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La muerte de Duchenne me había vuelto más contemplativo, más introvertido. En lugar de cenar con amigos, prefería dar solitarios paseos junto al río. Me colaba en iglesias vacías y me quedaba sentado allí dentro, sumido en mis cavilaciones, hasta que la luz menguaba y la oscuridad se hacía más intensa. Buscaba librerías en las que hubiera obras de teología, y terminé adquiriendo ejemplares de san Agustín y de santo Tomás de Aquino. Los temas que antes despreciaba por considerarlos debates estériles, sofismas inútiles, ahora despertaban mi interés.

Fue más o menos por aquella época cuando me encontré por primera vez con Édouard Bazile. Las circunstancias en que nos conocimos no tuvieron nada de especial, y yo no sospeché que un día llegaríamos a ser amigos íntimos. Bazile me había llamado para que atendiese a su esposa, que sufría una progresiva pérdida de audición. Antes de verme a mí había consultado a varios médicos, ninguno de los cuales había logrado mejorar su afección. Yo le había sido recomendado por uno de mis antiguos pacientes, un librero que padecía una enfermedad del sistema nervioso periférico. Tras examinar a madame Bazile, decidí emplear una de las terapias eléctricas de Duchenne, empresa más bien arriesgada puesto que la membrana del tímpano es muy delicada y la estimulación con corrientes fuertes puede conducir a la sordera total. Advertí a madame Bazile de los peligros, pero ella insistió en que continuáramos adelante, y, después de seis sesiones recuperó completamente la audición. Ni que decir tiene que yo no esperaba volver a ver al matrimonio.

Transcurrieron varios meses, durante los cuales yo me mudé a un agradable alojamiento situado en la planta baja de un bloque de apartamentos de Saint-Germain. La hermosa iglesia de Saint-Sulpice se encontraba tan solo a unas pocas calles de allí, y su notable edificio, elegante y austero, pasó a ser mi refugio habitual. Me familiaricé con el interior, con las columnas corintias, los grandiosos arcos, los relieves de la cúpula y de las capillas, el pulpito dorado, la exquisita estatua de la Virgen María en su calidad de Dolorosa y el tesoro de curiosidades que ocultaba.

Una tarde, al salir de Saint-Sulpice, oí que me llamaban por mi nombre, y cuando levanté la vista vi a un hombre corpulento, de baja estatura, cabello negro y más bien largo, y barba y bigote sin recortar. Cuando se quitó el sombrero lo reconocí de inmediato: Édouard Bazile. Nos estrechamos la mano y le pregunté por su mujer. No había vuelto a haber problemas, y me dio de nuevo las gracias por mi ayuda. La conversación fue cordial y yo mencioné, de pasada, que acababa de mudarme a aquella zona y me agradaba visitar la iglesia.

—Bien —repuso él—, pues permítame que le enseñe los alrededores de la torre norte.

Yo recordé vagamente que la ocupación de Bazile tenía algo que ver con la vida eclesiástica, pero no conseguía acordarme de cuál era exactamente. Desde luego, es posible que él tampoco lo hubiera mencionado nunca con total precisión. Detectó mi confusión y agregó:

—Es donde vivimos madame Bazile y yo. Soy el encargado de tocar las campanas.

Quedamos en vernos la tarde del día siguiente junto a la capilla de San Francisco Javier.

Bazile ya estaba esperándome cuando llegué a la hora señalada. Se sacó una llave del bolsillo del chaleco, abrió la puerta, me invitó a pasar, y comenzamos a ascender por una escalera de caracol. Finalmente llegamos a una estrecha cornisa de madera. De repente me invadió la angustia. Me sentí desorientado, inestable, y temí caerme.

—Hemos subido mucho.

—Aproximadamente la mitad.

En la torre penetraban haces de luz a través de unos paneles inclinados. Miré hacia abajo y vi un complicado conjunto de vigas y puntales que descendían perdiéndose en la oscuridad. Entre el entramado de tablones de madera había un juego de campanas enormes. Ejercían una extraña fascinación. Bazile dirigió mi atención hacia arriba, y allí vi más campanas todavía, flotando mágicamente. Me fijé en que cada una de ellas presentaba por dentro una serie de parches brillantes, en los puntos en que la superficie había sido golpeada una y otra vez por el badajo.

—Son magníficas, ¿no le parece? —dijo Bazile—. Para mí, son mucho más que simples piezas de metal. Las campanas son como las personas, cada una tiene su propia personalidad. —Sonrió y añadió—: ¿Sabía usted que están bautizadas? Es una tradición de la iglesia. Y a medida que van haciéndose viejas les cambia la voz, con el tiempo se vuelven más melodiosas.

Yo sentí que se movía el aire, una caricia fantasmal en mi rostro. La madera crujió y las campanas comenzaron a mecerse.

—En la Edad Media —siguió diciendo Bazile— las campanas eran fundidas por artesanos itinerantes que viajaban por toda Francia. Los aldeanos arrojaban sus objetos de valor a la caldera de fundición, las joyas, los candelabros y los camafeos heredados, en suma las cosas que les eran más queridas. Y de ese modo se conseguía una aleación única que confería a la campana una voz individual. La campana personificaba la virtud, la generosidad de las gentes, y se creía que su tañido consolaba a los enfermos y ahuyentaba a los malos espíritus. No es una coincidencia que cuando rememoramos el hogar, el sitio en el que nacimos y nos criamos, la mayoría de las veces pensemos en una zona que se corresponde más o menos con el sonido de una campana de iglesia en particular. —Se barrió una telaraña de la manga y agregó—: Hay más cosas que ver.

Subimos otro tramo y llegamos a los arcos de piedra que había bajo el tejado de la torre. Nos encontrábamos en una rotonda cuyo suelo estaba perforado por un orificio circular rodeado de una barandilla de hierro oxidado.

—Puede usted asomarse, monsieur. No hay peligro.

—Yo contemplé el abismo—. ¿Le gustaría subir hasta arriba del todo?

—Bazile señaló otra escalera.

—Hoy no, gracias. —Aún me sentía un poco nervioso por el anterior ataque de vértigo.

Bazile era un erudito. Durante nuestra conversación se hizo evidente que, al menos en lo que se refería a aquella iglesia y a su historia, poseía unos conocimientos profundísimos. Le pregunté cómo era que sabía tanto, y me contestó:

—Cuando era más joven quería ser sacerdote. Me aceptaron en un seminario, pero al cabo de unos pocos años lo abandoné. Supongo que tuve una… —titubeó antes de continuar—… una crisis. —Yo me sentí tentado a presionarlo para que me diera algo más de información, pero resistí el impulso. Bazile abrió mucho los ojos, y creí que iba a confesar más, pero de repente desvió el rostro y le habló al vacío—: Me vine a París y me hice ayudante de un sacerdote erudito de Notre-Dame. Era un hombre muy sabio y me enseñó mucho. Desde luego, aprendí de él más teología e historia de la Iglesia de lo que había aprendido en el seminario. —Calló de nuevo y acarició la barandilla oxidada desprendiendo unas pocas escamas de herrumbre—. Aunque había decidido no tomar las Sagradas Órdenes, todavía deseaba mantener el contacto con la Iglesia, servir a Dios todos los días, pero no estaba nada seguro de cómo conseguirlo. Entonces, por casualidad, tropecé con varios tratados de campanología que había en la biblioteca del sacerdote: De campanis commentarius de Rocca y De tintinnabulo de Pacichellius, unos libros maravillosos, y se me ocurrió que tocar las campanas podría ser la solución de la situación en que me encontraba. Entré de aprendiz aquí mismo, en Saint-Sulpice, y cuando falleció el antiguo campanero, su puesto pasé a ocuparlo yo.

La suave brisa que soplaba fuera estaba empezando a cobrar intensidad, y en la rotonda comenzó a oírse un silbido sobrecogedor. Yo me subí el cuello del abrigo.

—Ah —dijo Bazile—, tiene frío, monsieur. Cuando bajemos, si no tiene usted prisa, podríamos, tal vez, pasar por el lugar en que vivo. Me temo que no puedo ofrecerle un coñac, pero tengo sidra muy buena.

La vivienda de Bazile se hallaba situada justo debajo de las campanas. Penetramos en una espaciosa sala de paredes de tosca piedra, ventanas semicirculares y techo abovedado. Las baldosas del suelo estaban parcialmente cubiertas por una alfombra descolorida y los muebles tenían una apariencia rústica. En el rincón había una estufa cuyo grueso tubo cruzaba el techo y desaparecía a través de una tela de lona que servía para sustituir un cristal roto de la ventana. Junto a la estufa había una estantería abarrotada de libros. El aire olía a comida, pero no comida rancia, sino agradable y casera.

De pronto apareció madame Bazile y, para mi profunda mortificación, soltó un largo discurso de alabanza. Empleó la expresión «obrador de milagros». Yo protesté, pero ella no consintió que la contradijera. Cuando por fin se le agotó la reserva de superlativos, sacó una jarra de cerámica llena de sidra y dos vasos grandes. Bazile y yo tomamos asiento a la mesa, fumamos, bebimos y proseguimos con nuestra conversación. Resultó ser la primera de muchas, ya que éramos, en cierto sentido, almas gemelas, y no tardamos en reconocer el uno en el otro una sensibilidad común. Hay quien en los encuentros felices discierne la mano de la Providencia, y he de admitir que la oportuna entrada de Édouard Bazile en mi vida se diría que había sido organizada para beneficio mío. Me había convertido en una persona retraída, aislada, y tenía necesidad de desahogarme. Me hacía falta alguien con quien hablar de teología, de mística y del significado de la existencia, una persona creyente, pero para la que la fe no significara también negar la razón. Bazile era dicha persona. Él englobaba dichas cualidades y poseía muchas otras que yo aprendería a apreciar a medida que nuestra amistad fue haciéndose más profunda.

A partir de aquel día, cada vez que Bazile me veía, ya estuviera yo sentado al fondo de la nave de Saint-Sulpice o paseando por los pasillos, me saludaba y ambos iniciábamos una conversación que solo podía concluir de modo satisfactorio varias horas más tarde, sentados los dos a su mesa, en la torre norte. Acordamos vernos de manera más regular. Yo me presentaba con una pierna de cordero para que la guisara madame Bazile, y ésta la preparaba maravillosamente con un puré de nabos y salsa de alcaparras. Después de cenar, Bazile encendía su pipa y conversábamos hasta que las velas se consumían del todo y las palmatorias rebosaban de cera.

A lo largo de muchos meses yo no dije nada acerca del tema del que más necesitaba hablar, y cuando por fin me confié a Bazile, fue casi de forma accidental. Estábamos hablando, lo recuerdo bien, de las pruebas lógicas de la existencia de Dios.

—¿Qué podría ser más convincente —dijo Bazile— que la luna, el sol y las estrellas? ¿O que esta habitación en la que estamos sentados? Aquí hay algo —tocó firmemente la mesa con el dedo índice para recalcar lo que decía—, cuando fácilmente podría no haber nada. Aristóteles nos dice que todo efecto tiene su causa. Es un principio universal y completamente irrefutable. El efecto de Dios es lo que constituye la prueba de su existencia. Tuvo que haber una primera causa, y esa primera causa fue Dios. Naturalmente, habrá quien diga que la lógica no tiene cabida en la teología. Ésa no es una opinión que yo comparta, pero hay que reconocer que la mente humana tiene sus limitaciones. No podemos esperar que la razón aporte las respuestas a todas nuestras preguntas.

—Mi maestro, Duchenne de Boulogne, jamás habría aceptado esa postura. Era un científico, pero también era un hombre profundamente religioso. Estudió la anatomía del rostro porque creía que nuestras expresiones son animadas por el alma, y él creía en el alma porque… —Me interrumpí en mitad de la frase.

—¿Sí?

—Porque sabía que hay algo de nosotros que sobrevive a la muerte. Él no albergaba la menor duda a ese respecto, y su inquebrantable convencimiento estaba basado en pruebas muy fiables.

—¿Se interesó por el espiritismo?

Yo negué con la cabeza.

—¿Se acuerda de la máquina que utilicé para curar a madame Bazile, la batería? También se puede utilizar para resucitar.

—¿Qué?

—Se puede utilizar para devolver pacientes a la vida después de que hayan muerto.

Bazile se quitó la pipa de la boca y me miró con gesto de incredulidad.

—Si el corazón falla —continué—, a veces una descarga eléctrica puede hacer que vuelva a latir.

—No sabía que la ciencia médica estuviera tan avanzada.

—Es un método que dista mucho de ser seguro, y casi todos los pacientes consiguen solo un alivio pasajero. Lo normal es que quienes han sido sometidos a dicho procedimiento no cuenten nada. La muerte se experimenta como una pérdida de conciencia, igual que dormir sin soñar; sin embargo, hubo una excepción, una mujer que afirmó haber vivido una experiencia cuya mejor manera de describirla sería diciendo que fue un encuentro.

Bazile advirtió que yo titubeaba, y me llenó otra vez el vaso. Le di las gracias y bebí aquel líquido dulce.

—Le contó a Duchenne que su alma se había separado del cuerpo —proseguí— y que se vio a sí misma flotando muy cerca del techo. Contempló la persona sin vida que había abajo, reparó en los ojos cerrados y en la tonalidad azulada… y también en el brazo derecho, que colgaba flácido por un lado de la cama. Observó a Duchenne, que salió corriendo de la habitación y regresó con una batería. No estaba asustada; al contrario, sentía una profunda calma y se apiadaba de los médicos y de las enfermeras, que parecían estar muy agitados y angustiados. Sintió deseos de decirles que no se preocupasen, que no había necesidad, que ella se encontraba sumamente cómoda y feliz. De repente vio que el hospital se difuminaba y que ante sus ojos aparecía la entrada de un túnel. Se deslizó sin esfuerzo hacia su interior y avanzó en dirección a una luz que emanaba del otro extremo. Comenzó a avanzar a más velocidad y se vio arrastrada rápidamente a través del espacio y lanzada hacia un gran resplandor uniforme. No era luz tal como la entendemos, sino más bien otra cosa mucho más prodigiosa y más pura. Dijo que era como ser irradiada con amor. Fue una experiencia totalmente abrumadora: euforia, éxtasis. Percibió algo inmanente en dicha luz y supuso que debía de estar en presencia de un ser superior, de un emisario.

Bazile frunció el entrecejo.

—¿Un emisario? ¿A qué se refería?

—La mujer permaneció en aquel estado de beatífica suspensión durante un periodo de tiempo indeterminado. Y luego, de forma bastante repentina, se sintió atraída de nuevo por una poderosa fuerza hacia el interior de su cuerpo. Vio a Duchenne de pie junto a ella, retirándole los electrodos del pecho. No sintió alegría, sino tan solo una tristeza terrible, aplastante. Deseó regresar a la luz. Cuando su estado se estabilizó, le contó a Duchenne la experiencia que había vivido. Dos horas después entró en coma y falleció. De todas formas, en el momento de la muerte, Duchenne observó un detalle muy extraño: la mujer sonrió. Y aquella sonrisa parecía ir dirigida a alguien, o algo, invisible.

Las arrugas que surcaban la frente de Bazile se hicieron más pronunciadas.

—Extraordinario, un relato fascinante, pero… —Dudó un instante antes de añadir—: Que los moribundos tengan visiones no es tan inusual. Pregunte a cualquier cura de parroquia, y le contará historias parecidas. Que la esposa del herrero afirmó haber visto a la Virgen María, o que la hija del panadero oyó un coro celestial. Podrían estar diciendo la verdad o no. Jamás podremos saberlo. ¿No es posible que la paciente de Duchenne simplemente hubiera sufrido una alucinación?

—Édouard, los muertos no sufren alucinaciones. Se le había parado el corazón y no había sangre circulando ni por las arterias ni por el cerebro. No había aliento en sus pulmones. Solo un cerebro vivo es capaz de tener sueños y alucinaciones. Es más, lo que observó hacer a Duchenne mientras permanecía inconsciente era totalmente acertado.

—Ah —respondió Bazile. Se quitó la pipa de la boca, ya apagada, le dio unos golpecitos contra la pata de la mesa a fin de sacar un residuo de tabaco y se sumió en una ensoñación inquieta durante la cual no dejó de revolver la maraña de su barba con dedos nerviosos. Al final de un intervalo de tiempo considerable, dijo—: Si no me equivoco, acaba usted de narrar la prueba más convincente que se ha aportado nunca de que existe una vida más allá de la muerte del cuerpo. ¿No sería apropiado por tanto, informar a la comunidad científica del notable descubrimiento de Duchenne?

—Fue el deseo de Duchenne en su lecho de muerte que yo continuase su trabajo y ofreciera al mundo una prueba irrefutable de la existencia de la otra vida. Él abrigaba la esperanza de que dicha prueba cambiase el corazón de los hombres, esperaba que si las personas supieran, con certeza absoluta, que algún día serían juzgadas por su Hacedor, no se desviarían con tanta facilidad del camino de la rectitud.

—¿Y usted accedió a hacer lo que le pedía?

—Sí.

Bazile juntó las palmas de las manos.

—Una grave responsabilidad.

—En efecto, y hasta la fecha, no he hecho nada.