Prólogo

1872

Saint-Sébastien, una isla de las Antillas francesas

Durante el gran asedio de París estuve trabajando junto a una de las Pobres Hermanas de la Preciosa Sangre. Se llamaba sor Florentina, y era ella la que me había escrito a mí para avisarme de que había surgido una vacante para un médico residente en el hospital de la misión de Saint-Sébastien. Acaso fuera debido al deprimente tiempo otoñal y a la intensa lluvia que azotaba mis ventanas, pero inmediatamente caí en una ensoñación de sol luminoso y paisajes exóticos. Dichas imágenes permanecieron todo el día en mi imaginación, y empecé a tomar más en serio la idea de irme a Saint-Sébastien. Me vi a mí mismo adquiriendo conocimientos acerca de enfermedades raras, visitando leproserías y embarcándome en una especie de aventura médica. Aquella tarde, sentado en un destartalado restaurante de suelos pegajosos y manteles raídos, observé a los tristes individuos que me acompañaban y me di cuenta de que, al igual que yo, todos eran clientes asiduos: dos modistas trasnochadas, una profesora de música que llevaba un vestido muy poco favorecedor y un contable de gesto apagado y pelo grasiento. Para cuando terminé el primer plato ya estaba componiendo mentalmente la carta de solicitud, y dos semanas después viajaba a bordo del vapor Amerique, un barco de la General Transatlantic Company, con rumbo a La Habana.

El hospital de la misión de Saint-Sébastien constaba de un edificio encalado y de baja altura en el que los pacientes eran atendidos por monjas, bajo la dirección de un médico veterano, Georges Tavernier. A los pacientes externos se los recibía en una cabaña de madera independiente del hospital, al lado de la cual había una minúscula iglesia. Todos los domingos llegaba un sacerdote en un carruaje abierto para oficiar la misa.

Mi nuevo superior, Tavernier, era una persona de carácter muy sociable y prescindió de las formalidades en cuanto nos hubimos presentado. Cuando yo me dirigí a él empleando los acostumbrados términos de respeto, se echó a reír y dijo:

—Aquí no son necesarias esas cosas, Paul. Ya no estás en París.

Era un soltero de mediana edad, con aire de sentirse hastiado del mundo, y lucía unas pronunciadas bolsas debajo de los ojos y un cabello rizado y entrecano. En reposo, sus facciones sugerían cansancio, fatiga, incluso melancolía; pero en cuanto empezaba a hablar se le animaba la expresión. Era un cirujano experto, y durante los diez años que llevaba de residente en Saint-Sébastien había llegado a entender a fondo las enfermedades tropicales y su tratamiento. De hecho, era el autor de varios trabajos de importancia acerca de dicho tema y había inventado un ungüento anestésico muy eficaz que se podía utilizar como alternativa a la morfina.

El hospital se hallaba situado a cierta distancia de la capital, al borde de una selva que descendía mediante suaves ondulaciones hasta un manglar. Los únicos vecinos que teníamos ocupaban una zona situada más hacia el interior y poblada de aldeas primitivas y dispersas, por tanto era una suerte que Tavernier y yo disfrutáramos cada uno de la compañía del otro. Él solía invitarme a cenar a su casa, una villa encaramada en lo alto de las laderas que se elevaban por encima del hospital. Se trataba de la residencia del dueño de una antigua plantación que había conocido tiempos mejores: una construcción de estuco descolorido, columnas a medio desmoronarse y bajorrelieves agrietados. Nos sentábamos en la terraza a fumar y tomar aperitivos. El paisaje era espectacular: una solitaria carretera que serpenteaba atravesando una exuberante vegetación hasta Port Baisieux, el animado puerto; las embarcaciones meciéndose junto al muelle y el resplandor del ancho mar. Cuando se ponía el sol, venía una mulata que encendía unos faroles y nos servía unos platos rebosantes de langostas enormes y también de cangrejos, mangos, piñas, zapotes y ñames. El aire estaba perfumado de hibisco y de magnolia, y a veces nos visitaban ejércitos de ranas de vivos colores o alguna iguana curiosa.

Tavernier insistía mucho en que yo le contara las experiencias que había vivido durante el asedio de París, y me escuchaba con suma atención.

—El invierno fue inclemente. La gente de los distritos pobres, enloquecida por el hambre, invadía los cementerios, exhumaba los cadáveres de los difuntos y pulverizaba los huesos para hacer gachas con ellos. —Hice una pausa para encender un cigarrillo—. Una tarde, cuando volvía andando del hospital al lugar en que estaba alojado, me tropecé con una escena sorprendente. Un edificio había sido destrozado en un bombardeo y la calle se hallaba obstruida por los cascotes caídos. Entre el humo vi a hombres que corrían de un lado para otro intentando apagar incendios. Trepé por el montón de escombros y, al llegar a lo alto, vi un brazo de color pálido que sobresalía. Enseguida me agaché y empecé a retirar los ladrillos que se habían acumulado a su alrededor. La piel era suave, y por la delicadeza de aquellos dedos alargados se hacía obvio que pertenecían a una mujer. «¡Madame! —grité—. ¿Me oye?». Le agarré la mano y tiré un poco. Para mi horror, salió el brazo entero. La explosión lo había seccionado del cuerpo de su dueña, y a la mujer en cuestión no se la veía por ninguna parte.

Tavernier meneó la cabeza y lamentó la sinrazón de la guerra; sin embargo, era capaz de cambiar de humor rápidamente. El asedio había puesto al descubierto profundas desigualdades sociales, y yo estaba ilustrando dicho extremo con una elocuente anécdota.

—A lo largo de los bulevares los mejores restaurantes continuaban abiertos, y cuando se agotó la carne se limitaron a reabastecer sus despensas con animales del zoológico. Ofrecían a los clientes filete de elefante, estofado de castor y fricando de camello.

Tavernier se palmeó los muslos y rió a carcajadas, como si los horrores que yo acababa de describir ya estuvieran olvidados. Entonces me di cuenta de que, aunque su criterio clínico era firme, en otros aspectos podía ser bastante voluble.

Como es natural, yo me había extrañado de que una persona de tan elevado talento se contentara con languidecer en un relativo anonimato. Tavernier no era devoto, y sus conocimientos de especialista le habrían supuesto una valiosa ventaja en cualquiera de las mejores universidades. Comencé a sospechar que aquel exilio autoimpuesto tal vez llevase aparejada una historia, y efectivamente así era.

Una noche, cuando estábamos sentados en su terraza bajo un cielo azul negro y la suave fosforescencia de la Vía Láctea, en medio de un calor húmedo que requería limpiarse constantemente la frente con un pañuelo, una vez más buena parte de nuestra conversación se centró en París. Pero poco a poco fue decayendo la charla y pasamos un rato en silencio, escuchando los extraños gorjeos y silbidos que procedían de los árboles. Tavernier se terminó el ron.

—Yo no puedo regresar —dijo.

—Oh —respondí yo—. ¿Por qué?

—Mi partida fue… —calló un instante para pensar si debía proseguir—… poco digna. —Yo no lo presioné, y esperé—. Una cuestión de honor, ¿comprendes? Actué de manera indiscreta, y el marido ofendido exigió satisfacción. Veinticinco pasos, un disparo y alzar la pistola al recibir la orden.

—¿Mataste a una persona?

Tavernier negó con la cabeza.

—No parecía un duelista. De hecho, parecía un inspector de hacienda, bastante corpulento y de cutis rubicundo. Después de aceptar sus condiciones, me enteré de que había sido soldado. Ya te puedes imaginar el efecto que me causó esa información.

Yo afirmé con un ademán de solidaridad.

—La noche anterior —continuó Tavernier— no pude dormir y bebí demasiado coñac. Cuando amaneció, me miré en el espejo de afeitarme y me costó reconocerme: los ojos enrojecidos, las mejillas hundidas, las manos temblorosas. Y entonces me asaltó un pensamiento: «Mañana a esta misma hora estarás muerto». Mis padrinos llegaron a las siete en punto. «¿Se encuentra bien?», me preguntaron. «Sí», contesté yo, «estoy bastante tranquilo». «¿Ha desayunado?». «No», respondí, «no tengo hambre». En el landó aguardaba otro caballero: el médico. Le estreché la mano y le di las gracias por venir. Cuando llegamos al Bois du Vésinet ya estaba allí el otro carruaje. Me asomé por la ventana y vi a cuatro hombres con gabanes de piel que golpeaban el suelo con los pies y se soplaban en las manos para entrar en calor. Primero se apearon mis padrinos, y a continuación el médico, pero yo descubrí que no podía moverme. El médico volvió y me preguntó qué sucedía. Yo estaba paralizado. Se hacía evidente que no iba a ser capaz de cumplir con mi obligación. «Lo siento», dije, «no me encuentro muy bien… me parece que tengo fiebre. Me temo que vamos a tener que anular el duelo». Me llevaron de nuevo a mi apartamento, y pasé el resto del día en la cama. Al día siguiente organicé todo lo necesario para marcharme, y ya no volví más.

Tavernier levantó la vista hacia el cénit. Apareció una estrella fugaz que se desvaneció de forma instantánea.

—Me deshonré yo solo. Pero al menos estoy vivo.

—En estos tiempos el honor ya no es tan importante —comenté yo—, ahora que el país entero ha caído en desgracia. Si lo quisieras de verdad, podrías regresar. ¿Y quién iba a acordarse de ti? Diez años es mucho tiempo.

—No —replicó Tavernier—. Ahora mi hogar es éste. Además, hay otras cosas que me retienen aquí.

No le pregunté qué otras cosas eran aquéllas, pero no tardé en descubrirlo.

Aquel año la temporada de carnaval empezó tarde, y me percaté de que cada vez flotaba una mayor animación en el ambiente. En las aldeas se estaban haciendo preparativos, y algunos de los pacientes estaban deseosos de que les dieran el alta para poder asistir a los festejos. Yo presté escasa atención a toda esta actividad, pues suponía que el carnaval pasaría sin que yo tuviera que participar en él. Y entonces, para mi sorpresa, recibí una invitación para asistir a un baile.

—Oh, sí —dijo Tavernier—. Los De Fonteney siempre nos invitan.

—¿Los De Fonteney?

—Son la aristocracia local —explicó Tavernier, señalando las tierras volcánicas—. Piton-Noir.

—¿Tú piensas ir?

—Naturalmente que sí. Voy todos los años. ¡No me lo perdería por nada del mundo!

Hacía mucho tiempo que yo no asistía a un acto social, y conforme se iba aproximando la fecha fui sintiéndome cada vez más nervioso. Los De Fonteney eran una familia muy antigua que se había instalado en el Caribe durante el reinado de Luis XIV. Yo no estaba acostumbrado a codearme con gente así, y pensé que daría la impresión de ser un torpe o un maleducado. Tavernier me dijo que no fuese ridículo. Cuando por fin llegó el día del baile, nos permitieron utilizar la calesa de la madre superiora, así que por lo menos nos ahorramos la indignidad de llegar a pie. Tomamos la carretera de Port Baisieux, y al llegar a la costa iniciamos el ascenso de una pronunciada pendiente. Frente a nosotros se elevaba una montaña de gran tamaño y de forma cónica que se erguía por encima de las tierras cultivadas en forma de terrazas. Aquel llamativo rasgo del paisaje era La Cheminée; sus esporádicas erupciones, sucedidas a lo largo de muchos milenios, habían formado el archipiélago de Saint-Sébastien. De la cumbre surgía un retorcido penacho de humo de color gris.

Llegamos a un cruce de caminos, en el cual la calesa se detuvo bruscamente.

—Sigue todo recto, Pompee —dijo Tavernier.

Pero a nuestro cochero se le notaba incómodo. Empezó a parlotear en un dialecto que me resultó difícil de seguir. Algo le inquietaba, y se negaba a seguir adelante. Señaló la carretera y se bajó del pescante de un salto.

—Por el amor de Dios —exclamó Tavernier—. ¡Vuelve a subir a tu sitio y continúa!

Los consecutivos ataques verbales no surtieron efecto, de modo que Tavernier y yo nos apeamos para ver qué era lo que miraba Pompee. Se trataba de un dibujo primitivo trazado en el suelo con harina. Consistía en una cruz, unas líneas onduladas y algo que parecía una hilera de símbolos fálicos.

—¿Qué es eso? —quise saber.

—Un vèvè —contestó Tavernier—. Lo ha hecho un bokor, un sacerdote nativo, para invocar a determinados espíritus. Pompee piensa que los ofenderemos si rebasamos este dibujo.

—¿Hay alguna ruta alternativa?

—No. Éste es el único camino que lleva a Piton-Noir.

Tavernier y su criado siguieron discutiendo, y mientras tanto yo oí el débil eco de un tambor. Pompee dejó de gesticular y desvió la mirada hacia la dirección de la que provenía aquel lento repicar. El sol se había ocultado por debajo del horizonte, y el imponente volcán me causaba una cierta intranquilidad.

—¿Corremos peligro? —pregunté.

—No —repuso Tavernier—. No son más que tontas supersticiones.

Pisoteó el vévé y arrastró el talón del zapato por el centro de éste. El efecto que causó aquello en Pompee fue inmediato y melodramático: se encogió sobre sí mismo y se le agrandaron los ojos de puro terror. Tavernier dio una patada al suelo y levantó una nube de harina y polvillo rojo, y cuando el vévé quedó completamente destrozado, se volvió y dijo:

—¿Lo ves? Ya no está.

Yo esperaba que Pompee reaccionara montando en cólera, pero en lugar de eso se le veía preocupado por la seguridad de su amo. Se sacó del bolsillo un amuleto, un feo objeto fabricado con cabellos y abalorios, e insistió en que Tavernier lo aceptara. Tavernier lo cogió con una sonrisa irónica y regresamos a la calesa. Pompee se subió de un brinco al pescante y azuzó al caballo. Estaba ansioso por marcharse de allí, y, por alguna razón desconocida, a mí me sucedía lo mismo. Cuando al fin dejó de oírse el rítmico retumbar del tambor, me sentí profundamente aliviado.

Accedimos a la hacienda de los De Fonteney por una verja de hierro y nos sumamos a una fila de carruajes. Una avenida iluminada por antorchas nos condujo hasta una impresionante fachada de altos ventanales y nichos festoneados, y cuando estuvimos más cerca llegaron hasta nuestros oídos los acordes de una orquesta de cámara que tocaba al otro lado de la escalinata. Nos anunció un criado de librea y nos recibió el comte de Fonteney, el cual se dirigió a nosotros con los lentos modales de un aristócrata. Acto seguido, con rápida eficiencia, fuimos conducidos hasta un deslumbrante salón abarrotado de espejos, ornamentos dorados y retratos de antepasados tocados con peluca. Ya había empezado el baile. Yo me dirigí hasta el otro extremo del salón y me quedé a solas, contemplando a los invitados. Llegado un momento, apareció a mi lado una joven y empezamos a intercambiar frases de cortesía. Era una mujer menuda y extrañamente artificial, como una muñeca. Tenía las pestañas muy largas y los labios en forma de corazón y de un rojo intenso, como el de una cereza madura. Le pedí bailar y ella me ofreció la mano. Se llamaba Apollonie. Después me presentó a sus primas, casi todas de la misma edad y vestidas con lustrosas sedas.

Enseguida me rodearon, como aves exóticas, con abanicos abiertos que se agitaban sin cesar, y me hicieron muchas preguntas acerca de París: cómo vestían las damas de sociedad, dónde compraban y qué operetas eran las más populares. Yo me permití una pequeña licencia inventiva con el fin de retener su atención. Al dar la medianoche finalizó el baile y yo salí al exterior con Tavernier, a esperar que trajeran nuestra calesa. Me había divertido y me sentía reacio a marcharme.

—Ah —dijo Tavernier—, estás pensando en esa coqueta con la que te he visto bailar. Y no te lo reprocho, era muy bonita. Pero me temo que la cosa no puede ir a más. Aquí solo somos bienvenidos una vez al año, y, si no me equivoco, tu amiguita era la hija del gobernador. —Yo suspiré y él me agarró del brazo—. No te desilusiones. Mira, aquí está Pompee. Sugiero que hagamos una parada en Port Baisieux. Conozco allí varios lugares que estoy seguro de que te levantarán el ánimo.

Bajamos al puerto y continuamos sin detenernos hasta que llegamos a los muelles. Detrás de los almacenes había varias calles estrechas. Tavernier ordenó a Pompee que se detuviera frente a un local toscamente pintado y le lanzó una moneda. Se oía un ruido amortiguado de jarana, procedente del interior.

—Espera aquí —le dijo Tavernier a su criado—, y no bebas en exceso.

Yo me interné con Tavernier en las sombras, y juntos recorrimos callejones y pasadizos hasta que llegamos a un destartalado edificio cuyas ventanas estaban cerradas con persianas. Dimos la vuelta buscando una entrada lateral en la que había, colgando de un poste, un farolillo de papel rojo con una vela encendida dentro. Tavernier llamó a la puerta y apareció una mujer regordeta de mediana edad, tocada con un turbante amarillo de seda y adornada con bisutería de pasta, que nos dejó pasar al vestíbulo. Saludó con afecto a mi colega y nos hizo subir una escalera hasta llegar a una pequeña estancia que tan solo contenía unas sillas de mimbre y una pequeña mesa de jugar a las cartas. Tomamos asiento, encendimos unos cigarros y al cabo de cinco minutos entraron dos mujeres, una negra y la otra mulata. Traían botellas de ron y no llevaban ni zapatos ni medias. Tavernier introdujo una mano en el bolsillo, sacó el amuleto de Pompee y me lo entregó a mí con una amplia sonrisa.

—Ten, toma esto.

—¿Para qué me lo das a mí? —le pregunté.

—Lo último que quiero en este momento —repuso— es protegerme del mal.

A la noche siguiente cené de nuevo con Tavernier. No se comentó nada del burdel, fue como si no hubiéramos estado en él. Hacía un calor asfixiante y a mí me estaban comiendo vivo los mosquitos. Cuando hubimos terminado de comer, mi compañero se inclinó por encima de la mesa y me dijo:

—¿Por qué te hiciste médico, Paul? —Había bebido demasiado y tenía el habla gangosa.

—Mi padre era médico, y su padre también. Siempre se supuso que yo seguiría la tradición familiar. —No estaba siendo sincero del todo, y Tavernier se percató. Entornó los ojos e hizo un gesto como invitándome a continuar—. Cuando era pequeño, probablemente no tendría más de ocho o nueve años, mi madre me llevó a una iglesia antigua. Debía de estar situada en alguna parte de la Bretaña, que era donde teníamos la costumbre de pasar las vacaciones de verano. Constaba de una nave alargada y vacía. A un lado y a otro había arcadas y, por encima de ellas, unas altísimas paredes encaladas que se habían decorado con pinturas. Al principio yo no vi nada más que una procesión de figuras de tono claro, unidas por las manos, en contraste con un fondo de color ocre. Me recordaron a las manualidades de la escuela de párvulos. Todo el mundo ha visto cómo se hacen: se recorta un papel doblado haciendo un dibujo, y al desplegarlo aparece una serie de figuras encadenadas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, me di cuenta de que una de cada dos figuras era un esqueleto. Mi padre me dijo que aquel mural se llamaba La danza de la Muerte. Se agachó en cuclillas para situar su cabeza a la misma altura que la mía y fue identificando los distintos personajes: monje, obispo, soldado, alguacil, pordiosero, prestamista. «Todos tienen que morir», dijo mi padre, «desde el rey más poderoso hasta el campesino más humilde. La muerte les llega a todos». Yo empezaba a sentirme aterrorizado y a experimentar un intenso deseo de salir corriendo de allí. «Pero fíjate en ese personaje de ahí», siguió diciendo mi padre al tiempo que señalaba con el dedo, «el que lleva esa larga túnica, ¿le ves?». Su voz se había vuelto más cálida. «¿Ves que es diferente de los demás?». En el lugar que señalaba mi padre yo veía una figura flanqueada no por dos esqueletos, sino por un hombre y una mujer. Era el único ser humano participante en la danza al que no tocaba la Muerte. «¿Sabes quién es?», me preguntó mi padre. Yo no tenía ni idea. «Es el médico. Únicamente el médico es capaz de persuadir a la Muerte de que se vaya y regrese otro día; únicamente el médico posee ese poder». A partir de aquel momento quedó sellado mi destino.

Tavernier sonrió.

—Paul, ¡eres todo un romántico! —exclamó, y a continuación, bebiendo un trago de ron directamente de la botella, añadió—: ¡De ahí no puede salir nada bueno!

La mayoría de los domingos, Tavernier y yo hacíamos un esfuerzo para acudir a misa, pues era sensato mantener las apariencias. Una semana, cuando las monjas ya se iban cada cual a sus tareas, nos dimos cuenta de que al sacerdote lo había entretenido uno de los aldeanos, un hombre fibroso y de baja estatura que se mostraba cada vez más agitado. Tavernier se detuvo unos momentos y musitó, ladeando la cabeza:

—Qué interesante.

—¿El qué? —inquirí yo.

Tavernier me hizo callar con un gesto y siguió escuchando la conversación. Ésta duró poco y terminó cuando el sacerdote le echó una severa reprimenda al campesino. Seguidamente se subió al carruaje abierto, hizo la señal de la cruz y emprendió el regreso por el camino de Port Baisieux. Tavernier se acercó al campesino y trabó conversación con él. Yo intenté seguir el dialecto, pero, como de costumbre, me resultó incomprensible. Cuando regresó Tavernier, me dijo:

—La semana pasada falleció un joven, un tal Aristide, ¿te acuerdas de él? —Era costumbre que los familiares recién enlutados recorrieran las calles proclamando la pérdida que habían sufrido igual que un pregonero, y en efecto, recordé a una mujer que pasó gritando aquel nombre—. Bueno —prosiguió Tavernier—, pues ese hombre de ahí —señaló al aldeano que ya se iba— es el padre de Aristide. Ha venido a pedirle al padre Baubigny que rezara por la liberación del espíritu de su hijo.

—No estoy seguro de haberlo entendido.

—Está convencido de que el alma de Aristide continúa atrapada en el cuerpo. Su hijo se ha convertido en un muerto viviente.

—¿Perdón?

—El muchacho fue objeto de un conjuro, y al día siguiente del funeral fue visto en los bosques que hay debajo de Piton-Noir.

—Qué absurdo —repuse—. No me extraña que el padre Baubigny se haya enfadado.

—Me temo que he de discrepar —replicó Tavernier—. La gente de esta isla cree muchas tonterías; sin embargo, la existencia de los muertos vivientes es algo que yo no discutiría. El padre Baubigny se ha equivocado al reprender al padre de Aristide, que ahora tendrá que buscar otra solución, aunque no es que las plegarias de Baubigny fueran a servir de algo. Los ritos funerarios que practican los campesinos consisten casi por completo en esfuerzos para que la muerte sea real y duradera. En mi opinión, tienen buenas razones para ello.

Yo supuse, naturalmente, que Tavernier bromeaba, pero en sus ojos no había ni una chispa de humor. Lo cierto era que hablaba con una gravedad poco característica de él. De pronto reapareció una de las monjas y nos llamó. Un paciente había sufrido un colapso. Tavernier y yo corrimos a atenderlo, y nuestra conversación quedó interrumpida de forma prematura.

A la tarde siguiente, Tavernier volvió al tema mientras estábamos comiendo.

—Ese hombre que fue ayer a ver a Baubigny, el padre de Aristide, ha estado en Port Baisieux consultando a un bokor, el cual ha accedido a salir mañana por la noche encabezando una partida de búsqueda. Van a localizar al chico y liberar su alma.

—¿Cómo sabes tú todo esto? —le pregunté.

—Porque me lo ha dicho Pompee. Está emparentado con la familia y tiene la intención de sumarse al grupo. Van a juntarse en el pueblo, al ponerse el sol.

—¿Y por qué no miran simplemente dentro de la tumba?

—Ya han mirado. Y el féretro estaba vacío.

—¿Entonces han robado el cadáver?

—Sí, por así decirlo.

—En cuyo caso, la familia debería dar parte a la policía. Si se ha cometido un delito, es necesario identificar y detener a su autor.

—Alguien retiró la tierra y abrió el féretro. Pero el robo no fue más allá: el ser en que se ha convertido Aristide emergió del suelo sin la ayuda de nadie.

—Venga ya, Georges —repliqué—. Esta broma tiene cada vez menos gracia.

Tavernier me miró con expresión seria.

—Ya sé que no puedo decir nada que logre convencerte. Yo también fui escéptico en otra época. —Hizo una pausa para encender un cigarro—. Pero no tienes por qué aceptar lo que te estoy diciendo. Podríamos sumarnos a esa partida de búsqueda. —Expulsó un aro de humo que se expandió hasta enmarcarle el rostro—. Y así lo verías con tus propios ojos.

Yo estaba empezando a pensar si podía ocurrir que no fuera un tipo excéntrico sin más y en realidad estuviera ligeramente loco. Aun así, la intensidad de su expresión me empujó a preguntarle:

—¿Lo estás diciendo en serio?

—Sí —contestó él con los ojos brillantes.

Saqué un pañuelo del bolsillo y me sequé el sudor de la nuca.

—Está bien —dije—. Iré.

Algo parecido a una sonrisa se extendió por los labios de Tavernier. Soltó un poco de ceniza del cigarro y asintió una vez más.

Al día siguiente, empecé a pensármelo mejor. Reflexionando un poco, llegué a la conclusión de que Tavernier no había sido una buena influencia. Aunque me había enseñado muchas cosas acerca de la medicina tropical, también me había introducido en los burdeles de Port Baisieux, y ahora yo también compartía sus inclinaciones: su apetito por la carne morena y por la depravación. A mí no me gustaba degradar de aquel modo a las mujeres, utilizarlas como objetos de placer, y con frecuencia decidía que no volvería más. Pero descubrí que era débil y que la perspectiva de recibir un cierto placer era un canto de sirena al que no era capaz de resistirme. Así pues, tuve la impresión de que estaba a punto de dar otro paso más por un camino cuesta abajo. Con todo, conforme iban pasando las horas, no presenté ninguna excusa; en vez de eso, me reuní con Tavernier a la hora señalada y, cuando ya se ponía el sol, ambos acompañamos a Pompee hasta la aldea más próxima. Al llegar vi a varios hombres portando antorchas, a madres e hijos acurrucados en las puertas de las casas y a un hombre de gran agilidad que, ataviado con un sombrero de paja, corbata y unos pantalones raídos, iba adoptando extrañas posturas al tiempo que ejecutaba una danza alrededor de un poste verde y rojo. Agitaba una especie de sonajero y ungía con agua los diferentes puntos cardinales. Me fijé en que tenía a los pies dos gallinas muertas.

—Es el bokor de Port Baisieux —me susurró Tavernier, inclinándose hacia mí.

Pompee echó a andar hacia los ancianos de la aldea, entre los cuales se encontraba el padre de Aristide. Cuando Pompee habló, todos se giraron a un tiempo y miraron hacia nosotros. Sus semblantes no eran exactamente hostiles, pero tampoco acogedores. Tavernier respondió alzando el brazo.

—¿Estás seguro de que hemos hecho bien viniendo? —le pregunté.

—Yo acogí a Pompee cuando era pequeño —dijo Tavernier—. No tenía más que once años. La gente de esta aldea sabe que soy persona de fiar.

Aquella alusión a «fiarse» me causó cierta inquietud, y me hizo temer qué confidencias iban a esperar que yo guardase en secreto, La carga que suponía la complicidad me pesaba enormemente en la conciencia. Me arrepentí de no haber hecho nada antes, cuando sentía tanta aprensión.

Pompee regresó y le dirigió unas pocas palabras a Tavernier, el cual contestó:

—Iremos un corto trecho por detrás del grupo. Somos unos invitados, y debemos mostrar respeto.

El bokor tomó una trompeta de bambú y emitió tres notas, la última de ellas prolongada hasta que le faltó el resuello. Con ello indicó que estaba preparado para iniciar la búsqueda, y cuando todos los hombres estuvieron reunidos, echó a andar por el camino a la cabeza del grupo. Pompee, Tavernier y yo nos situamos en la retaguardia. De pronto, un gigante enorme y musculoso se detuvo y se nos quedó mirando fijamente. Había algo en su actitud general que no me gustó, y no me sorprendió verlo escupir en el suelo. Pompee le dijo algo a Tavernier.

—Georges —le insté, nervioso.

—Sigue andando —replicó Tavernier.

Cuando nos acercamos un poco más, el gigante escupió de nuevo.

—Georges, ¿por qué hace eso?

—¡Tú sigue andando! —exclamó Tavernier con impaciencia.

El gigante meneó su enorme cabeza en un gesto negativo, giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas para enseguida situarse a la altura de los demás aldeanos.

—¿Lo ves? —dijo Tavernier con una sonrisa forzada—. No hay nada de que preocuparse.

Pero yo no estaba convencido.

Después de recorrer un corto trecho, el bokor tomó un camino que se internaba en un bosque. Nuestra ruidosa llegada perturbó a los pájaros que dormían. Se oyeron graznidos, batir de alas y una impresión general de aves que se agitaban allá en lo alto. Cuando cesó todo aquel revuelo, la noche se llenó de otros sonidos: ranas, insectos y el murmullo de animales de mayor tamaño entre la vegetación. Al parecer, estábamos avanzando campo a través en dirección a Piton-Noir, y al cabo de un rato, cuando finalmente emergimos de los árboles, se nos ofreció un espectáculo de lo más asombroso. La cima de La Cheminée despedía un siniestro resplandor rojo que se elevaba para iluminar la panza de algunas nubes que pendían no muy altas. De pronto, una luminosa fuente surgió disparada hacia el cielo y alcanzó una gran altura para luego volver a precipitarse al interior de la ancha boca del volcán. Un espectáculo bello y terrible al mismo tiempo.

El bokor no se distrajo con la erupción. Olfateó el aire sulfuroso y nos metió en otro bosque, tan poblado de enredaderas y trepadoras silvestres que los hombres tenían que abrirse camino a golpe de machete. El calor era insoportable, y yo llevaba la ropa empapada de sudor. Por fin llegamos a un claro. El bokor nos indicó con una seña que debíamos guardar silencio y a continuación se agachó y cruzó al otro lado. Oí algo que me pareció un animal haciendo ruidos, pero a medida que me llegaba el sonido con más claridad me di cuenta de que tenía un origen humano. Me recordó a los gruñidos y gemidos guturales de un enfermo de cretinismo. Entonces el bokor lanzó un agudo chillido y los hombres saltaron hacia delante. Nosotros les seguimos. Atravesamos una hilera de árboles y salimos a un segundo claro, más pequeño, en el que descubrimos a un joven, que no tendría más de dieciséis años, encadenado a una estaca. Estaba desnudo a excepción de un sucio taparrabos y tenía los ojos opacos, como dos trozos de coral rosa. Extendió los brazos en horizontal y comenzó a caminar. Las piernas no se le flexionaban por las rodillas, de modo que para deambular se las arreglaba balanceando la mitad superior del cuerpo de un lado al otro. Cuando hubo dado solo unos pocos pasos, la cadena quedó tensa hasta su límite y no le permitió avanzar más. Entonces giró la cabeza y pareció acusar la presencia de cada uno de los miembros de la partida. Cuando su mirada se detuvo en mí, se le puso el cuerpo rígido. Jamás olvidaré aquella cara, aquellos repugnantes ojos velados y la sonrisa diabólica que apareció súbitamente. Fue como si hubiera reconocido a un antiguo amigo. Yo deseé que desviara la vista, pero aquella mirada fija era implacable. Entonces comenzó a brotar un murmullo grave que rápidamente se extendió por todo el claro. Aquel soniquete contenía una nota que transmitía inquietud.

—¿Por qué me está mirando de ese modo? —le pregunté a Tavernier con los dientes apretados.

—No tengo ni idea.

De pronto, el bokor gritó algo, agitó las manos y consiguió atraer la atención del joven. Éste giró la cabeza en redondo, y yo respiré aliviado. Seguidamente, el bokor empezó a canturrear y a sacudir el sonajero al tiempo que ejecutaba una danza compuesta de brincos repentinos y extrañas piruetas. Mientras hacía esto, le oí pronunciar varias veces el nombre de Aristide. Por lo visto, no cabía la menor duda con respecto a la identidad del cautivo. El muchacho bramó igual que un verraco, y al instante su padre cayó al suelo lanzando, él también, otro gemido lastimero. Mi capacidad de raciocinio sufrió una convulsión, incapaz de conciliar lo que le indicaban los sentidos con algo que entendía que era imposible. Me sentí dominado por una sensación de vértigo y temí que fuera a desmayarme.

Cuando el bokor hubo finalizado el ritual, alguien le entregó un machete. Vi el fuego reflejado en la hoja curva. Siguió un súbito silencio, luego un destello luminoso y el silbido del acero al rasgar el aire. La cabeza de Aristide se precipitó al suelo y las arterias abiertas emitieron un chorro de sangre que cayó a nuestro alrededor igual que una lluvia densa. El cuerpo decapitado permaneció erecto durante unos segundos antes de desequilibrarse y finalmente derrumbarse con un golpe sordo. Mudo de asombro, contemplé el charco negro y brillante que iba formándose alrededor del cuello cercenado. Los hombres se abalanzaron como buitres sobre los restos de Aristide. Se oyeron más machetazos, que iban seccionando el cadáver en trozos lo bastante pequeños para meterlos en sacos de arpillera. Terminada la carnicería, los campesinos empezaron a dispersarse sin dejar la menor señal de lo que habían hecho, excepto una mancha en el suelo de forma ovalada.

—¡Dios mío! —exclamé, aferrando a Tavernier por el brazo—. Le han matado.

—No. Ya estaba muerto, o casi.

—Pero respiraba, estaba de pie… ¡andaba!

—Te puedo asegurar que no estaba vivo, en el sentido habitual de la palabra.

—Georges, ¡en qué hemos participado!

Tavernier me agarró por la chaqueta empapada de sudor y me sacudió con fuerza.

—Procura dominarte, Paul. No es el momento de perder el temple.

Yo estaba a punto de decir algo más, pero volvió a zarandearme, esta vez con mayor violencia. Y su expresión era amenazante. Balbucí una excusa y, haciendo un esfuerzo para recobrar la compostura, dije:

—¡Vámonos de aquí!

Echamos a andar a paso vivo dando traspiés entre la vegetación. Yo no me había tomado la molestia de orientarme, y supuse que Pompee se encargaría de que lográramos regresar sanos y salvos. Por fin llegamos al enclave dominado por La Cheminée, y una vez más nuestro avance se vio interrumpido por su infernal magnificencia. La nube baja ahora aparecía ribeteada de morado y oro, y por la escarpada ladera de la montaña descendía un fino reguero de fuego. De pronto se oyó un ruido, como un estampido de artillería a lo lejos, y surgió un halo de luz anaranjada que parpadeó alrededor de la cumbre. Varias rocas ardientes bajaron rodando por la cara de sotavento y una hinchada nube de cenizas salió disparada hacia el cielo.

Hubo movimiento en la vegetación, y al volverme me encontré cara a cara con el semblante enloquecido del bokor. Este saltó hacia delante blandiendo un cuchillo, y en aquel mismo instante alguien me agarró por detrás.

—¡Georges! —gemí.

Tavernier se llevó un dedo a los labios.

—No hables. Y hagas lo que hagas, no intentes escapar.

Yo notaba el tamaño del hombre que tenía a la espalda, y adiviné que era el gigante que antes, cuando salíamos de la aldea, había demostrado el desprecio que sentía hacia nosotros escupiendo en el suelo. El bokor se elevó de puntillas y apretó su nariz contra la mía. Despedía un mal aliento que casi me hizo vomitar. Con el rabillo del ojo vi relucir el metal, y ya me di por apuñalado. Pero en cambio sentí un dolor agudo en el cuero cabelludo: el bokor me había aferrado un mechón de pelo. Luego levantó la hoja del cuchillo y lo cortó con gran destreza. Sin apartar la cara, me siseó algo incomprensible y luego le gritó a Tavernier.

—Quiere que sepas —tradujo Tavernier— que si le cuentas a alguien lo que ha sucedido esta noche, morirás.

—Sí —asentí vigorosamente—. Sí, lo entiendo. No se lo contaré a nadie.

—Quiere que lo jures —siguió diciendo Tavernier—. Yo te sugeriría que invocaras al Salvador y que nombraras a unos cuantos santos conocidos.

—Lo juro. Lo juro por Nuestro Señor Jesucristo, por san Pedro y por san Juan, y también por la Santísima Virgen María. Lo juro, no se lo contaré a nadie.

El bokor se retiró, dio unos pasos atrás y seguidamente, apuntándome al pecho con un dedo arrugado y huesudo, lanzó un repentino chillido. Fue un alarido tan fuerte, y tan sobrecogedor, que hasta el gigante tuvo un estremecimiento. El bokor giró los ojos hacia arriba hasta que únicamente se le vio el blanco descolorido y comenzó a murmurar una misma frase, una y otra vez.

—¿Qué está diciendo? —le pregunté a Tavernier.

Tavernier suspiró.

—Dice que si incumples tu juramento, te condenarás… y que irás al infierno.

Al fin la cantinela cesó y el bokor guardó silencio. Volvieron a aparecerle los iris, y se pasó una mano por la boca para limpiar un poco de saliva blanquecina. Durante unos segundos dio la impresión de estar desorientado, pero enseguida recuperó el dominio de sí mismo y le hizo una seña a su cómplice. Los poderosos brazos que me sujetaban se relajaron, y al cabo de unos segundos el bokor y el gigante habían desaparecido.

Yo sentí que me inundaba la cólera.

—¿Se puede saber qué demonios…?

—Lo siento —dijo Tavernier.

—¿Lo sientes? ¡Me dijiste que no había nada de que preocuparse! ¡Podrías haber hecho que esta noche nos mataran a los dos!

—No —replicó Tavernier, negando con la cabeza—. No lo creo. A ti no te conoce esta gente, y lo que ha sucedido ahí atrás… —Tavernier señaló los árboles con un ademán y luego se encogió de hombros—. Simplemente, el bokor estaba empeñado en que le aseguraras que ibas a ser discreto. Por favor, amigo mío, no tengo ganas de discutir. Los dos estamos cansados, y cuanto antes regresemos, mejor. —A continuación dio la orden a Pompee de que se pusiera en marcha, y yo los seguí de mala gana. Cuando llegamos a la iglesia, Tavernier dijo—: Por la cara que tienes, no te vendría mal tomar una copa. —Tenía el rostro salpicado de sangre seca—. Es mejor que vengas conmigo.

Yo tenía ganas de marcharme enfurecido y perderme en la noche, pero también sentía la urgente necesidad de encontrarle alguna lógica a lo que acababa de presenciar, y Tavernier era la única persona con la que podía hablar.

—Sí —contesté, tragándome el orgullo—. Creo que tienes razón.

Sentados en la terraza de su casa, contemplamos una nube de luciérnagas que revoloteaban por encima de la barandilla. Aquellos temblorosos puntitos de luz, cosa extraña, ejercían un efecto tranquilizador. Así y todo, yo necesité varias copas de ron para recuperar mi temple habitual.

—Bueno —dijo Tavernier—, no podrás decir que no te lo advertí. Te dije que existían esas cosas.

—No lo entiendo. Tú siempre has dicho que la religión de esta gente era absurda.

—¡Paparruchas! Por supuesto que sí.

—Entonces, ¿cómo…?

—Permíteme que te lo explique. —Tavernier me pasó un cigarro, y a continuación, después de encender otro para sí, se reclinó en su silla y exhaló una nube de humo—. Hace muchos años que existe una disputa de familias entre los parientes de Pompee y otra familia que vive en una de las aldeas de Piton-Noir. Aristide fue acusado de robar una de sus cabras, y poco después de eso cayó enfermo de gravedad. Rápidamente corrió el rumor de que le había lanzado un conjuro el bokor de Piton-Noir, y en efecto, el muchacho enfermó de gravedad y falleció. Pero su muerte fue… ¿cómo decirlo…? una impostura. De hecho, le habían administrado un veneno que paraliza el diafragma y retarda la respiración. Debido a eso, el corazón se ralentiza y resulta imposible detectar el pulso.

—¿Un asfixiante?

—Así es. Puede obtenerse de muchos sitios: de la piel del pez globo, de determinados lagartos y sapos, del veneno del calamar, y es muchas veces más potente que el cianuro. —Tavernier se sirvió otra copa de ron—. La pomada anestésica que inventé emplea la misma sustancia. En cantidades muy pequeñas, aplicada de manera tópica, tiene un efecto entumecedor. Los bokores llevan casi dos siglos utilizándola para provocar en sus víctimas un estado similar a la muerte. Naturalmente, ellos fingen que han logrado su objetivo por medio de la brujería, que pueden matar clavando agujas en muñecos y que son capaces de resucitar a los muertos, pero la verdad es más prosaica. La magia que emplean es química, no sobrenatural. Ni que decir tiene que la mayoría de las veces calculan mal la dosis, y cuando abren un féretro lo único que encuentran dentro es un cadáver; sin embargo, muy de vez en cuando obtienen un éxito. La víctima ha sobrevivido y el veneno ha empezado a perder efecto. Entonces, el bokor puede ordenar al ocupante del ataúd que salga de él, y éste obedece. Los muertos vivientes son notablemente dóciles, puesto que han sufrido significativos daños cerebrales a causa de la falta de oxígeno.

Mientras Tavernier hablaba, iba surgiendo una pregunta en mi cabeza:

—Si los bokores están tan empeñados en mantener la fantasía de que poseen poderes mágicos, he de suponer que también guardan sus secretos celosamente. Entonces, ¿cómo es que te han revelado a ti estos misterios?

—Comencé a tratar a uno de ellos con morfina, y cuando ya se había vuelto adicto a ella, le dije que no le suministraría más a no ser que me explicase cómo conseguía urdir el engaño. —Tavernier esbozó una ancha sonrisa—. ¡Fue un juego de niños!

—¿Y por qué te interesaba tanto?

—Poco después de llegar yo aquí, falleció una joven a la que conocía, y a la semana siguiente la vi caminando detrás del burdel en el que antes ejercía su oficio. —Tavernier adoptó una actitud gélida, y elevó las cejas en un gesto teatral—. Me causó una impresión muy fuerte, te lo aseguro, pero yo soy escéptico por naturaleza. Sabía que sin duda habría una explicación racional, e inmediatamente me puse a hacer indagaciones.

A mí me ponía nervioso el talante desapasionado de Tavernier. Mi cerebro no dejaba de verse invadido de imágenes no deseadas: la cascada de sangre, la decapitación, la turba despedazando el cuerpo caído, el intermitente resplandor anaranjado que rodeaba la cumbre de La Cheminée.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tavernier.

—Acabamos de ser testigos de un asesinato —dije yo en tono cortante.

—No, Paul, estás muy equivocado. Acabamos de ser testigos de la liberación de un alma. Aristide se había convertido en esclavo de un bokor. ¿No comprendes lo que significa eso para los aldeanos? Para ellos, no existe nada peor que la esclavitud. Es un destino peor que la muerte. —De pronto empezó a sonar un tambor, y su alegre redoble se oyó acompañado inmediatamente por otro—. ¿Lo ves? —prosiguió Tavernier—. Aristide ya es libre. Ya puede reunirse con los espíritus ancestrales.

—Deberíamos dar parte a las autoridades de lo que hemos visto —respondí, apagando el cigarro.

Tavernier se echó a reír.

—¿A las autoridades? Adelante, pues, ve a Port Baisieux y cuéntales lo que ha pasado. ¿Crees en serio que van a mostrar el más mínimo interés? Ahora bien, si hubieran robado un caballo de una de las plantaciones, eso sería harina de otro costal… —Agitó lánguidamente una mano en dirección a los tambores, dejando una estela de humo de cigarro—. La vida de un campesino no tiene ningún valor monetario. Para las autoridades carece por completo de importancia. —Se levantó y fue paseando despacio hasta la barandilla—. Sea como sea —continuó, contemplando la oscuridad—, no sería muy buena idea que hicieras algo así, después de lo que le has prometido al bokor. Has prometido no contar nada. Si incumples esa promesa, irás al infierno. Eso es lo que te advirtió él, ¿te acuerdas?

Cuando se volvió, sonreía como un maniaco y tenía la cabeza rodeada por inquietos puntitos luminosos. Cosa nada sorprendente, su ironía no me pareció divertida.