19

Cordie yacía en tierra, enroscada y temblando al pie del árbol, temiendo moverse. Así estuvo largo tiempo.

Debían de haber transcurrido varias horas desde que viera a la figura oscura pasar por entre los árboles. Varias horas desde que había oído la súplica de Ben, con su voz aterrada. Sí, debía de haber sufrido una muerte espantosa.

La cosa había pasado por su lado.

Pero tal vez estuviese cerca.

Sin embargo, no podía continuar en el suelo más tiempo. Tenía necesidad de orinar, y no quería mojarse la ropa.

Finalmente, rodó sobre sí misma. Levantó la cabeza y sus ojos examinaron la oscuridad del bosque. El aire mostraba ya un tinte azul grisáceo, y Cordie distinguió a lo lejos los árboles del bosque.

Con un súbito temor, se dio cuenta de que habían desaparecido las tinieblas protectoras de la noche.

Se puso de rodillas. Tenía el brazo derecho entumecido de haberlo tenido debajo de su cuerpo tanto tiempo, y ahora le colgaba inútilmente al costado. Lentamente, la sensación volvió a su brazo; primero, le hizo cosquillas, y después sintió una quemazón. Lo movió y flexionó los dedos. Cuando pudo mover bien el brazo, se levantó.

Dio una vuelta lentamente, escudriñando el bosque. Estaba sola, al parecer.

Rápidamente, se bajó los pantalones. Se agachó y orinó. El chorro hizo un ruido terrible al regar el suelo cubierto de hojas. Ojos en el bosque. Cordie deseaba que cesara el ruido. Pero no podía detener aquel chorro, mientras se estaba despojando del dolor que la atenazaba. Finalmente, terminó. Se incorporó y se subió los pantalones.

Durante unos momentos miró en la dirección por la que había desaparecido Ben. Cordie no quería ver su cuerpo, pero no podía abandonarle hasta asegurarse de que estaba muerto. Y para saberlo con toda certeza tenía que verlo.

Caminó lentamente, tratando de hacerlo en un silencio absoluto. A pesar de su cautela, cada paso hacía crujir las hojas del bosque. No era muy ruidoso, pero sí lo suficiente alto para que otros lo oyeran. «Demasiado alto» pensó. Echó a andar con zancadas más largas, y aunque los pasos sonaban más fuertes, así necesitaba andar mucho menos para llegar a su meta.

Una meta a la que no deseaba llegar. Sólo quería esconderse.

Pero tenía que averiguarlo.

Continuó andando. Sabía dónde mirar. Toda la noche, mentalmente, había visto a Ben precipitándose hacia los árboles, le había oído correr, había oído su voz. No había ido muy lejos, apenas la distancia, en su casa, que había entre la puerta de entrada y la cocina.

Cuando vio las piernas se detuvo en seco. Ben estaba boca arriba, con una pierna extendida, la otra doblada por la rodilla, en una postura que debió de ser muy dolorosa. El resto del cuerpo estaba oculto detrás de un árbol.

Tenía los pantalones manchados de sangre.

—¿Ben? —le llamó Cordelia, casi como un suspiro.

Aún era demasiado alto.

Dio un paso adelante y vio más cosas: la parte delantera de los pantalones, la parte baja de su camisa, todo ensangrentado. Se aproximó más todavía. Y el árbol le permitió ver algo más: el pecho, el brazo derecho extendido. Otro paso y podría ver si…

¡No!

Retrocedió hasta que el árbol se lo ocultó todo, menos las piernas. Las estudió. Borrosamente, porque las lágrimas le cegaban los ojos.

Los zapatos.

La semana anterior, en un cine al aire libre, ella había arrojado un zapato de Ben por la ventanilla del coche.

—Oh, Ben… —sollozó.

Echó a correr. Sabía que hacía mucho ruido pero ya no le importaba.

«¡Que me cojan! ¡Que me cojan!».

Corrió más de prisa. Para alejarse de Ben. Corría ciegamente, con lágrimas en los ojos, la cabeza hacia atrás. Era mejor mirar al cielo, al cielo azul de la mañana, que a cualquier cosa que la estuviera acechando para matarla.

Se internó en un matorral, donde se enredó las piernas. Pateó y gruñó para liberarse y cuando lo estaba consiguiendo, su pie tropezó con algo. Cayó boca abajo, gritando y retorciéndose salvajemente para no caer sobre el chico desnudo.

El mismo que la había atacado la noche anterior.

El que habían asesinado unos minutos antes que a Ben.

Cordie chocó contra el suelo. Con las manos y las rodillas. Miró el cadáver. Vio sangre y hormigas, y el cercenado cuello, donde tendría que haber estado la cabeza.

Volvió a levantarse y siguió corriendo. Sabía que hacía demasiado ruido.

Ahora ya no le importaba.

Una vez estuvo bastante lejos del cadáver se detuvo, y miró en torno suyo.

¡Allí!

Unas espesas matas, a la derecha.

Se precipitó hacia las altas matas. Las rodeó, tratando de ver en su interior. Las ramas pobladas de hojas y muy apretadas entre sí impedían ver nada desde fuera.

¡Perfecto!

Se dejó caer boca abajo y empezó a arrastrarse. Se fue abriendo camino por entre las hojas y los espinos, y los largos tentáculos. Cada vez más adentro de aquella espesura.

Finalmente se detuvo. Miró a cada lado y no distinguió nada, absolutamente del mundo exterior. Se enroscó. Directamente encima pudo divisar unos pequeños trechos de cielo.

Algo le cosquilleó el brazo.

Lo miró.

Una hormiga.

La aplastó con la punta del dedo. La hormiga dejó una manchita en el brazo.

—Todavía no —murmuró.