Peg apretó los dientes, decidida a no gritar mientras era destrozada por la penetración del muchacho. Jenny, colgada de un trípode a su lado, todavía estaba inconsciente. Lo estaba desde la ordalía de los Árboles. Peg deseaba que continuase sin conocimiento.
No quería que presenciase su violación.
Cómo los hombres se iban turnando.
Y las demás cosas…
Cerró los ojos con fuerza, para impedir que cayeran las lágrimas, mientras el muchacho la empujaba con más energía. Su verga era como un ariete feroz. Todas lo eran, en realidad, todas la destrozaban cuando la penetraban y la embestían.
Hasta ahora, sólo cuatro habían abusado de Jenny. Gracias a Dios, la chiquilla se había desmayado, excepto con el primero. Con el muchacho de los Árboles.
Jenny había aspirado una honda bocanada de aire cuando el chico la violó con furia.
Después, la dejó tranquila.
Peg retorció sus manos atadas y pataleó con sus piernas demasiado débiles para sostenerla. Miró hacia abajo. Sus piernas temblaban a la luz del fuego, manchadas de sangre.
Volvió a mirar a Jenny. La niña todavía tenía la cabeza inclinada. Su cuerpo colgaba flojamente de la cuerda y se balanceaba suavemente. Esta vez, la sangre era suya. Por una media docena de mordiscos. Y sus chillidos…
Pero no estaba muerta. Peg percibió el movimiento de su pecho al respirar. Inconsciente, pero no muerta. Tal vez sería mejor que no despertarse jamás.
—El bosque ensangrentado.
Peg volvió la cabeza a un lado y miró al hombre suspendido del trípode a su derecha. Hasta ahora había creído que estaba muerto.
—¡Bestias! —gritó el hombre—. ¡Unas bestias terribles, monstruosas!
—Ojalá nos mataran —respondió Peg.
—Oh, ya nos matarán. Pero antes han de divertirse. La noche pasada…
Bajó la cabeza.
—¿Qué?
—Violaron a mi… a mi Ruth. Ellos… ¡Oh, lo que le hicieron, los muy bastardos! —gimió—. ¡Bastardos!
Los krulls que estaban alrededor de la fogata le miraron. Uno de ellos, muy corpulento, se puso de pie. Peg reconoció a Murdoch.
—¿Algún problema? —preguntó, con la boca llena de comida.
—¡Bastardos!
Murdoch fue hacia él, mordiendo otro bocado del antebrazo que estaba comiendo.
—¡Bastardo!
Murdoch sonrió.
—Conozco tu problema, amigo. Tienes hambre. Bien, pues aquí hay mucha comida. —Alargó el antebrazo hacia el rostro del hombre—. Ayúdese usted mismo.
El hombre pataleó salvajemente, pero Murdoch se retiró.
—¿Y tú, Peg?
—Váyase al infierno.
—No te preocupes, este brazo no es de nadie que conozcas.
Levantó la mano hacia el pecho de la mujer. Ella se encogió ante aquel contacto.
—¡Váyase!
—Es tierno y sabroso. La mejor de todas las carnes. Los krulls lo saben bien. Llevan más de una generación comiendo esta clase de carne.
—Sí, sólo hay que verles.
—Oh, no es por culpa de su dieta. Es por otra cosa. Un poco de radiación que se mezcló con sus genes.
Peg le vio morder el brazo, arrancándole un buen pedazo. Murdoch sonrió mientras lo masticaba.
—Delicioso —comentó, casi sin poder hablar con la boca demasiado llena.
Después, escupió a la cara de Peg y dio media vuelta, riendo.
—¡Monstruos! —le apostrofó el hombre colgado del trípode—. Ellos… anoche… a mi Ruth… ¡Ellos… se la comieron! ¡Se la comieron! ¡Delante de mí! Me obligaron… Me apretaron la nariz para que abriese la boca y… ¡aj!
El hombre empezó a balbucir en voz baja…
Peg miró a Jenny.
Por suerte, seguía inconsciente.
—Dejaron la cabeza —prosiguió el hombre, otra vez ininteligible—. No se comen las cabezas. Las guardan en el pozo. ¡Oh, el pozo…! Aguarde a que…
—Cállese —le interrumpió Peg—. Maldita sea, cállese.
—La cabeza vive en el pozo —prosiguió él—. Ya la verá.
—¡Cállese!
El hombre calló.
Peg miró hacia la oscuridad. No estaba muy lejos. Tal vez a una docena de metros, tal vez menos. Antes de que anocheciera, Peg había visto el hoyo en el suelo… un hoyo muy grande. Y observó que los krulls se mantenían alejados de su borde. También les vio arrojar huesos dentro.
—Por eso están aquí.
—¡No quiero saber nada!
—Para alimentarlo. Me lo dijo uno de ellos. Para alimentarlo. Para que sea feliz.