16

—¡Mierda sagrada, una cabaña!

Robbins se situó al lado de Neala. Los dos se detuvieron detrás de Sherri y miraron por entre los árboles. Cerca del extremo de un amplio claro bañado por la luz de la luna se alzaba una cabaña de troncos.

—No está mal —comentó Robbins—. Echemos una ojeada.

Pasó delante, llegó al claro y se detuvo para echar un vistazo. El claro era mayor que un campo de fútbol, tal vez un poco más estrecho. Al examinar el límite del bosque, no observó ningún movimiento. La cabaña parecía a oscuras y abandonada.

—Pegaos a mí —murmuró.

Neala se puso a su lado derecho, y Sherri al izquierdo. Johnnie empezó a avanzar, con el rifle dispuesto. El suelo era blando bajo sus pies, calzados con botas. Una brisa helada soplaba a lo largo de sus brazos desnudos.

Miró a Neala. La joven cojeaba. Tenía los labios muy apretados, como mordiéndolos para acallar el dolor. A pesar de todo, era muy valiente, pero también muy vulnerable. Robbins deseaba sostenerla.

Neala observó que la estaba mirando y le sonrió.

—¿Qué tal los pies? —se interesó él.

—Han visto noches mejores.

Robbins se volvió hacia Sherri.

—¿Qué tal?

—Muy mal —exclamó la joven, agriamente.

Al aproximarse a la cabaña, Robbins vio que estaba en medio de un campo de estacas. Y cada una de ellas tenía un poste atravesado, como los brazos de un espantapájaros. Cada estaca, asimismo, estaba coronada por una bola oscura.

Sherri se cogió del brazo de Robbins y le obligó a detenerse.

—¡Oh, mierda! —jadeó—. ¡Oh, maldita mierda!

—Son cabezas —susurró Neala.

Robbins contempló la bola de la estaca más próxima. La esfera era una cabeza, sí, con el cabello negro ondeando al viento. Pasó la mirada de una estaca a otra. Había una cabeza empalada en cada una.

—¡Dios santo! —exclamó.

Dio un paso al frente.

Sherri le tiró del brazo.

—¡No podemos pasar por aquí…!

El joven se volvió hacia Neala. Ésta sacudió la cabeza con un mohín de repugnancia.

—La cabaña —indicó él.

—No quiero pasar… —murmuró Neala con el tono de un niño asustado.

Robbins miró a su alrededor y observó cierto movimiento entre los árboles del bosque. Junto a un abeto apareció un rostro. El joven levantó el rifle y apuntó, pero el rostro desapareció a un lado, por detrás del tronco.

A la izquierda, un cuerpo pálido saltaba entre los árboles.

Sherri lanzó un gemido.

—Vamos hacia la cabaña —indicó Robbins.

Neala le apretó el brazo.

Un cuchillo trazó un arco en la noche, girando sobre sí mismo, su hoja reluciendo a la luz de la luna. Robbins empujó a Neala. La joven cayó de lado en el instante en que el cuchillo se precipitaba sobre ella. Robbins la ayudó a levantarse.

—Vámonos —la urgió.

—Oh, hubiese podido…

—Pero no la mató.

Corrieron hacia la cabaña. Sherri les alcanzó. Unos cuatro metros antes de la primera estaca, Robbins soltó el brazo de Neala y recogió el cuchillo del suelo.

—Tómelo —le dijo.

Miró hacia atrás.

No vio a nadie.

Luego, se abrió paso por entre las estacas, agachándose bajo los travesaños. Avanzaba con cuidado, para no tropezar con los postes, pero la culata del rifle chocó con uno. La cabeza se bamboleó. Y luego cayó al suelo. Neala chilló horrorizada. Robbins quiso mirar a su alrededor, pero las estacas le rodeaban como en una jaula. No podía volverse sin volcar algunas.

—¿Está bien? —gritó.

No hubo respuesta.

—Neala…

—Estoy bien —murmuró ella.

—¿Sherri…?

—¡Salgamos de aquí!

—¿Qué tal la retaguardia? —Las palabras habían surgido de sus labios antes de darse cuenta del error cometido—. Olvídelo…

—¡Síiiii!

Robbins se levantó. Su hombro chocó con un travesaño. La estaca se tambaleó en la tierra blanda. La asió para impedir que cayese, y luego se volvió sobre sí mismo y miró hacia atrás. Neala seguía agazapada. Sherri, un poco más lejos, estaba en pie, de espaldas a él, con los hombros al nivel de los travesaños y la cabeza un poco más baja que las otras.

Robbins la contempló y comprendió que no estaba examinando el terreno del bosque en busca de krulls. Estaba mirando las cabezas empaladas. Docenas de cabezas. La rodeaban. La presionaban casi, como una multitud terrible.

—¡Sherri! —gritó.

La joven dio media vuelta y chocó con un poste. Éste cayó contra otro y volcó, y de repente, una docena de estacas empezaron a tambalearse y a caer, mientras sus espantosos ornamentos se juntaban unos con otros como para compartir un secreto, y otros chocaban entre sí, caían y rodaban por el suelo.

Sherri lo miraba todo, y al final miró a Robbins. Los ojos y la boca de la muchacha eran unos agujeros negros en su cara, iluminada por la luna.

Neala se estaba incorporando. Robbins la obligó a agacharse de nuevo.

—No mire…

—Sherri, ven hacia aquí.

No se movió.

—¡Sherri!

—No puedo.

—Quédese aquí —le ordenó Robbins a Neala.

Agachándose por debajo de los travesaños, se abrió paso por entre el bosque de estacas. Cuando llegó cerca de Sherri, encontró las cruces, que aún estaban de pie, colocadas en ángulos irregulares. Intentó apartar uno del paso. Una cabeza estropeada, apenas algo más que un cráneo con mechones de cabello ondeando al viento, se tambaleó delante de su rostro. Asqueado, soltó la estaca.

Se detuvo delante de Sherri. La joven se hallaba a unos metros de distancia solamente. Les separaba un montón de estacas y cabezas. Manteniendo los ojos fijos en ella, empezó a avanzar, pisando fuerte, mientras sus botas aplastaban los frágiles travesaños caídos. Por dos veces, sus pies pisaron unas cabezas. Una quedó aplastada; la otra resbaló como un canto rodado y casi le hizo caer. Logró conservar el equilibrio, casi asfixiado por el horror ante la idea de caer encima de tales objetos.

Después, cogió a Sherri por el brazo.

Miró a su alrededor; nadie les perseguía.

—¿Se encuentra bien?

Ella respondió con un gemido.

Sin soltarla, la condujo a través de aquel horror.

—Cierre los ojos —le aconsejó.

Volvió a mirar hacia atrás para asegurarse de que Sherri los había cerrado. Después, la llevó adelante otra vez. Le ordenó que se agarrara a su cinturón. Cuando llegó a la primera cruz en pie, le pegó un puntapié para apartarla. La cabeza voló, pero no la miró. Había otra cruz en su camino. Lanzando una maldición, usó la culata del rifle para apartarla. Se movía de prisa, destruyendo aquella barrera.

—Neala, cierre los ojos. Estamos ya detrás de usted.

Continuó apartando las estacas, que chocaban unas con otras, mientras las cabezas volaban. Cuando estuvo cerca de Neala, arrancó tres cruces y las arrojó a un lado. De pronto, estuvo ante ella.

—Agárrese a Sherri y mantenga los ojos cerrados.

—Johnny… ¿qué…?

—Vamos a la cabaña.

Avanzó el pie, derribando una estaca. Ésta derribó a su vez la que tenía delante, y así sucesivamente. Mientras caían, Johnny siguió avanzando y derribando más. Balanceaba el rifle, y con la culata hacía caer las estacas, una tras otra. De pronto, levantó más el rifle y derribó una cabeza. La barrió con el pie. Las estacas se iban espaciando. De repente, ya no quedó ninguna delante. La puerta de la cabaña estaba a unos metros de distancia.

Robbins se volvió y contempló el sendero que acababa de abrir a través de la barrera. El paso estaba flanqueado por las cruces medio caídas, colocadas en ángulos extraños.

—Todo va bien —musitó.

Las dos jóvenes se irguieron y miraron hacia atrás. Sherri se llevó una mano a la boca. Neala desvió rápidamente la mirada.

Robbins fue hacia la puerta de la cabaña. No tenía picaporte. En su lugar, colgaba hacia fuera una correa de cuero. Tiró de ella y oyó el crujido de madera al levantarse el pestillo. Empujó la puerta, que se abrió.

—Hola… —gritó en la oscuridad.

Nadie respondió.

Cruzó el umbral. El aire olía a rancio. El interior de la cabaña estaba caliente, húmedo. Atisbó en las tinieblas, sin distinguir nada.

Encontró una caja de cerillas en el bolsillo del pantalón. Sacó una y la rascó contra la lija. Brilló la llamita. Parpadeó ante la luz y la paseó en círculo. Satisfecho de que no hubiera nadie en la habitación, apagó la cerilla y volvió a la puerta.

—Vamos, adelante, no hay peligro.

Neala y Sherri entraron en la cabaña. Robbins cerró la puerta, la luz de la luna desapareció. El pestillo de madera encajó en su lugar.

—Bien, aquí estamos —exclamó Robbins.

Encendió otra cerilla. En la luz vacilante, buscó rápidamente una lámpara. Encontró una vela en una especie de palmatoria que sobresalía de la pared, y la encendió. Había una vela en cada pared. Las encendió todas. Las llamitas vacilaron, llenando de sombras la cabaña.

—Debe de haber una cama —murmuró Sherri, mirando un montón de pieles.

Se sentó encima, restregando cautelosamente las manos en las pieles, se tendió y suspiró.

Neala estaba en el centro de la cabaña, y dio una vuelta lentamente. Sus ojos se concentraron en el rostro de Robbins.

—Creo que deberíamos irnos de aquí —comentó.

—Necesitamos descansar —alegó Robbins—. Esta cabaña es fácil de defender.

Sherri irguió la cabeza.

—Yo no pienso moverme…

—Pero… —Neala se restregó los labios nerviosamente—. La persona que vive aquí, sea quien sea, es la que clavó esas cabezas…

—No quiero oír hablar de esto —concluyó Sherri.

—¿Y si vuelve…?