Cordie echó un vistazo a los numeritos rojos de su reloj.
—Son las diez cuarenta —anunció—. ¿Se marchan ahora mismo?
—No sirve de nada esperar más —respondió Robbins.
—Tiene razón —asintió Cordelia, respirando profunda y temblorosamente—. ¿Qué intentarán, llegar a la carretera?
—De momento. Iremos hacia el este y procuraremos salir del territorio de los krulls.
—Sí… bien, pues buena suerte. También a ti, Ben.
—¿Cordie…?
Ella se limpió las manos sudorosas en los tejanos y apartó la mirada. Ben dio un paso hacia ella.
—Oh, no, Ben. Vete con los otros.
Dio media vuelta y echó a correr, pero oyó unos pasos rápidos que la seguían. Sabía que era Ben. Apretó el paso. Maldición, no debía ir con ella.
—¡Vete con ellos! —le gritó por encima del hombro.
Cuando llegó a su lado, Ben la cogió por un hombro y la obligó a detenerse.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Ben—. ¿Lograr que te maten?
—No puedo abandonar a mamá ni a papá, he de encontrarles.
—Entonces, iré contigo.
—No, oh, no.
—¿Acaso tengo otra elección?
—Vete con los otros. Saldrán del bosque… tienen un arma…
—No puedo.
—Ben, por favor.
—No puedo dejarte. Por la misma razón que tú no puedes dejar a tus padres. Te amo.
—Oh, Ben. —Cordelia le atrajo hacia sí y le besó en la boca. Luego, retorciéndole un mechón de cabello, le echó la cabeza atrás—. Espero que no te arrepientas —musitó.
—No.
—Bien, busquemos a mis padres y tratemos de salir de aquí.
* * *
—Por aquí —indicó Robbins.
—¿No deberíamos ir tras ellos? —preguntó Neala.
—Ya han hecho su elección.
—Estaremos mejor sin ellos —intercaló Sherri.
—Vamos.
Neala, aún con la espalda apoyada en el árbol, escudriñó las tinieblas que tanto la habían asustado. No se movió.
—Neala…
—No, allí… allí hay alguien escondido.
—Lo comprobaré.
—¡No!
—No temas.
Robbins anduvo hacia el sitio que le había señalado, descolgó el rifle y lo empuñó, listo para disparar.
—¡No, Johnny, no! Vámonos…
Robbins la miró. Neala creyó ver una sonrisa en su rostro.
—Vámonos —repitió más bajo.
—De acuerdo —concedió él.
Se alejó del sitio tan temido por Neala y se dirigió hacia ella.
La joven miró detrás de Robbins. El corazón le dio un vuelco al captar un movimiento rápido. Algo pálido… ¿Una cara? Fuera lo que fuese, se desvaneció al instante.
Johnny, al observar su alarma, volvió la cabeza.
—No es nada —le aseguró Neala.
—¿De veras?
Sherri se situó al lado de Johnny, tapando la vista de Neala.
—¿A qué esperamos?
Neala sacudió la cabeza.
—Yo iré a la retaguardia —propuso Johnny—. Iremos hacia el este. —Señaló en la dirección en la que se encaminaron antes de detenerse—. Por ahí. No hay mucha gente por este lado, pero es nuestra única posibilidad de salir del territorio de los krulls.
—¿Está muy lejos? —preguntó Sherri.
—Unos treinta kilómetros.
—Oh, mierda.
—Bien, vamos.
Neala se apartó del árbol. Miró más allá de Johnny y Sherri, pero no distinguió nada en la oscuridad. Abrió la marcha, seguida de Sherri, y Johnny detrás de ésta. Al principio, Neala iba demasiado de prisa por aquel terreno, por lo que tropezó y Sherri le cayó encima, aplastándole una pierna.
—¿Estás bien? —le preguntó Sherri, ayudándola a levantarse.
—Viviré.
—No te hagas muchas ilusiones.
—Muchas gracias.
Sherri se acarició una nalga.
—De nada.
Con Sherri en cabeza esta vez, volvieron a correr. Neala iba más despacio que antes. Trataba de ver dónde pisaba, pero la oscuridad apenas le permitía vislumbrar el suelo.
La segunda vez que tropezó vio con qué fue.
Una mano.
Chilló al caer. Chocó con el suelo y quedó sin respiración. Unas manos rudas le dieron la vuelta y un ser huesudo, de piel blanca, se escurrió por su cuerpo.
Un hombre. Un hombre sin pelo, con la cara hueca de una calavera. La mordió en la boca y de sus ojos goteó algo húmedo.
Neala oyó un terrible golpe. Como un trueno. La cabeza se apartó de ella. El hombre cayó boca arriba. Neala distinguió su erección, una cosa semejante a una serpiente rígida y pálida. Después, Johnny le impidió ver nada más. Con la culata del rifle machacó el horrible rostro, destrozándolo.
—No pasa nada —murmuró el joven.
La ayudó a incorporarse.
Neala sacudió la cabeza. Se limpió las lágrimas de los ojos. Tenía la blusa abierta, con sus senos desnudos. Se la abrochó, pero antes se fijó en los arañazos. Eran como quemaduras en su sedosa y tierna piel.
—¿Te ha hecho daño? —se interesó Johnny.
—Un poco. Pero estoy bien.
—El maldito cerdo… —musitó Sherri. Se aproximó al cuerpo—. ¡Cristo, mírale!
Neala no le miró.
—Un condenado albino.
Neala estaba abrochándose aún la blusa. Faltaban botones, por lo que se limitó a sujetarla estrechamente.
—Mierda —exclamó Sherri, aún inspeccionando el cadáver.
—Será mejor que sigamos andando —les recordó Johnny.