compuesto anestésico, se mostró deseoso de ayudar. Había peces globo en el acuario, y en la zona de los reptiles encontré unas ranas procedentes del archipiélago de Saint-Sébastien. Fue relativamente fácil aislar el veneno por filtración, y no tardé en tener la cantidad suficiente para empezar a experimentar con animales. El veneno poseía varias propiedades interesantes. Actuaba de forma constante, lo cual facilitaba la tarea de establecer una relación clara entre la dosis y el efecto. Además, la interrupción de las funciones que provocaba resultaba más fácil de revertir mediante estimulación eléctrica que la que provocaba el cloroformo. De ese modo, logré llevar a cabo un mayor número de reanimaciones con éxito, en particular después de que hubiera transcurrido un periodo de inactividad prolongado.

—Piénselo —le dije a Soulignac—. A lo largo de milenios, los hombres han soñado con viajar al otro lado y regresar. Y ahora es posible. Tenemos una prueba irrefutable de que existe una vida más allá de la tumba, no la prueba improvisada del teólogo, con sus argumentos poco convincentes y su polvorienta autoridad, ni tampoco la prueba carente de fundamento del sacerdote que nos exhorta a rezar para que nos sea concedido el don de la fe, sino la prueba fuerte e inquebrantable de la experiencia directa. En nosotros, usted y yo, recae la responsabilidad de penetrar el misterio. —Y a continuación, temblando de emoción, añadí—: Quiero ir.

Cuando le hablé a Bazile de mis intenciones, guardó silencio durante largo rato. Después se quitó la pipa de la boca y dijo:

—El Señor prohíbe el suicidio.

—No estaré suicidándome —repliqué—, sino sometiendo mi cuerpo a un estado de suspensión temporal.

—Pero en el momento en que deje de respirar y su corazón se detenga, estará muerto.

—Sí, pero solo durante uno minuto más o menos. Luego me devolverán a la vida.

Mientras pronunciaba estas palabras, caí en la cuenta de que me había convertido en lo mismo que un bokor; ahora ejercía terribles poderes.

—Dios santo —dijo Bazile—. Lo que está usted a punto de hacer es verdaderamente extraordinario.

Antes de entrar en el Hôtel Dieu, en el que Soulignac había preparado un teatro de operaciones, me detuve un momento para levantar la vista hacia las grandiosas torres de Notre-Dame. Las nubes recorrían veloces el cielo y la luz justo comenzaba a menguar.

—Padre —susurré—, en tus manos encomiendo mi espíritu.