25

Willis Hogue colocó una pierna sobre el taburete que había delante del mostrador, como si fuese a montar a caballo.

—Dame un café, Terk.

—¿Dónde has dejado tu sombrero?

Al preguntarle, Terk se tocó su propio sombrero, un ancho gorro de jefe, de una blancura inmaculada.

—La mujer me puso sobre un barril —rezongó Hogue—. Se compró un espejo de fantasía y adivina quién tuvo que colgarlo.

—Yo no. —Terk sirvió el humeante café en una taza de plástico blanco, que dejó delante de Hogue—. Tal vez tú.

—Tal vez. —Hogue sopló en el café—. Una verdadera tragedia lo de anoche.

—Sí y no.

—Sentí muchísimo oír lo del joven Fielding. Era un tipo muy decente. Fue a la escuela con mi Roger.

—No puedo decir que sienta lo de Shaw y su mocoso —replicó Terk—. Ni tampoco lo de Hank Stover.

—Bueno, no pienso orinar sobre los muertos. Y Fielding era un tipo muy decente. Es una vergüenza.

—¿Has oído lo de John Robbins?

—¿Qué?

—Bob Rath entró a pedir un pastelillo y dijo que Robbins se ha largado. Anoche estuvieron en su casa de la calle Olive… buscando a las damas. Bueno, Robbins no estaba. Ni tampoco su coche. Piensan que se ha largado con ellas.

Hogue volvió a soplar en su café y tomó un sorbo.

—Bueno, supongo que volverán —dijo—. No se puede pasar por los controles de la policía y evidentemente no irán andando.

—Rath dijo que han ido de casa en casa registrándolas.

—No me importaría ser uno de los que los encuentren.

—Tal vez puedas ayudarles.

—Supongo que mi mujer no lo aprobaría. A lo mejor quiere que le ponga el espejo más arriba.

* * *

Hogue salió del restaurante y se quedó plantado al lado de la carretera mientras pasaba un Volkswagen. El joven y la mujer que iban dentro eran forasteros. Hogue sonrió. Probablemente de vacaciones, pensando «¡Diantre, vaya ciudad más pequeña y extraña!».

Hogue atravesó la carretera, sujetándose el cinturón de los pantalones demasiado grandes. En el otro lado, se los subió más y corrió un agujero del cinturón.

—Buenos días, Roy —saludó.

Roy, cargando dos maletas hacia la oficina del motel, sonrió.

—¿Cómo estás, Willis?

—No puedo quejarme. ¿Y tu esposa?

—Oh, Rose Petal está tan bien como siempre.

—Estupendo, estupendo…

Hogue prosiguió su camino, andando junto al talud de grava de la carretera.

Vaya individuo, casado con una mujer tan vieja… «Bien —pensó Hogue—, no sería tan vieja cuando se casaron unos dieciocho o veinte años atrás». Aunque ella debía de tener ya sesenta. Un granuja retirado, según murmuraban todos. Bueno, la carne de un hombre…

Hogue llegó a la puerta de la ferretería de Phillips. A través del cristal, la tienda estaba a oscuras y desierta. Hogue probó el picaporte.

—Maldición —murmuró.

Un letrero de la puerta indicaba el horario de venta al público: Lun. - sáb.: 10 mañana a 6 tarde. Bueno, era sábado y pasadas las diez. Hogue consultó su reloj. Exacto: las diez cuarenta y cinco.

Llamó a la puerta y esperó. Volvió a llamar.

—Vamos, vamos… —gruñó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Roy.

Estaba en pie bajo el letrero luminoso del motel, todavía con las dos maletas.

—¿Sabes de algún otro sitio donde vendan cerrojos Molly?

—No, aunque estoy seguro de que Phillips sí los tiene.

—Pues no ha abierto.

—Oh, debería de haber abierto.

—Pues si ha abierto tiene una manera muy rara de demostrarlo. La puerta está tan cerrada como el culo de un mosquito.

—¿Y qué?

—¿No suele ser muy puntual?

—Como un cronómetro.

Roy dejó las maletas y se acercó. Sus mejillas temblaban a cada paso. Hogue se preguntó dónde habría conseguido Roy la camisa hawaiana. Probablemente, de alguno de sus mejores huéspedes.

Roy probó el picaporte, como si pensara que Hogue era un inútil.

—Tienes razón —masculló.

—Lo cual no es ninguna sorpresa.

Roy se acercó al cristal.

—No creo que esté ahí dentro.

Aporreó la puerta, después le propinó dos puntapiés, que hicieron retemblar el marco. El esfuerzo le provocó una oleada de sudor. Sacó un pañuelo y se secó la frente. Después, se lo pasó por su brillante cráneo.

—¿Sabes qué significa esto? —le preguntó a Hogue.

—Significa que no puedo conseguir mis cerrojos Molly.

—Significa que Phillips no está en la tienda.

—Tal vez haya atrapado un resfriado…

—O un resfriado le ha atrapado a él. —Roy abrió un poco más sus ojos saltones—. Tal vez se trate de un resfriado femenino.

—¿A qué te refieres, Roy?

—En realidad, sé que Art Philips se está viendo a escondidas con Peg Stover.

—¡Dios! ¿Es verdad eso?

—Puedes creerme. Y pienso que es muy gracioso que no haya abierto hoy, teniendo en cuenta lo que ocurrió anoche.

—Sí, puede que tengas razón.

—Creo que iré a casa de Phillips y veré qué puedo descubrir.

—Precisamente iba en esa misma dirección.

—¿De veras?

Roy entrecerró los ojos.

—¿Por qué no unimos nuestros esfuerzos? Si encontramos a esas mujeres, lo repartiremos al cincuenta por ciento.

—Vamos, pues. Cogeré mi furgoneta. Y a Rose Petal. No le gustaría perdérselo.

* * *

Hogue esperó en la oficina del motel. Mientras transcurrían los minutos jugueteaba con los objetos del mostrador, temiendo que el registro casa por casa permitiera encontrar a Phillips antes que ellos. Si tal cosa ocurría, perdería unos miles de dólares, que era la recompensa normal por dos desertores.

Se abrió la puerta en el otro lado del mostrador. Salió Roy, con la camisa hawaiana encima de su prominente panza, y metiendo el cañón de un revólver en su cinturón.

—No tendrás ningún arma más, ¿verdad? —quiso saber Hogue—. Te pagaría la munición…

—Este bebé es todo lo que tengo.

—Entonces, nos detendremos en mi casa.

—Adelántate en tu coche. Nos reuniremos en casa de Phillips.

—Bien, no importa. Iré con vosotros.

No quería darles ninguna ventaja.

Apareció Rose Petal. Le enseñó sus dientes postizos a Hogue, y le guiñó el párpado morado de un ojo muy oscuro.

—Buenos días —saludó Hogue.

Ella le correspondió tocándole el ala de su sombrero Dodger con la cabeza del martillo, con lo que el sombrero se inclinó hacia atrás. No se molestó en ajustarlo.

Mientras ella seguía a Roy cuando éste salió de detrás del mostrador, Hogue observó que los pechos de Rose bailaban dentro de su ancho suéter. En la delantera del mismo se leía la palabra BEBÉ, con una flecha apuntando hacia abajo.

«Enferma», pensó Hogue.

Cuando, a su vez, ella salió de detrás del mostrador, volvió a pensar que Rose Petal estaba desnuda de cintura para abajo. Después, distinguió unas bragas de color rosa.

«Será magnífico cuando se lo cuente a Terk», pensó.

Un cadáver viviente vestido como una adolescente preñada.

Hogue trató de no mirarla al salir de la oficina en dirección a la furgoneta de Roy. Ella subió antes, con lo cual le ofreció una buena vista de su enorme trasero… según supuso Hogue, intencionadamente. Pero él desvió los ojos.

Dentro de la furgoneta, Rose Petal desapareció. Hogue ocupó el asiento del pasajero.

—Sigue siendo al cincuenta por ciento —insistió Hogue—. Sin contar a Rose Petal, claro.

—Un trato es un trato.

—De acuerdo.

Cuando la furgoneta cruzaba la carretera, Rose Petal reapareció. Le entregó a Hogue una barra de hierro.

—Un rompecráneos —dijo.

El aliento le olía a elixir bucal.

—Oh, gracias.

Un minuto más tarde, Roy estacionó la furgoneta al final de un bloque de casas y cerró el contacto.

—La casa de Phillips está tres puertas más arriba —indicó.

—No creo que debamos llamar, ¿verdad?

—No serviría de nada —agregó Roy—. Necesitamos un plan.