17

Art Phillips fue hacia la puerta, vestido con sus calzones de boxeo, y abrió.

—¿Peg? —preguntó.

Ella entró en el oscuro vestíbulo, seguida de Jenny. Art cerró la puerta. Encendió una lámpara y las miró con asombro.

—Jesús, ¿qué ha ocurrido?

—Tenemos problemas —murmuró Peg.

—Ya lo veo. —Art meneó la cabeza, frunciendo el ceño, y se frotó un ojo. Tenía el cabello alborotado por el sueño—. ¿Qué clase de problemas? Vamos, pasad y sentaos… ¡Jesús!

Le siguieron al salón. Peg contempló la espalda pálida y pecosa de Art Phillips. Los calzones le colgaban casi hasta las rodillas, mostrando la hendidura de las nalgas. Sólo dos días atrás, ella había pasado un dedo por aquella hendidura, quitándole los calzones. Él había caído en la cama, con los calzones en torno a las rodillas, y había rodado, y ella lo había tomado en su boca… Sólo dos días atrás. No obstante, ahora tenía miedo de pedirle ayuda.

Art se volvió hacia Jenny.

—¿Es sangre eso?

La muchacha asintió.

—¿Estás herida?

Jenny sonrió de manera extraña.

—No es sangre mía.

—¿De quién?

—Pregúntaselo a mamá.

—¿Quieres lavarte? —le preguntó él—. Dúchate…

—Sí, gracias.

Art le indicó donde estaba el cuarto de baño y se frotó la nuca mientras miraba cómo se alejaba.

—Bien, ¿qué ha ocurrido, Peg?

—He dejado a Hank.

—¿Qué quieres decir? Siéntate aquí.

Dejándose caer en el diván, Art palmeó el almohadón que tenía al lado. Luego, puso la mano en la nuca de Peg y la acarició con suavidad.

—Esta noche he decidido abandonar a Hank. Pero nos sorprendió a Jenny y a mí cuando huíamos… y empezó a maltratar a Jenny. Tenía que impedirlo. Pero él continuó pegándola… Creo que lo he matado.

—¿Has matado a Hank?

—Le acuchillé —mintió ella.

Le resultaba fácil mentir.

Art continuó acariciándole la nuca. Pero no dijo nada. Peg oía el distante ruido de la ducha.

—¿Adónde pensáis ir? —preguntó Art finalmente.

—Lejos. Tal vez a Los Ángeles.

—¿Estás loca? No puedes salir de Barlow.

—Le he matado, Art.

—Hay otros medios. Alega defensa propia o algo… No puedes abandonar Barlow. Sería un suicidio.

—No, si nos ayudas.

Art apartó rápidamente la mano de la nuca de Peg.

—Imposible.

—Con tu pase de seguridad…

—No serviría. No, si te están buscando. Habrá controles en cada extremo del pueblo…

—Ya los han colocado. Pero Jenny tuvo una idea. Podríamos escondernos en el maletero de tu coche. No lo registrarán, ¿verdad?

—Podrían registrarlo. —Se inclinó hacia atrás, cruzando las manos detrás de la nuca y mirando al techo—. En realidad, ya me has comprometido.

—Lo sé y lo siento.

—Si no te entrego y alguien descubre que has estado aquí…

—Nadie lo sabrá.

—Oh, sí lo sabrán. Y vendrán a por mí.

—De acuerdo, Art. Huye con nosotras. Para no volver. De este modo, no podrán hacerte daño. No tienes familia. Estarás libre y a salvo, y no tendrás que volver a preocuparte por los krulls. ¿No te gustaría? ¿No estás harto de vivir aterrorizado?

—No me vengas con ese cuento de «vivir aterrorizado»… ¿No ves las noticias? El mundo exterior está lleno de maníacos. Jesús, matan sin motivo alguno. Allí nadie está a salvo. No es como aquí, en Barlow. En esta ciudad puedes dar la vuelta a la esquina sin miedo a que te roben, te violen o te salten los sesos. No tienes que atrancar la puerta por las noches para impedir que te asalten. Por tanto, no me hables de vivir aterrorizado. En Barlow no has de inquietarte por nada, con tal que obedezcas las reglas.

—Pero si las quebrantas…

—Entonces, pagas las consecuencias.

Peg se miró las manos. Las sentía heladas y pesadas en su falda.

—Esto es verdad. ¿Qué dicen de los krulls?

—Depende de lo que quieras oír.

—¡Dios mío, Art!

Casi no veía ya las manos cuando los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar, incapaz de contenerse.

—Cálmate… —murmuró Art, acariciándole la espalda—. Vamos, no te angusties… No tienes por qué llorar.

—Yo… ¡Dios mío, estoy tan asustada…!

—No llores.

—Si no quieres ayudarnos… Jenny es tan… Oh, es sólo una niña… ¿Cómo puedes… cómo puedes hacerle esto?

—¿Hacerle qué?

—Abandonarla a los krulls.

—Mira, tienes que entregarte. Alega defensa propia. Todo el mundo sabe que Hank era un bastardo. Te absolverán y listo. No tendrás que preocuparte en absoluto por los krulls. No tendrán nada contra ti, si olvidas esa estúpida idea de huir.

—No lo entiendes… —sollozó Peg.

—Mira, llama a John. Él te aconsejará.

—No puedo. Él… se marchó a los Árboles esta noche.

—Lo sé. Yo estaba con él.

—No, quiero decir más tarde. Volvió allí.

—¿Cómo?

De repente, la voz de Art sonó baja y dura.

—Fue a liberar a una chica.

—Bromeas, ¿verdad?

—Por esto… por esto tenemos que huir.

—¡Ese idiota! —gruñó Art—. ¡El maldito idiota! Sabía que no estaba en sus cabales esta noche. Por la manera cómo miraba a la chica. Sabía que algo iba mal. Pero ¿qué diablos…? ¿Cómo ha podido hacer semejante cosa? ¿Poneros en tal peligro? ¿Y a Jenny…? Dios mío ¿no sabía que os estaba cortando la garganta?

—Pensaba venir a buscarnos.

—Pero no lo hizo.

—Tal vez sí. —Peg se encogió de hombros—. Nosotras tuvimos que marcharnos…

—No, claro… Los krulls le habrán cogido, tan seguro como que estamos aquí. Y ahora querrán apoderarse de ti y de Jenny. Los familiares más directos.

—¿Somos nosotros los familiares más directos?

—John no tiene a nadie más. Y han de dar un escarmiento. En vosotras.

—No es justo.

—¿Qué importa que no lo sea? Lo siento, Peg. Lo siento de veras.

Se levantó. Peg alzó la cabeza y se secó las lágrimas de los ojos.

—¿No quieres ayudarnos?

—Ojalá pudiera, pero…

—Pensé que… me querías un poco.

—Y te quiero. Te quiero mucho, ya lo sabes. Pero no puedes esperar que pierda la vida por ti, ¿lo entiendes, no?

—Si nos llevaras lejos de aquí y no regresaras…

—Imposible.

Cruzó el salón en dirección al teléfono.

Las temblorosas manos de Peg buscaron los botones de su vestido.

—No, ahora no.

Peg se puso en pie y fue lentamente hacia él, sin dejar de desabrocharse.

—Vamos, no seas tonta.

Art levantó el auricular y miró el disco.

Peg metió la mano dentro del vestido. El cuchillo estaba débilmente sujeto a su costado, gracias al cinturón. Lo asió por el mango.

Art empezó a marcar.

Peg exhibió el cuchillo.

—Quieto —dijo.

Art vio el cuchillo. Hizo una mueca burlona y continuó marcando.

—Deja eso —gruñó—, antes de que lo coja y haga que te lo comas.

—Deje el teléfono —le ordenó otra voz.

Art levantó la vista.

Peg volvió la cabeza y vio a Jenny en el umbral. La cara y las ropas de la niña continuaban manchadas de sangre seca. En su mano llevaba una almohada.

Al fondo, el agua corría por la ducha, como el sonido de las hojas de un árbol movidas por un vendaval.

—Eché una ojeada… —explicó Jenny. Sonrió sólo con un lado de su cara—. Adivine lo que encontré.

—Eh, cuidado —exclamó Art, soltando el teléfono.

—Iba a entregarnos, ¿verdad?

—No. Yo…

Un disparo ahogado le hizo callar. La almohada se movió. En la funda blanca apareció un agujero y saltaron varias plumas. Con un alarido, Art se cogió el antebrazo izquierdo.

—¡No! —gritó Peg, yendo hacia él.

—¡Apártate, mamá!

—¡No! ¡No permitiré que le mates, no lo permitiré! ¡No!

—Por favor, mamá…

Art cayó de rodillas, quejándose.

Peg estaba frente a él, mirando a su hija. Jenny soltó la almohada. En la mano empuñaba una automática pequeña, con la culata niquelada.

La mantenía apuntada al suelo.

—Está bien —dijo la niña—. Le vigilaré y tú le atarás. Y también le amordazarás.