23

—¿Por qué no vienen? —preguntó Neala, en susurros para no despertar a Johnny.

—Lo dices como si lo estuvieras deseando —le recriminó Sherri.

—Oh, no…

Neala estaba vestida, de pie en la puerta, vigilando a los distantes krulls. Varias veces había intentado contarlos, pero se movían constantemente desvaneciéndose entre los árboles, o surgiendo del bosque. Contó veinte, veinticuatro, diecinueve, veintiséis… Continuamente cambiaba la cantidad. No parecían ocuparse en nada especial… sólo dar vueltas por allí.

—Como si aguardaran algo —murmuró Neala al fin.

—Sí. A nosotros. ¿Por qué no cierras la puerta?

—Tenemos que vigilarlos.

—Podemos verles. —Sherri cerró y atrancó la puerta—. Por aquí.

Se apartó en la oscuridad y levantó una piel de venado que colgaba de la pared delantera. La luz del sol penetraba a través de varias grietas entre los troncos.

Por allí les había espiado Sherri, pensó Neala. La cólera y la humillación empezaban a dejarse sentir en su interior. ¿Cuánto habría visto Sherri? ¿Todo el espectáculo? ¿La habría excitado?

¡Oh, cómo podía hundirse tanto!

Sherri arrancó la piel y la arrojó a un lado.

—Así está mejor —dijo.

Neala miró por una grieta, que le permitía ver exactamente el sitio donde había estado con Johnny. Levantó la vista y divisó a los krulls, que todavía vagaban por el bosque, más allá de las estacas, y luego volvió a bajar la vista al lugar donde había hecho el amor con Johnny.

—¿Por qué miraste?

—¿Qué importa?

—A mí sí me importa.

—Bueno, ya dije que lo sentía.

—Lo sé. No quiero más disculpas. Sólo quiero saber por qué. Tú eres mi mejor amiga, Sherri. ¿Cómo pudiste ponerte aquí y espiarme?

—Todos moriremos aquí. Lo sabes, ¿verdad?

—No, no moriremos.

—¿Crees que tu Johnny posee una varita mágica y… ¡zas! regresaremos a casa?

—No sé…

—Esos individuos de ahí… esas cosas, nos pillarán más pronto o más tarde, y ya no importará en absoluto porqué lo hice, ¿no?

—A mí sí que me importa, ahora.

—Como quieras —gruñó Sherri.

—Dímelo.

—Déjalo correr.

—No puedo. No, si hemos de seguir siendo amigas.

—Mierda…

—De acuerdo. Si esto es todo lo que significo para ti…

—No tienes ni idea de lo que significas para mí. Ni la más ligera idea.

Aquellas palabras asustaron a Neala.

—Te amo.

Neala miró a Sherri estupefacta.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes lo que quiero decir. Y cuando te vi esta mañana, de pie bajo la luz del sol… No pude impedirlo. No pude dejar de contemplarte. —Rió con amargura—. Probablemente pensaste que me gustaba Johnny, ¿eh? Sorpresa, sorpresa.

—No puedo creerlo.

—Créelo, Neala.

—Pero esos chicos de los que siempre hablas… Jack, Larry, Wesley…

—Los hombres me gustan, sí… Pero a ti… a ti te amo.

Neala sacudió la cabeza. Se sentía disgustada y temerosa.

—Esperaba que pudieras… Bah, no importa.

—¿Qué esperabas, seducirme?

—¿Lo he intentado? ¿Lo he intentado alguna vez?

—No —admitió Neala.

—Nunca haría nada, a menos que tú consintieras.

—Cáspita…

—Lo siento.

—Y todos esos meses…

—Lo siento —repitió Sherri. Se apartó de la pared—. Éste sería un momento excelente para hacer un mutis, como dicen en el teatro, pero creo que no lo haré.

Neala la vio moverse por la cabaña y tenderse en un rincón. Ella volvió a la pared. A observar por la grieta.

Te amo.

Las palabras eran como una losa en su estómago. Se sentía traicionada. Como si su amistad con Sherri hubiese sido un mal truco. No era una amistad en absoluto, sino un juego que Sherri había llevado a cabo para estar cerca de ella. Para espiarla en los momentos de intimidad: una ojeada a su cuerpo, un contacto casual, a veces un abrazo rápido, feliz…

Su rostro enrojeció al recordar el fin de semana en San Diego, el mes anterior. Después de un día en el Mar Mundial, la habitación del motel. Llamó a Sherri desde la ducha porque había olvidado el champú. Y la pequeña broma de Sherri: «Si yo fuese un tío, me metería aquí y te ayudaría». No había sido una broma, sino una sugerencia.

Sherri debía de haber rezado para que ella le pidiera que la ayudase.

Y debió de ser una tortura para Sherri.

Todo el fin de semana. Tan cerca de ella, pero no lo bastante.

Neala recordó otras escenas de aquel fin de semana: las veces que se habían cambiado de ropa en la misma habitación, la noche en que Sherri se había examinado un pecho, palpando y dándose masaje mientras charlaba con Neala, insistiendo para que hiciese lo mismo…

De haberse ofrecido a hacerlo ella misma, Neala habría sospechado, tal vez; pero Sherri era demasiado lista para esto. Había jugado bien la partida.

No había sido sutil, sino que había engañado a Neala como una maga muy diestra.

—Tengo un cargamento de este número —dijo Sherri en aquella ocasión, sacando una negligée negra y casi transparente de su maleta—. Wesley la escogió en «Frederik». El hijo de puta más cornudo que haya visto jamás. —Dejó la bata sobre la cama y se puso la negligée—. Bonita, ¿verdad?

—Sí, mucho.

—Bueno, es el único camisón que tengo, chica. Lo traje como deferencia a tu modestia. Generalmente, duermo a pelo.

—Pues no seré yo quien te lo impida.

Sherri se exhibió a pelo muy a menudo aquel fin de semana. Neala supuso que le gustaba sentirse libre y natural. Y ahora, todo era muy distinto. Sherri se había estado exhibiendo, tratando de conquistarla.

Pues no la había conquistado.

Debía de haber sido terrible para Sherri. Aquel fin de semana debió de ser un tormento. Y todo el tiempo que habían pasado juntas, casi un año, estaba obviamente lleno de dolor y deseos y esperanzas frustrados. Una esperanza constante y no realizada, de que Neala respondería al fin.

¡En qué situación más desdichada se había colocado Sherri!

Neala miró al otro lado de la cabaña en penumbra. Vio a Sherri en el rincón, tumbada boca arriba, con un brazo sobre la cara.

Fue hacia ella.

Se sentó a su lado.

—¿Es mi turno de vigilancia? —preguntó Sherri.

—No.

—¿Pues qué hacen los de ahí fuera?

—Esperan.

—Harán que muramos de hambre.

—Oh, Sherri…

—¿Qué?

—Lo siento.

—¿Tú?

—Sí, lo siento. Nunca podré ser lo que tú necesitas.

—Sí. También yo lo siento.

Neala cogió una mano de su amiga.