—Te quitaré la mordaza —consintió Peg—, pero has de prometer que no gritarás.
Art asintió.
Peg dejó la pistola, y se apartó de la mesa de la cocina. Se agachó detrás de Art y probó las cuerdas que ataban las manos y los pies a la silla de hierro. Estaban seguras.
Tiró de una esquina de la cinta adhesiva de su cara, y acto seguido tiró con más fuerza. La cinta se despegó. Abriendo la boca, Art fue sacando el pañuelo entre los labios. Peg terminó de sacárselo.
—Gracias —jadeó él—. ¿Puedo beber algo?
—Creo que sí.
—Café.
Peg se dirigió a la alacena y sacó una taza de café.
—Lamento lo de anoche —murmuró Art.
—Oh, seguro…
Peg vertió café en la taza y añadió una cucharadita de azúcar. Luego, le añadió también un poco de leche de la nevera.
—Sí, lo siento —repitió él—. Me quedé tan asombrado… No pensé…
Peg acercó la taza a los labios de Art. Éste tomó un sorbo. Ella inclinó más la taza. El café se desparramó por las comisuras de la boca y bañó la barbilla.
—Perdona —murmuró ella.
Confusa, dejó la taza sobre la mesa. Luego, cogió una servilleta y le secó la barbilla, el cuello y el pecho.
—Jenny quería matarme —dijo Art.
—Lo sé.
—Y tú me salvaste la vida.
—No sé por qué.
—Te debo la vida, Peg.
—¿Qué significa esto?
—Significa que haré lo que quieras. Os llevaré a ti y a Jenny lejos de aquí.
—No sé.
—¿No es esto lo que querías?
—He de preguntárselo a Jenny.
—¿Preguntárselo a ella?
—En estas cosas sabe más que yo.
—Es una niña. ¿Qué puede saber?
—Sabe mucho sobre supervivencia.
—De acuerdo, pregúntale a ella.
—Ahora duerme.
—Despiértala. Quieres irte de aquí, ¿verdad?
—Creo que dejaré que duerma. Se despertará a su debido tiempo.
—Entonces, dame un poco más de café, ¿de acuerdo?
Peg se acercó de nuevo a la mesa y cogió la taza.
—Esta vez haré que bebas despacio —comentó ella.
No derramó ni una gota.
—Gracias, cariño —le agradeció Art—. Y si realmente quieres ayudarme, déjame abandonar esta silla.
—Oh, claro.
—Llevo horas atado. Mis brazos me están matando.
—Tus brazos apenas tienen arañazos.
—Te resulta fácil decir esto, porque no es a ti a la que disparó Jenny.
—Te vendé el brazo, Art. Lo vi. No es nada. Sólo un arañazo.
—Pues duele como mil diablos.
—Bien, tienes que vivir con ello.
—Sin embargo, vas a desatarme, ¿verdad?
—Oh, ¿para qué?
—¿De qué otro modo podré sacaros a ti y a Jenny de la ciudad?