Otoño de 1873
París
Regresé de Saint-Sébastien a un París que, aunque todavía no se había recuperado de su humillante derrota, empezaba a dar signos de ver restaurada su seguridad en sí mismo. En cuanto encontré un lugar en que alojarme, escribí a mi padre, y poco después me reuní con él para hablar de mis planes de futuro. Me sentía cada vez más fascinado por el sistema nervioso y estaba deseoso de aprender más de la mano de un experto. A decir verdad, desde aquella fatídica noche en la que presencié el asesinato de Aristide, había comenzado a obsesionarme con el cerebro y su funcionamiento. Me preguntaba hasta qué punto quedaba preservada la conciencia en los muertos vivientes, qué experimentaban… si es que experimentaban algo. Estas sobrias reflexiones dieron lugar a otras cuestiones filosóficas, más amplias, relativas a la mente y a la relación que guardaba ésta con el cuerpo.
—Duchenne —me dijo mi padre—. Ése es el hombre con el que debes trabajar.
Parecía una sugerencia absurda. Guillaume Duchenne de Boulogne era la máxima autoridad que existía en cuanto a enfermedades nerviosas. Había sido un precoz defensor de los tratamientos mediante electricidad, había realizado avances en el campo de la fisiología experimental y era el primer médico que había empleado la fotografía como método para guardar constancia de los fenómenos tanto clínicos como de laboratorio.
—¿Y por qué iba a darme trabajo Duchenne? —repliqué.
Entonces mi padre me explicó que éramos parientes lejanos. Le escribió una carta, y una semana más tarde recibí una invitación para visitar el laboratorio de Duchenne. Este poseía la apariencia de un sabio, tenía una cabeza calva y más bien plana, cejas pobladas, nariz fuerte y unas patillas largas y frondosas que se detenían justo antes de juntarse por debajo de la barbilla. En el curso de la conversación me enteré de que su hijo Émile había fallecido durante el asedio de París después de haber contraído la fiebre tifoidea. Émile había sido el ayudante de su padre, y éste no había hecho el menor intento de buscar un sustituto. Tal vez se sentía solo, o tal vez nuestro lejano parentesco influyó en su ánimo; fuera cual fuese la causa, Duchenne se sintió inclinado a ofrecerme el puesto que anteriormente había ocupado su hijo, y yo acepté sin dudar.
Poco después de empezar a trabajar con Duchenne, leí el manual que había escrito éste acerca de las baterías, la patología y la terapéutica. Ni que decir tiene que yo ya sabía que los aparatos eléctricos se utilizaban de manera rutinaria para tratar una serie de afecciones médicas, pero nunca me había encontrado con ejemplos de casos en los que se utilizaran para resucitar a una persona. Me sorprendió descubrir que Duchenne llevaba casi veinte años llevando a cabo experimentos en dicho terreno. Uno de sus primeros casos fue el de un aprendiz de panadero, un muchacho de quince años que, a causa de un problema imaginario, había ingerido una gran cantidad de alcohol y después se había metido en el horno de su maestro, se quedó dormido y se asfixió. Lo encontraron a la mañana siguiente, aparentemente sin vida, y lo sacaron del horno. Quiso la suerte que el médico que se alojaba en el piso situado encima de la panadería fuera precisamente Duchenne. El chico había dejado de respirar y no se le detectaba el pulso con la mano, aunque por el estetoscopio se oía un débil murmullo. Rápidamente trajeron una batería de las habitaciones de Duchenne y aplicaron una descarga eléctrica al corazón del muchacho. Al cabo de unos segundos, aparecieron unos movimientos respiratorios lentos y débiles, y llegado el momento el chico lanzó un potente grito y empezó a patalear. Se habían restablecido la circulación y la respiración, le volvió el color y no tardó en ser capaz de responder preguntas.
En el manual de Duchenne se recogen otros intentos de reanimar a un paciente, pero él ponía mucho cuidado en no exagerar sus logros. Ofrecía un informe equilibrado. Casi todos los casos que reseñaba eran tan solo éxitos parciales: una recuperación temporal seguida de una pérdida total y definitiva de los signos vitales. Aun así, a mí me fascinaron estos hallazgos y quise saber más. Duchenne era un mentor complaciente y demostró su método empleando ratas como sujetos experimentales. A cada rata se le administraba cloroformo hasta que dejaba de respirar y cesaban los movimientos generales. A continuación, se le ponían electrodos en la boca y en el recto hasta que los movimientos convulsivos y las sacudidas proporcionaban la primera prueba de la reanimación. De igual modo que con los seres humanos, los resultados variaban. La mayoría de los animales no reaccionaba en absoluto a la estimulación eléctrica, otros experimentaban una breve recuperación que duraba unos minutos, pero en cada cesta había una o dos ratas que volvían a la vida con éxito.
En su madurez, Duchenne había tomado interés por los mecanismos físicos que subrayaban la expresión de los sentimientos humanos. Había demostrado que aplicando electrodos a la cara era posible estimular las contracciones musculares y fabricar emociones. Las fotografías que dejaban constancia de dichos experimentos se reprodujeron en una importante publicación, Los mecanismos de la expresión facial humana. Constituye una obra maestra del retrato médico. Para ser el trabajo de un hombre de ciencia, el prefacio comienza con una aseveración sorprendentemente nada científica. Duchenne afirma que el rostro humano es animado por el espíritu, y yo sospeché que, aunque a todas luces se concentraba en identificar los grupos de músculos que excitan la aparición de las emociones, la verdadera índole de su proyecto era un poco más profunda. Para Duchenne no existía tensión alguna entre los valores de la religión y los de la Ilustración. La presencia de Dios se podía sentir con igual intensidad en el laboratorio y en una catedral. En realidad, él no estaba estudiando la expresión facial, él estaba estudiando el alma.
Los cuadernos de notas de Duchenne estaban llenos de observaciones e ideas que merecían un tratamiento más extenso. Yo le sugerí la posibilidad de incorporar parte de aquel material a los artículos académicos que tenía intención de escribir. Duchenne no se opuso, y ambos colaboramos en varios trabajos que se publicaron más adelante. Uno de ellos adoptó la forma de una amplia crítica de la literatura relativa a la reanimación.
En aquella época yo no establecí ninguna relación entre los pioneros intentos que realizó Duchenne en el campo de la reanimación, que comenzaron en la década de 1850, y el libro que escribió sobre la expresión facial, que se publicó aproximadamente diez años más tarde. Si hubiera sido más sagaz, habría sabido ver una progresión natural. Había una razón para que Duchenne quisiera estudiar el alma, pero yo pasé varios años sin descubrirla, hasta la noche misma en que murió.
Yo trabajaba hasta muy tarde, y cuando finalizaba la tarea Duchenne me invitaba a su salita y pasábamos el rato allí, conversando, hasta que los ruidos de la calle disminuían poco a poco y se hacía el silencio en el exterior. En una de aquellas ocasiones, estábamos hablando de una rara forma de perlesía cuando Duchenne dijo de repente:
—Tenemos un buen ejemplo en un paciente que acaba de ingresar en el Hópital de la Charité. Vamos a ver qué tal le va a ese pobre hombre.
Se levantó de su asiento y fue a por su abrigo.
—¿Cómo? —contesté yo—. ¿Ahora?
Duchenne me dirigió una mirada de soslayo.
—Sí. ¿Por qué no?
Y así fue cómo descubrí la peculiar costumbre que tenía mi mentor de visitar hospitales a horas intempestivas. Lo hacía con tanta frecuencia que las enfermeras, cuando lo veían aparecer en las salas a las dos o las tres de la madrugada, normalmente reaccionaban con indiferencia. Al llegar, primero examinaba a sus pacientes y acto seguido buscaba casos interesantes. Le permitían dicha libertad no solo a causa de su considerable reputación, sino también a causa de su impresionante virtud. Si descubría a un paciente pobre, aquejado de un mal doloroso, que no podía pagarse el tratamiento, invariablemente prestaba sus servicios sin cobrar nada. Le recuerdo moviéndose entre las camas de las salas con su figura enjuta, pasando por delante del mortecino brillo de las lámparas de gas, con la cabeza inclinada como si rezase, administrando medicamentos con la amable autoridad de un sacerdote que reparte la comunión.
Éramos especialmente bienvenidos en La Salpêtrière, porque el jefe de servicio y recién nombrado jefe de anatomía patológica, Jean-Martin Charcot, era un antiguo alumno de Duchenne. Bajo su inteligente dirección, La Salpêtrière, que hasta entonces no había sido más que un insignificante hospital de enfermos terminales, ya iba camino de convertirse en una escuela de neurología de renombre internacional. La Salpêtrière, que más que una institución médica era una ciudad dentro de otra, constaba de más de cuarenta pabellones construidos alrededor de plazoletas, mercados y jardines. Incluso tenía su propia iglesia, un edificio barroco dotado de una cúpula octogonal, lo bastante grande para alojar a más de un millar de fieles. Aunque Charcot era un hombre orgulloso, cada vez que nos tropezábamos con él trataba a Duchenne con sumo respeto, y si iba acompañado de un séquito de estudiantes, presentaba a su antiguo profesor (de manera un tanto teatral, quizá) diciendo que era el «maestro».
Después de llevar un año siendo ayudante de Duchenne, ya me había instalado en una rutina muy cómoda. En ningún momento se me había ocurrido la posibilidad de buscar trabajo en otro sitio. Sin embargo, un día Duchenne me informó de que Charcot estaba buscando una persona joven para cubrir un puesto de La Salpêtrière, y me aconsejó que presentara mi solicitud. Yo protesté, pero Duchenne insistió.
—Yo no puedo cargar con la responsabilidad —me dijo— de frenarte en tu carrera. Ésta es una oportunidad espléndida, y si no la aprovechas me sentiré mortificado.
Envió una carta de recomendación a Charcot, y, tanta era su influencia, que la noticia de mi nombramiento oficial, cuando llegó, fue una mera formalidad.
En calidad de médico residente, estaba obligado a asistir a las clases que impartía Charcot los viernes por la mañana, las cuales, en la época en que me nombraron a mí para el puesto, aún eran relativamente modestas. Mucho antes de que llegara él comenzaba a llenarse el auditorio, y no solo de médicos, sino también de miembros del público impulsados por la curiosidad: escritores, artistas o periodistas. El entarimado estaba literalmente abarrotado de carteles montados sobre trípodes que mostraban ampliaciones de muestras microscópicas de portaobjetos, árboles genealógicos y diferentes categorías de enfermedades neurológicas. Había trozos de cerebros flotando dentro de frascos de líquido conservante al lado de esqueletos colgantes que tenían articulaciones deformes. Se abrían las puertas y aparecía Charcot acompañado por un ilustre visitante extranjero y una tropa de ayudantes. Subía al podio, hacía una pausa, permitía que calara el silencio y luego comenzaba su alocución en tono grave. De vez en cuando hacía un alto para ilustrar sus observaciones trazando habilidosos dibujos en un encerado, o para pedir a uno de sus ayudantes que manejase el proyector, y de pronto se materializaba un montón de imágenes en una pantalla hasta aquel momento vacía. Charcot nunca fue un gran orador, en cambio sabía dirigir un espectáculo y compensaba sus deficiencias con una técnica teatral sólida y segura.
Yo nunca me sentí del todo cómodo en presencia de Charcot. Me resultaba demasiado afectado, demasiado obvio en el papel de autor de su leyenda. Tenía humanidad, hacía chistes y aborrecía la crueldad hacia los animales, pero esencialmente era una persona autoritaria. Ninguno de sus internos se atrevía a cuestionar sus teorías. Era de conocimiento general que algunos de sus predecesores habían sido expulsados por expresar objeciones imprudentes. Con independencia de las reservas que pudiera albergar yo con respecto a su forma de ser, nuestra relación profesional era amistosa y de colegas. Él mostraba una actitud favorable hacia mí, con toda probabilidad debido a la carta de recomendación de Duchenne, y nuestros encuentros eran siempre agradables. Fui aceptado en su círculo íntimo y empecé a recibir invitaciones para asistir a sus soirées, y éstas, al igual que sus clases, se convirtieron en un evento obligatorio de mi agenda.
Charcot vivía en una calle sin salida adyacente a la ajetreada Rué Saint-Lazare, situada entre la estación de tren y la iglesia de la Trinidad. Era una residencia de envergadura, si bien no demasiado llamativa, que desmentía la prosperidad de que gozaba su inquilino. Se había casado con una joven viuda que, además de haber heredado la fortuna de su difunto esposo, también era (por su condición de hija de un sastre de gran éxito) económicamente independiente. Este astuto contacto le proporcionó a Charcot una seguridad financiera total y le garantizó ser admitido en los peldaños más altos de la sociedad.
La Salpêtrière era un hospital lleno de energía y sus corredores reverberaban de debates académicos. Flotaba en el aire una especie de fervor, alimentado por la constante emoción del descubrimiento. Aunque mis sentimientos hacia Charcot eran contradictorios, sería mezquino negar que supuso una inspiración. Gracias a su mecenazgo entré en contacto con colegas de gran talento y me beneficié en gran medida de la animada conversación de mis iguales. Cuando ya estuve suficientemente consolidado, acepté más responsabilidades clínicas, y la remuneración adicional que percibí me permitió procurarme un alojamiento mejor. La vida era agradable, salvo por un triste suceso: la muerte de mi antiguo maestro, Duchenne de Boulogne.
Cuando recibí la noticia de que Duchenne se encontraba enfermo, de inmediato le hice llegar un mensaje para informarle de que estaba a su disposición. Él declinó mi oferta de ayuda, pero me pidió que lo visitase lo antes posible. Aquel tono de urgencia me llenó de aprensión. Se hacía evidente que Duchenne había llegado a la conclusión de que los días que le restaban de vida eran escasos. Se dispuso lo necesario para que yo le hiciera una visita en la tarde del día siguiente, que, tal como había sospechado Duchenne, resultó ser el último día para él.
Mientras me dirigía hacia su apartamento, estalló una tormenta. Varios truenos dieron paso a un aguacero de una ferocidad excepcional. Mi cochero tuvo que detenerse dos veces: una para protegerse con su capa y otra para tranquilizar a los caballos. Cuando llegamos a nuestro destino, le di las gracias por perseverar. Una doncella me acompañó hasta el dormitorio de Duchenne, y cuando entré en el mismo me quedé impresionado al verle. Estaba sentado en la cama, recostado sobre las almohadas, una criatura frágil y reseca, con las patillas veteadas de gris. Cuando cerré la puerta, empezó a removerse.
—Paul, ¿eres tú?
—Su voz era apenas un graznido.
—Sí, soy yo.
Crucé la habitación, tomé asiento junto a la cama y reparé en que Duchenne aferraba en la mano una cruz de madera. La soltó y extendió el brazo hacia mí, y yo tomé su mano en la mía y la estreché con delicadeza.
—Te agradezco mucho que hayas venido —me dijo—. Hace una noche de perros. Oye cómo llueve. —Acto seguido, retorciendo el cuello para poder verme mejor, agregó—: ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
Su solícita observación casi me llenó los ojos de lágrimas.
—Estoy muy bien.
—Estupendo. Ojalá pudiera yo decir lo mismo. Pero, como ves, estoy muy débil. La verdad es que temo que me quedan pocas posibilidades de recuperarme. Aun así… —Dejó la frase sin terminar y se encogió de hombros como sugiriendo que se enfrentaba con ecuanimidad a la idea de morir. No se recreó en su triste situación, en lugar de ello me preguntó educadamente por las actividades que desempeñaba yo en La Salpêtrière. Cuando hube terminado de responder a sus preguntas, cerró los ojos y se quedó muy quieto. Se diría que había dejado de respirar, porque un súbito relámpago transformó su semblante en un conjunto de cavidades y hondonadas. Pero mi angustia se disipó cuando volvió a abrir los ojos y susurró:
—Últimamente me vienen preocupando unos asuntos de los que quisiera hablarte ahora. —Calló unos instantes y pareció sentirse un tanto incómodo, incluso violento—. La primera de esas preocupaciones es mi hijo Émile. Lamento reconocer que no te dije la verdad. Émile no murió durante el asedio. Enfermó… mentalmente. Fue necesario internarlo en el manicomio de Saint Anne de Boulogne-sur-Mer. Y aún hoy en día continúa ingresado en el mismo.
—¿Desea que le haga una visita? —pregunté—. ¿Que me cerciore de que recibe la atención adecuada?
—No, no. Ese detalle ya está resuelto. Además, por nada del mundo quisiera cargarte con ese compromiso. Espero que comprendas que no deseo morir con una mentira en mi conciencia.
—Es perfectamente comprensible que quiera…
—Ése es el primer asunto —me interrumpió Duchenne, alzando una mano para acallar mi protesta—. Y hay un segundo. —Tragó saliva y se humedeció los labios con la lengua. Estalló otro relámpago seguido de un trueno colosal—. Paul, tú siempre has tenido interés por la reanimación.
—Así es.
—Por desgracia, la reanimación mediante estimulación eléctrica se intenta muy raras veces. Es un campo que apenas ha avanzado desde que publiqué mis primeros trabajos, y sin embargo sigo creyendo que es una rama de la medicina que promete aportar grandes beneficios a la humanidad. Imagino formas de aplicarla en ámbitos situados al margen de la competencia de la práctica clínica. Las baterías podrían resultar ser una especie de herramienta filosófica.
Yo suponía que quería que yo le dijera que tenía la intención de continuar su trabajo, y le hice la insulsa promesa de que, si surgía la oportunidad, efectivamente reanudaría un programa de experimentos de laboratorio. Pero mientras yo decía esto él pareció impacientarse, y volvió a interrumpirme:
—No, Paul. Hay más. Por favor, déjame terminar. —Suspiró y añadió—: He luchado, sin saber si hacía bien o mal… Dios creó un universo regido por leyes. Si la ciencia levanta el velo… es revelación, y la revelación es divina. —Su forma de hablar se estaba volviendo incoherente, y me pregunté si no estaría perdiendo el conocimiento, pero el retumbar de otro trueno pareció devolverlo a la vida—. ¿Paul?
—Sí, sigo aquí.
—¿Recuerdas el caso número seis de mi cuaderno de aplicaciones terapéuticas?
—¿La mujer que se asfixió con óxido carbónico?
—La perdí, pero al estimularla se restauró la respiración. En mi resumen afirmé que recuperó la inteligencia y que fue capaz de proporcionarme información acerca de lo que le había sucedido. Unas horas más tarde entró en coma y falleció. —Duchenne señaló una jarra que había sobre la mesa, y yo le serví de beber. Dio unos pocos sorbos del vaso y continuó—: Mi resumen es incompleto. Cuando recuperó la inteligencia, es cierto que me dio información acerca de lo que le había sucedido, pero no era información acerca de los síntomas. A decir verdad, habló de una experiencia. —Una débil sonrisa apareció en el rostro del médico. Aferró de nuevo la cruz de madera y se la apretó contra el corazón—. Una experiencia notable.
Yo no sabía muy bien a qué se refería con aquello.
—¿Cuál? ¿Recordó algo de su pasado?
—No. Entre la ida y la vuelta vio cosas.
Parecía estar haciendo una afirmación tan extraordinaria que yo consideré prudente pedirle que la aclarase.
—¿Entre la ida y la vuelta? ¿Se refiere al tiempo que transcurrió entre el momento que murió y el momento en que fue revivida?
—¡Exacto! —Duchenne halló las últimas reservas de energía y golpeó la manta con el puño cerrado—. Y aun así vio cosas.
—¿Alguna especie de alucinación?
—No. Lo que vio no fueron alucinaciones. Estaba completamente lúcida, y se expresó empleando unos términos tan concretos que acabó persuadiéndome de que su experiencia había sido auténtica.
Mientras Duchenne decía esto, yo tenía la sensación de que el mundo exterior estaba replegándose sobre sí mismo. La cascada que se precipitaba desde el canalón, el vendaval que azotaba los cristales de las ventanas; todos aquellos sonidos se transformaron en un murmullo lejano. Incluso ahora recuerdo cómo movía Duchenne los labios, recuerdo la sensación de verme arrastrado… el temblor de excitación que me recorría el cuerpo, el escepticismo que se convertía en interés, el interés que se convertía en asombro. Aquella noche mi vida cambió para siempre.