—Tenéis que creerme —insistió Art—. Les mentí. Una vez las hubiera tenido en el coche, hubiese ido directamente a los Árboles.
—Ah, cállate, viejo zopenco.
Rose Petal le miró bizqueando en la penumbra de la furgoneta.
—De veras. Tenéis que creerme.
—Rata… —le insultó Peg entre dientes.
—¡Esto no es justo!
—Sabía que estaba mintiendo —dijo Jenny.
La furgoneta se ladeó. Peg rodó, y con la espalda presionó a Jenny. Cuando el vehículo se enderezó, ella rodó al otro lado.
Estaba tumbada de costado, en el piso de la furgoneta, con la cabeza hacia la portezuela trasera. Sus manos, a la espalda, estaban esposadas a las de Jenny.
Dos hombres habían entrado en la casa después de llamarles Roy. Se habían portado con gran rudeza. Les pusieron las esposas, y las apretaron con tal fuerza que impedían la circulación de la sangre por las muñecas.
No habían creído a Art.
—Oí hablar a Phillips —les dijo Roy—. Oí cómo decía que las sacaría de la ciudad esta noche, escondidas en el portaequipajes.
Ésta fue la peor acusación.
Peg flexionó las manos. Los dedos entumecidos parecían salchichas. Apenas podía doblarlos.
—Por favor, cariño —le suplicó Art a la vieja bruja.
Rose Petal miraba hacia adelante. La cabeza calva de Roy sobresalía por encima del respaldo del asiento del conductor. Rose volvió a mirar a Art.
Estaba sentado en el suelo, no lejos de los pies de Peg, con las manos esposadas a la manezuela de la puerta lateral.
—Te daré lo que quieras —continuó Art—. Dinero, ¿quieres dinero? Lo que quieras… ¡Jesús, no me llevéis a los Árboles!
Rose Petal se arrastró hacia él.
Peg veía cómo el sudor resbalaba por la cara y el pecho de Art.
—¡Una llave! —susurró—. ¿Tienes una llave para las esposas?
Rose Petal se puso de rodillas. Luego, se tiró la gorra hacia atrás, como un catcher de béisbol. Por fin, levantó el martillo.
Art jadeó.
Rose Petal miró a Roy y blandió el martillo. Se abatió con fuerza sobre la cabeza de Art. Sus pupilas se movieron frenéticamente. Intentó levantar la cabeza.
—Mamá, ¿qué pasa?
Peg no podía hablar. Si abría la boca, chillaría. Vio cómo Rose se pasaba el martillo a la mano izquierda, y golpeaba la boca de Art. Le rompió los dientes superiores. Pedazos blancos de dentadura resbalaron por la barbilla, mezclados en sangre. La cabeza vaciló, como si el cuello fuese de goma.
Rose Petal volvió a golpear. El pómulo derecho de Art quedó destrozado.
Como si de repente recobrase el conocimiento y supiera lo que pasaba, Art gritó. Luego, se retorció con furia salvaje. El vehículo se detuvo. Roy se volvió en su asiento.
—¡Por Dios…! —musitó.
Rose Petal se encogió de hombros.
—¿Por qué lo has hecho, cariño?
Rose Petal blandió el martillo hacia la cara de Art.
—Estaba pidiendo un buen golpe.
Roy se echó a reír.
—Bueno, supongo que el daño ya está hecho. Tendrás que limpiar la furgoneta, claro.
Se volvió y puso de nuevo en marcha la furgoneta.
Rose Petal dirigió la cabeza bifurcada del martillo contra el cráneo de Art. Cuando apuntó a sus ojos, Peg apartó la mirada.
Oyó los golpes, los horribles martillazos, y de vez en cuando, una exclamación de sorpresa o entusiasmo de la vieja.
Finalmente, la furgoneta se volvió a parar.
Se abrió la portezuela de atrás.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó un hombre.
Peg cerró los ojos.
—Ven aquí, Burt. Mira lo que Rose le ha hecho a Phillips.
—El maldito Art… —gruñó Burt.
—Bueno, sigamos con lo nuestro.
Unas manos cogieron a Peg por los sobacos y la arrastraron.
—Tú sacarás a Phillips.
—¿Yo? —se enfurruñó Roy.
—Es tu esposa, amigo.
Peg estaba ya fuera de la furgoneta, sostenida por un hombre. Luego, la soltó y ella cayó contra Jenny. Ambas rodaron por el suelo.
Peg abrió los ojos. El claro brillaba a la luz del sol. Los seis árboles muertos estaban en una hilera, más altos y más espantosos de lo que había imaginado. Parecían unos brazos que surgían del suelo, unos brazos libres de carne, con los huesos blanqueándose al sol.
Aunque había pájaros que piaban y revoloteaban, ninguno se acercaba a los Árboles Asesinos.
Dos hombres ayudaron a levantarse a Peg y a Jenny.
Un hombre abrió la esposa de la muñeca izquierda de Peg.
—No nos cause problemas —le advirtió con voz susurrante.
Cuando llegaron al primer árbol, el hombre colocó a las dos mujeres espalda contra espalda y volvió a cerrar la esposa. Sin hablar, los dos hombres se marcharon. Tampoco dijeron nada al pasar junto a Roy y Rose Petal, que arrastraban a Art por los pies. Se metieron en su coche, cerraron las portezuelas y se quedaron sentados, inmóviles, como si esperaran algo.
—Bien, damitas —exclamó Roy alegremente—. Creo que ya han encontrado su Waterloo.
—¡Maldito idiota! —le gritó Jenny.
—Calla —murmuró Peg.
No quería que Rose Petal se acercase con el martillo.
La pareja arrastró el cuerpo de Art hasta el árbol más próximo y lo apoyaron contra el tronco, de manera que la pulpa en que se había convertido su cara miraba a Peg.
—Que se diviertan —rió Roy.
Rose Petal les dijo adiós con el martillo.
Después, Roy se llevó un silbato a los labios y lanzó un silbido estridente.
Mientras los dos se alejaban a toda velocidad, el cuerpo de Art cayó de lado. Rose Petal empezó a retroceder, pero Roy la agarró por su descarnado brazo y la empujó hacia la furgoneta.
Los dos hombres del coche siguieron al otro vehículo fuera del claro.
Peg y Jenny estaban solas.
Peg cerró los ojos. Oía el distante motor, los cantos de los pájaros, el zumbido de los insectos…
—Tenemos que largarnos de aquí —declaró Jenny.
—¿Cómo?
—Aún tengo un cuchillo. En mi calcetín.
—¿Cortará el acero?
—Seguramente no será necesario —replicó Jenny—. Vendrá alguien y nos quitará las esposas. Y no tardará mucho.
—No tengo muchas esperanzas…