Richard Laymon: Polémico ídolo del «Gore»

Para empezar, ¿qué significa la palabra inglesa «gore»? El diccionario Simon and Schuster define «gore», en la acepción que nos interesa, como «sangre coagulada, cuajaron». Y añade que el verbo «to gore» significa «agujerear o apuñalar». Curiosamente, esta palabra se utiliza cada vez más para identificar un género artístico —cinematográfico o literario— que se caracteriza por la exhibición o descripción cruda de auténticos amasijos de vísceras desparramadas y órganos amputados, todo ello embadurnado con abundantes dosis de sangre. Y decimos que es curioso que se haya popularizado el término «gore» porque ya existía otro, de origen francés, para designar este mismo género: «guiñol». Según el crítico Ben Indick, los elementos típicos del teatro de Grand Guignol, nacido en París, en 1888, eran: «las estrangulaciones, las extremidades cercenadas, los ojos arrancados, las esposas infieles y los maridos igualmente infieles que perpetraban venganzas espantosas, la locura rampante, todo ello representado entusiásticamente en el escenario». La única gran innovación que nos depara, pues, el frecuentemente vituperado «gore» de nuestro tiempo, reside en la alta sofisticación técnica de los efectos especiales.

Las películas La noche de los muertos vivientes, del mítico George Romero, Halloween, Viernes 13 y sus respectivas y múltiples secuelas, más las recientes Reanimator y Hellraiser, son las que mejor sintetizan los golpes bajos del «gore». En el campo estrictamente literario, muchos cuentos y novelas enriquecieron la flamante y controvertida corriente, empezando, una vez más, por la versión novelada de La noche de los muertos vivientes, escrita por John Russo, coguionista de la película. «La popularidad de estas películas y novelas —escribe el crítico Douglas Winter en la Penguin Encyclopedia of Horror and the Supernatural—, pareció confirmar que para un número importante de personas el foco del horror se había desplazado de la naturaleza de la amenaza —fuera ésta psicopática, satánica, ambiental o política— hacia sus efectos físicos». Para agregar a renglón seguido: «Firmemente implantado en esta nueva tradición, Richard Laymon aportó El sótano, Apagadas están las luces y Sangre en el bosque».

Richard Laymon tuvo el mérito de provocar, con El sótano, una polémica que no hizo más que recrudecer cuando aparecieron su segunda y su tercera novela. Stephen King lo descalificó con un juicio lapidario, que algunos críticos se apresuraron a repetir como si hubieran escuchado la voz del oráculo. Fue precisamente la magnitud de la ofensiva que los disconformes lanzaron contra Laymon la que estimuló el interés del público por conocer su obra y averiguar el motivo de tanto escándalo. El resultado dejó boquiabiertos a los detractores: la legión de fanáticos de Laymon empezó a crecer en progresión geométrica, hasta que a su alrededor se forjó lo que los norteamericanos denominan un mass cult, un «culto de masas». En algunos campus universitarios y, por supuesto, fuera de ellos, se crearon clubes para comentar y analizar su obra, buscando alegorías y metáforas trascendentes. Y se produjo otro fenómeno harto revelador: proliferaron los imitadores. Las novelas de Richard Laymon fueron traducidas a todos los idiomas, y ahora figuran en los primeros puestos de la colección francesa que se titula, faltaría más, Gore.

Richard Laymon, que publicó su primer cuento a los 19 años en la Ellery Queen’s Mystery Magazine, fue bibliotecario y maestro antes de que el éxito de El sótano le permitiera dedicarse exclusivamente a escribir. Ahora, las firmas norteamericanas e inglesas se disputan las primicias de sus historias de vísceras y sangre, pero —y éste es un detalle que pocos conocen— también escribe (con el pseudónimo «Carl Laymon») novelas de horror expresamente destinadas al público juvenil, que publican las editoriales más exigentes y selectivas de Estados Unidos, como Scholastic.

EL EDITOR